Carmen

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SEGUNDA PARTE » 26. «Mi libertad»

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26«MI LIBERTAD»

Empezaba para mí una nueva vida. Atrás dejaba a la niña y adolescente que siempre hizo lo que sus padres querían. Hoy no reniego de ellos, pero sí reconozco que mi padre fue muy autoritario y hasta machista conmigo y con mi madre, como lo eran los hombres de aquella época. Siempre le gustó mandar en todo. Mi opinión no contaba nunca, pero desde el 10 abril de 1950 comencé a tomar mis propias decisiones. Abandoné el palacio de El Pardo y lo primero que hice fue renunciar a mi escolta porque deseaba no tener unos ojos escrutadores detrás de mí como los que había tenido siempre. Dejé de ser la hija de… para ser la mujer de Cristóbal Martínez Bordiú. Sonaba bien el apellido de Cristóbal. ¡Quién me iba a decir que me casaría con él! Cuando nos conocimos, ni Cristóbal se fijó antes en mí, ni yo en él.

Aquella mañana del 10 de abril de 1950 cuando Carmen bajó las escaleras de El Pardo vestida de novia con un traje de seda natural, sin escote, confeccionado por Cristóbal Balenciaga, hubo lágrimas entre las mujeres del servicio que la habían ayudado a vestirse. Las doncellas no quisieron perderse aquel momento y se asomaron desde lo alto de la escalera para verla descender. Claudina, su carabina en estos últimos años, lloraba emocionada. «Parece una reina», le dijo a Juanito, el ayudante de cámara de Franco, que también quiso estar presente.

En el pelo lucía una diadema de brillantes y perlas que sus padres le habían regalado. Esta sujetaba el velo de tul largo que cubría la cola del vestido de cuatro metros. Llevaba la pulsera de pedida y unos pendientes de perlas a juego con la diadema. Las perlas eran las joyas preferidas de su madre y todos sabían que procuraba rendirles su particular homenaje cada día de su vida. «No sé vestir sin ellas. Siempre adornan», solía decir.

Ochocientos invitados iban a ser testigos de su enlace con el joven cardiólogo y alférez universitario, Cristóbal Martínez Bordiú, tres años mayor que ella y recientemente armado caballero del Santo Sepulcro para que no desmereciera al lado de la joven y luciera un principesco uniforme de gala. La madre del novio pertenecía a la nobleza, de hecho ostentaba el título de séptima condesa de Argillo, y el padre, José Martínez Ortega, era un ingeniero de minas, terrateniente y sin títulos directos, propietario de la finca de Arroyovil, en Jaén. Cuando Carmencita le conoció dos años y medio antes, había sido novio primero de una nieta del conde de Romanones y posteriormente de Loli Cabas, descendiente de los Fontalba, una de las familias mejor situadas de España. Ciertamente, el joven doctor se había ganado a pulso la fama de conquistador.

Bien temprano, el día de la boda, cuando comenzó a peinarla Rosita Zavala —la peluquera de corta estatura, morena y de un gran predicamento en la alta sociedad—, recordó en voz alta aquel comienzo del verano del cuarenta y siete en el que conoció a Cristóbal. Los Franco iban con frecuencia a La Granja de San Ildefonso, y antes de terminar el mes de junio, salió Carmen con sus amigas y fueron a celebrar el cumpleaños de María Dolores Bermúdez de Castro. «Hacíamos pequeñas trampas para poder vernos y estar con los chicos». En mitad de la celebración, otra amiga, Isabel Cubas, apareció con Cristóbal Martínez Bordiú y su hermano Andrés.

—Carmen, te presento a dos amigos.

—Encantada. Creo que alguna vez os he visto por aquí. —Se dio cuenta de que no venía acompañado por su última novia, como otras veces.

—Solo algún fin de semana —se adelantó Cristóbal—. Ahora, claro, tengo más interés por venir todos. —No dejaba de mirarla a los ojos.

—Pues nos veremos, seguro. —Se dio la vuelta y siguió hablando con sus amigas.

