Carmen

Carmen


SEGUNDA PARTE » 30. Un viaje de cuento

Página 36 de 54

30UN VIAJE DE CUENTO

Estuvimos cenando y bailando con los Kennedy. Era senador por Massachusetts y por su magnetismo y convicción estábamos convencidos de que llegaría a más. Sin embargo, mi padre dijo que nunca un católico podría ser presidente de los Estados Unidos.

A los cinco meses de nacer Mariola, Carmen reanudó su vida social. Un mes antes que con su hija mayor dejó de amamantar a la recién nacida. Comentaba con sus amigas Angelines y Maruja que le gustaría no volver a quedarse embarazada antes de que la niña cumpliera dos años.

—Pues habla con el padre Bulart. Te casas para procrear —le dijo Angelines con ironía—. Si no es así, cometes pecado mortal.

—De modo que solo vamos al cielo las españolas que somos más papistas que el papa. El resto: francesas, inglesas, americanas…, ¿van todas al infierno por tener nada más que dos hijos? Me parece una bobada horrorosa.

—Pues es lo que dice la Iglesia. Si no lo cumples, te niegan la absolución —replicó Maruja.

—No hace falta que me lo recuerdes.

—Habérselo dicho al papa Pío XII cuando estuviste con él en audiencia privada.

—Estuvimos Cristóbal y yo junto a mi madre sentados en su despacho. Hablábamos en francés y lo cierto es que imponía mucho. Mi madre no paraba de llorar y él nos hablaba de los requetés y de la Guerra Civil.

—¿Cómo no os acompañó tu padre?

—Te recuerdo que era mi luna de miel. Pero mi padre ya no viaja fuera de España.

—Debiste aprovechar para pedir una bula y no cargarte de niños —comentó Maruja entre risas.

—¡Qué cosas tienes! Yo cumplo con la Iglesia. No quiero regañinas ni quiero cometer ningún pecado. Nos toca seguir procreando sin parar. ¿Cuántos hijos crees que tendré?

—Ni idea. Igual paras y no tienes más. Mira tu madre. Solo tuvo una.

—Eso no lo quiero para nadie. Es horrible estar siempre rodeada de adultos.

—No te quejes, que mal no te ha ido.

—No me oirás quejarme nunca.

—Ahora lo estabas haciendo.

—No es verdad. —Carmen se echó a reír—. Tú sabes que tengo una virtud que es aislarme de todo, incluidos los problemas. Por cierto, me vuelvo a nuestro piso alquilado en General Mola 38.

—Con lo bien que estás en El Pardo.

—Mejor fuera. Entro y salgo de casa sin dar explicaciones.

La salida del palacio coincidió con un viaje lleno de exotismo y sorpresas. Durante días la preparación del mismo la mantuvo ocupada. Era un viaje largo repleto de compromisos sociales, cacerías y lujo. Se trataba de visitar la India, ni más ni menos que de la mano del maharajá de Jaipur al que había conocido Cristóbal en un partido de polo en el club Puerta de Hierro de Madrid. Soñaba con ese viaje que la sacaría de sus labores estrictamente maternales y la transportaría al lugar más alucinante que jamás había visitado.

—Estoy contenta de conocer la India de la mano de Jai —le llamaban así por Jaipur, pero su verdadero nombre era Gayatri Devi.

—Así es como le llamamos nosotros —comentó Cristóbal—. Subió al trono cuando tenía once años. Ha hecho tantas infraestructuras en este tiempo que Jaipur ha sido elegida capital de Rajastán. Nos invita porque está impulsando el sector turístico y está convirtiendo el palacio de Rambagh —la antigua residencia privada de la familia real— en un hotel de lujo.

—¿Vamos solos?

—No también han invitado a Eduardo Aznar y a su mujer, Loli.

—¿Les conozco? —preguntó Carmen.

—Yo creo que no porque Eduardo es del grupo de polo. Pertenece a una familia de navieros de Bilbao.

