Carmen

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SEGUNDA PARTE » 31. Dos bodas y un accidente mortal

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31DOS BODAS Y UN ACCIDENTE MORTAL

A mi padre le pareció bien que don Juan Carlos se casara con doña Sofía. Lo consideraba más una cosa de familia. No acudimos ninguno al enlace. Yo estaba embarazada de nuevo.

En estos años de mejora económica y de entrada de España en las Naciones Unidas por cincuenta y cinco votos a favor y ninguno en contra, Franco remodeló el Gobierno y metió a tecnócratas. Por otro lado, se afianzó la posición de fuerza de Carrero Blanco que continuó como segundo de Franco. Ambos acariciaban la idea de que Juan Carlos de Borbón fuese la persona destinada a sucederle como jefe del Estado sin hacerlo oficial.

Don Juan y Franco, a pesar de su animadversión manifiesta, volvieron a verse las caras en la finca extremeña de Las Cabezas. Era la primera vez que, tras la Guerra Civil, don Juan pisaba territorio español. Fueron dos largas sesiones en la finca del conde de Ruiseñada. Tras analizar la situación del país, donde don Juan planteó la conveniencia de separar las funciones de jefe del Estado y jefe del Gobierno, que era una manera de pedir a Franco que soltara poder, tomaron la decisión sobre el futuro de Juan Carlos y su hermano Alfonso.

—Encomiéndenos la formación de sus hijos. Le prometo que haremos de ellos unos hombres excepcionalmente bien preparados y excelentes patriotas —comentó Franco.

—En lo de enseñarles a ser patriotas tendrán ustedes poco trabajo; en mi casa se aprende a ser patriota desde la cuna —replicó don Juan.

Al final, se mantuvo la propuesta de Franco de que Juan Carlos no saliera fuera de España. No iría a la Universidad de Bolonia o a la de Lovaina, como quería su padre, sino que continuaría su formación en España en la Academia General Militar de Zaragoza. «Alteza —le dijo Franco a don Juan—, si se hace como usted quiere, cuando el príncipe venga a España tendrá ya veintidós años o veintitrés y será para él muy difícil integrarse con sus compañeros que tendrán todos entre diecisiete o dieciocho años». Tras muchas horas de discusión, don Juan cedió a las sugerencias de Franco. El duque de la Torre, Carlos Martínez Campos, seguiría dirigiendo la formación del príncipe. El contraalmirante Abárzuza y el comandante de artillería Alfonso Armada ayudarían en su formación militar. «Solo pido que se le trate como a cualquier otro alumno», insistió su padre. De cualquier forma, don Juan no cejó ni un solo instante de protestar por las decisiones que adoptaba Franco constantemente sobre el futuro de sus hijos. Franco le contestó que «una cosa era la educación de un hijo y otra la educación de un príncipe. Si no le parece bien, continuó, no lo envíe más, pero España perderá un buen príncipe para la monarquía». También Franco le confirmó que el manifiesto de 1947 le había costado el trono. Por otro lado, le advirtió de que el sostén de la monarquía «solo podía ser el Ejército». Los gastos de la educación de sus hijos correrían a cargo de Presidencia del Gobierno.

En el transcurso de su tradicional partida de cartas, Carmen Franco hablaba con sus amigas Dolores Bermúdez de Castro y Angelines Martínez-Fuset de los últimos acontecimientos relacionados con Juan Carlos. Una vez que había jurado bandera en el mes de diciembre con la promesa de «ser un perfecto soldado», pudo trasladarse tres meses después a Villa Giralda, en Estoril, junto con su hermano Alfonsito, para pasar la Semana Santa. Allí se produjo la tragedia que cambió la vida de toda la familia.