Esa actitud tan displicente hizo que el joven doctor sintiera más interés por aquella joven que no solo no se había fijado en él, sino que no había hecho acuse de recibo de aquella frase que tenía tan ensayada. Cualquiera se hubiera turbado, sin embargo, ella no y eso le frustró.

Durante varios fines de semana Carmen dejó de acudir a La Granja. Decidió ir a merendar a la casa de Menchu Alero, otra de sus nuevas amigas. Afortunadamente sus escoltas, Villalón y Morales, la dejaron allí a buen recaudo en el domicilio de la amiga y quedaron en recogerla antes de las diez de la noche. Las jóvenes les dieron un margen de diez minutos y pasado ese tiempo salieron de aquella casa en el centro de Madrid y se dirigieron al hotel Ritz donde tendrían su primera cita con unos jóvenes. Sonrió al recordarlo.

—Son pequeñas trampurrias, pero es la única manera de esquivar a tu escolta —dijo Maruja, todavía sofocada de la caminata que se habían dado.

—Me parece muy bien. De nuestra primera cita con varios chicos no se tiene que enterar nadie. ¿Juradme que no vais a decir nada en casa? —pidió muy seria Carmencita.

—Lo juro, por supuesto —dijo Menchu—. Vamos a salir con dos hermanos y uno de sus amigos, ¿qué hay de malo?

—Lo juro yo también —afirmó Maruja, levantando la mano—. No diré nada.

—Si se enteran en casa no me dejarían salir con ningún chico que ellos no conozcan. No tiene importancia. Hemos quedado con dos hermanos y un amigo de ellos.

—Son personas muy conocidas de mi familia —comentó Menchu—. Si no, vamos a estar encerradas en casa toda la vida. Al final, nos quedaremos para vestir santos.

Al llegar al Ritz una música de piano inundaba la calle con sintonías de Broadway. Los árboles y la sombra que despedían ayudaban a refrescar la tarde. El pianista amenizaba a los clientes con bellas melodías que servían de fondo para las conversaciones que allí se mantenían. Las jóvenes pasaron directamente a la terraza en donde ya les estaban esperando los tres amigos de Menchu.

—Os presento a los hermanos Torre-Saura.

—Encantadas —contestaron al unísono.

Los chicos —con traje y corbata— y muy espigados, después de darles la mano, presentaron a su amigo.

—Recién llegado de Barcelona, el universitario con mejores notas, Viñamata.

—Es un placer. —Extendió su mano a Carmen y saludó a las tres jóvenes, ruborizado no supo disimular su timidez—. No hagáis caso de lo que dicen estos dos.

Al rato los chicos entablaron una animada conversación y les hablaron de las últimas películas que habían visto en el cine.

—¿Habéis ido a ver las truculentas peripecias de Fu Manchú? —preguntó uno de ellos.

—A mí esas películas no me gustan —dijo Carmen con desparpajo—. Las que no me pierdo son las románticas.

—¿Visteis Gilda? —siguió preguntando uno de los hermanos.

—¡Shhhhhhhhhh! No está bien visto que hablemos de esa película —sugirió Maruja con mucha precaución mientras miraba hacia los lados.

—Tampoco es para tanto. Solo se quita un guante Rita Hayworth de forma insinuante.

—Pero sugiere un striptease. Ese es el problema —señaló Menchu.

—En Barcelona se montó un escándalo bien sonoro. Durante la proyección algunos jóvenes lanzaron botellas contra la pantalla. La moral es la moral y en esta película su director se ha pasado de la raya —comentó Viñamata.

—En casa no me han dejado verla —dijo Carmen—. Pero la canción se ha oído muchísimo por todas partes y, sin verla, sé la historia de la bofetada de Glenn Ford.

—¡Shhhhhhhhhh! —volvió a sugerir Maruja que bajaran el tono con el que hablaban de la película—. Aún nos va a ocasionar un problema. Se supone que no estamos aquí.

—¿Entonces dónde estáis? —preguntó entre risas uno de los hermanos.

—En mi casa —contestó Menchu de forma automática.