Carmen habló sin parar durante días de aquel próximo viaje y de sus anfitriones que tenían una historia de película. A su doncella le contó que el maharajá, antes de casarse con la persona que amaba, Aixa, tuvo que contraer matrimonio con la hermana de su padre, el maharajá de Rampur, y tía de la joven.

—Fue una exigencia del padre de su amada, que es una joven monísima. Son estas cosas que si te las cuentan crees que no son verdad. Él accedió a casarse con una señora mayor porque suponía que podría repudiarla enseguida. Son costumbres de la India. Repudiándola lograría el permiso necesario para casarse con Aixa, pero no fue así.

—¿Qué ocurrió?

—Pues nos ha contado que con la señora mayor, que además era muy fea, tuvo dos hijos y ella no le daba el libelo de repudio por lo que no podía casarse con la mujer que deseaba. Se encontraba el hombre muy desesperado porque estaba enamoradísimo de Aixa. Por otro lado, tenía que cumplir con su esposa y tuvo dos hijos de un matrimonio que jamás debía haberse celebrado.

—¡Vaya historia! No parece real.

—Pues lo es. Yo he conocido a Aixa. Lo han pasado realmente mal los dos. Y ahora que están felices de haberse podido casar, han organizado este viaje.

—¿Le ha contado él todas las penalidades por las que ha pasado?

—No, ha sido ella. Nada más conocerme me lo dijo. Supongo que para ella era una liberación contármelo. «Mi padre le hizo casar al pobre con mi tía», me repetía Aixa. Son costumbres bien distintas a las nuestras. Es como si Cristóbal antes de casarse conmigo le obliga mi padre a contraer matrimonio con mi tía Pilar. En aquel país da igual la diferencia de edad.

En cuanto estuvieron preparados los baúles pusieron rumbo a Calcuta. Esa fue la primera parada del viaje. La capital del Estado indio de Bengala Occidental y la ciudad más poblada. Nada más salir del avión, un olor indescriptible pero poco agradable les dio la bienvenida.

—Ya están en mi país —les dijo Jai—. Sean bienvenidos. Se encuentran sobre una ciudad de miles de años, según nos informan los restos arqueológicos encontrados.

Les dieron una vuelta por la ciudad en coche y a Carmen no le gustó lo que vio. El maharajá les hablaba de otra India que no se presentó ante sus ojos hasta que llegaron a la parte británica.

—En India tenemos presencia inglesa desde el siglo XVII. Fue aquí donde establecieron su primera sede de negocios. Enseguida construyeron un fuerte (Fort William), cuya misión no era otra que servir de base militar a los ingleses. Un siglo después apareció Francia que también quería el control de mi país. Los británicos ampliaron las obras del fuerte y el nawab de Bengala protestó y al no atenderse sus reclamaciones atacó el fuerte y consiguió hacerse con él. En Gran Bretaña llaman a esa noche «la noche del agujero negro». En 1757, Fort William volvió a manos británicas. La ciudad fue nombrada capital de la India británica. Hay dos zonas bien diferenciadas: el sector llamémosle europeo y la zona reservada para la población india.

—¿No hay contacto entre los dos sectores?

—Bueno, como contacto entre la sociedad británica y la india ha nacido una nueva clase social, los babu, un grupo de burócratas y funcionarios surgidos tras la mezcla de ingleses con indios pertenecientes a castas superiores. No obstante, ahora los británicos han decidido apostar más por Nueva Delhi que por Calcuta.

—¿Cuál es su principal industria? —preguntó Cristóbal con curiosidad.

—La textil y la industria del yute, una planta herbácea de la que se extrae una fibra natural.

Carmen no respiró tranquila hasta que no llegaron a Nueva Delhi. Lo que había visto hasta ese momento no le gustó. Pensó que el viaje no era lo esperado. Pero fue llegar a la capital de la república de la India, ver sus amplias y arboladas avenidas y sobre todo la tumba de Humayun, y cambió por completo de opinión.

