Carnaval

Carnaval


**** DESENLACES **** » TREINTA Y DOS

Página 39 de 48

 

 

 

 

 

 

 

 

TREINTA Y DOS

 

Barcelona

—¿Quién era? —le pregunto a Raúl. Su tono era tan furibundo que temo que sea Izaskun el motivo de que venga hacia aquí con cara de malas pulgas.

—Mi abuela —contesta y hace un mohín de disgusto—; al final he colgado tan apresuradamente que no le he dado tiempo a que me dijera dónde estaba.

—¿Y qué quería? —insisto yo, terca como una mula.

—Esa curiosidad tuya te traerá algún día una mala pasada —me advierte ahora, sonriendo—. Quería informarme de que Izaskun ya ha tenido la niña. ¿Y a mí qué leches me importa eso a fin de cuentas? ¡Como si quiere tener diez más! Ahora, conmigo no los va a tener; eso sí te lo garantizo.

—Me alegra oírtelo decir.

Mi alivio es inmenso… pero dura poco. Muy poco.

—No te hagas ilusiones. No tengo intención de dejarme el condón olvidado en ningún cajón, y me importa un pito si tomáis precauciones o no. Yo voy a cuidarme al máximo —informa puntilloso—; no permitiré que me engañéis.

—¿Acaso crees que nosotras queremos que nos hagas un niño? —grito enfurecida. ¡Es el colmo! ¿Qué le hace creer al muy cretino que queremos un hijo suyo? El último hombre del que desearía un hijo, sería Raúl. De las escarmentadas aprendemos las demás.

—Eres casi tan tonta como Izaskun —se burla—, no me extrañaría que tarde o temprano quisieras engancharme con ese cuentito.

—Pero ¿de qué vas, quién te has creído que soy yo?

—Venga, no disimules; te mueres de rabia por lo de Izaskun, te mueres por estar en su lugar —me dice el muy imbécil.

—Para que te enteres, tonto del culo, la situación de Izaskun no es nada envidiable —le replico—. Todavía no te veo correr detrás de ella. Es ella quien querría estar en nuestro lugar.

—Sí, claro… pero… ¡las tías sois tan raras! Todo es al revés con vosotras.

—Para raro, tú, que no hay quien te entienda. Nosotras… porque ya hemos desistido de comernos el coco y te aceptamos tal como eres, pero si quieres a alguien que te entienda, más vale que vuelvas con ella. Por lo visto, te conoce mucho mejor que nosotras.

—¡Vete por ahí! —Exclama molesto por mis palabras—. Vamos a comer algo porque si no, voy a llegar tarde a mi primer día de trabajo. Hoy comienzo, ¡deberíais estar orgullosas de mí! —se ufana ahora.

—¡Pues vaya un día! Ya tienes un trabajo, una hija —enumero—, cuatro mujeres para disfrutar de ellas como mejor te plazca… ¿Qué más puedes pedirle a la vida?

—Pues mira, se me ocurre una cosa: que dejes de darme el coñazo con el asunto de Izaskun. ¿Cuándo entenderás que eso ya es agua pasada? ¿Y de dónde has sacado a la cuarta mujer, de la manga?

—En absoluto —replico más tranquila, y casi contenta—; contándonos a nosotras, a ella y a tu prima Inés, somos cuatro… Vaya, las que yo conozco.

—A Inés, olvídala —me aconseja—; todo lo que pudo disfrutar de mí, que por fortuna no fue mucho (gracias a ti), ya se le acabó. Seguirá intentándolo hasta que se harte —me avisa mientras lleva a la mesa un plato con huevos fritos—. La mayor de mis desgracias —continúa protestando como un crío— ha sido tropezar con mujeres tan tozudas como vosotras. Estáis decididas a privarme de mi libertad, a decirme cómo he de vivir mi vida, y a intentar agarrarme con uno u otro pretexto. No sé qué demonios esperáis de mí —suspira con aire de melodrama y se sienta a la mesa.

Me acomodo a su lado; Azucena está en la ducha y poniéndose cañón porque esta noche vamos a cenar fuera para celebrar el cumpleaños de este mocoso; pero no deja de ser viernes: un día cualquiera del mes más soso del año, y los tres tenemos trabajo esta tarde. ¡Los tres! ¡Vaya, eso sí es una novedad! A mí, total, ya no me importaba mantenerle medio año más. La mía parece una resignación gilipollas, pero no tanto si recordáis cuán plena y estimulante es mi vida sexual.

Y me pregunto yo:

¿Continuaremos con nuestros jueguecitos? Ahora que va a ganarse el pan que se come, no nos debe nada. ¿Y a qué le han entrado de golpe y porrazo tantas prisas por ponerse a trabajar, de veras está pensando en quedarse con la niña?

Azucena se reúne con nosotros; le mira, me mira, y pregunta:

—¿Me estabais esperando? Podríais haber avisado de que ya estaba todo listo. ¿Me dejas un poco de ese perfume de Calvin Klein que compraste la semana pasada?

Menudo discurso, y de carrerilla que lo ha dicho. Todavía queda gente capaz de sorprenderme con sus preguntas.

—¿No lo tenéis vosotros? Eres la última persona a la que esperaba prestarle un perfume.

—No —menea la cabeza—, todavía no nos lo han traído —se queja—; además —añade—, yo no soy la dueña. No puedo ir por la tienda echándome perfumes, ni agarrar el que me dé la gana. ¿Me lo dejas o no? —insiste como una niña caprichosa.