Carmen sonrió con el recuerdo de aquellas pequeñas transgresiones previas a la primera cita con Cristóbal. Tardó meses en volver a La Granja porque, antes de las vacaciones, las tres amigas decidieron aprender a bailar sevillanas y durante días acudieron a la casa de Maruja para que las instruyera una bailaora cordobesa conocida de sus padres. Se rieron muchísimo mientras intentaban memorizar los pasos. La profesora les reñía para que le pusieran más sentimiento: «Mi arma, hay que ponerle corazón al baile. Las jóvenes no sabéis lo que es sentir la música. Os falta mi raza». Lo intentaron una y mil veces hasta que lograron memorizar los cuatro movimientos del baile de las sevillanas. ¡Qué recuerdos le venían hoy a la mente!

La aprobación en las Cortes de la ley fundamental que constituía el reino de España, regulando la sucesión de la jefatura del Estado, y el referéndum posterior, con larguísimas colas de personas yendo a votar, se utilizaron como propaganda de España de cara al exterior. Los preparativos de dicha ley y el referéndum impidieron que Carmen regresara a La Granja y volviera a ver a Cristóbal. Fue un verano en el que se habló mucho de Juan Carlos, el hijo de don Juan. Aunque era un niño, el régimen ignoraba a su padre y miraba hacia él con objeto de que se educara en España. Sin descartar a ninguno de los infantes que pertenecían a otras ramas dinásticas.

—No se puede consentir que don Juan siga haciendo manifiestos que publica la prensa extranjera donde dice que repudia nuestro proyecto porque es ilegítimo. Este hombre está muy mal aconsejado. —Franco estaba indignado.

—Deberíamos pararle los pies. Limitémonos a difundir informaciones para que el pueblo se haga una idea de sus ansias de poder —comentó Carrero Blanco—. Se dará cuenta de que no podrá regresar jamás a España si no es de nuestra mano.

Don Juan, a través de la diplomacia inglesa y americana, supo que el Ejército estaba del lado de Franco. Cualquier maniobra en su contra se vería frustrada. Sus planes de regresar a España y hacer una amnistía en donde se borraran las dos Españas se malograron.

Ese verano, rememoró Carmen, hubo una noticia que conmocionó a la sociedad española: la muerte de Manolete en la plaza de toros de Linares. Una cornada de Islero, un toro de Miura, justo al entrar a matar, lo convirtió en una leyenda. En las comidas y cenas de aquel verano no se habló de otra cosa.

Hasta que no acabó agosto, Carmen no regresó a La Granja. Fue entonces cuando se encontró de nuevo con Cristóbal. Empezaron yendo al cine en grupo, capitaneado por María Dolores Bermúdez de Castro, pero acabaron quedando cuatro, Isabel y Andrés y Carmen y Cristóbal. Las dos amigas y los dos hermanos estaban siempre juntos y en presencia de Claudina, la carabina. No hubo una declaración de amor en toda regla, simplemente las dos parejas comenzaron a encontrarse a gusto saliendo juntos.

—Claudina, ¿qué le ha parecido la película? —solía preguntar Cristóbal a la carabina nada más terminar la proyección.

—No sé, pregunte a los demás. A mí me ha gustado.

—Le tengo que decir que a la mitad usted se ha dormido. Justo en la escena central de la película.

—¡Pero si la he seguido por completo!

Todos se reían, incluida Claudina. Aquella costumbre de ir al cine continuó, aunque salieran ellos dos solos. Rápidamente la carabina informó a doña Carmen de los pormenores de aquellos encuentros. Había sido testigo de cómo el médico había cogido la mano de su hija mientras ella fingía que dormía.

—Ya me he informado de quién es Cristóbal. Es un médico de una familia con título. Es una familia conocida.

—Querrá usted que venga aquí para dar su visto bueno, ¿verdad?

—No, para que entre en esta casa tienen que darse otras circunstancias. Es pronto.

Claudina también les acompañó a la boîte Larré, a la que acudían a escuchar boleros de la mismísima garganta del gran Bonet de San Pedro. Nunca la carabina había salido tanto como en aquellos últimos meses antes de la boda. «¡Me pilla muy mayor, si esto lo hubiera vivido con menos años!», solía decir.