—Se dice que fue la precursora del Taj Majal de Agra —le comentó Eduardo Aznar.

Carmen se quedó fascinada ante tanta belleza. Entendió que a comienzos del siglo XIX se desplazara la capital de Calcuta a Delhi. Se veía la mano inglesa por todas sus calles y rincones. Les acompañaron a los cuatro a numerosas visitas guiadas para conocer los principales monumentos. Obligado fue visitar el minarete de Qutab Minar, una de las más destacadas construcciones del arte islámico.

—Se inició su construcción en el siglo XII pero hasta el XIV no se concluyó —les explicó el anfitrión.

Por las noches, asistieron a fiestas a todo lujo en donde Cristóbal se vestía con un turbante rojo que llevaban los nobles de Jaipur. Carmen, a su vez, se puso sus mejores galas. El matrimonio Aznar hizo lo mismo. Mucha seda, mucho oro y mucho lujo. Aquello parecía salido de un cuento. Cada fiesta superaba a la anterior: comida, baile, atenciones que les hicieron sentir como maharajás. En Jaipur, su estancia fue todavía más esplendorosa. La familia del maharajá tenía tres palacios: uno antiguo, que visitaron subidos en elefantes. Cada elefante tenía en su lomo una plataforma acolchada en donde se tumbaban los invitados. Por cada elefante iban dos o tres personas más el ayudante que guiaba al animal. El segundo palacio perteneciente a la familia era el que habían convertido en hotel para el incipiente turismo de lujo. Lo regentaban los dos hijos mayores que había tenido en el primer matrimonio impuesto, con la tía de Aixa. El tercero y más pequeño era el de la amada Aixa. También era una auténtica belleza. Todo rezumaba esplendor y riqueza.

Dejaron para el final la caza del tigre en el distrito de Rampur, en el estado de Uttar Pradesh. Fueron todos subidos en elefantes y cargados con escopetas. El maharajá se calzó para la ocasión unas chinelas de raso rojo bordado. Durante una hora buscaron al animal. Cristóbal dudó de que existiera.

—Esto es una atracción para los turistas. Te aseguro que el tigre no existe.

Carmen, sin embargo, intuía que estaba cerca. Su experiencia como cazadora le indicaba que la pieza no andaba lejos.

—¿No te das cuenta de que los elefantes están nerviosos? Es porque huelen que está en las proximidades. El tigre existe.

—Yo te digo que no. Sería mejor que regresáramos a tomar una copa.

—Con la caza, las prisas hay que dejarlas en el hotel.

Después de buscarlo sin éxito, se acercaron a un pequeño cañaveral. Los ayudantes movieron las cañas para que el animal, en caso de estar allí, saliera de su escondrijo. Al fin, cuando iban a dar por concluida la cacería, vieron aparecer entre las cañas un enorme ejemplar de tigre. Todos cogieron sus escopetas. Cristóbal, por su posición, lo tenía a tiro y disparó. El tigre cayó fulminado.

Bajaron todos de las plataformas y se hicieron fotos con el ejemplar. Era único, extraordinario.

—Ya hay pocos tigres, Cristóbal. Probablemente esta sea una de las últimas cacerías —le dijo Jai—. Disfrute de algo exclusivo que será imposible repetir.

—¿Y si nos hubiéramos caído del elefante? —preguntó Loli Aznar, todavía no repuesta del susto.

—Resulta imposible caerse porque el animal es muy fuerte.

—¿Pero si hubiera ocurrido? —insistió.

—Pues nada, coges la escopeta, apuntas al tigre y lo matas —dijo Carmen sin ningún síntoma de miedo y menos aún de nervios.

—Tú, que eres cazadora, no tienes miedo, pero yo me encuentro todavía aterrada. No me repongo.