—Sí.

Me revienta que me pida mi perfume para seducir a Raúl… Aunque de poco le va a servir, porque Raúl pasa mucho de esas cosas de mujeres.

—¡Cuidadito con lo que os echáis por encima, que luego no hay quien respire! —grita Raúl, confirmando mis suposiciones.

Por lo visto, la supercalifragilisticoespialidosa Izaskun va por el mundo sólo con la cara lavada. Yo no recuerdo haber olido ningún perfume especial la tarde que se presentó a ver a Raúl, y no porque viniera hecha unos zorros; la verdad: no lo necesita. A veces me sorprendo esperando su llamada. Debe de tener mi número además de mi dirección. ¿Cómo, si no, ha conseguido la abuelita de Raúl localizarle?

—¡Tranquilo, Raulito! —le digo entre risas. Me chifla llamarle Raulito porque sé que se cabrea un montón—. Con lo caro que me costó, hay que echarlo con cuentagotas.

—¿Cuántas veces voy a tener que decirte que no me llames así? —protesta enrojeciendo.

—No te enfades, Raulito —ahora es Azu quien le toma el pelo—. ¡Y pensar que todo lo hacemos para gustarte!

—Estáis insoportables. ¡Me voy!

Raúl se levanta de la silla (sin apenas haber probado bocado), coge su nueva chaqueta de cuero negro (regalo nuestro) y se larga. Por increíble que os pueda parecer, Raúl encontró un trabajo medio decente; aunque por supuesto no era lo que él buscaba, al menos le dará para pagarme de nuevo el alquiler.

Su trabajo, por lo que nos explicó anoche, consiste en cargar y descargar camiones, hacer de cajero algunas veces (y de chico de los recados la mayoría) en uno de tantos supermercados que hay repartidos por toda la ciudad; creí oírle comentar que trabajará en Sants. De todos modos, a mí la idea me pareció sensacional, y mucho mejor que la que yo había tenido al ofrecerle trabajar como modelo en la agencia.

Si hay algo que Raúl necesita con desesperación, aunque no lo sepa o no lo quiera reconocer, es que le bajen los humos; y presiento que en su nuevo trabajo se los van a bajar rápida y eficazmente. Unas cuantas broncas y una faena donde su sex-appeal importe menos que un pito le irán muy bien para dejar a un lado esa actitud creída de la cual ya empezamos a estar bastante hartas.

Azucena está comiéndose una manzana con rapidez; se ve que lleva prisa por irse a trabajar ella también. Yo aún debo ducharme y arreglarme para esta noche. En realidad, no sé qué ponerme; hace un frío espantoso y, para colmo, Raúl se empeñó en que reservara una mesa (a nombre mío, por supuesto, porque, por supuesto, yo voy a pagar) en uno de esos restaurantes que tanto proliferan en el Port Olímpic porque dice que le gusta ver el mar. ¡Claro, como en Navarra sólo lo podía soñar! Aunque yo no sé qué mar va a ver a las tantas de la noche…

Me gustaría encontrar en mi armario algo que no resaltara mucho mi estatura y a la vez me «engordara» (pero sólo un poquito). Ir desaliñada no me servirá de nada, apenas para que Raúl esté de morros toda la noche porque no voy como a él le gustaría. A Raúl le encanta salir con nosotras para lucirnos, para demostrar qué poco le cuesta conseguir compañía… ¡y a pares!

Por una fracción de segundo pasa por mi cabeza una idea terrorífica: proponerle a Azu que vayamos hechas unos adefesios de tan feas, ¡y a ver si Raúl se atreve entonces a ir de nuestro brazo! Pero recuerdo que hoy es su aniversario; no podemos amargarle la noche, aunque me da mucha rabia sentirme como un caniche cuando nos saca a pasear.

Siento cómo los ojos de mi morena compañera se clavan en los míos; lo mismo lleva diez minutos mirándome, pero estoy distraída, divagando, y ni me he enterado. Me cuchichea al oído:

—¿Cómo te sientes después de lo de anoche?

—Rara —le cuchicheo a mi vez.

¡Uy, qué despiste, no os lo he dicho! Anoche hicimos algo especial, muy especial: le ofrecimos a Raúl un show porno en vivo y en directo, y después (por si eso fuera poco) nos acostamos las dos con él; hicimos toda clase de guarrerías imaginables. Sin embargo, a lo que se refiere mi compi es a lo que vino más tarde. Le hicimos «un dúplex». Sí, así como suena. No sé si fue Inés quien le dio la idea de marras, y tampoco es que sea nada original. Pero por alguna razón todavía desconocida, a Raúl le ponía cachondo ver a dos tías follándose mutuamente.

¿Denigrante? ¿Humillante? ¿Asqueroso?

¿Y quién iba a decirlo? ¿Yo? ¿O tal vez ella?

Azucena me interrumpe.

—Yo también. Nunca me imaginé haciendo esto —confiesa—, pero algo de mí no podía negarse —reconoce un tanto avergonzada—, supongo que a ti te pasó lo mismo, ¿no?

—No sé cómo lo hace para tenernos tan dominadas. Mirarle es todo un peligro; actúa como un encantador de serpientes y nos tiene completamente hipnotizadas, medio drogadas —admito en tono compungido. Lo de ayer ha cambiado mi vida, y la suya también, a juzgar por sus palabras.