En esa mañana previa a su boda, Carmen recordó que Cristóbal entró en el palacio casi a los dos años de ser novios.

—Me gustaría presentaros a Cristóbal. —Carmencita lanzó la frase en una de las comidas de fin de semana.

—Aquí entrará cuando tengáis propósito de boda. Antes no —comentó su madre.

Y así fue. Medio año antes de la boda entró en El Pardo. Mientras le ponían el traje de novia, evocó aquel momento. Su padre escrutó con la mirada a su novio durante todo un almuerzo y Cristóbal solo le arrancó un par de palabras. Franco no disimuló, tampoco hizo nada por caer bien a aquel joven. No le entró por el ojo derecho. Su madre sí que parecía más satisfecha y lo consideró bien parecido y simpático.

—Entonces, ¿quiere ganarse la vida como médico? —le preguntó.

—Sí, señora. Es mi vocación.

—Podría ganarse la vida de otra forma.

—Mi madre solo quiere abogados o ingenieros en la familia. Vas a romper el esquema que tenía pensado para mí —comentó Carmencita entre risas.

—En mi casa también rompí esa tradición. Me gusta la cirugía y atender a los enfermos. Cuando comencé en la universidad, mi abuela me decía que esta carrera solo la estudiaban los hijos de las porteras, pero yo quise seguir los pasos de mi amigo Pepe Parra. Hoy es internista en la Jiménez Díaz, y de los buenos.

—Carmencita, por ser hija de quien es, tiene que acudir a numerosos actos sociales donde usted deberá acompañarla. ¿Podrá hacerlo?

—Sin ningún problema. Cuando deba faltar, me sustituirá un compañero. Eso lo hacemos entre los médicos constantemente.

Cristóbal sudó tinta en ese almuerzo, pero, al final, dieron el visto bueno a la elección de su hija. Los Franco señalaron otra fecha para conocer a sus padres y hacer la petición de mano en El Pardo. A Carmen le regalaron una pulsera de brillantes y a Cristóbal, un reloj. La familia Martínez congenió con los Franco.

—Tu futuro suegro, José María Martínez, me parece muy buena persona —le dijo doña Carmen a su hija cuando concluyó la petición en el palacio de El Pardo—. Y tu suegra, Esperanza Bordiú, encantadora, pero muy sorda. Resulta difícil comunicarse con ella.

—Sí, por eso los hijos y su marido la protegen en todo momento hablándole alto para que se entere de algo. Lo pasa muy mal. Oye muy poco y se siente aislada.

—Nos han invitado a pasar las primeras Navidades tras la boda en su finca Arroyovil, en Mancha Real. A tu padre le ha parecido bien porque le han dicho que se organizan buenas cacerías, y ya sabes que esa es la frase clave para querer ir.

—Me parece estupendo. Os va a encantar. Son mil hectáreas, la mitad aproximadamente de olivar y la otra mitad de cereales. Mucho árbol y muchos surcos de labranza. Y dos arroyos que atraviesan la propiedad de sur a norte, de ahí el nombre de la finca.

—Lo que no me gusta es que seas la señora de Martínez. Cristóbal deberá unirse los dos apellidos para que tus futuros hijos tengan un apellido con más fuste.

—Me parece bien —manifestó Carmencita—. Me gusta como suena.

A los pocos días, Cristóbal ya firmaba como Martínez-Bordiú. Su apellido tenía, por lo tanto, más patina que el que poseía antes de conocer a la única hija de Franco. Antes de darse el sí quiero, Franco hizo un comentario que Cristóbal intuyó que iba dirigido a él, aunque disimuló hablando con su padre.

—Los hombres que traicionan a sus mujeres son capaces de traicionar a su país y a cualquiera de su entorno. Eso es lo que le dije a mi cuñado antes de cesarle como ministro de Exteriores. No me gustan las personas que se pavonean de sus conquistas.

—Tiene toda la razón —alcanzó a decir José Martínez Ortega, que se convertiría en su consuegro en pocos días—. Es el mal de nuestro tiempo, tener a la oficial y a la querida.