Cristóbal estuvo exultante el resto del viaje. La pieza se mandó directamente a Inglaterra, a Rowland Ward, al mejor taxidermista. Querían la piel y la cabeza de ese ejemplar único. Aquel viaje les hizo sentirse dentro de un cuento del que no deseaban salir nunca.

—Será difícil repetir algo parecido —comentó Cristóbal.

—No, si regresan aquí de nuevo —les volvió a invitar Jai.

—No te digo que no regresemos. Es un lugar para volver —afirmó Carmen, y Loli asintió con la cabeza.

Durante las semanas siguientes no dejaron de hablar del viaje, de la experiencia, de las fiestas, de la cacería, del tigre. Al mes llegó la piel y la cabeza del felino convertida en una alfombra. Decidieron colgarla de una pared del nuevo chalé que se habían comprado en el pantano de Entrepeñas. A partir de ese momento, todos los fines de semana acudieron al pantano junto al chalé de José María, el hermano pequeño de Cristóbal. Se convirtió en su refugio, únicamente compartido con amigos. Se acostumbraron a dejar a sus hijas con los abuelos en El Pardo. De viernes a domingo hacían prácticamente vida de solteros. Entre la gimnasia sueca, sus almuerzos en El Pardo con sus padres y las citas con sus amigas para jugar a las cartas, además de los actos oficiales a los que se la requería, no le daba más de sí la semana. Vivía informada por los periódicos que leía a diario más que por lo que le contaban en El Pardo, donde era muy raro que en las comidas se hablara algo de política. Se mostraba ajena a los movimientos que existían contra el régimen de su padre. Se enteraba de las revueltas estudiantiles por Cristóbal o por el cambio oficial de coche. Ya no llevaban el distintivo ET del Ejército de Tierra, después de que acribillaran a pedradas el vehículo de Fernando Fuentes de Villavicencio, por entonces segundo jefe e intendente general de la casa civil. Fue pasar por la Ciudad Universitaria y al saber los estudiantes que era un coche oficial, la emprendieron a pedradas con él. No querían que ni Carmen ni su familia se expusieran a una situación similar y desaparecieron los distintivos oficiales. «Las universidades se están llenando de comunistas y de voces en contra del régimen», comentaron los ayudantes de Franco.

—Muchos hijos de generales y de personas cercanas a Franco están pasando por la Dirección General de Seguridad. A estos chicos que lo tienen todo les están lavando el cerebro.

El director general de la Guardia Civil se vanagloriaba de «tener a todos los rojos fichados». Por sus excesos con los maquis y los comunistas, Camilo Alonso Vega era denominado por algunos como don Camulo o Director de Hierro.

Las revueltas estudiantiles habían encontrado su caldo de cultivo en la universidad. Algunos curas, como el padre Llanos, habían pasado en menos de siete años de dirigir los ejercicios espirituales en El Pardo al comunismo con ciega entrega, trasladándose al Pozo del Tío Raimundo junto a los más pobres en el extrarradio de Madrid.

En España y en el mundo sucedieron una serie de acontecimientos que cambiaron el rumbo de la actualidad. El 5 de marzo de 1953 murió uno de los enemigos históricos de Franco, Stalin. En agosto de ese mismo año, se firmó el concordato entre la Santa Sede y el Estado español. De esta forma, el régimen recibió un respaldo mundial decisivo. A este éxito diplomático se sumó otro: El 26 de septiembre se firmaron en Madrid los acuerdos con los Estados Unidos en los que se fijaron las condiciones de la ayuda militar económica y técnica que iba a recibir España, así como la contraprestación española, que se tradujo en la construcción de bases norteamericanas en suelo español. El cerco y el aislamiento se habían roto definitivamente. Comenzaron a llegar grandes estrellas de Hollywood a rodar en España. Los primeros turistas empezaron a asombrar con sus costumbres a los españoles. En este ambiente de apertura internacional y de mejora económica para el país, Carmen y Cristóbal regresaron en noviembre a los Estados Unidos. El doctor seguía en contacto con los cirujanos de allí para estar al tanto de las novedades sobre cirugía cardiaca.

