Carmen

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SEGUNDA PARTE » 37. ¡Cuánto cuesta morirse!

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37¡CUÁNTO CUESTA MORIRSE!

Yo no soy muy de besos, igual que mi padre. Le cogía la mano y se la estrechaba. Me solía responder realizando el mismo gesto. Los dos sabíamos lo que estaba pasando. En un momento que estábamos solos, me pidió que fuera a por unos papeles a su despacho. Era su despedida. Me pidió que la leyera y rectificó tres cosucas. Era nuestro secreto. No se lo podía decir a nadie. Lo pasé a máquina y lo llevé conmigo a todas partes. Me pidió que se lo diera al presidente del Gobierno cuando muriera. También me dijo que destruyera los originales, pero no lo hice.

Todo se precipitó en cuanto se supo que lo que tenía Franco no era una gripe, sino un infarto de miocardio. Cristóbal Martínez-Bordiú no podía creérselo. El día antes le había comentado a su mujer que «su padre lo superaba todo y que de la gripe ya no le quedaba ni el recuerdo». Ahora que tenía el electro en sus manos, sabía que estaba grave. Disimuló al llamar a su mujer.

—¿Cómo está tu padre?

—Bien, ¿es que ocurre algo?

—Vamos para allá varios médicos, Vital Aza y Mínguez. Ha surgido una complicación. Avisa a Pozuelo.

—Pero si mi padre está trabajando como siempre. ¿Qué complicación es esa?

—No te lo puedo explicar, Carmen. Ahora mismo le dices de mi parte que lo deje todo y que se meta en la cama. Es muy importante que no se mueva. ¿Me entiendes?

—Me estás asustando, ¿qué ocurre?

—No, por teléfono no te voy a dar más información. Lo que tiene no es un corte de digestión ni una gripe. Es algo mucho más grave. Ve preparando a tu madre.

Cuando llegaron, Pozuelo ya había ayudado a Franco a meterse en la cama, todavía sin saber qué era lo que tenía. Le veía mejor incluso que la noche anterior. La cama era de caoba, con incrustaciones de marquetería y ribetes dorados. Al lado, había otra igual donde dormía Carmen Polo. Un crucifijo de marfil presidía el cabecero de ambas camas. Carmen y su hija esperaban la información de Cristóbal.

—Excelencia, los síntomas que ha tenido han sido algo más que un corte de digestión —dijo Cristóbal al llegar al palacio. El resto asintió con la cabeza lo que decía.

—¿Qué ha sido entonces?

—Todo hace sospechar que ha podido sufrir una crisis cardiaca, una crisis de insuficiencia coronaria. Tendrá que guardar reposo hasta que se reponga.

Madre e hija se miraron. Con otras palabras le estaban diciendo que había tenido un infarto. Carmen tuvo que sujetar a su madre. Parecía que las piernas le fallaban.

—Me encuentro bien. No necesito reponerme de nada —insistió Franco—. Hace un par de días pasé una gripe, pero ya me encuentro recuperado del todo.

—El reposo y el alejamiento de sus actividades es recomendable para su salud —insistió Pozuelo, apoyando la tesis de su yerno.

—Es imposible. Tengo muchos quebraderos de cabeza que no puedo delegar en nadie. Habrá que esperar unos días para tumbarme en la cama.

—Excelencia, usted no está ahora para nada —le comentó Vital Aza con un tono más serio—. Tiene que guardar cama bajo medicación que le tendrá como sedado para que los problemas no le perjudiquen.

—Mira, papá —medió Carmen—. Tienes que hacernos caso. La gripe no ha pasado tan deprisa como creíamos y, como te dicen los médicos, parece que te ha tocado un poco las coronarias. No es que sea grave, pero tienes que descansar para curarte del todo.

Nadie se atrevió a mencionar la palabra «infarto».

—No puedo descansar en este momento —insistió Franco—. Hoy es jueves y eso significa que mañana tenemos Consejo de Ministros, al que no puedo faltar. Hay asuntos delicados y tengo que estar presente. Después del consejo haré lo que ustedes me piden. Mañana debo cumplir con mi obligación por mucho que ustedes me quieran convencer de lo contrario.

—Excelencia, no nos hemos debido expresar bien. Lo que le está pasando es muy grave —volvió a hablar Vital Aza. Cristóbal le reprendió con la mirada.

—¿Tan grave es lo que tengo? —preguntó Franco.

—Tan grave como que se puede morir.

Hubo un silencio y miradas de reprobación hacia el doctor por parte de todos.

—Le agradezco su sinceridad, doctor —replicó Franco—. Pero mañana no podrá ser. Tengo graves asuntos que no puedo delegar en nadie. Cuenten conmigo para el fin de semana.