—Por lo visto, después de contar mil y una anécdotas de su vida militar, se puso a jugar con su hermano —comentó Carmen—. Alfonsito le provocaba simulando que sujetaba entre sus manos una metralleta hasta que Juan Carlos sacó la pistola Long Automatic Star, calibre 22, regalo de Javier Travesedo, su compañero y padre académico. Con esta pistola habían jugado horas antes a vaciar el cargador en el jardín de la casa. Juan Carlos extendió el brazo con la pistola apoyándola en su frente. Apretó el gatillo con la seguridad de que no había balas, cuando de repente sonó una detonación y vio a su hermano caer muerto.

—¡Qué fatalidad! —exclamó Angelines—. ¿Quedaba una bala en la recámara?

—¡Las armas las carga el diablo! Cuanto más lejos, mejor —añadió Bermúdez de Castro—. ¡Cómo tiene que estar esa madre!

—¡Y cómo tiene que estar el hermano! ¡Terrible! —insistió Carmen.

—Al parecer, su padre mientras velaba el cadáver de su hijo le pidió un juramento: «Júrame que no lo has hecho a propósito». Don Juan tenía una bicicleta con dos ruedas pero ahora camina sobre una sola rueda. Para la Corona era importante tener repuesto. Ha sido una auténtica tragedia —explicó Angelines, que tenía mucha información.

—Lo mejor que puede hacer es continuar, formarse militarmente y tratar de tirar hacia adelante.

En los periódicos y en la prensa se recogían cada vez más a menudo las salidas nocturnas del marqués de Villaverde. Sus fotos rivalizaban con las de la cantante Lola Flores o el torero Luis Miguel Dominguín. Vicente Gil aprovechaba la más mínima ocasión para criticar al hombre que le había quitado la plaza de médico en El Pardo y cuya presencia no podía soportar. Sabía que tampoco era santo de la devoción del Caudillo, aunque no lo verbalizara. En uno de sus encuentros en las habitaciones privadas, mientras le daba el masaje antes de levantarse, lo criticó sin ningún escrúpulo.

—Tendría que atarle en corto. Ya ve las cosas tan graves que se dijeron recientemente por el negocio poco claro de importación de motos Vespa. Según dicen algunos, su yerno ha ganado treinta millones de pesetas.

—Esa es una absoluta mentira.

—Su excelencia debe saber que hacen chascarrillos con las siglas de VESPA, dicen que es por Villaverde Entra Sin Pagar Aduanas. Otros le llaman ya con el apodo el marqués de Vespaverde.

—¡Ya basta! Sabes que esas historias de porteras no me gustan.

—Yo siempre le diré la verdad aunque escueza. Si lo oigo en la calle, se lo cuento. Alguien lo tiene que hacer.

—Ya te he dicho que todo eso son mentiras de mis enemigos.

—Está bien, pero sería mejor que aprendiera de la prudencia de su hija Carmen y no tanta salida nocturna, que no le beneficia.

—Vicente, haz el favor de meterte en tus asuntos. No estoy para chismes.

Desde el cincuenta y ocho, año en el que nació José Cristóbal, Carmen no se había vuelto a quedar embarazada. Esto le permitió, junto a Nani —Beryl Hibbs—, organizar la vida escolar de sus hijos mandando a las niñas al colegio, al Santamaría de las Nieves, en Somosaguas, cuando las dos mayores ya tenían nueve y siete años, y a los niños al colegio del Pilar. Después de un periodo de formación en casa, decidió que no fueran niños aislados y que recibieran la instrucción colegial que ella no había tenido. Igualmente, proyectaba su formación fuera de España cuando fueran mayores. Suiza e Irlanda, le aconsejaba Nani.

La hija de Franco vivía ajena a todo lo que se estaba moviendo en la sociedad civil. El día previo a la convocatoria de huelga general, el 18 de junio de 1959, se produjeron detenciones de aquellos dirigentes obreros que se sabía que estaban detrás de la convocatoria. La brigada político-social detuvo, entre otros, a Simón Sánchez Montero, miembro de la dirección del Partido Comunista de España y secretario general del comité de Madrid. En el edificio de la Puerta del Sol le interrogaron sin que diera datos de dónde vivía y de quiénes eran sus camaradas, pero sí reconoció su pertenencia al Partido Comunista.