Nunca lo hubiera imaginado de Azucena cuando nos conocimos; no está hecha de la misma pasta que Inés, ha sido educada con otra moral y otras ideas. Sin embargo, desde que supo que su padre había abandonado a su madre y a sus hermanos, se le rompieron todos los esquemas de moral y de lo que es o no es correcto.

Lucha por el amor de Raúl casi con más denuedo que yo, adoptando además una actitud cínica que parece gritar a los cuatro vientos: a mí no me importa nada ni nadie, ¡a vivir, que son dos días y yo ya he desperdiciado uno y la mitad del otro! Se quedó sin aliento cuando Raúl nos propuso que nos desnudáramos mutuamente. Eso aún nos pareció divertido, pero más tarde todo fue… no sé, más sórdido, o tal vez no sea esa la palabra. Él lo habría descrito como muy excitante.

Para mí fue revelador y perturbador.

Jamás se me ocurrió, ni siquiera en mis años adolescentes, hacerlo con una mujer. Yo estaba convencida y orgullosa de mi heterosexualidad; nunca he discriminado ni a gays ni a lesbianas, pero de ahí a probarlo… No sé qué decir; no voy a poder olvidarlo. En cambio, nuestro Raúl ya lo ha hecho; para él sólo fue un espectáculo, un numerito propio de una despedida de soltero o algo por el estilo. En fin, ¿qué puedo esperar si no se toma nada en serio? Pensaría que, dada nuestra relación, esto tenía que pasar tarde o temprano. ¿Y por qué no?

—La culpa es nuestra —se castiga Azucena de repente—; le consentimos mucho desde el primer día. El nuestro era un juego diferente, lo sabíamos y él también. Era su cumpleaños, y quiso divertirse un poco viéndonos a las dos follando como conejas. Prostitución, bisexualidad, ¿qué viene ahora?

—Pregúntaselo esta noche durante la cena —le propongo—; quizá te salga con algo nuevo y más sensual.

—Lo dudo mucho; se ha superado a sí mismo. Me largo a ver qué me pongo —se despide—; a las diez en punto en el Hotel Arts, y no lleguéis tarde. Después de todo un día en pie, no aguanto un plantón.

Azucena va a vestirse; ignoro qué escogerá, y no quiero preguntárselo, ni tampoco que influya en mí su decisión. En quince minutos sale de su habitación hecha un primor; a pesar del frío que se deja sentir, y que la brisa marina recrudecerá más si cabe, lleva puesto un finísimo vestido de seda, largo y con tirantes, de un precioso color crema que resalta su morena piel y sus negros cabellos. No lleva medias, y los zapatos son negros, de mucho tacón y con plataforma. La miro asombrada.

—¡Te vas a morir de frío! Supongo que te meterás ahora el abrigo.

—Sí, claro —me tranquiliza—, aunque no hace tanto frío como dices. Y si tengo mucho, mucho, ya le pediré a Raúl que me caliente. Tú no te preocupes.

—No, si yo no me preocupo en absoluto; ya sabrás lo que haces.

Se pone el abrigo y se marcha. Está despampanante; voy a tener que hacer algo grande para superarla. Hasta hoy nunca había competido con Azu por él; competir con Izaskun ya me bastaba. ¿Y para qué? Sigo pensando que va a volver con ella tarde o temprano. Obligado o no, volverá con ella y con la niña; a menos que Juanjo se lo tome en serio, lo de convertirla en modelo o lo que sea. ¿Será verdad que está coladito por ella? Motivos no le faltan, ya se lo dije a Inés; de hecho, llevo repitiéndomelo desde hace meses.

Me voy a la ducha sin saber muy bien cómo acabará todo este lío, ¡hay tantas pasiones en juego!

El agua de la ducha me despeja y relaja a la vez. Después de media hora de deliciosa paz, entro en mi dormitorio. Busco y rebusco sin encontrar nada que parezca seductor para mí. Decido ponerme tejanos (no, no voy a ir con tejanos, ¿qué os creéis?), un jersey viejísimo de lana color pistacho, las bambas… y me voy a comprar ropa.

Mis pasos me conducen de manera automática al corazón de la ciudad; quizá vaya a El Corte Inglés, quizá a C&A o a Zara, quizá… no lo sé; pero sí sé que voy a encontrar algo muy sexy, ¡no voy a ser menos que ella!

Lo que (casi) parecía imposible, ha sucedido. He localizado lo que andaba buscando: un minúsculo vestido de gasa negra: una auténtica indecencia que acaba a sólo cuatro dedos de mi culito, mostrando con generosidad mis piernas largas y pecosas. Lleva tirantes, como el de Azucena, y un escote que realza mi busto: senos medianos, redonditos y genuinamente míos. Lo completo con unas botas de cuero altas y negras, igualitas a las que lucía Julia Roberts en Pretty Woman. Queda un poco extravagante todo junto, decido mientras me contemplo en el espejo, pero tal vez sea mucho mejor así; me gusta cómo me queda, y eso basta. Quiero llamar la atención. Por primera vez en mi vida quiero realmente que todas las cabezas se vuelvan para mirarme, no solamente la de Raúl. Después de salir de Zara con una bolsa en cada mano, otro problema que resolver: mi pelo.

