Carmen

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SEGUNDA PARTE » 36. Al paso de la Legión

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36AL PASO DE LA LEGIÓN

Mi padre también sabía que estaba en la recta final. Se pasaba horas encerrado en su pequeño despacho, rodeado de papeles. Mi madre y yo no podíamos hacer nada, salvo rezar. El corazón de mi madre estaba delicado y sabiendo que lo de mi padre era irreversible, mi preocupación se centró en ella.

Ante la debilidad de Franco, la política internacional se complicó: el rey Hassan de Marruecos amenazó con invadir el Sahara. España se vio obligada a reforzar su dotación militar. Y a nivel nacional, los seguidores de Blas Piñar iniciaron un acoso al presidente del Gobierno ante el descontento por ese espíritu aperturista que inició el 12 de febrero. Un joven llamado Felipe González fue detenido en las dependencias de la Jefatura Superior de Policía, en Sevilla. Allí un agente le interrogó: «¿Dónde estuvo usted hace dos semanas?». «En Alemania, con Willy Brandt», contestó, muy seguro de sí mismo. «¿Con quién comió el pasado mes?», continuó el interrogatorio. «Con François Mitterrand», declaró el joven detenido. «¿Qué hizo en Portugal, adonde hemos sabido que viajó usted?», siguió preguntando el agente. «Me reuní con Mário Soares. No creo que eso sea un delito», le espetó. «¿Y después, siguió visitando presidentes?», le dijo el policía incrédulo. «Pues sí, me reuní con el primer ministro de Suecia, Olof Palme», replicó el joven sin pestañear. El policía que le interrogaba le dijo a otro compañero: «Cualquier día vamos a tener que pedir trabajo a este hombre». El Partido Socialista Obrero Español en el exilio le había proclamado líder en la localidad francesa de Suresnes, a las afueras de París. La policía no tenía toda la información sobre este joven sevillano. El Partido Comunista, por su parte, movía también sus hilos a nivel internacional. Meses antes, Rafael Calvo Serer y Santiago Carrillo habían presentado en París la Junta Democrática de España, una agrupación integrada por todas las corrientes ideológicas con objeto de canalizar el cambio político. Todos vislumbraban el final de la dictadura e intentaban conseguir sus apoyos. A finales de octubre, Franco, ya fuera del hospital, cesó personalmente a Pío Cabanillas. En solidaridad con él dimitieron todos los miembros de su equipo; de igual manera presentó su renuncia el ministro de Hacienda, Barrera de Irimo, y el presidente del INI, Francisco Fernández Ordóñez. Las posibilidades de apertura del régimen concluían.

El que había sido hasta la tromboflebitis el hombre de confianza de Franco, Vicente Gil, esperó una llamada de El Pardo. No podía creer que treinta y siete años de servicio se hubiesen olvidado de un día para otro. Después de su destitución siguió yendo a hurtadillas al palacio. Se pasaba la mañana en la sala de oficiales. El mecánico le propuso ver al Caudillo por un agujerito que había en la tapia. Gil se emocionó al verle y ni tan siquiera poder saludarle. Al saber que su trabajo había sido absolutamente prescindible, el médico se pasaba las noches en blanco. Llegó hasta sus oídos que cuando el general preguntaba por él, le decían que estaba enfermo.

Un día le llamaron de El Pardo. Pidieron que no comunicara porque iba a telefonearle Carmen Polo. Cuando la llamada se produjo, Gil estaba convencido de que le pedirían que regresara.

—Vicente, te van a llevar un regalo que queremos hacerte Paco y yo.

—Señora, no me haga llorar más de lo que hemos llorado en esta casa.

—Te hemos mandado un televisor. Sabemos lo casero que eres.

Vicente Gil se quedó durante unos segundos callado porque no se esperaba ese tipo de regalos ni ese tipo de conversación.

—Señora, no haga eso —contesto al cabo de un rato—. Yo ya tengo un televisor que me va muy bien.

—Lo tienes que aceptar. A Paco no le puedes hacer ese feo.

Cuando llegó el aparato a la casa del médico, lo puso encima de una mesa sin desembalar. Así permaneció un tiempo. Gil les decía a sus hijos con despecho: «Una vida de lealtad y sacrificio que se resume en un televisor».