—Yo saldré de aquí por mi propio pie o con los pies por delante. Pero estoy seguro de que lo haré con honor, con dignidad. Yo quiero que las cosas cambien para que esta vergüenza desaparezca de España y para que todos, derechas e izquierdas, puedan vivir con libertad.

—Mentira —le dijo el policía—, a vosotros solo os inspira el odio.

El 24 de septiembre fue juzgado en consejo de guerra. Al día siguiente le comunicaron que había sido condenado a veinte años y un día de prisión. Lo llevaron al penal de El Dueso donde no había presos políticos sino presos comunes.

Carmen Franco extremó las precauciones con todas las personas que se acercaban a sus hijos. Notaban cierta hostilidad en algunos ambientes. En enero de 1960 ocurrió un accidente que algunos no dudaron en considerar un intento de atentado contra sus padres. Regresaban de una cacería en la provincia de Jaén cuando los dos se vieron aquejados por un fuerte dolor de cabeza e incluso Franco se llegó a desvanecer. Hubo unas emanaciones de gasolina que, a causa del tubo de escape defectuoso, se introdujeron en la parte posterior del coche. Carmen Polo pudo pedir auxilio y después de abrir las ventanillas se solucionó el incidente, como así lo calificaron. La casa Rolls-Royce en Londres informó de que, a menos que se hubiera manipulado con fines criminales, era del todo imposible que las emanaciones de gasolina se introdujeran en la parte trasera del vehículo.

Cuando Franco habló con su primo hermano, Franco Salgado-Araujo, le confesó que «se habían tomado las medidas oportunas para que no volviera a suceder». Desde entonces, cada vez que se llevaba el coche al taller se hacía ya siempre en presencia del servicio de seguridad que acudía, metralleta en mano, allá donde se desplazara el general o su coche. Además, Carmen quiso que sus hijos fueran acompañados al colegio por una escolta. Era mejor ser precavido.

Carmen acudía cada vez a más actos sociales en representación de sus padres. Ese año fue al más deslumbrante e inesperado. La boda de Fabiola de Mora y Aragón —que todos creían que se metería a monja— con el rey Balduino de Bélgica. Tuvo lugar el 15 de diciembre de 1960 en la catedral de San Miguel y Santa Gúdula de Bruselas.

Meses antes, Carmen Polo y su hija llevaron el regalo en mano a Fabiola a la casa materna, una tiara de piedras preciosas. Antes de salir del domicilio, la pequeña Carmencita, que estaba convaleciente en la cama con sarampión, se la había probado. Ya en el palacete de los Mora y Aragón, en la calle Zurbano de Madrid, comentaron que habían comprado la corona a un anticuario. Todos hicieron hincapié en la belleza de la misma, repleta de rubíes y esmeraldas de gran tamaño. Al Estado le costó cinco millones de pesetas. Era una boda importante para España, ya que Bélgica por fin reconocía el régimen de España. Fabiola se puso la corona para acudir a la cena de gala que tuvo lugar en el palacio real de Laeken dos noches antes. Los joyeros de la Corona belga examinaron la pieza y llegaron a la conclusión de que no eran piedras auténticas sino cristales rojos y verdes.

Meses después alguien dijo que el anticuario había engañado a doña Carmen, otros comentaron que las monjas que custodiaron la alhaja durante la guerra habían ido vendiendo las piedras para poder subsistir y las sustituyeron por otras falsas. Nada más tener conocimiento de lo ocurrido, Carmen Polo adquirió un lote completo de esmeraldas y rubíes para que se renovara la ornamentación falsificada. De este hecho nada trascendió a la prensa. Por primera vez, los españoles pudieron ver la boda a través de la televisión. Se vendieron miles de televisores. Era la primera retransmisión en directo de Televisión Española en el exterior a través de Eurovisión. La boda se catalogó en la prensa como la boda del siglo.

