Carmen

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SEGUNDA PARTE » 32. Cristóbal, la cara de la fiesta

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32CRISTÓBAL, LA CARA DE LA FIESTA

Mi matrimonio tuvo sus altibajos, como cualquier matrimonio. Sus partes buenas y sus partes malas. En mi época, cuando uno se casaba, era para toda la vida.

En el año sesenta y dos las bombas anarquistas hicieron mucho ruido. No ocasionaron víctimas pero sí destrozos en diferentes puntos de Barcelona. Los autores fueron detenidos e inmediatamente juzgados en consejo de guerra y condenados. Jorge Conill a treinta años de prisión, Marcelino Jiménez a veinticinco y Antonio Mur a dieciocho. El capitán general de Cataluña se negó a aprobar la sentencia por considerar que los procesados merecían la pena de muerte. No cabía más que la celebración de otro proceso. Nadie dudaba de que les sería impuesta la pena capital. La noticia tuvo tanta repercusión que el matrimonio Franco lo comentó en la intimidad.

—Aunque sabes que no me gusta meterme en estos asuntos, te pregunto si no será excesiva la pena capital que pide el capitán general de Cataluña por esos chicos —le preguntó Carmen Polo a su marido.

—No soy partidario del perdón. Lo que diga el tribunal, se acatará —contestó Franco, tajante—. Ojo por ojo y diente por diente.

Los días posteriores, la noticia se extendió como la espuma y tuvo un gran eco internacional al intervenir otro grupo anarquista de Milán, en solidaridad con sus compañeros españoles. Planearon el secuestro del cónsul español, el conde de Altea, para pedir la conmutación de la pena capital y salvar la vida de Jorge Conill y sus compañeros. El día elegido, el cónsul se encontraba en España por lo que idearon coger como rehén al vicecónsul honorario, Isu Elías. El secuestro tuvo considerable repercusión tanto en los periódicos españoles como en los de Europa y América. Días después el vicecónsul fue puesto en libertad.

Carmen Franco charló del asunto con su madre tras la comida en El Pardo cuando se quedaron a solas, siempre había demasiada gente sentada a la mesa para poder hablar con libertad.

—Están criticando a papá muchísimo con lo que ha pasado en Italia. ¿No sería mejor la prisión que la pena de muerte?

—Mejor no tocar el tema. Lo último que le faltaba a tu padre es que nosotras también le presionemos.

Se celebró el nuevo juicio a los anarquistas españoles y el fiscal pidió la pena capital para Jorge Conill. Finalmente el tribunal desoyó la petición de la fiscalía y volvió a confirmar la anterior sentencia. Es decir, penas de treinta, veinticinco y dieciocho años de cárcel. Sin embargo, la agencia de noticias norteamericana Associated Press divulgó erróneamente que Conill había sido condenado a la pena capital. Ante esta noticia recogida en todo el mundo, se produjeron numerosas manifestaciones, la más clamorosa se celebró en Milán. El cardenal Montini escribió a Franco pidiendo clemencia. Conill siempre pensó que quien le había salvado de la pena capital había sido el Vaticano.

De todos modos, este hecho quedó pronto arrinconado por otro acontecimiento que ensombreció al resto de las informaciones. El 22 de noviembre de 1963 la noticia sorprendió a Carmen Franco jugando a las cartas. John Fitzgerald Kennedy había sido asesinado. El presidente americano cayó abatido mientras recorría en una limusina descubierta las calles de Dallas. Iba junto a Jackie, su mujer, en la parte trasera mientras que en el asiento delantero, junto al conductor, les acompañaba el gobernador de Texas, John Connally. El primer impacto lo desvió un árbol y rebotó en el cemento llegando a herir levemente a una de las personas que se acercaron a dar la bienvenida al presidente. El segundo logró alcanzar a Kennedy por la espalda y le salió por su garganta. El presidente instintivamente se echó las manos al cuello. Jackie no podía creer lo que estaba ocurriendo y arrastró a su marido hacia ella. En ese momento, un tercer impacto le hería mortalmente en la cabeza, dándole en el hueso parietal derecho.