La cotidianidad se reanudó tanto en el palacio como en la calle Hermanos Bécquer. A los seis meses del nacimiento de Luis Alfonso, Carmencita había decidido navegar con su marido en el barco del millonario Robert Balkany y María Gabriela de Saboya. La invitación llegaba de la mano de la prima hermana de Alfonso, Olimpia de Torlonia. Los niños se quedaron con la Seño. La propia Carmen Franco animó a su hija. Tenía que recuperar su vitalidad que parecía mermada en los últimos tiempos. El matrimonio se relacionó con los invitados vip que aceptaron asistir al crucero. Lo cierto es que no tardaron en hacer amistad con un anticuario francés, maduro e ingenioso, Jean Marie Rossi. A Carmen se la veía feliz. Hacía tiempo que no se reía y no disfrutaba tanto como en ese barco. Junto al anticuario visitó la romántica ciudad de Bari, en las costas del Adriático, donde la embarcación había atracado. Regresaron una hora tarde, el navio les tuvo que esperar. Al parecer, el anticuario y la duquesa se habían perdido por las calles de la bonita ciudad. Nadie quiso acompañarles ni tan siquiera Alfonso, que prefirió quedarse abordo con el resto del pasaje. Cuando Carmen se despidió de Rossi, pensó que regresaría a su monótona vida de casada. La distancia le impediría volver a verle. Había sido como una ráfaga de aire fresco en mitad de una noche cálida.

Carmen Franco tenía otras preocupaciones con la frágil salud de su padre. Era evidente que después de la tromboflebitis ya no era el mismo. Se emocionaba por todo y había que hacer esfuerzos para entender lo que decía, porque le costaba hablar. No hacía falta ser médico para saber que estaba en la cuenta atrás. Reflexionaba sobre ello en voz alta con su amiga Angelines Martínez-Fuset.

—Tú y yo que nos conocemos desde niñas, sabemos que a mi padre no le queda mucho de vida.

—Eso nunca se sabe, Carmen.

—Hoy me gustaría ser una persona anónima. Ser libre para poder estar con él en estos momentos. Creo que nunca he estado a solas con mi padre.

—Bueno, cuando has ido a cazar.

—No estábamos solos tampoco.

—¿Cuántas veces has deseado ser una persona normal?

—¡Uff, ya ni me acuerdo! Mientras todas ibais al colegio, yo me quedaba en el palacio o en el cuartel. No creo que nadie haya creído más tiempo que yo en los Reyes Magos. Una auténtica pánfila. ¡Hasta los doce años! No tenía relación con gente de mi edad, a excepción de los que me visitabais.

—Bueno, tu madre prohibía a todo el mundo que te lo dijéramos. Yo, más de una vez, estuve tentada de hacerlo, pero no me atrevía. Al final, ¿quién te lo dijo?

—Nadie. Yo misma me di cuenta porque me parecía una cosa rara. Los reyes de la cabalgata con esas barbas… Yo no pregunté y tampoco me lo contó nadie. Eran otros tiempos. —Se quedó pensativa—. Ahora que todo se acaba, pasaré de ser la hija del Generalísimo a ser la hija del dictador. Mis hijos lo están oyendo cada día en la universidad.

—¡Se avecinan malos tiempos! Es cierto.

—Mira, he viajado mucho y sé qué escriben los periódicos cuando salgo al extranjero. Me llaman así y me he acostumbrado. Pues sí, soy la hija del dictador. No es la palabra que más me gusta porque te la lanzan como un insulto. Pero te diré que a mí no me suena mal. ¿Te acuerdas de la dictadura de Primo de Rivera?

—¡Como para olvidarla!

—Pues esa dictadura fue bastante próspera. Se construyeron carreteras, paradores… se invertía mucho en casas. Por eso a mí nunca me ha sonado mal, pero ahora con esa connotación con la que te lo dicen… Bueno, ya sabes que yo nunca hago mucho caso a lo que comentan sobre mí.

—Pero, sobre todo, hablan de tu marido, al que llaman el Yernísimo.