¿Qué se puede hacer con esta mata de pelo rizado y rojo que mis queridos antepasados vikingos me legaron? Entre recogerlo, dejarlo suelto, alisarlo o cortarlo, opto (opción atrevida, temeraria diría yo) por la última solución. Jamás me lo he cortado, y ya va siendo hora de que lo haga. Desde los cinco años lo llevo por la cintura… palmo más, palmo menos. Entro en Anglada porque, aunque es cara, no hay gente. Y llevo prisa; cortar una melena como la mía llevará tiempo.

Me atiende una joven rubia muy bajita (quizá estoy siendo injusta; con mi estatura, cualquiera que no llegue al metro setenta y cinco me parece un enano), no debe de tener más de veinte años; tiene la cara redonda de una santa madonna romana, y su lacia melena está peinada con la raya en medio, dividiendo escrupulosamente su cara en dos semicírculos exactos; tiene los ojos saltones y la nariz aguileña; no es guapa, la verdad. Mi mente de fotógrafa experta en top models divaga porque no sé cómo ni cuánto quiero cortármelo. No me atrevo a permitir que me hagan un desastre del que me arrepienta antes de que se ponga el sol.

La chica también me repasa con la mirada de arriba abajo; mitad admiración, mitad envidia.

—¿Qué te vas a hacer? —pregunta mientras echa mal disimuladas miradas a mi desastrado atuendo.

—Quiero cortarme el pelo.

Lo digo en susurros (no sé por qué).

Me invita a dejar mis bolsas detrás del mostrador; las dejo. Me indica que la siga al lavacabezas; la sigo y me siento. A la vez que deja caer un chorro de agua tibia en mis rizos rojos, me tantea.

—¿Cómo quieres cortártelo? ¿Muy corto?

—No sé… la verdad… Es la primera vez… ¿cómo me quedará mejor?  —le pido consejo.

Craso error. Se nota que no he pisado muchas peluquerías, porque de lo contrario ya sabría que no hay nada que le fascine más a esta gente que cortar tu pelo.

—Si te lo corto mucho, adiós a los rizos. Pero puede ser un buen cambio, y tu pelo está pidiendo a gritos un buen corte. Déjame probarlo, ¿sí? No puede quedarte mal, y el pelo siempre crece. En un año volverás a tener tu melena rizada.

¡¡¿Ha dicho en un año?!! Nada más y nada menos que ¡un año!

De acuerdo, me atreveré; nadie dirá nunca que fui una cobarde. Sólo Dios sabe que estoy apostando muy fuerte; eso sin contar con que voy a dejar a Raúl sin su juguete favorito, y no sé si me lo perdonará. Pero ¡qué caray! Es mi pelo, y si de veras es lo único que le interesa de mí, más me vale saberlo cuanto antes. Aunque lo mismo mañana empapo la almohada y me desespero. Si no me arriesgo, nunca sabré si me hubiera quedado bien o mal, o regular. Mientras me lo corta, me entretengo mirando la prensa rosa (casi nunca leo estas revistas) para no caer en la tentación de mirarme al espejo. Intento enterarme del último chisme de Ana Obregón, que invariablemente sale en una u otra revista, o en todas a la vez. ¡Qué bonito debe de ser vivir del cuento, por Dios! Lo intento pero no lo consigo; un sinfín de rizos rojos cae sobre lo que estoy leyendo y me distraen, al principio los voy apartando, conteniendo las ganas de levantar la cabeza para ver cómo va quedando la cosa.

Estoy absolutamente aterrada, como una oveja a la que están esquilando; y a fin de cuentas, ¿no es eso? Pero la decisión ha sido mía, no tengo derecho a quejarme. Decido en cambio levantar la cabeza.

Contengo la respiración… y una exclamación.

—¡Oh, mieeeeerda, no esperaba que fuera tanto!

Deseo decirle que pare, ¡STOP!, pero es una gilipollez; lo que ha empezado, ha empezado, y hay que acabarlo. ¡Oh, Dios mío, va a quedarme mucho más corto que el de Raúl! Todos mis rizos han sido sacrificados. Me echaría a llorar, pero no quiero montar el numerito; acabo por reconciliarme con la nueva mujer que me saluda desde el otro lado del espejo, y a la que me cuesta horrores reconocer. ¿De veras esa soy yo? Una mujer que me mira, desafiándome: «¿Qué pasa, acaso tienes miedo de lo que diga Raulito? Creí que eras más lista». Pero sí, ¡qué leches! Tengo miedo de que a él no le guste; no, miedo no. Lo mío es TERROR. Hay que admitir que no me queda mal, aunque parezco un colegial travieso.

Ya ha acabado. Lo dicho: me ha quedado mucho más corto que el de Raulito (que ya es bastante). Para terminar me pone gel fijador y me despeina con estudiado desenfado; está tan corto que me queda todo de punta. Muy guapa, sí señor. Después de semejante tomadura de pelo no sé si me atreveré a acudir a nuestra cita. Lo mismo Raúl se me muere del susto. Mientras la muchachita me sacude los rizos cortados decido ser valiente. Quería llamar la atención, ¿no? ¿De qué coño me quejo ahora? De veras que a veces Raulito tiene razón cuando dice que a nosotras, las mujeres, no hay quien nos entienda.

Me miro una vez más, con la temible sensación de que toda mi feminidad se ha ido a tomar por culo; me acaricio la nuca, de repente desnuda, y me recorre un escalofrío.

La rubia me mira y sonríe.