—En esta familia nos gusta dar ejemplo y que nadie nos saque los colores.

Cristóbal escuchó sin hacer ningún comentario. Era evidente el mensaje que le estaba lanzando su suegro. Lo captó sin hacer acuse de recibo.

Cuando Carmen entró en la iglesia del brazo de su padre, vestido con uniforme de gala de capitán general, los invitados se pusieron en pie. La única hija de Franco se casaba y aquel oficio se convirtió en el acontecimiento social del año. El encargado de oficiar la ceremonia fue el obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay. El cardenal Pla y Deniel, viejo conocido de la familia desde la guerra, se encargó de la homilía no exenta de incienso hacia la familia Franco. «Tenéis un modelo ejemplarísimo en la familia de Nazaret y otro más reciente en el hogar cristiano y ejemplar del jefe del Estado». Esas palabras cayeron bien en el entorno. Serrano Súñer que estaba presente las reprobó nada más escucharlas. «Por Dios, esto es pasarse mucho. Una cosa es la adulación y otra la comparación con la familia de Jesucristo. ¿Nadie es capaz de frenar esto?». Su mujer le hizo un gesto para que callara. Solo veía a su hermana en bodas y comuniones. No quería que la inquina hacia su marido fuera a más.

En los salones de abajo no cabían todos los invitados y hubo que abrir los salones de arriba para recibir a los amigos de ambas familias y las amistades de los contrayentes. También se mezclaron entre el cuerpo diplomático, militares y personas de la casa, artistas, personajes conocidos y celebridades.

La gente del pueblo se aglutinó en los aledaños del palacio. Se corrió la voz de que se daría comida y bebida y hubo una gran cantidad de personas que acudieron hasta El Pardo a festejar la boda. Se repartieron mantas, ropa de vestir, calzado y todo tipo de alimentos. No se había visto nada parecido en los últimos años de penuria económica.

Fueron muchos y diferentes los obsequios recibidos en el palacio de El Pardo. En realidad, estar invitado ya era en sí mismo un privilegio en aquella sociedad del año cincuenta. Las grandes fortunas se esforzaron en corresponder con regalos a cuál más caro. Franco no quiso que se hiciera pública la lista. Eran tiempos difíciles para la gran mayoría de los españoles y hacer ostentación de los regalos podía generar malestar y mala imagen.

Algunos invitados sugirieron a Carmen que se fuera a vivir al palacio de El Pardo con su esposo. Unos comentaban que estarían más protegidos, otros que al ser hija única qué mejor que vivir junto a sus padres… y ella siempre contestaba lo mismo:

—Ni hablar. Nos vamos solos a un piso. Bueno, con cocinera y doncella, pero prescindiremos hasta de la escolta.

—¿No te da pena dejar el palacio?

—Ninguna pena —decía entre risas—. Eso no quita para que venga a almorzar con mis padres, pero no quiero estar aquí. Sueño con poder entrar y salir sin tener que rendir cuentas a nadie. Y viajar muchísimo, ver mundo.

Todos se dieron cuenta de que para Carmen era más que una boda, se trataba de una meta para conquistar su libertad. Al menos, eso creía la joven, que sonreía sin parar. Esa mañana, tras el lunch en los jardines del palacio, donde no faltó de nada, se retiró con su flamante marido a la Casa del Viento, situada en la cima del Canto del Pico, en Madrid, llamada así por dos grandes rocas enclavadas a cincuenta metros de la mansión. Este palacio, situado en el pueblo de Torrelodones, se construyó en 1920 como casa-museo para albergar la colección de arte del tercer conde de las Almenas y primer marqués del Llano de San Javier, José María de Palacio y Abárzuza. En 1937, Franco, recién proclamado Generalísimo, lo recibió como regalo del conde, «por su grandiosa reconquista de España, aunque no tengo el gusto de conocerle», tal como dejó escrito en su herencia.

Recibieron a los recién casados con champán y con un paseo guiado por el palacio.