Carmen Franco con sus amigas comentaba otros detalles que nada tenían que ver con la corona que se regaló a la flamante reina de Bélgica. Le preguntaban por qué había ido don Juan al enlace.

—Bueno, don Juan es hijo de Alfonso XIII y allí tenía que estar. Juan Carlos también estuvo allí con la duquesa de Alba. Los sentaron juntos.

—Oye, ¿por qué no fue tu padre? —preguntó Angelines.

—Mi padre ya no coge aviones desde que acabó la guerra.

—¿Tiene miedo a volar?

—No es eso. La prueba es que montaba en el hidro de su hermano Ramón para ver el campo de batalla desde arriba durante la guerra. Pero siempre tuvo la intuición de que la muerte del general Mola podía haber sido un atentado. Piensa que es muy fácil sabotear un avión. Simplemente con echar azúcar al motor de gasolina te cargas a todos los que viajan en ese aparato. A mi madre tampoco es que le guste mucho. Los dos solo viajan en coche.

Las amigas volvieron al tema de la boda. Miraban una y otra vez las fotos que publicaban los periódicos.

—Oye, Fabiola ha mejorado mucho. Era bastante fea, se operó de la nariz, ¿no?

—Sí, le quedó mucho mejor tras operarse. Lo hizo porque tenía muy poco éxito en sociedad. Se sometió a la operación justo antes de conocer a Balduino. Es una buenísima persona y tiene un aire muy distinguido. Los dos son muy religiosos.

—Pues mira, reina de Bélgica.

—Nos viene estupendo tener en Bélgica a una reina española —comentó Carmen—. Me acuerdo de las veces que hemos estado juntas. Piensa que su hermano Alejandro fue pretendiente mío.

—¿Sí? —se sorprendió Bermúdez de Castro—. Ese pretendiente yo no lo tenía registrado.

—He dicho solo pretendiente, para nada novio. No vayas a creer. Algunas veces salimos juntos con amigos comunes.

Durante unos minutos siguieron hablando de Fabiola y después de referirse con detalle al traje de novia que diseñó Balenciaga, la conversación derivó hacia la moda. Carmen se había comprado varios trajes en el extranjero. Todos ellos más cortos de lo habitual.

—Un poco corta la falda me parece, ¿no? —preguntó Angelines.

—Te has apuntado a la minifalda —dijo Dolores.

—¡Quita, quita! Las que sí van cortitas son mis hijas. ¿Sabes lo que les preguntó mi padre el otro día?

—No, ni idea.

—Les dijo: «Anda que ese traje os habrá costado barato por la poca tela que tiene…». —Las tres se echaron a reír.

—Luego dices que los Franco no tenéis sentido del humor.

—Yo ninguno. Te lo aseguro.

Aprovechando la temporada de caza, Carmen acudió junto a su padre a tirar perdices en Santa Cruz de Mudela. Estaban pendientes de disparar cuando una perdiz baja pasó entre los dos y una ráfaga de perdigones acabó en el muslo y trasero de la hija de Franco. Manuel Fraga, flamante ministro, fue el autor del «plomazo». No sabía dónde meterse. Hubo un momento de mucha tensión. Carmen, ensangrentada, fue atendida inmediatamente por Vicente Gil, que siempre acompañaba al general. Este, al saber que no revestía gravedad, espetó en voz alta:

—Quien no sepa cazar, ¡que no venga!

Hubo poca prudencia en el cazador Fraga Iribarne. Se le dijo que no podría volver si no llevaba consigo un juego de pantallas para evitar este tipo de accidentes. Carmen le restó importancia y pidió a todos que continuaran con la cacería como si no hubiera pasado nada. Vicente Gil seguía agobiado ante lo que acababa de ocurrir.

—Excelencia, ¿qué hubiera pasado si al que le dan es a usted? ¿Ve cómo le digo que donde esté la pesca que se quite la caza? ¡Ha podido ocurrir una desgracia! Yo lo vengo anunciando —rezongó el médico, que tuvo que quitar uno a uno los perdigones de «salva sea la parte» a Carmencita.