La noticia del magnicidio dejó a Carmen sin habla durante unos segundos. Estaba en casa de su amiga Maruja cuando el personal de servicio les contó la noticia tras oírla en la radio. No soltó ninguna lágrima. Se quedó muy pensativa. Recordaba el magnetismo de su sonrisa, el baile que mantuvieron juntos, su amena conversación. Pensó en Jackie y en sus dos hijos pequeños: Caroline y John. Como experta cazadora pensó también en el tipo de rifle que podría haber utilizado el asesino.

—Eso está hecho con un rifle con visor —alcanzó a decir después de unos minutos de silencio.

—El problema es ir a pecho descubierto —comentó Maruja.

—Yo, si hubiera querido, también podría haber matado a Kennedy, como sus asesinos. Matar es fácil. Hoy en día el visor es tan perfecto que cualquiera bien apoyado y con puntería podría hacerlo. Si el coche iba a poca velocidad no tiene ninguna dificultad. Yo podría haberlo hecho. ¡Qué barbaridad! —Soltó las cartas que todavía sujetaba en su mano.

—Creo que en estos tiempos no se puede ir sin chaleco antibalas —observó Angelines.

—Si quieren matarte siempre van a poder hacerlo. Es cuestión de tiempo y de apuntar a la cabeza.

Después de un rato escuchando la radio para tener más datos sobre lo ocurrido, Carmen decidió ir a El Pardo a comentar la noticia. Cuando llegó se encontró a sus padres viendo la televisión pero sin pronunciar palabra. Veían al presidente caer abatido sobre su mujer mientras esta intentaba huir por la parte trasera con el coche todavía en marcha. La imagen de Jackie atemorizada y manchada de sangre recorrió el mundo entero.

—Creo que deberías ir con chaleco antibalas en tus salidas por España —le recomendó Carmen Polo a su marido.

—Mamá tiene razón —alcanzó a decir Carmen hija.

—Como decían en África, si te toca… suerte. No voy a llevar nada —sentenció Franco.

Cuando horas después se conoció la detención de un exmarine, todos se mostraron escépticos sobre el que daban como seguro asesino del presidente norteamericano. Carmen, todavía en el palacio, no hablaba nada más que de la trayectoria de las balas y de la imposibilidad de que hubiera sido solo un tirador.

—¡Es imposible! —insistió Carmen—. Han tenido que ser dos como mínimo.

Lo explicaba vehementemente a sus padres junto con su marido, que acababa de llegar del hospital. Se levantaba del asiento y señalaba el recorrido del coche cuando repetían una y otra vez la imagen por la televisión. El tiempo le dio la razón. Tuvo la información más completa a través del embajador de España en los Estados Unidos meses después. Se realizaron dos disparos desde un edificio, el depósito de libros de Dealey, y otro, desde un jardín próximo.

—Se trata de un complot de muchos. Una conspiración donde una serie de mafias deben estar implicadas —observó Carmen—. ¿Si no cómo se entiende que hayan matado a Lee Harvey Oswald dos días después de haberle detenido? Justo cuando iba a ser trasladado de prisión para tomarle declaración. Interesaba que no hablara.

Los días posteriores al magnicidio, Franco y Carmen Polo escucharon la radio y vieron la televisión junto a su hija y su yerno. Fue una noticia que realmente les impactó. Lo cierto es que la verdad de lo ocurrido no se sabría ni con la Comisión Warren promovida por el nuevo presidente Lyndon B. Johnson.

—Cuando te quieren matar, lo hacen —comentó Cristóbal—. Me caía muy bien John. La última vez que le vi se encontraba muy fastidiado de los huesos. Sobre todo de la espalda. Esos dolores persistentes le ponían de un humor de perros. Cuando iba a los Estados Unidos procuraba pasarme por su casa para verle.