—Fíjense en las columnas y los capiteles góticos procedentes del castillo de Curiel; las puertas son una joya, traídas del convento de las Salesas Reales de Madrid. Los techos son de carpintería de Curiel de Duero y los diferentes motivos ornamentales… Vean esta inscripción —les indicó su guía, un profesor de historia, tras subir al primer piso—: «Cuando bajaba por esta escalera, subió al cielo don Antonio Maura Montaner», el destacado político sufrió una hemorragia cerebral mientras utilizaba esta escalera…

—Perdóneme, pero es nuestra noche de bodas. Otro día vendremos para contemplar todas estas maravillas artísticas y que nos cuente con detalle las muchas historias que seguro usted conoce —frustró Cristóbal la explicación del profesor de historia.

—Cuando estalló la guerra, el general republicano José Miaja usó la posición estratégica de la Casa del Viento como cuartel durante la batalla de Brunete… y el mismísimo Indalecio Prieto y el general Vicente Rojo estuvieron también… —continuó el hombre sin inmutarse.

—Entienda que estamos muy cansados —intervino Carmen para zanjar las explicaciones del profesor que les había recibido. Deseaba estar a solas con su flamante marido.

—Por supuesto. Aquí estaré mañana por si desean dar un paseo por este extraordinario lugar. De todos los palacios que podrían haber elegido, alabo el gusto de que se hayan decantado por este.

—Puede irse a su casa. Mañana saldremos con muy poco margen de tiempo para irnos a Canarias. Prometemos regresar para que nos explique todo con calma —templó Carmen, ante la cara de frustración del profesor.

—Entiendo las circunstancias a la perfección. —El hombre saludó cortésmente a Carmencita, estrechó la mano del flamante esposo y se fue de allí cabizbajo.

—¡Por fin solos! —exclamó el doctor nada más cerrar la puerta de su habitación—. ¿Va a ser siempre así mi vida contigo?

—Me temo que sí. —Carmen se echó a reír.

Era la primera noche juntos y cerraron la habitación con pestillo para que no hubiera más interrupciones. La estancia no volvió a abrirse hasta bien entrada la mañana. El desayuno se lo sirvieron en la habitación. Desde que se conocieron, era la primera vez que estaban solos sin la presencia de un tercero que los vigilara. Cristóbal impuso desde ese minuto sus condiciones.

—Se acabó tanta vigilancia. Yo quiero para nosotros una vida normal. Espero que estés de acuerdo.

—Completamente. Esa ha sido mi vida desde pequeña. No he estado sola jamás, y reconozco que me atrae la idea.

—Cuando veas qué se siente al estar solo, no volverás a tener a tanta gente a tu alrededor.

—Lo intentaré, pero no te garantizo que no eche de menos sentirme rodeada de gente. Así ha sido durante toda mi vida.

—Verás que ser dueño de tus actos y responsable de tus decisiones te hará sentirte más independiente y autosuficiente.

—Si tú lo dices…

Emprendieron viaje a Canarias y durante una semana recorrieron solo dos islas. En Tenerife estuvieron en la casa de la familia Martínez-Fuset, ligada a Franco. El tiempo les acompañó durante toda la estancia en la isla y los tinerfeños se volcaron con Carmen al saber que había escogido Tenerife como primera escala en su viaje de novios. A pesar de que era una niña cuando su padre estuvo allí de comandante general, recordaba muchos lugares por los que pasearon, a los que ya había ido con su institutriz francesa a la que tanto quiso y a la que tuvo que olvidar de un día para otro, al sospechar sus padres que podría ser espía.

La visita al Teide no pudo faltar. Subieron al volcán que tenía una altitud de tres mil setecientos dieciocho metros sobre el nivel del mar.

—Se trata de una de las islas más altas del mundo —le comentó Cristóbal.

—No olvidaré jamás todo lo que estoy viendo contigo. Me acompañará siempre. —Carmen estaba muy enamorada.

—Verás que los sitios a los que yo te lleve son especiales. Fíate de mí y haz lo que yo diga y nos entenderemos siempre.

Carmen sonrió, pero se dio cuenta de que el doctor quería imponer su voluntad como ya lo habían hecho sus padres previamente.

—A mi lado se acabaron los compromisos.