—Te queda fenomenal;  ya te acostumbrarás —me consuela—, incluso es posible que te encuentres tan a gusto que no quieras dejártelo  crecer nunca más. Les ha pasado a muchas.

Oh, no, a mí no me pasará; nunca me acostumbraré, lo sé; esta noche empaparé mi almohada de lágrimas por mi preciosa melena pelirroja que yace en el suelo, desparramada sin ton ni son.

Pago (un ojo de la cara, por cierto), recojo mis bolsas (que parecen pesar mucho más que cuando las dejé en el suelo) y me voy. Debo pasar por la agencia para una sesión de fotos: una catálogo de peletería; hay tres chicos y cuatro chicas que deben de estar esperándome, impacientes.

Llego alrededor de las siete; como ya es habitual, me he retrasado. Entro y, cómo no, causo una conmoción nada más atravesar la puerta. Todo el mundo interrumpe sus quehaceres, aun a riesgo de que con su despreocupación se produzca una catástrofe, y me miran. El imbécil de mi jefe más inmediato, Ramón (sí, seguro que le recordáis) es el primero en abrir la boca (o debería decir bocaza), exclama un ¡Oh!, luego se echa a reír (con lo cual contagia a los demás) y me pregunta si me he vuelto loca. 

—No, Ramón —le contesto—, sólo he decidido darle un aire nuevo a mi imagen, eso es todo. ¿Algún problema? —le desafío, beligerante, mirando a todos.

—Ninguno, Irene, ninguno. Pareces un chavalín, eso es todo.

—¿Quieres que te enseñe las tetas, a ver si continúas pensando igual? —hago ademán de quitarme el jersey.

—Irene, por favor —me sonríe con cinismo—, no hagas un espectáculo. Además, yo ya te las he visto. Lo he dicho de coña. No te enfades, mujer.

Me voy a hacer mi trabajo; quiero acabar pronto. No tengo ninguna intención de hacer apariciones tardías ni espectaculares delante de Raúl. ¡Bastante susto le espera al pobre!

 

 

Fernando subió al caer la noche a ver a sus princesas; de paso, iba a preguntarle muy en serio a Izaskun qué era eso de que «su hija iba a tener un hogar». Por supuesto que él quería un hogar para su nieta; y no cualquiera, sino el mejor. Pero conocía demasiado a su hija; no quería que hiciera locuras, no la clase de locura que él hizo. Los corazones heridos no eran buenos consejeros; él lo sabía por experiencia, y demasiado bien que lo sabía.

Entró en la habitación; no había llamado. Izaskun le dirigió una mirada reprobatoria, nunca le había gustado que la gente entrara sin avisar.

—¿Qué quieres? —ahora ya sonreía.

—¿Cómo está Ainhoa?

—Duerme. Mírala —le animó—, es perfecta. Nada vale más que ella.

—Ya lo sé. Merece lo mejor, y tú también.

Por eso te suplico que no te apresures —le agarró una mano y la sostuvo entre las suyas en un apretón cariñoso—. Antes has dicho algo que me ha dejado muy preocupado; parecías dispuesta a cualquier cosa para que tenga un padre, y eso puede acarrearte algunos problemas. ¿En quién piensas?

—No puedo decírtelo todavía —se excusó a la vez que le regalaba una limpia e inocente mirada—; debo consultarlo primero con la persona en cuestión.

—No es Raúl, supongo.

—A Raúl más vale que le dejemos en paz de una buena vez; ya le hemos visto la catadura, dejemos que sea feliz y olvidémonos de él —sentenció no sin pena.

Lamentaba que ni tan siquiera ahora quisiera conocer a su hija. Todas sus amenazas eran pura palabrería y, en el fondo, la aliviaba. Ya sabía a qué atenerse; sabía que le importaban un pimiento. Probaría suerte como modelo (no tenía nada que perder), trabajaría para Juanjo (era mucho mejor que volver a verle la cara a esa zorra pelirroja); y si volvía a insistir con lo del matrimonio (que ya le propuso la otra noche) igual le decía que sí. Nada era absoluto ni Raúl era ningún santo; Juanjo se había portado muy decentemente la última vez, ¡tan romántico el muy tonto! Jamás Raúl le dijo palabras como las que Juanjo había pronunciado en el restaurante. La había puesto por las nubes, y bueno… ¿a quién no le gusta eso?

—¿En qué andabas pensando ahora? —inquirió él, viéndola tan callada y ensimismada—. De veras no puedo creer que vayas a dejar a Raúl en paz. Me cuesta aceptar que te rindas con tanta facilidad.

—No es ninguna rendición —protestó ella—. Es sentido común.

—¡Ja! Contra el amor no hay sentido común que valga, deberías saberlo ya.

—El amor idiotiza, eso lo sé. Pero nunca es demasiado tarde para recuperar la cordura y pensar con la cabeza fría. ¿Todavía no ha regresado mamá? —su mirada reflejaba mucha curiosidad pero ninguna preocupación.

—Aún no —murmuró él, muy disgustado y más preocupado que ella—. Se está comportando como una cría: huyendo de la realidad. No sabe que la realidad, como la adversidad, persigue a quienes huyen de ella. Yo que tú, no la esperaría despierta. Todavía no está preparada para ver a Ainhoa. Por cierto —comentó como de pasada—, le he pedido a Emilia que no mencione que Graciela ha estado aquí, y tú no le digas ni una palabra tampoco. De más está decirte que el odio de tu madre se extiende a todos los Goikoetxea: «esa familia maldita», no se frena en Raúl. 