—Me trae sin cuidado. También a Nani la llaman Nanísima. Estoy acostumbrada a oír lo que no me gusta y poner cara de no enterarme de nada. Llegan a mis oídos tantos chismes. Cada día escucho uno nuevo de Cristóbal. Que si se le ha visto con fulanita o con menganita. Yo no voy a sufrir. ¡Que digan lo que quieran!

—Haces muy bien. Siempre he alabado esa cualidad tuya.

La conversación entre las dos amigas derivó a Cristóbal y sus manías.

—¡El mejor estado de la mujer es el de viuda! —le confesó Carmen a Angelines—. No es una frase mía. —Se echó a reír.

—Mujer, ¡qué cosas tienes! Pues a Cristóbal se le ve muy buena salud. ¿No es así?

—Cristóbal ha dejado de fumar. Yo creo que después de ver tanta operación de tórax para observar cómo es el pulmón de un fumador, se ha quitado de golpe del tabaco. Ha debido de ver tan negros los bronquios de los pacientes, que se ha asustado. No es por una decisión propia, sino por la grima que le da. Ha llamado a sus amigos para que vayan a observar las operaciones y así dejen de fumar también; pero no todos han aceptado dejarlo.

—¿De modo que ha dejado de fumar de forma radical?

—Sí. Sin embargo, con la bebida no hará lo mismo. Nunca bebe agua.

—Ya, le he oído muchas veces eso de que «el agua para las ranas».

—Dice que no va a prescindir del vino tinto y que le da igual que se lo prohíban sus colegas. Lo que sí ha dejado de beber es whisky la noche anterior a operar. Luego se desquita los fines de semana. Yo le he dicho que está bebiendo mucho, pero no me hace ni caso. Siempre me contesta lo mismo: «Prefiero morirme a dejar de tomar una copita de vino». Ya sabes cómo son estos hombres.

—Tu marido es muy ordeno y mando.

—Mucho.

Para todos fue una sorpresa la mejoría de Franco tras las vacaciones en Galicia. Alfonso de Borbón se había acercado mucho a él y le acompañaba a cazar, pescar y dar grandes paseos. Su nuevo cargo al frente del Instituto de Cultura Hispánica se lo permitía. Suecia era demasiado fría para los niños y para Carmen. El joven matrimonio había pasado el verano en Marbella. Alfonso pensó que la casualidad había querido que volvieran a coincidir con Jean Marie Rossi, el anticuario, que volvía a aparecer en sus vidas.

Tras superar la tromboflebitis, Franco tomó la decisión de reasumir sus funciones como jefe del Estado. El presidente del Gobierno se lo comunicó por teléfono al príncipe Juan Carlos. Este recibió la noticia con un notable malestar. En El Pardo aquella decisión era todo un síntoma de que se encontraba en plenas facultades. Cristóbal lo celebró por todo lo alto mientras Carmen justificaba la decisión: «Cuando uno ha mandado mucho es muy difícil no seguir haciéndolo. Se debe sentir mucho mejor cuando se ve capacitado».

La alegría duró poco porque ETA volvió a actuar matando a once personas e hiriendo a ochenta y tres, en el atentado en la cafetería Rolando de la calle Correo de Madrid. La cafetería se encontraba haciendo esquina con la Dirección General de Seguridad. Franco volvió a pedir mano dura y se reforzó la lucha contra el terrorismo. La zarpa de ETA volvía a alcanzar la capital con total impunidad. Se tomó la decisión de actuar desde dentro de la banda. Era esencial infiltrarse y tener conocimiento de sus planes antes de que los ejecutaran. Se buscaba un topo que se introdujera en el corazón abertzale para que pasara información y que condujera al fin de ETA. Ese mismo año, los servicios de seguridad habían abortado los planes de secuestrar a los príncipes en uno de sus viajes al extranjero. Un chivatazo de uno de los miembros del comando —Yokin— alertó a la policía a través del comisario De la Hoz. La Operación Mirlo Blanco había podido ser desactivada pero no así el atentado de la calle del Correo.