La familia Martínez-Fuset agasajó y acompañó a la pareja en las cenas de su estancia allí. Recordaron la salida de su madre y de ella en barco el 18 de julio del treinta y seis. Fue el ayudante jurídico de su padre quien las escoltó hasta el puerto hacía catorce años.

El resto de la semana lo pasaron en Las Palmas, «una de las ciudades con mejor clima del mundo», según la tía de Cristóbal, viuda, a la que fueron a visitar. Les abrió las puertas de su casa mientras se movieron por la isla para ver la catedral y todos los monumentos que les recomendaron. Tampoco se resistieron a darse un baño en la playa de las Canteras. Fue lo más relajante del viaje, ya que siempre surgían compromisos a los que ellos renunciaban una y otra vez.

Su estancia en las islas se les pasó tan rápido que cuando quisieron darse cuenta ya estaban en Valencia, subiéndose a bordo del Azor, yate que cumplía un año de botadura y que utilizaba su padre para pescar en vacaciones. Al flamante matrimonio le duró poco la intimidad que ansiaban. Al viaje de novios se incorporaron Carmen Polo; Nieto Antúnez, el jefe de la casa civil en esos momentos; el marqués de Huétor y Pura, su mujer. Esta siempre le contaba a Carmen los últimos chismes de la sociedad. Era además cuñada de la marquesa de Llanzol. A Carmen Polo no se le podía mencionar ese nombre porque lo asociaba inmediatamente al distanciamiento con su hermana Zita. Monseñor Bulart, el sacerdote que oficiaba la misa diaria en El Pardo, también se presentó allí, en plena luna de miel de la pareja.

—Nunca pensé en un viaje de novios con mi suegra y con el cura de El Pardo —dijo Cristóbal en voz alta, y todos se rieron.

Sin embargo, aquella situación le hacía muy poca gracia al doctor. En el fondo, pensó que se trataba del viaje de novios más extraño que uno podía imaginar. Iban rumbo a Italia con intención de recalar en Civitavecchia y de ahí llegar a Roma en coche para ganar el jubileo. Pero a Carmencita esa situación, lejos de incomodarle, le gustaba. Así había pasado su vida desde que tenía uso de razón. Rodeada de gente.

—¿No te parece fantástico viajar acompañados a Roma?

—Despídete de este séquito para futuros viajes. A mí me gusta ir a mi aire —le dijo su marido al oído.

Todos interpretaron la confidencia entre susurros como algo natural de la pareja de recién casados. Carmencita sonrió. El capitán de fragata Pedro Nieto Antúnez fue el que sugirió a Franco la compra del yate y se lo recordó a su hija.

—Fuiste la madrina de la botadura de este barco. ¡Ha pasado ya un año! Parece que fue ayer.

—Era necesario que Paco fuera en un barco más apropiado que el Azorín. —Así se referían al barco de pequeño tamaño que se llamaba Azor en realidad—. Lo utilizaron mientras los astilleros construían este más amplio que tuvo el mismo nombre —comentó Carmen Polo.

—Los astilleros Bazán han hecho un buen trabajo. Creo que se podrían añadir cinco metros más de eslora —manifestó el capitán Antúnez.

—Espere, Antúnez. Acabamos de estrenarlo y ya quiere hacerle una reforma. Es usted insaciable —advirtió Carmen, y el resto del pasaje se echó a reír.

—Pienso que podemos mejorarle sus capacidades marineras. Tampoco estoy muy convencido de los cañones arponeros.

Mientras hablaban del barco, Cristóbal seguía dando vueltas a cómo podría ser dueño de su tiempo y de sus actos. Pensaba que le costaría tener intimidad con su flamante mujer. No le quedó otra que aceptar aquella circunstancia en el viaje de novios. Fueron dos días de travesía hasta que llegaron a Italia en los que no cesó de pensar en alguna estrategia para conseguir una vida con menos compromisos sociales. Aunque pronto dejó de torturarse admitiendo que aquello tenía poco de viaje de novios y decidió vivirlo como una experiencia más ya dentro de la familia Franco. En esos días, Cristóbal se ganó a su suegra y al resto de las personas que los acompañaban. No ocurrió lo mismo con el médico Vicente Gil, que se quedó en El Pardo junto a Franco. No congenió en absoluto con Cristóbal y, al cabo de los meses, se convirtieron en enemigos irreconciliables.