—Se te olvida que mamá y yo hemos dejado de hablarnos; y en cualquier caso, nunca se me ocurriría mencionar a la abuela de Raúl (nunca he sido metepatas), aunque ha estado fabulosa. No sé qué hubiera hecho sin ella, ni sé tampoco cómo agradecerle lo que ha hecho por nosotras.

—Pues si quieres tener un detalle de agradecimiento con ella, piénsalo rápido; este domingo es su aniversario —recordó Fernando con nostalgia; la fecha le hizo evocar, cómo no, mejores tiempos—. Quedará gratamente sorprendida al ver que alguien tiene en cuenta ese día. Hace demasiados años que nadie debe de acordarse; estoy convencido de que se siente muy sola. Casi sin querer, lo ha perdido todo.

—Todo no —rectificó Izaskun, mirándole con picardía—; tiene a Ainhoa, y podrá verla cuantas veces quiera. Iremos a visitarla este domingo; yo me siento la mar de bien, sólo me molestan un poco los puntos, pero si vamos en coche o andando con tranquilidad, y no me muevo mucho, no ocurrirá nada malo. Cuando vayas mañana a Pamplona, cómprale algo lindo, no cursi; algo útil. No la conozco apenas, pero sí sé que las cursilerías no le gustan. Es una mujer de mucho carácter, y muy enérgica; parece inconmovible a veces.

—Lo parece —coincidió él—, pero no te dejes engañar. No es tan fuerte como aparenta. Hemos estado largo rato hablando; está contenta, sí, y muy emocionada…, pero también muy disgustada por el comportamiento de Raúl. Se siente un poco responsable.

—¿Por…?

—Cree que debería haberle dado más amor y más respuestas. También me ha confesado que hace apenas unos meses se enteró de lo que hubo entre Itziar y yo, y que hubiera preferido que yo se lo contara.

—Y a pesar de saberlo todo, me ayudó a traer a Ainhoa al mundo. ¿No le da asco? —A Izaskun le vino a la memoria la reacción de su madre—. Me refiero al hecho de saber que yo y Raúl… en fin, la vieja historia de siempre.

—Graciela ya es demasiado mayor para dejarse impresionar —la tranquilizó—; le preocupaba, como a mí, que la niña acusase alguna anormalidad o retraso. Pero, aparte el asunto de los ojos, la niña está estupendamente.

—¿No le afectará a la visión? —se inquietó ella.

Se había quedado adormilada después del parto, y cuando llegó el doctor para revisar a la pequeña apenas si se enteró de nada; no había oído los comentarios de unos y otros.

—El médico nos ha asegurado que no hay problema. No es normal; de hecho él lo describió como una alteración o mutación genética. No obstante, dijo que no debíamos preocuparnos por el momento, que él no había encontrado nada sospechoso. Sí recomendó que le hiciéramos revisiones periódicas, las mismas que a cualquier otro niño; la llevaremos a un especialista —decidió— para asegurarnos de que este detalle es solamente un guiño de Dios.

—Sí, por supuesto —aceptó ella de buena gana.

—No vas a decirme quién es él, ¿verdad?

—¿Él? ¿Él, quién?

—Vamos, cariño, sabes muy bien lo que quiero decir. Se te nota a la legua que ya tienes a alguien «en el banquillo» para ocupar el lugar que tan inmerecidamente tuvo Raúl.

—A ti no puedo esconderte ningún secreto, ¿eh?

—Es difícil —admitió él sonriendo—. Puedo leer en ti como en un libro abierto, pero sabes que puedes confiar en mí; mi único propósito es ayudarte.

—Juanjo me ama —le confesó medio envanecida—; me lo dijo cuando estuvo aquí la última vez, en verano. Me dijo eso y muchas cosas más; pero recuerdo en particular eso. Ninguna mujer olvida una declaración de amor, por inoportuna o grotesca que sea.

—¿Juanjo? —Fernando frunció el entrecejo disgustado—. No me parece lo más conveniente. ¿Quién nos asegura que no es como la madre y la hermana? —Continuó en el mismo tono de duda—. Me dijiste que Inés fue muy grosera contigo. No me extrañaría que hubiera salido a su madre, e Inma era muy…

—¿Muy qué —le interrumpió—, qué ibas a decir?

—Muy especial, distinta; aunque no llegué a conocerla a fondo —admitió—. Yo sólo tenía ojos para Itziar.

—Eso salta a la vista incluso hoy. Pero hablando de lo que nos interesa, Juanjo es bien distinto de ellas, o al menos ahora lo es. Conmigo se portó muy correctamente —Izaskun pasó por alto nuevamente el incidente de mayo—; me pareció sincero.

—¿Vas a liarte con él sólo porque te pareció sincero? No es una idea muy brillante que digamos. No cometas el error que yo cometí y que todavía estoy pagando. Tómate tu tiempo, ¿a qué vienen tantas prisas? Me dices que Ainhoa merece tener una familia; pues bien, tómate el tiempo necesario para decidir lo mejor para vosotras.

—No voy a casarme con él mañana, papá, pero puedo conocerle mejor. Eso no nos va a hacer ningún daño.

—Está  bien, pero cuidado por dónde andas —la avisó—; ese par siempre me han parecido poco de fiar.