—Me arrepiento de no haberte acompañado en tus últimos viajes. Bueno, estaría embarazada. No he hecho otra cosa más que estar embarazada y dar a luz en estos últimos años —dijo Carmen, con cierto tono de recriminación a su marido.

Últimamente Carmen iba más a visitar a sus padres. Reñía con frecuencia con su marido, aunque las reconciliaciones también eran rápidas. Para los Franco el comportamiento de su yerno no era el adecuado para ser quien era. Su madre se lo comentaba a solas.

—El hombre con el que te has casado debería tener cuidado con las amistades que frecuenta y los lugares a los que va. —Ya no se refería a él como Cristóbal.

—Ya se lo digo yo también. Es cierto que, haga lo que haga, va a estar en el punto de mira de todos los comentarios. Hay que entender que resulta muy difícil ser el yerno de Franco. Tiene mucho carácter y no le gusta nada estar siempre en un segundo plano.

—Debe aprender a ser discreto, a no hacer ruido.

—Mira, papá ejerce de gallego y es muy difícil adivinar por dónde va a salir. Pero Cristóbal es todo lo contrario, se le ve venir desde muy lejos.

—A tu padre su carácter no le gusta nada. Verás que su relación se ha vuelto más fría y distante.

—Él también lo ha notado. Le pregunta cosas en la mesa que papá ni le contesta.

—Se lo ha ganado a pulso.

—Hace poco le comentó su intención de presentarse a la elección de procurador en Cortes por el tercio familiar en Jaén y papá ni abrió la boca. Si hubiera hecho el menor gesto para apoyarle lo habría conseguido.

—Cualquiera que conozca a tu padre sabe que no se le pueden pedir esas cosas.

Al entorno cercano de El Pardo comenzaron a llegar las críticas, ya no solo de Vicente Gil, sino de algunos miembros del Gobierno como el ministro Muñoz Grandes. En una de sus visitas para hablar con Franco aprovechó para explayarse con su primo Franco Salgado-Araujo.

—No han tenido suerte con el matrimonio de su hija.

—Eso es una evidencia.

—Alguien debería decírselo al marqués.

—Creo que no nos corresponde a nosotros. Nuestro cometido es otro.

—Por cierto, no me gusta nada el apoyo que está recibiendo Juan Carlos. —Muñoz Grandes todavía barajaba la idea de que podría sustituir a Franco sin necesidad de reinstaurar la monarquía.

—Hace poco me ha dicho su excelencia que el príncipe está demasiado supeditado a la política de su padre. Se ha establecido en Portugal, en Monte Estoril. La solución alternativa si lo de Juan Carlos no se arregla, podría ser su primo Alfonso, el hijo de don Jaime.

—Aquí no nos hacen falta príncipes, sino personas que sepan llevar un país. —Al ministro no le gustaba nada esta solución monárquica—. Está por ver qué pueden hacer por España.

—Todo se solucionaría si Juan Carlos regresase al palacio de La Zarzuela.

—¿Pero para hacer qué? —preguntó indignado Muñoz Grandes—. No me parece bien que se instalen en Madrid, y así se lo voy a decir a Paco. ¿A qué van a venir? ¿A darse la gran vida?

Al final, después de muchas tensiones por parte de don Juan y por parte de Franco, el joven matrimonio regresó a Madrid y se instaló en el palacio de La Zarzuela. Aquel invierno pasaron mucho frío, en todos los sentidos. Iniciaron una gira por España y tuvieron que soportar abucheos e insultos, así como octavillas y pasquines. Algunos consideraban que aplaudirles era ir en contra del Movimiento y del Caudillo.