Quedó una plaza vacante en la casa de socorro de El Pardo y aun sabiendo que Vicente Gil pertenecía a la beneficencia municipal y que le interesaba aquel puesto, el yerno de Franco se adelantó a solicitarlo. El médico cruzó con Cristóbal unas palabras cargadas de tensión nada más volver del viaje de novios.

—Esta plaza está cerca del palacio de El Pardo donde yo presto mis servicios a su excelencia. Tú la solicitas para obtenerla y no prestar servicio —le recriminó Vicente Gil.

—Eso usted no lo sabe. Yo tengo el mismo derecho que usted para solicitarla —replicó Cristóbal, marcando las distancias con el usted.

—Sabes que no vas a venir por aquí. Será un sustituto el que cumpla.

—Esa plaza me interesa tanto como a usted. Veremos quién tiene más méritos.

Finalmente, Vicente Gil, sabiendo que frente al yerno de Franco no tenía ninguna opción, solicitó otra vacante, pero ya no en El Pardo sino en Aravaca.

Carmen intentó mediar, pero entre su marido y Vicente Gil, ella lo tenía claro: su marido. Tampoco tardó mucho en darse cuenta de que Cristóbal era quien tomaba las decisiones en su matrimonio. Pasó de ser la hija de Franco a la mujer del doctor Martínez-Bordiú. Estaba acostumbrada a obedecer y a amoldarse a las circunstancias. Eso sí, llevó mal que su marido no la dejara hacer cosas que ella deseaba.

Carmen se sacó el carné de conducir, aunque había aprendido a hacerlo cuando le regalaron un coche descapotable siendo una adolescente. A pesar de todo, su marido le prohibió coger el coche.

—No me parece bien que te pongas al volante, Carmen.

—Eres muy antiguo. No me digas eso cuando alguna de nuestras amigas también lo hace.

—A mí no me importa lo que hagan los demás. Mi mujer no va a conducir.

Tenía que ir con chófer a todas partes. Nuevamente tuvo que ceder. Cuando le gustaba lo que hacía, lo disfrutaba mucho y cuando iba contra su voluntad, ponía todo de su parte para que acabara cuanto antes.

El primer viaje que hicieron ya casados, tras la luna de miel, fue a un congreso de médicos a Washington. En el avión se puso tan mala y se mareó tanto que, de regreso a España, fue al médico. Después de muchas pruebas y un análisis de sangre y de orina, el médico lo tuvo claro.

—Señora, está usted embarazada.

—¿Embarazada? ¿Entonces nada tiene que ver con los aviones?

—Nada. Tiene que ver con que usted dentro de nueve meses dará a luz.

Carmen se dio cuenta de que esta circunstancia volvía a darle un vuelco a su vida. No sabía hasta qué punto la llegada de un hijo cambiaría su día a día. ¡Iba a ser madre! Mientras el médico le daba la enhorabuena, se preguntaba si estaba preparada para serlo. El sacerdote Bulart le dijo antes de casarse que si utilizaban algún método para no tener hijos, sería pecado mortal. Lo había llevado a rajatabla y a los diez meses de la boda sería madre.

Mientras tanto, en España se celebraban reuniones conspiratorias para que regresara don Juan de Borbón. La que más molestó a Franco fue la que celebró el general Kindelán en casa de los marqueses de Aledo. Le informaron que dijo de él: «Es un estorbo estratégico y una vía sin salida para España». Por otro lado, el adolescente Juan Carlos de Borbón había iniciado sus estudios de bachillerato en España, tal y como habían acordado su padre y Franco tras la entrevista que sostuvieron a bordo del Azorín. No solo se cayeron mal cara a cara, sino que Franco le avanzó que deseaba «seguir en el poder al menos veinte años más». Eso, para alguien al que urgía alcanzar el poder, supuso un golpe bajo.

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