—¡Si apenas les conoces! —Protestó Izaskun—. ¿Cómo puedes pensar tan mal de ellos? Yo sí podría juzgarles mejor que tú, he mantenido un contacto más íntimo con ellos.

—Tú verás Fernando se encogió de hombros, con la duda aún reflejada en el semblante. Se despidió de ella con un sonoro beso.

Al día siguiente acudiría al Registro Civil de Pamplona, y de paso le compraría a su niña una hermosa cuna y un par de chucherías. Izaskun ya tenía un moisés, pero eso no bastaba; él quería que su nieta lo tuviera todo.

 

 

Bajó las escaleras; cuando llegó al vestíbulo oyó el motor de un automóvil. Salió y vio el Mercedes de su esposa recién estacionado. India se apeó y le miró durante una fracción de segundo; después cruzó los jardines y se dispuso a entrar en la casa. Él la alcanzó justo cuando trasponía el umbral. La agarró de un brazo y se encaró con ella.

—¡Menudas horas de llegar! —la regañó con más tristeza que furia.

—¿Me controlas acaso, o debo conmoverme ante tanta preocupación?

India intentaba desasirse de su ruda mano.

—Ni una cosa ni otra. Tu hija ya es madre; tengo puesta una gran fe en ella, aunque no es difícil ser mejor madre que tú.

—¿Me estás acusando de algo? —se indignó India, toda encendida de rabia.

—Por supuesto. Exijo que me des una causa justificada para no haber estado aquí con ella.

—¿Y ella dónde está, en qué clínica?

—Izaskun está en su alcoba. Ainhoa ha nacido aquí. Todavía no me has contestado. ¿Qué hacías en Pamplona, más compras, negocios secretos… algún amante del que no sé nada?

—¿Aquí? —se escandalizó y gimoteó medio histérica—: ¡Por Dios, Fernando, no estamos en el siglo pasado! —India se tapó la cara con las manos, desesperada—. ¿Sabes los riesgos que ha corrido mi hija? ¡Podría haber ocurrido algo grave!

—No si tú hubieras permanecido a su lado. Estoy esperando tus explicaciones. 

—¡Ah, eso! Fernando, ahora no es momento de discutir eso —eludió el tema—; quiero ver a mi hija.

India ya subía las escaleras en dirección a la alcoba de Izaskun. Fernando la detuvo nuevamente. Le interceptó el paso, diciéndole:

—Nuestra hija no desea ni espera tu visita, y tú y yo tenemos mucho de qué hablar. Además —añadió con malicia—, no te va a gustar Ainhoa: se parece demasiado a Raúl.

—No me lo recuerdes —torció el gesto con una mueca de asco—, siento náuseas. Y yo no diría nuestra en ese tono prepotente; yo sé que soy su madre, pero tú, ¿estás seguro de ser tú el padre?

—No me provoques, India, que no estoy de humor.

—Has sido tú el que ha mencionado a un amante. ¡Y ojalá pudiera restregarte por la cara mi adulterio! Pero tienes suerte, no todo el mundo cae tan bajo como tú. ¿Quieres saber qué he estado haciendo en Pamplona? —le aguijoneó—. Muy bien, te lo diré; tampoco tiene sentido ocultártelo a estas alturas —suspiró dramáticamente y continuó—: He ido a ver a un abogado. No le conoces, no está en tu esfera de influencia. Quiero el divorcio, Fernando. He aguantado mucho, hasta lo insoportable. Y me harté.

»Ni tú ni ella me necesitáis para nada. Estoy harta de sentirme como un cochino mueble, de que me critiques a todas horas y le protejas a él, que es el único responsable de todo este desatino. Y sobre todo: estoy más que harta de ver el fantasma de esa maldita ramera en todos los rincones de esta casa. Se acabó.

—¿Por qué ahora, por qué no quince años atrás?

—Izaskun era muy pequeña. No creas que no lo deseaba con toda mi alma, pero consideré más prudente esperar.

—Hace muchos años que Izaskun dejó de ser «muy pequeña». ¿Qué pasó entonces? —Fernando la escuchaba, desconcertado. La decisión de India le había pillado desprevenido por lo tardía.

—Eras el alcalde —le recordó, exhibiendo una sonrisita de burla—, teníamos una muy buena posición; ahora puedo decirte con la cabeza muy alta que me casé contigo por tu dinero. Dejé en Londres un futuro prometedor para unirme a ti «hasta que la muerte nos separe». Como comprenderás, no iba a abandonarte cuando justamente las cosas empezaban a funcionar más o menos bien. Era elegante y de buen tono ser la esposa de un edil, aunque fuera en este maldito pueblucho olvidado de la mano de Dios; no lo iba a tirar todo por la borda. Y aunque no lo creas, a pesar de todas tus infidelidades, yo aún te quería y procuraba mostrarme paciente.

—¿Paciente?

—Sí —el cansancio de una vida malograda se reflejaba en sus ojos y en su voz—, paciente con tu mutismo y tu apatía. Viví por mi hija; estaba casada con un triste fantasma, una pobre alma errante, casi un vegetal. Y eso no era nada agradable, ¿entiendes, querido? Gracias a Dios, Izaskun creció y tú empezaste a vivir nuevamente; y yo, pobre de mí, esperé que las cosas volvieran a ser como antes: que volvieras a tocarme, que compartiéramos otra vez la cama…

—Estabas avisada en cuanto a eso —le recordó él—, sabías muy bien que mi corazón estaba vacío.