Uno de los topos de la policía, Mikel Lejarza, al que la policía llamó Lobo, consiguió introducirse en ETA y meses después, ya en el año 1975, propició uno de los golpes más duros contra el aparato logístico de la banda. Cerca del estadio Santiago Bernabéu, en la capital, hubo un encontronazo entre etarras y la policía del que Mikel logró escaparse entrando en una casa a punta de pistola. Cogió el teléfono y llamó a la policía dando su nombre: «Soy Lobo, repito, soy Lobo». Tras una larga espera, los servicios secretos acabaron evacuándolo. El matrimonio retenido a punta de pistola contó lo sucedido a un periodista de la Agencia EFE y la situación vivida por el topo salió a la luz. ETA se dio cuenta de que tenía un infiltrado que respondía ante la policía al nombre de Lobo. Más de ciento cincuenta activistas de ETA, entre ellos varios dirigentes, fueron a parar a la cárcel. Con esta operación se frustró también una fuga de cincuenta y seis presos de la cárcel de Segovia. Mikel, Lobo, tuvo que cambiar de identidad y someterse a una operación de cirugía estética. ETA puso precio a su cabeza.

Carmen Franco estaba feliz ante la mejoría de su padre, aunque intuía que no sería por mucho tiempo. La terapia del nuevo médico, Vicente Pozuelo, había contribuido mucho a hacerle salir del estado de decaimiento. Un día se le ocurrió llevar un magnetófono y ponerle marchas militares. Sus ojos se volvieron más vivarachos y su ánimo cambió cuando oyó el himno de la Legión. Carmen Polo se lo comentó a su hija.

—Tenías que haberle visto cómo le cambió la cara.

—No veo ese método muy ortodoxo, pero si a papá le funciona…

—¡Claro que funciona! El doctor Pozuelo le hizo caminar por la habitación haciéndole marcar el paso. Fue mano de santo. Y además, le empezó a preguntar por sus batallas en África y no veas la memoria que tiene. Le encantó revivir toda su época africanista.

—No, si su cabeza está perfectamente. ¡Mira cómo se pone cuando intuye que le están traicionando!

—¡No para de repetir que quieren destrozar España!

—Si ya era suficiente con lo que tenemos aquí con Arias Navarro, imagina su cabeza cómo tiene que estar con la presión de Hassan II sobre el Sahara.

—Tu padre no está dispuesto a ceder a las pretensiones marroquíes porque dice que después vendrán las exigencias sobre Ceuta, Melilla e, incluso, las islas Canarias.

—Va a haber un referéndum, ¿no?

—De momento, no. La ONU lo ha suspendido hasta que no se pronuncie la Corte de la Haya sobre si era una res nullius, cosa de nadie, antes de nuestra presencia allí.

—Yo veo que lo está pasando muy mal con estas cosas. Solo hay dos opciones: o cesión o conflicto. Este tema le pilla a papá mayor, ¡que si no!

—Lo que tiene que hacer tu padre es distraerse.

Franco comenzó a andar, regresó a la caza, incluso a la pesca y al golf. Proyectó ir, como casi todos los años, a la corrida de la beneficencia. Su hija y Cristóbal tampoco faltaron a esta cita. Carmen era muy taurina, más que su padre y por supuesto que su madre, a la que no le gustaban nada las corridas de toros. En el palco, Carmen hablaba, animada, de su afición a los toros.

—Me gustan las corridas buenas, procuro no perdérmelas. Desde niña voy a los toros.

—¿Vio torear a Manolete? —preguntó uno de los invitados al palco.

—Pues sí, le vi torear, pero no ha sido de los toreros que más me han gustado.

—Nadie como él se ha plantado delante de un toro —salió al paso un aficionado.

—Sí, eso es cierto, pero no me producía ninguna emoción. Le veía muy soso. A mí me divertía mucho más Luis Miguel Dominguín.

—Bueno, sabemos que es muy amigo de ustedes —continuó el aficionado.

—¡Mucho! Aunque yo he tenido mis más y mis menos con él —comentó Cristóbal.

—¡Gran torero y gran cazador! —admitió Franco—. Una de las primeras escopetas que tenemos en España.

—Y gran sentido del humor. Siempre le cuenta a su excelencia el último chiste que se hace de él —repuso Cristóbal, provocando la hilaridad de todos.