La vida de Carmen volvió a alterarse a raíz de otro nuevo embarazo. Un año y dos meses después del nacimiento de Arantxa, supo que estaba de nuevo embarazada. Acudió de nuevo a las técnicas del parto sin dolor. Su hijo nacería el 8 de julio de 1964. Le pusieron el nombre de Jaime Felipe. Días después de su bautismo, recibieron en casa a Alfonso de Borbón, cada vez más amigo de Cristóbal. Le presentaron a todos sus hijos y este se fijó en especial en la hija mayor, todavía adolescente de trece años. Aunque intentó conversar con ella, la niña rápidamente se fue a jugar con sus hermanos. Alfonso, de veintiocho años, había terminado sus estudios y se había licenciado en Derecho. Franco cada vez le daba más papel de representación hasta el punto de llegar al nivel de Juan Carlos. Lo mismo enviaba a este a Roma encabezando una delegación española, como mandaba a los dos a El Escorial con tratamientos idénticos a los funerales por los reyes de todas las dinastías españolas.

Sin embargo, en el año sesenta y cuatro, durante el desfile de la Victoria en el que se conmemoraron por todo lo alto los veinticinco años de paz, Franco estableció que el príncipe estuviera junto a él en la tribuna y la princesa Sofía al lado de Carmen Polo, en el estrado que se encontraba enfrente. Fue una forma de reconocimiento del estatus preferente que tenía Juan Carlos sobre los demás herederos.

A Franco su mano izquierda cada vez le temblaba más. Él, que jugaba al golf desde que estuvo destinado en Palma de Mallorca, empezaba a hacer verdaderos esfuerzos para manejar el palo porque su dedo índice mostraba ya una persistente rigidez. Le dolía la mano sobre todo cuando golpeaba a la bola. De cualquier forma, la caza seguía siendo su deporte favorito al que cada vez se sumaba más su nieto Francis, que sentía verdadera admiración por su abuelo.

—Yo no tengo amigos —le confesó al abuelo en una de las salidas de caza—. Mis amigos son tus ayudantes: el capitán de navío Antonio Urcelay, Fernando Esquivias o Vara del Rey, con quien juego mucho al ajedrez y me trata como a cualquier otro niño. Bueno, también me gusta pescar con Max Borrell y Andrés Zala. También los considero mis amigos.

—Has de hablar con tus compañeros de clase. Tu primer deber ya sabes que es estudiar. Y el deber siempre antes que el placer.

—Cuando les cuento que salgo a cazar contigo y les hablo de lo que hago, creen que me lo invento. De modo que con ellos no comparto mis actividades de los fines de semana.

Las instrucciones que Carmen Franco daba a miss Hibbs eran fundamentalmente que sus hijos no dieran ningún disgusto a su padre. Desde niños, todos asumían que se hacía lo que mandaba el abuelo. La niñera, que intentaba imponer disciplina, muchas veces se encontraba con la frase de «eso el abuelo no lo hace». En ocasiones, les pedía que hablaran en inglés y alguno replicaba con la repetida letanía: «El abuelo no lo habla y es el que más manda en España».

—Si hubiera podido, también hablaría inglés. Aunque te aseguro que lo entiende —replicaba miss Hibbs.

Los tiempos estaban cambiando hasta en el seno de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, iniciado por el papa Juan XXIII y concluido con Pablo VI, estableció muchos cambios. El más evidente de ellos en el ritual de la misa. Se abandonó el latín por las lenguas vernáculas de cada país. El cura dejó de dar la espalda a los feligreses que podían así ver de frente al oficiante. Las mujeres fueron autorizadas a ir sin velo e incluso en manga corta.

—Yo prefería la misa en latín —comentó Carmen Franco a su madre—. Cuando hemos estado Cristóbal y yo en otros países la podíamos seguir perfectamente. Ahora, ni nos enteramos de lo que dicen si no es en francés. Prefería la misa de siempre.

—Según dice el padre Bulart, con tanto cambio, quieren una renovación de la fe en la vida de los fieles.

—Lo que dicen es que se trata de una apertura al mundo moderno. Es evidente que llegan otros tiempos.