—Ahora estoy de veras convencida. Adiós, Fernando.

—¿Te marchas? —preguntó él sin acabar de creérselo.

—Tú no quieres verme ni hablarme, ella tampoco. ¿Me quieres decir qué puñetas hago yo en la dignísima casa de los Ondaerrea?

—¿Y adónde vas a ir? —insistió. No pretendía retenerla, solamente estaba inquieto por su ventura.

—A Pamplona, a un hotel. Por un tiempo. Luego regresaré a Inglaterra, aunque tampoco creo que mi sitio esté allí. Quizá viaje. No te preocupes por el dinero, yo no lo hago. Este divorcio va a salirte muy caro. Alegaré adulterio. Yo sí puedo.

—No seas ridícula, no puedes hacerlo. Hace muchos años de aquello —le recordó, y sonrió, aunque estaba asustado.

—¿Y luego qué? ¿Acaso no te largabas por ahí con cualquier morena de ojos negros que se te cruzaba en el camino?

—De eso también hace mucho tiempo.

—No tanto.

—¿Y para qué quieres el dinero, tanto dinero?

—No lo adivinas, ¿eh? —sus ojos chispeaban mientras reía—. No lo adivinarías nunca, pero te daré una pista para que vayas pensando qué hacer. Barcelona.

—¿Barcelona? No te entiendo —meneó la cabeza, confuso—, no entiendo adónde quieres ir a parar, ni veo tampoco qué pinto yo en todo esto.

—Hay alguien allá que me interesa mucho. Es rubio y muy guapo, de ojos azules; se parece muchísimo a ti…, pero mucho más joven. Si mal no recuerdo, hoy cumple veinte años. ¿De veras no lo adivinas?

—¿Raúl?

—¡¡Bingo!! Acertaste, amor. ¡Felicidades! —aplaudió riéndose de él.

—¿Qué quieres de él? —Fernando no aplaudía ni se reía.

—Su madre se libró, pero él no. Tu bastardo va a pagar la deuda que tenía su madre conmigo y que no pagó por cobardía. Voy a dedicar el resto de mi vida a arruinar la suya.

—¡No te atrevas!

—Patético. ¿Qué vas a hacer, Fernando, salvarle la vida? Olvidas que te odia tanto como yo y tanto como a mí. No moviste un puto dedo por él cuando murió su mamita; le has girado la cara sin disimulo durante veinte años; probablemente ni siquiera sepa que eres su padre, pero yo sí lo sé, y de buena tinta. Tu cobardía me va a venir de perlas. Nunca podrás mover un dedo para defenderle porque primero deberías explicarle quién eres realmente y él… ¿Hace falta que te diga lo que él hará?

—Te prohíbo que le pongas un dedo encima. Y olvidas algo tú también: Izaskun es capaz de matar para defenderle. Ella tiene más agallas que yo. Ya has visto que, por él, no se detiene ante nada ni ante nadie. Te mataría si intentaras hacerle daño. Me parece que no conoces mucho a tu hija, ni sabes lo que es capaz de hacer para proteger a Raúl.

—Bobadas —se burló India; las amenazas de su marido sonaban ridículas—. Yo confío en mi hija. Ese hijo de perra se las ha hecho pasar canutas, y al final acabará por pasarse a mi bando. No es tonta.

—Tienes razón, no es tonta. Solamente está enamorada de él.

Fernando deseó que el arrebato de su esposa quedara ahí: tonterías dichas en un momento de rabia. No le hizo más caso. Fue a acostarse, al día siguiente le tocaba madrugar. Durmió muy mal; Raúl le preocupaba, ¿y si finalmente fuera a verle? Le resultaba casi imposible imaginarse a sí mismo diciéndole ciertas cosas. Le tenía miedo, mucho miedo; más que a nada, más que a nadie.

India se marchó a su propia habitación, que estaba muy lejos de la de su marido. Su matrimonio estaba malogrado desde el primer día, pero ¿cómo hubiera podido ella saberlo? Después de la muerte de aquella perra, Fernando se largó de la casa y del pueblo y estuvo vagabundeando por Dios sabe dónde durante dos largos años. Volvió; ella nunca supo por qué o para qué, pero volvió y se instaló en una habitación contigua al despacho, en la planta baja, junto al vestíbulo. Sin una palabra, sin ninguna explicación.

A partir de aquel día vivió sólo para Izaskun. Ella había sido la mediadora entre ellos durante buena parte de su vida; si hablaban, era únicamente para tratar temas relacionados con la niña: sus estudios, su salud, su futuro, y aquella condenada relación que mantenía con Raúl.

Después de la discusión con su marido no se sentía con ánimos para ir a ver a su nieta. No quería encariñarse con la mocosa. Quería destruir a su padre, a eso consagraría el resto de sus días. ¡Y ay del que se entrometiera en su camino!

Izaskun miraba con arrobo a su niña, dormida en el moisés con esa expresión de paz inocente: esa inocencia infantil que no conoce ni imagina maldad alguna a su alrededor. Ella se había convertido en su tesoro más preciado. Era el vivo retrato de Raúl, tal y como lo soñó tantas veces.

«Ainhoa —dijo en susurros—, ya tengo un papá para ti.»

Ir a la siguiente página

Report Page