Estaban en el tercer toro de la tarde cuando se acercó el ayudante de Franco y le comunicó que el ministro secretario general del Movimiento, Fernando Herrero Tejedor, acababa de sufrir un accidente. Segundos después, le dieron la noticia completa: el ministro había muerto en Adanero, Ávila. Franco se quedó muy impresionado. Sintió algo parecido a cuando ETA atentó contra Carrero. En el palco ya no se habló de otra cosa que del accidente. Franco pidió más detalles. Dudaba si detrás del accidente estaría la mano de la banda terrorista.

—Parece ser que el Dodge del ministro ha chocado contra un camión cuyo conductor está fuera de peligro. La policía tiene catalogado como punto negro el lugar donde se produjo el accidente, a causa de los numerosos siniestros que se registran anualmente. Le han dado en vida los santos sacramentos gracias al cura párroco de Villacastín, que acudió de inmediato al lugar de los hechos.

—Le tenía en alta estima —dijo Franco, todavía incrédulo. Era uno de sus flamantes ministros. Nombrado en la última remodelación hacía pocos meses.

Franco, junto a su familia, acudió al funeral. Era la segunda vez en poco tiempo que daba el pésame a la viuda de uno de sus más estrechos colaboradores. Enseguida comenzó a pensar en quién le podía sustituir. Se hablaba de Adolfo Suárez y del exministro José Solís Ruiz. Los dos habían llevado el féretro con los restos mortales del ministro. Franco se decantó por Solís.

El general siguió con su rehabilitación, andando al ritmo de marchas militares y con una logopeda que trabajaba con ahínco para conseguir hacer inteligibles sus discursos. Acudió a la inauguración del Museo de Arte Contemporáneo. Al llegar al palacio de El Pardo, le confesó a su médico que «eso no era pintura». Él prefería el realismo. De hecho, cuando pintaba al óleo intentaba plasmar lo que veían sus ojos. Había pintado a su hija, paisajes, piezas de caza y una especie de oso revolviéndose contra todos los perros que se le echaban encima. Algunos intentaron ver en esta última pintura cómo se sentía Franco: solo ante los muchos sabuesos que le querían apartar o verle fuera de la política.

Un accidente de automóvil de su nieto Francis le produjo un profundo desasosiego. Hasta que no le vio, pensó que le había ocurrido algo más grave, como a Herrero Tejedor, y se lo habían ocultado. El joven sufrió fractura de tibia, fisura de codo y magullamiento general. Se dirigía por la noche desde La Coruña al pazo de Meirás, acompañado de su amigo Ignacio Basa, cuando intentó evitar la colisión con una moto y chocó de frente contra una columna.

—Es natural que ocurran estas cosas a las velocidades que van los jóvenes —comentó Carmen Polo.

Carmen Franco, al ver que no tenía nada que no fuera capaz de curar el tiempo, le quitó importancia. Cristóbal, sin embargo, estaba enfadado con su hijo.

—Si no pueden llevar un coche con prudencia, es mejor que no lo cojan. Hay chóferes suficientes para que les traigan y les lleven adonde quieran.

—No tiene importancia. Afortunadamente, no ha sido mucho —Carmen intentó quitar hierro.

—¿Y quién es Pozuelo para dar esa noticia a su excelencia? —dijo en voz alta.

—No sé, lo habrá creído pertinente.

—Pues eso es extralimitarse. Me lo tenía que haber consultado a mí. A lo mejor no era conveniente decírselo. Estas cosas pueden de golpe agravar la situación médica de tu padre. Hablaré con él.

El doctor Pozuelo tomó nota de la crítica para el futuro. Continuó con la recuperación de Franco y le convenció para que fuera poco a poco dictando sus memorias a un magnetofón. Su mujer sería la encargada de pasar las cintas a petición del propio Franco. No quería intermediarios. Todo aquello se tenía que llevar en secreto. A pesar de todo, Pozuelo quiso que lo supiera su hija Carmen.

—¿Que mi padre está dictando a un micrófono sus vivencias?