Esos nuevos aires se podían aplicar al mundo de la política, a la vida social, a los cambios en el vestir y en las costumbres del día a día. El mundo de la cirugía no estaba ajeno a las transformaciones. La noticia del primer trasplante de corazón humano llegó de Sudáfrica. El artífice de la proeza era el doctor Christiaan Barnard. Cristóbal Martínez-Bordiú se mostró fascinado.

—Si él lo puede hacer en Sudáfrica, nosotros también en España —le comentó a su amigo el doctor Parra.

—Barnard se ha formado en la Universidad de Minnesota, en los Estados Unidos. Antes de probar con humanos practicó con animales. También ha realizado trasplantes de riñón en Sudáfrica.

—Tengo que ponerme en contacto con él —insistió Cristóbal—. Necesito saber su técnica y ser el primero en realizarla en España.

—Eso lleva su tiempo, Cristóbal. Han intervenido junto a Barnard veinte cirujanos en una operación complicadísima de nueve horas.

—Aquí podemos hacerlo.

—El primer trasplantado ha durado dieciocho días nada más. Al final, ha muerto de una neumonía.

—Falla la inmunidad ante las enfermedades. Pienso que es cuestión de aislarlos un tiempo.

Pasadas las Navidades, Cristóbal se enteró de que Barnard había vuelto a operar con éxito. El paciente había superado el tiempo del anterior. Estaba ansioso de poder hacer lo mismo en el hospital de La Paz, inaugurado tres años antes, y en el que el marqués de Villaverde figuraba como jefe de cirugía torácica. A los nueve meses de la proeza de Barnard en Ciudad del Cabo, Martínez-Bordiú consiguió que un paciente, Juan Alfonso Rodríguez Grillé, de profesión fontanero y natural de Padrón, diera su consentimiento para ser trasplantado. Hubo que convencer primero a la familia de la donante, una vecina de Meco, en Madrid, que llegó en coma después de ser atropellada por un camión. Al final, los unos y los otros dieron su aprobación.

El trasplante tuvo lugar el 18 de septiembre de 1968 con una enorme repercusión en España y en el extranjero. Tras la larga operación, Villaverde dijo que había sido un éxito y que el paciente había experimentado «una franca mejoría». A pesar de todo, cuando se cumplieron las veintisiete horas del trasplante y tras una sentada de la prensa reclamando más información, él mismo comunicó que el paciente había fallecido.

Antes de abandonar el centro hospitalario, la viuda encontró en la chaqueta de su marido una nota despidiéndose de su mujer y de su hija. Por sus palabras estaba seguro de que no saldría vivo y le indicaba los pasos que tenía que seguir tras su muerte.

Villaverde repetía que las horas que había vivido con el nuevo corazón eran un triunfo para la ciencia. Sin embargo, tras el resultado se declaró «desolado». El parte oficial dijo que el paciente había fallecido por «complicaciones extracardiacas».

Durante varios días el tema de conversación en la casa y fuera de ella no fue otro que el trasplante y las pocas horas que había sobrevivido el paciente. Con su mujer lo comentó con preocupación.

—Era un caso perdido. Estaba ya muy mal.

—Sabes que tus detractores sacarán punta de este caso —le advirtió Carmen—. Tienes que estar preparado.

Efectivamente, no tardaron las habladurías sobre los pacientes que se ponían en sus manos. Marius Barnard, hermano de Christian, le visitó meses después. El marqués quería a toda costa que el autor del primer trasplante viniera a España.