—Carmen, date cuenta de que venir a los Estados Unidos es como ir en tiempos romanos a Roma. Es el centro cultural y científico del mundo.

—Por la de veces que venimos aquí, comprendo que así debe de ser.

Esta vez, al pisar suelo americano, no encontraron críticas en la prensa hacia España. Una vez instalados en Boston, donde tenía lugar un curso de medicina al que asistía Cristóbal, recibieron incluso una invitación para acudir a cenar y a bailar con una pareja conocida de recién casados. Volvieron a coincidir con el ya convertido en senador: John Fitzgerald Kennedy y su flamante esposa Jackie. El político católico llevaba una carrera ascendente e imparable.

Todos se mostraban de acuerdo en que él tenía magnetismo y fuerza suficiente para presentarse como candidato a presidente de los Estados Unidos. Y ella poseía mucha clase como para ser una buena primera dama. En un momento de la cena, Kennedy sacó a bailar a Carmen y Cristóbal hizo lo mismo con Jackie. Un fotógrafo les inmortalizó.

—¡Qué bien hablas francés! —le dijo Cristóbal a Jacqueline.

—Bueno, yo me he educado en francés. Estaba bien visto en las familias de clase alta neoyorquinas educar en este idioma. Además, posteriormente también me gradué en literatura francesa.

Estaba bellísima con un traje de noche blanco sin mangas y unos guantes del mismo color que sobrepasaban el codo. Carmen Franco iba vestida de negro con un solo tirante y guantes también largos del mismo color.

—¿Cómo os conocisteis tú y Jacqueline? —preguntó Carmen a John mientras bailaban por la pista de baile.

—Pues fue durante una cena en Washington. Era fotógrafa y periodista. Nos enamoramos inmediatamente y eso que Jackie estaba prometida con un corredor de bolsa. ¿Pero quién puede sobrevivir a un flechazo? Nos hemos casado en septiembre —sonrió John—. Todavía estoy recuperándome de la boda. —Le mostró el anillo de casado.

—Imagino que estará siendo de gran apoyo en tu carrera.

—Mucho, las mujeres se ponen tan en campaña como sus maridos. ¡No sabe dónde se ha metido!

Continuaron toda la noche compartiendo una velada de confidencias y bailes. Jacqueline les dijo: «Yo no buscaba la fama, pero me volví una Kennedy». Todos se rieron porque eran una de las parejas más fotografiadas de los últimos meses. La boda del senador y la chica bien neoyorquina, casi diez años más joven, había llenado de fotógrafos su boda en la iglesia de Saint Mary, en Newport, Rhode Island. Jackie esa noche llevaba puesto el anillo de pedida, un diamante de casi tres quilates. Carmen, por su parte, llevaba la pulsera de pedida y unos pendientes de perlas, regalo de su madre.

—Os invitamos a nuestra casa en la playa —comentó John—. Cuando vengáis a los Estados Unidos visitadnos el primer fin de semana que podáis.

—Prometido —comentó Cristóbal, dispuesto a cumplirlo.

Al regreso de los Estados Unidos, se fueron a comer a El Pardo. Comentaron todas las experiencias vividas y el cambio de actitud de los americanos hacia España. Le hablaron a Franco del senador americano por Massachusetts que tenía tanto magnetismo y carisma.

—John Fitzgerald Kennedy tiene algo especial. Estoy segura de que llegará lejos. No me extrañaría que consiguiera ser presidente —comentó Carmen.

—Es católico y está por ver que llegue un católico a la presidencia de los Estados Unidos. Se quedará a medio camino.

—Pues tiene las ideas muy claras y quiere cambiar muchas cosas en su país. Le veo con la fuerza necesaria para hacerlo —insistió su hija.