—No ha sido para tanto, Vicentón —replicó Franco.

—¿Que no ha sido para tanto? Usted no ha curado a su hija, pero yo sí.

—Estas cosas ocurren.

—Perdigonazos que sacan ojos, que entran en zonas vitales… Hablamos de escopetas y fusiles. Son palabras mayores.

Todos quitaron hierro al suceso, menos el médico. No habían transcurrido ni diez meses cuando de nuevo la caza provocó otro accidente en la familia. El día 24 de diciembre, horas antes de Nochebuena, Franco salió a cazar en la reserva de El Pardo y, al disparar, se le reventó uno de cañones de la escopeta con la que tiraba. Resultó gravemente herido en la mano izquierda, con la que sujetaba el cañón, produciéndose una seria lesión en el dedo pulgar. Solo le acompañaban en ese momento Pepe Sanchiz, que fue quien insistió en salir a cazar, y su inseparable ayudante Juanito.

Fue trasladado primero al consultorio de urgencias de El Pardo, instalado en la antigua habitación de Carmen. Vicente Gil le hizo una primera cura.

—Tranquilo, excelencia. Todo irá bien. —Al ver la fractura abierta en el dedo índice, el médico supo que había que intervenir.

Enseguida se organizó su traslado al hospital Central del Aire, situado en la calle de la Princesa, donde le operó con anestesia general el jefe del servicio de traumatología, doctor Ángel Garizábal. Antes de acudir al centro hospitalario, Franco quiso prevenir al jefe del Alto Estado Mayor, general Muñoz Grandes, y encomendarle que se hiciera cargo de la situación. El Caudillo confiaba de nuevo en la misma persona que dejó al mando del triunvirato en 1940, antes de entrevistarse en Hendaya con Hitler.

El anestesista era un conocido de Cristóbal, los dos daban clases en la Escuela de Cirugía del Tórax. Luis Agosti fue sacado con diligencia del cine donde estaba con sus hijos y conducido hasta el hospital. Pensó que el herido era el marqués de Villaverde. En cuanto le vio, Carmen Franco le dijo que se trataba de su padre y por la cara de preocupación dedujo que era grave. Vicente Gil le advirtió de que había comido hacía dos horas y las digestiones las hacía lentas. El doctor, presidente de la Sociedad Española de Anestesiología, tuvo en cuenta la indicación del médico. Fue una operación larga de la que salió Franco escayolado.

Tras la intervención, las investigaciones revelaron que Juanito había tenido la culpa al recargar la escopeta con un cartucho de diferente calibre. Eso explicaba que se atascara y provocara el accidente. Juanito no se perdonó nunca aquel fallo. El posoperatorio tuvo lugar en un dormitorio especialmente habilitado en el ala derecha del palacio de El Pardo. Había una cama supletoria para que el médico se turnara con el propio Juanito para velarle durante toda la noche.

Tras la lenta recuperación apareció un temblor en su mano izquierda. Vicente Gil lo estuvo observando durante días. Se temía que fuera un principio de párkinson. El tiempo confirmó sus pronósticos.

Durante esos días, Vicente Gil procuró hablarle de asuntos que le distrajeran. Sabía que tenía dolores. Estaba convencido de que la escayola estaba demasiado apretada.

—Excelencia, usted que sueña con que le va a tocar la lotería, ahora con más motivo. Se ha librado de una buena.

—Solo puedo jugar la del Niño. La otra se sabe más a quién le toca y si es a mí, pensarán que estaba amañado. Pero tengo la corazonada de que un día la del Niño me tocará. Tiempo al tiempo. A lo mejor este año. Tengo mucha suerte, Vicente. Esto que me ha pasado podía haber sido más grave. ¿Dónde está la mano de santa Teresa?

—En su habitación. Mientras no se recupere, estaremos en esta otra zona del palacio.