Los jóvenes comenzaron a salir a la calle. De un lado, se producían protestas obreras y, de otro, disturbios universitarios. Los grises a caballo se ensañaban con aquellos jóvenes que reclamaban libertad y que alzaban su puño en alto. Mangueras de agua, gases lacrimógenos, porrazos y detenciones. Luis Carrero Blanco, en Consejo de Ministros, solicitó a Franco que diera luz verde cuanto antes a la ley orgánica del Estado. Se produjo un debate entre ministros mientras Franco permanecía callado. Fraga, que había promulgado la nueva ley de prensa un año antes, pidió celeridad. «El tiempo ya no nos sobra», llegó a decir. Fraga tenía mucha popularidad y más desde su baño en Palomares, tras el accidente aéreo en el que un bombardero americano colisionó en vuelo con su avión nodriza. El B-52 transportaba cuatro bombas termonucleares «Mar 28». Dos de ellas quedaron intactas, una en tierra y la otra en el mar. Las otras cayeron en un solar del pueblo y una más en una sierra cercana. Se produjo un estruendo que dejó una nube fina de partículas y multitud de restos radioactivos esparcidos por toda la zona. En la limpieza del suelo participaron guardias civiles sin ninguna protección y personal americano completamente protegido. Para restar importancia a lo sucedido, Fraga y el embajador americano, Angier Biddle, se bañaron en la playa de Quitapellejos, en Palomares. La imagen de ambos en bañador también dio la vuelta al mundo.

Un acontecimiento azaroso relajó el ambiente en El Pardo. A Franco buen aficionado a las quinielas, la suerte le sonrió. El 28 de mayo de 1967, con otras nueve personas, hizo un pleno de doce aciertos, consiguiendo un premio de 900.333 pesetas. Mandó a su ayudante, Carmelo Moscardó, a cobrarla y el boleto se lo quedó el Patronato Nacional de Apuestas Mutuas. Alguien de la organización lo enmarcó.

—Sabía que me iba a tocar tarde o temprano. Lo presentía —comentó.

—¿Esta vez lo ha firmado con su nombre real? —preguntó Vicente Gil.

—Sí, esta vez sí. Otras lo he rubricado como Francisco Cofrán, sus sílabas invertidas.

—Estábamos rondando el premio. ¿Se acuerda de que nos tocaron dos mil ochocientas pesetas hace tiempo?

—Esta ha sido buena. Muy buena.

A comienzo del sesenta y ocho tuvo lugar una feliz noticia para los monárquicos: el nacimiento del primer hijo varón de Juan Carlos y Sofía. Tras Elena y Cristina, vino al mundo Felipe. Juan Carlos dudaba entre el nombre de Fernando o el de Felipe y pidió consejo a Franco. Este le dijo que mejor el segundo. «Fernando VII está demasiado cerca». Y eso hizo, bautizarle con el nombre del primer Borbón: Felipe V. Al bautizo asistió la familia al completo de don Juan Carlos. Acudieron a Madrid los abuelos paternos y la bisabuela, la reina Victoria Eugenia. Fue un paréntesis en su exilio.

La tarde anterior, Franco acudió a La Zarzuela a cumplimentar a la anciana reina. En un momento, Victoria Eugenia le pidió hablar a solas.

—General, esta será la última vez que nos veamos. Quiero pedirle que termine su obra: designe rey. Ya son tres... Elija usted, general. Pero hágalo en vida, si no, no habrá rey. Esta es la única y última petición que le hace su reina.

—Los deseos de vuestra majestad serán cumplidos —acertó a decirle Franco con los ojos acuosos.

Semanas después de esta conversación Carrero y Franco, en su despacho del jueves, hablaba por descarte del futuro sucesor.

—Don Hugo de Borbón no es español. De todos los descendientes de Felipe V es el que menos derechos tiene sobre la Corona —señaló—. Los derechos de Alfonso de Borbón son bastante defendibles, pero no ha tenido la educación que se le ha dado a su primo. En fin, Juan Carlos se ha formado en España durante veinte años en las más exigentes condiciones como Príncipe de Asturias. Ha formado una familia. Tiene treinta años y descendencia masculina. Ha demostrado tener cualidades para reinar.

A don Juan ni le mencionó en esta conversación en la que Franco escuchaba sin emitir su opinión. En El Pardo, en otra estancia, Carmen Polo hablaba con su hija del mismo tema. La preocupación por «dejar las cosas atadas» era máxima.