—Las cosas no son tan sencillas como parecen. No te fíes de los políticos. Acuérdate de lo que te digo. No hay uno bueno. Todos prometen cosas que no piensan cumplir.

—Pues habla de la democracia con mucho convencimiento.

—La democracia es un error.

Su respuesta fue tan contundente que nadie en la mesa se atrevió a continuar la conversación.

Siete años después de aquel encuentro, Kennedy llegaba a la presidencia de los Estados Unidos. Se convertía, contra el pronóstico de Franco, en el primer presidente norteamericano católico y el trigésimo quinto de los Estados Unidos. El 20 de enero de 1961 tomaba posesión de su cargo. Lo primero que hizo Cristóbal al llegar a su domicilio y ver las noticias fue dictar un telegrama de felicitación con destino al nuevo inquilino de la Casa Blanca. Carmen, en estos últimos años, no había vuelto a viajar a los Estados Unidos, porque ligó un embarazo con otro. Había traído al mundo a otros tres hijos desde la última vez que compartieron cena y baile con los Kennedy. Primero nació Francisco el 9 de diciembre del año cincuenta y cuatro, en El Pardo. Dos años después, el 6 de junio de 1956, llegaba al mundo María del Mar, Mery, y por último José Cristóbal, que nació el 10 de febrero de 1958. Desde entonces no se había vuelto a quedar embarazada.

—Toquemos madera porque han pasado tres años y no me he vuelto a quedar encinta —comentó a sus amigas.

—Ya le has cogido el truco —le dijo Maruja mientras le guiñaba un ojo.

—He pasado diez años de mi vida embarazada o amamantando a un hijo.

—Empezaste dando el pecho seis meses hasta ahora que con tres te parece suficiente.

—Sí, parece de risa pero he ido bajando los meses porque tengo la sensación de ser una vaca siempre con la ubre fuera. Ahora tengo un respiro. Me gustaría regresar a los Estados Unidos y volver a ver a los Kennedy.

—¡Ojo con los viajes, que siempre regresas embarazada!

—Lagarto, lagarto —se echó a reír Carmen.

Con el nacimiento del primer nieto varón, el abuelo paterno, José María Martínez, conde de Argillo, propuso a la familia un cambio de apellidos: Franco por delante de Martínez-Bordiú para que no se perdiera el apellido del general. A la abuela materna, Carmen Polo, le pareció una deferencia de su consuegro y una forma de demostrar respeto a la figura de su marido. El conde, que era procurador en Cortes, presentó una moción para aprobar una ley que permitiese alterar el orden de los apellidos del niño. Las Cortes aprobaron la propuesta por unanimidad. El jefe de la casa militar, Franco Salgado-Araujo pensó que a lo mejor con el tiempo no se alegraría el niño del cambio de apellido y agradecería ser un Martínez cualquiera, pero se lo calló. Así, el recién nacido pasó a llamarse Francisco Franco Martínez-Bordiú. En ese momento, todos aplaudieron la idea. «Le ayudará en su futuro», comentó Cristóbal.

Con tantos niños, apareció miss Hibbs a imponer orden en aquella casa donde a los padres apenas se les veía. Una británica con experiencia cuidando niños cuya misión era hablarles en inglés, educarles y estar a diario con ellos. Muchas veces, sus padres solo alcanzaban a darles un beso y no volvían a verles en todo el día debido a sus múltiples salidas sociales. Miss Hibbs estableció sus normas, sus deberes y protegió a los chicos como si fueran sus cachorros. No dejaba que nadie se interpusiera en sus quehaceres educativos. A todos les tenía a raya, incluidos a los abuelos. «¿Cuándo esto acabe, qué? —era la frase que más les repetía—. Debéis pensar que los privilegios se acabarán algún día y tenéis que estar preparados». Al poco de nacer Mery, le detectaron al niño, que ya correteaba, una dolencia cardiaca. Veían que se cansaba al mínimo esfuerzo.