—Pues dígale a Juanito que la quiero conmigo.

A la media hora, la reliquia de santa Teresa estaba junto a su cama.

En mayo del sesenta y uno, Juan Carlos viajó con sus padres rumbo a Inglaterra para asistir al enlace del duque de Kent con Katharine Worsley. Antes de la boda, los condes de Barcelona dieron una comida en Londres. A Franco le llegó rápidamente el nombre de los asistentes a ese almuerzo. Entre ellos figuraban la reina Victoria Eugenia y la princesa Sofía de Grecia. Ya habían llegado a El Pardo rumores de un posible noviazgo. Carmen Polo, en el té de las cinco, lo comentó con sus amigas Pura Huétor y Lola Tartier.

—Yo creo que pronto tendremos noticias de noviazgo por parte de Juan Carlos.

—Parece que le hace tilín una princesa griega —señaló Pura.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó Lola.

—Sofía, la hija mayor de Federica y Pablo de Grecia. Una chica muy prudente y muy sencilla.

—¿Pues no le gustaba la princesa italiana María Gabriela de Saboya? —se extrañó Lola.

—Eso ya es agua pasada —continuó informando Pura con conocimiento—. Desde Estoril han zanjado con contundencia esos rumores sobre la princesa italiana. Sofía y él se conocieron en el crucero Agamenón de casas reales, organizado por Federica. Y después han coincidido en varias bodas. Ahora volverán a verse en la del duque de Kent.

—Lo mismo nos dan la sorpresa con la noticia de su propia boda.

—Pocas sorpresas con Juan Carlos —comentó Carmen—. Todo está muy pensado sobre él y su futuro. Lo que habría que saber es si Pablo de Grecia es masón. Le han llegado a Paco esos rumores.

—Pues ya te digo yo que no —contó Pura—. El rey es muy buen cristiano ortodoxo. Un hombre de fe con un gran sentido religioso. Te lo digo yo que lo sé de buena tinta.

—Me alegro de que sea así… —contestó Carmen aliviada.

El compromiso se hizo oficial y Franco recibió una llamada de don Juan para comunicárselo. Antes de que acabara el año, gestionaron en el Vaticano la doble liturgia del casamiento por el rito católico y por el ortodoxo. En uno de los encuentros que Juan Carlos tuvo con Franco para hablar de su enlace, este le pidió que en el acta del registro civil se le diera a su primo Alfonso el tratamiento de alteza real. Juan Carlos respondió como en resorte.

—No, mi general. Cuando nació, el rey Alfonso XIII ordenó que no se le inscribiese en el Almanaque de Gotha como infante por la renuncia de su padre, mi tío Jaime. Fue inscrito como Alfonso Jaime de Borbón-Segovia.

Franco no replicó. Sí le adelantó que, por su boda, le concedería el Collar de la Orden de Carlos III y la Gran Cruz para la princesa Sofía. Después de los agradecimientos pasó a preguntarle:

—Había pensado poner en las invitaciones mi nombre y el título de Príncipe de Asturias.

—No, no y no —fue tajante Franco—. Eso es tanto como decir que vuestro padre es el rey. ¡No caigáis en esa trampa! Lo que vuestra alteza debe hacer es seguir en contacto con el pueblo español, no con el portugués y no con el griego. Tenéis muchas más posibilidades de ser rey de España que vuestro padre.

—Pero, mi general, antes que yo está mi padre.

—Si llegara el caso, no tengo la menor duda de que vuestro padre, por el bien de España, procedería a cederos el honor como ya lo han hecho otros reyes con sus hijos.

Cuando Juan Carlos se fue de El Pardo, Franco le confesó a Carrero Blanco que «este tema de la sucesión me tiene muy preocupado. Elegir quién ha de ser rey no es fácil».

La celebración de los esponsales tuvo lugar en mayo de 1962 en Atenas. No pudo acudir ningún miembro de la familia Franco. Carmen no asistió porque estaba de nuevo embarazada después de un parón de cinco años. Se esperaba que diera a luz en el mes de septiembre. Cristóbal hablaba con ella sobre la boda.