—Papá siempre ha sido monárquico. No entiendo tanta espera.

—Las cosas mejor despacio. Sí, tu padre siempre ha sido de Alfonso XIII. Tengo guardada una carta del rey de cuando Paco estaba en Melilla. Apoyó la causa desde la distancia y especialmente a tu padre. Le debemos mucho porque fue su valedor por decirlo de algún modo.

—¿Por qué se iría tan precipitadamente de España?

—Desde luego, a tu padre no le gustó la forma de marcharse, también hay que decirlo. No era partidario de que abandonara España tal y como lo hizo.

—Hay que pensar que tenían muy cerca la Revolución rusa. Masacraron a todos los Romanov.

—Pero si no se habían celebrado más que las elecciones municipales no debería haber abandonado el país. Se lo puso en bandeja a la República y a la izquierda. Eso a tu padre no le gustó.

Franco retrasaba la decisión de su sucesión porque supondría el cierre de su propio futuro. Demostró no tener prisa. Con una ley orgánica del Estado rubricada y aprobada en referéndum por los españoles y con la designación de Carrero Blanco como vicepresidente del Gobierno, estaba tranquilo. Se aferraba a lo que llamaba «el mando», que no estaba dispuesto a ceder así como así. Sin embargo, la salud iba a peor. Se le notaba ausente y lento de movimientos.

Acudiendo a Toledo a una cacería, acompañado de Vicente Gil, el doctor le prescribió un régimen severo para sus comidas en aquel lugar. El marqués de Villaverde, al saberlo, le ridiculizó delante de todos los asistentes por ser tan drástico en la alimentación de Franco.

—No te metas en lo que no te importa —le respondió Gil, acercándose a él

—Vicente, tiene unos métodos ya diluvianos. No sé cómo le aguanta su excelencia. —Todos se rieron.

—Si no te callas, te haré callar —le dijo por lo bajo.

Carmen Franco le oyó e intentó mediar para que aquella discusión no fuera a mayores. Franco no abrió la boca, a pesar de que también lo había oído todo. Vicente Gil se dio media vuelta y se fue a comer con los oficiales. Al terminar la comida y aprovechando que Franco volvía a su puesto de cazador, le comunicó su drástica decisión.

—Mi general, desde este momento soy baja en su servicio, ya que ha oído perfectamente todos los improperios que me ha dirigido Cristóbal y no ha sido capaz de defenderme. Lo que estaba diciendo su yerno no era contra Vicente Gil, sino contra el médico del Caudillo, dejándome en entredicho con los invitados. Como el que calla otorga, me quedo sin moral para seguir afrontando la responsabilidad que tengo.

Franco, con lágrimas en los ojos, no replicó. El médico saludó brazo en alto y se dio media vuelta. Al salir se encontró con Cristóbal.

—Ahora que ya no soy un criado de palacio, te voy a romper la cara.

Se fue a por él y le sujetó por las solapas, pero inmediatamente el ministro Arburúa y otras personas allí presentes les separaron. Dos horas después de llegar a su casa, le telefoneó el ministro para anunciarle que iría a buscarle. No lo dudó y regresó al lado de Franco. Este se emocionó al volver a ver a Vicente, al que consideraba como un hijo.

—Le prometo no volver a ocasionarle un disgusto por culpa de Cristóbal.

No pudo cumplir la promesa porque, a los pocos días, el marqués volvió a meterse con el doctor a cuento de una salsa aguada que daba por hecho que había manipulado.

—Este tío ha estropeado la comida echando en la salsa de la carne una botella de agua.

—Mira, Cristóbal, puedes decir ese médico o incluso esa persona, pero no te vuelvas a dirigir a mí como este tío. He dado mi palabra de que no le daré a su excelencia un disgusto más por tus comentarios. Que sepas que no tengo noticia ni del menú. No he pisado las cocinas. Estoy cansado de su trato hacia mi persona.

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