—Francis tiene una endocarditis reumática con una insuficiencia cardiaca muy severa. Este niño no podrá hacer ningún esfuerzo físico hasta los diecinueve o veinte años —comentó Cristóbal a la madre, después de hacerle las pruebas médicas pertinentes.

—Estoy segura de que lo va a superar. —Carmen, haciendo gala de su habitual optimismo.

—Lo mismo era mejor hacerle una operación, pero tiene sus riesgos.

—Dejemos al niño tranquilo y veamos cómo evoluciona —decidió Carmen.

Una vez por semana a Francis había que inyectarle Benzetacil 633, era la penicilina descrita por el equipo médico que le atendió desde el primer momento. Desde que comenzó a andar tuvo más atenciones que el resto de sus hermanos. En el colegio no hacía deporte, lo máximo era ponerse de portero cuando sus compañeros jugaban al fútbol o al balonmano. Cada mañana un coche le llevaba y le traía del colegio, lo que produjo rencillas con sus compañeros desde bien temprana edad. Se convirtió en un niño solitario siempre rodeado de adultos.

José Cristóbal, el último en nacer, se llevaba muy bien con su hermana Mery. Jugaban a todas horas y eran uña y carne desde niños. Ella, mucho más echada para delante y más alocada que él. Eso precisamente le hacía gracia a Franco que enseguida comenzó a sentir debilidad por la pequeña «ferrolana», como le gustaba llamarla.

El matrimonio Martínez-Bordiú Franco tenía una actividad social que crecía por momentos. Un día, yendo a cenar a una de las zonas más exclusivas en las afueras de Madrid, no encontraron el chalé al que tenían que ir y después de una hora dando vueltas regresaron a su domicilio. «¡Vayamos a casa por un día!», dijeron como si fuera una gran novedad. Al rato se presentó un dilema.

—Está el servicio durmiendo y yo tengo un hambre atroz —comentó Cristóbal según abría la puerta de su casa.

—Pues yo no he cocinado en mi vida.

Carmen siempre había estado rodeada de servicio que se lo hacía todo. Jamás se había planteado cómo freír un huevo o cómo se hacía una merluza. No tenía curiosidad y tampoco le atraían los quehaceres de la casa. Siempre los había eludido y pretendía seguir así.

—Vayamos a la cocina, que allí sabremos hacernos algo, digo yo —propuso Cristóbal, un tanto escéptico.

Carmen solo había entrado en las cocinas de los distintos palacios y cuarteles cuando era pequeña. No había sentido la más mínima curiosidad por saber qué se guardaba en los almacenes de El Pardo. Jamás había bajado a saber qué contenían. Vivía en una constante y permanente burbuja donde todo estaba bien y no le faltaba de nada.

—Siempre me lo han hecho todo. Pero tampoco creo que sea difícil freír un huevo o hacer una tortilla.

Cogió dos huevos, los cascó y los batió. Buscó una sartén por todos los armarios. Encontró una enorme y después de ponerla al fuego, intentó dar forma a aquella masa licuada amarilla. Finalmente, salió algo parecido a una tortilla.

—¡Qué horror! Es la primera y la última vez que me verás en una cocina. No me gusta. No he visto a mi madre y yo creo que esto se aprende mirando.

—Pues para ser la primera vez no te ha salido mal el huevo revuelto. De tortilla tiene poco, pero he sobrevivido al intento —se echaron a reír.

Carmen pensaba que desde hacía diez años no gozaba de sus salidas como ahora. Por fin, los embarazos le daban una tregua. Era la primera vez que se sentía autónoma, aunque no plenamente independiente. En esa casa pesaba mucho la opinión de su marido. «Es andaluz y está acostumbrado a mandar», le solía decir su suegra.

Ir a la siguiente página

Report Page