—Sí, llevamos ya varias sesiones. Me parece que puede ser interesante para él recordar sus experiencias como ejercicio para la memoria y para usted puede resultar un documento histórico de primer orden.

—Está bien. Puede ser una buena idea.

—Es un secreto. Si usted le dice algo a su marido o a su madre, ya no volverá a confiar en mí.

—Descuide. Yo sé guardar secretos y tengo muchos sobre mis hombros.

—Lo sé.

Después de varias sesiones donde contó su infancia, adolescencia, su frustración por no poder ser marino, su ingreso en la academia militar y sus primeras experiencias bélicas en África, paró. Fue de repente. Aparentemente, no hubo nada que ocasionara aquel frenazo en su memoria.

—Doctor, hay demasiados frentes que atender y son muchos los papeles que tengo que poner en orden. Ahora no es el momento.

—Está bien, excelencia —le contestó el doctor. No se atrevió a contradecirle.

Tras el regreso a Madrid en un avión Boeing 727, ya que el viaje en coche estaba completamente desaconsejado desde su enfermedad, continuó con la rehabilitación de sus piernas y la logopedia. No volaba desde que acabó la guerra y para él fue una novedad. Incluso visitó la cabina de los pilotos acompañado de su hija Carmen.

—Hacía tiempo que yo no volaba —les dijo.

—Ahora los aviones son mucho más seguros que aquel avión que cogió su excelencia para ir a Marruecos.

—¿Se refiere usted al Dragon Rapide? Le diré que en ese momento en lo que menos pensaba era en la seguridad del avión. Fuimos a Casablanca primero y al día siguiente a Tetuán. En el avión me vestí de general para ponerme al frente del heroico Ejército de África.

—El piloto estaría nervioso.

—Era un piloto inglés, Cecil Bebb, creo que se llamaba. No sabía qué ocurría, aunque estaba al corriente de que se trataba de una misión secreta. Al descender le dije: «Algún día sabrá usted lo que ha hecho».

—Bueno, creo que deberíamos sentarnos —interrumpió Carmen, al ver que su padre se emocionaba.

Nada más llegar a Madrid, los problemas no cesaron. En El Goloso se celebró un consejo de guerra y se dictaron cinco penas de muerte contra los terroristas que asesinaron en Madrid al teniente Pose. La presión nacional e internacional creció hasta límites insospechados. El papa Pablo VI intervino desde Roma diciendo que eran deplorables los actos terroristas, pero que pedía clemencia para los autores.

El 26 de septiembre de 1975, tuvo lugar un Consejo de Ministros en el que Franco tenía la última palabra. Se confirmaron las cinco condenas a muerte. Las sentencias se cumplieron y los cinco reos murieron fusilados al amanecer del 28 de septiembre. Las embajadas españolas sufrieron las consecuencias de los disturbios por las protestas que se produjeron en numerosas ciudades del mundo. La Embajada y el Consulado españoles en Lisboa quedaron destruidos por completo. En París también cientos de manifestantes destrozaron escaparates de empresas españolas.

Carmen hablaba con preocupación con su marido al ver todo lo que estaba sucediendo mientras su padre perdía fuerza y peso día a día. Estaba asistiendo al ocaso no solo de la vida de su padre, sino de toda la familia.

—Mi padre estará muy mal, pero hasta el último aliento de su vida no va a ceder a las presiones si está convencido de que los delitos de sangre se tienen que pagar con pena de muerte.

—Los comentarios que tengo que escuchar en el hospital resultan terribles. Y cuando no los oigo es porque se callan en cuanto llego al despacho. No tengo claro que nos respeten cuando tu padre muera. Lo mismo tenemos que salir corriendo.

—Nada será igual, eso está claro. Nunca pensé que llegaríamos a esta situación. Arias Navarro está perdido. Se veía venir que su nombramiento no iba a arreglar las cosas, sino todo lo contrario. Mi padre está muy mal. Comprende que ya está en la recta final y le noto nervioso. Se encierra horas en su despacho. No sabemos qué hace allí. Mi madre también está muy delicada.

—Los dos están en las mejores manos. La edad, es cierto, que juega en su contra.