—Se casa por los dos ritos, el católico y el ortodoxo —le informó Cristóbal—. ¿Con uno bastaría, no?

—¡No! El católico no puede faltar, si quiere aspirar a algo en España. Aunque te diré que la religión ortodoxa y la católica se parecen bastante. Un amigo mío griego, cuando viene a España, entra en nuestras iglesias y sigue nuestros ritos.

—¿Tu padre qué dice?

—No dice nada, la verdad. Solo le escuché en una comida que son cosas de familia.

El que tendría que decir algo por si le parece mal o bien en todo caso será su padre, digo yo. Lo considera un tema fuera de la política, pero la princesa no le cae mal.

—Don Juan qué va a decir, si es otro masón. Solo dirá lo que le recomienden sus consejeros. ¿Sabes con el que hablo mucho y me cae cada día mejor? Con su primo Alfonso. La verdad es que me parece muy serio, muy educado y muy listo.

—Su padre es sordomudo, ¿no? —Cristóbal asintió con la cabeza—. Resulta que después de renunciar a la Corona ahora la vuelve a reclamar para que sus hijos puedan heredar el trono de España y el de Francia. Yo creo que mi padre ya ha tomado una decisión, aunque no me ha dicho nada.

—A mí Alfonso me gusta muchísimo. Está estudiando en la Universidad de Deusto. Últimamente coincido mucho con él.

—Estoy deseando dar a luz para volver a moverme contigo a todas partes.

—Ya queda menos. Septiembre está a la vuelta de la esquina.

Carmen se quedó pensativa. Cuando echaba la vista atrás sobre aquellos últimos años se recordaba siempre embarazada. Por otro lado, sus hijos mayores se quejaban de verla poco, ya que los fines de semana se escapaba al lago de Entrepeñas y los chicos se iban con miss Hibbs al palacio de El Pardo. De hecho, sabía que Carmencita estaba muy unida a su madre y Francis a su padre.

—Habría que decirle algo a miss Hibbs. Parece un sargento de caballería. Se permite incluso reñir a mis padres —comentó Carmen.

—A ella le hemos encomendado nuestros hijos y es estricta con lo que deben hacer unos niños. Acostarse pronto, hacer deberes y si una cosa no la ve conveniente, se impone. ¿No es lo que queríamos? Pues ahora no se le puede quitar la autoridad.

—Creo que, a veces, se pasa. A mí no me parece mal que Francis salga con mi padre de caza. Yo a su edad también lo hacía. Solo mira y ve lo que pasa alrededor. Está en contacto con la naturaleza, que es lo que le gusta. El pobre no puede hacer nada por su dolencia. Ahora está encantado con los pájaros y todo lo que le cuenta mi padre sobre sus costumbres.

—Al niño ya le ha contado la guerra de África y no se cansa de escucharlo una y otra vez.

—Eso le viene bien. El pequeño está muy aislado.

—La gente sabe que son los nietos de Franco y unos lo reciben bien pero otros lo llevan mal. Hay mucho rojo suelto.

Carmen tardó en contestar. Se llevó las manos a la espalda.

—Estoy molesta como en ningún otro embarazo. Ya no tengo veinte años. Se notan los treinta y seis.

—Es que ya no te acuerdas. Has tenido cinco años sin embarazos y lo has olvidado. Dicen que los dolores de parto no tienen memoria.

El 16 de septiembre de 1962 nacía María de Aránzazu. Por primera vez, Carmen había ido a un curso de parto sin dolor. La llegada del nuevo miembro a la familia obligó a un forzado traslado del piso alquilado, en la calle General Mola, a uno propio en la calle Hermanos Bécquer donde Carmen Polo tenía, junto a Pura Huétor, un edificio entero. La familia Martínez-Bordiú Franco pasó a ocupar el cuarto piso del inmueble.

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