El día 1 de octubre, Franco acudió a la plaza de Oriente, vestido de capitán general. Le acompañaba el príncipe Juan Carlos, ataviado de uniforme de oficial del Ejército de Tierra. Miles de personas se agolpaban en la plaza. Se cumplían treinta y nueve años al frente de la jefatura del Estado. Unas gafas negras impedían que se vieran sus ojos inundados de lágrimas. Su hija Carmen y su mujer sabían que esa podía ser una de sus últimas apariciones en público. Tras las gafas de sol se ocultaban las lágrimas de un Caudillo que probablemente era consciente de que no volvería a asomarse a ese balcón. Asistía a los últimos días de su vida.

Todo le afectaba. La muerte del torero Antonio Bienvenida le hizo emocionarse de nuevo. Un año más tarde de su retirada, mientras daba la espalda a una becerra de nombre Conocida, esta le embistió y le volteó tan aparatosamente que como consecuencia de la caída le sobrevino un coma al día siguiente, muriendo horas después. Franco no cesó de hablar de él durante días. Carmen Polo quería cortar con las malas noticias.

—Quizá habría que ocultarle todo aquello que le impresione —le comentó a su médico.

—Usted sabe que soy partidario de decir la verdad a los pacientes. Así me lo expresó su excelencia cuando comencé a trabajar junto a él.

—Creo que si no le hace bien, sería mejor ocultárselo —insistió la señora.

Franco perdía peso a ojos vista. Estaba continuamente nervioso y apenas podía conciliar el sueño. El 12 de octubre, después de asistir a uno de los actos del Día de la Hispanidad, regresó constipado al palacio. Alfonso le había pedido que fuera al Instituto de Cultura Hispánica y no podía faltar. Esa madrugada la enfermera avisó a todos de que Franco no se encontraba bien. Tenía una molestia opresiva que le iba desde el pecho a la barbilla y se le extendía hasta el brazo izquierdo. Al día siguiente, Carmen recibió una llamada angustiada de su madre.

—Tu padre está muy mal. ¡Ven cuanto antes!

—No te preocupes. Me quedaré con vosotros estos días hasta que papá se recupere. Di que preparen mi habitación.

En el fondo, Carmen, sin hablar con el médico ni con la enfermera, intuyó que esa recuperación no se iba a producir. Lo que no sabía era si el proceso sería largo o corto. Todos creían que era una gripe. Sin embargo, Lina, la avispada enfermera que le atendía, decidió llamar al médico porque el sudor frío y el temblor del párkinson parecían más fuertes de lo habitual, sabía que era presagio de algo malo. Aunque Franco dijo que no llamaran a Pozuelo porque se trataba de una mala digestión, marcó su teléfono. Lina llevaba muchos años como enfermera y aquello no le gustó. Despertó también al ayudante.

En cuanto llegó al palacio, el doctor reconoció al paciente. Los síntomas alarmantes habían desaparecido. Lina insistió en que sería conveniente hacerle un electrocardiograma al día siguiente. Pozuelo estuvo de acuerdo. En cuanto amaneció, la enfermera se acercó hasta el hospital de La Paz para sacar el aparato —un Elema Schönander de tres canales— con el permiso del doctor Vital Aza. En esa misma planta, completamente ajeno a lo que sucedía, operaba Cristóbal desde primeras horas de la mañana. Cambiaba a corazón abierto la válvula mitral de un enfermo reumático.

Le hicieron el electro tal y como había solicitado Pozuelo y Lina regresó a La Paz con el electrocardiograma. Cuando el doctor Vital Aza lo examinó, soltó un exabrupto:

—¡Coño! Si es un infarto agudo y grande. ¡Como la copa de un pino! La que se va a montar de aquí a un rato.

—Pues su excelencia está trabajando en su despacho. Así le he dejado.

—¿Nadie de la familia sabe nada?

—Nadie, se lo puedo asegurar. Allí están su mujer y su hija, ajenas por completo a lo que está sucediendo.

—En cuanto acabe Cristóbal, decidle que quiero hablar con él, que se trata de un asunto delicado. Franco está con un infarto y sin ningún tratamiento en la soledad de su despacho. Sin otra asistencia que la de su ayudante. Esto es de locos.

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