Carmen Franco estaba muy preocupada, pero tampoco le extrañaba la reacción de su padre. Se sorprendió a sí misma viendo que no era capaz de derramar una sola lágrima y menos en presencia de toda aquella gente. Sabía que el tema del Sahara y el comportamiento de Hassan II tenían mucho que ver con la crisis cardiaca de su padre. Precisamente, ese mismo día, el rey de Marruecos había anunciado la Marcha Verde para invadir el Sahara. Días antes, Franco había mandado al general Gavilán, segundo jefe de su casa militar, a Rabat. Llevaba en mano una carta de su puño y letra en la que advertía a Hassan II de que si Marruecos invadía el Sahara, habría guerra.

Al día siguiente, entró en el Consejo de Ministros monitorizado. En la estancia contigua, los cardiólogos seguían latido a latido su corazón y observaban nerviosos cómo se producían constantes extrasístoles ventriculares.

—Esto es una locura —dijo Vital Aza.

—Su excelencia es plenamente consciente de lo que está ocurriendo. Así lo quiere y es esa su decisión —comentó Cristóbal con cara de preocupación.

—No he tenido nunca un paciente que no hace caso de las recomendaciones de sus doctores.

De repente el monitor empezó a reflejar muchas extrasístoles seguidas con las consiguientes arritmias que casi siempre anuncian una parada cardiaca. Vital Aza se quedó blanco como la pared.

—Esto se está poniendo muy feo. Hay que interrumpir el Consejo de Ministros. Avisa a tu mujer.

Cuando Carmen entró en la sala donde estaban los médicos, le indicaron que había que pasar a la reunión e interrumpirla.

—No se me ocurre hacer tal cosa. Si mi padre quiere estar en el Consejo de Ministros, habrá que dejarle hasta el final. Puede ser peor el remedio que la enfermedad.

—Esto pinta muy mal. Muy mal —repitió Vital Aza—. Por lo menos, un treinta y cinco por ciento del ventrículo izquierdo se ha necrosado y ha dejado de funcionar. Este tipo de infarto en una persona de su edad es mortal desde su origen.

—Pues ya ha visto y oído a mi padre.

Carmen regresó junto a su madre. Esperaban en la salita contigua en silencio. Carmen Polo enlazaba un rosario con otro. Estaba demacrada y con una ansiedad tremenda. Después de un rato, Carmen le dijo con toda franqueza:

—Mamá, hay que hacerse a la idea de que papá está grave. Las cosas hay que saber encajarlas. Él sabe perfectamente su estado de salud.

—Lo sé.

—Ahora, lo único que hay que hacer es acompañarle.

—La Marcha Verde le va a dar la puntilla. Ni tan siquiera va a poder morir en paz.

—Opino como tú.

Tras el Consejo de Ministros, Arias Navarro hizo pública la salida urgente y definitiva de las tropas españolas del Sahara. El Gobierno acababa de dar instrucciones para poner en marcha la Operación Golondrina, una acción para evacuar a los españoles del territorio. Se fijó la fecha del 10 de noviembre para la retirada.

Antes de cumplir con su promesa de meterse en la cama, Franco estuvo en su despacho encerrado varias horas. Nadie se atrevía a decirle que saliera de allí. Ordenaba sus papeles y escribía a mano sin parar. Intuía que una vez que se metiera en la cama, no saldría de ella. Apuró hasta el último minuto. Le habían comunicado que le sedarían para que no estuviera nervioso. Cuando abrió la puerta, médicos y familiares aguardaban con cierto nerviosismo. Se acostó y siguió al pie de la letra todo lo que le dijeron los médicos. Cada vez se le entendía peor. A los tres días de estar convaleciente, llamó a su hija.

—Nenuca, quiero hacer una despedida. Me gustaría despedirme del pueblo español y dictarte unas palabras. Lo que yo te diga, lo escribes a máquina y se lo das a Carlos Arias en el momento en que yo muera.

—Así lo haré, no te preocupes. —Su hija le cogió la mano fuertemente. Franco respondió apretándole la suya.

—Ve a mi despacho y en mi primer cajón verás unos folios escritos de mi puño y letra. ¡Tráelos!

Carmen tuvo que pedir al ayudante que abriera el pequeño despacho cerrado con llave. Cuando tuvo los folios manuscritos volvió a pedir que cerrara la estancia. Regresó donde se encontraba su padre.

—Léelo, por favor —le dijo a su hija.

—«Españoles, al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio, pido a Dios que me acoja benigno a su presencia, pues quise vivir y morir como católico… Pido perdón a todos, como de todo corazón perdono a cuantos se declararon mis enemigos, sin que yo los tuviera como tales. Creo y deseo no haber tenido otros que aquellos que lo fueron de España…».

A medida que su hija leía su despedida, Franco iba rectificando algunas cosas. Al llegar a un párrafo, le pidió que lo releyera otra vez.

—«Por el amor que siento por nuestra patria os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro rey de España». —Carmen paró—. Yo creo que aquí deberías poner Juan Carlos. Si no lo haces así, volverá a ser este extremo una nebulosa que traerá problemas.

—Sí, sí… Pon Juan Carlos.

Carmen siguió leyendo los papeles de su padre hasta que concluyó.

—«Mantened la unidad de las tierras de España… Quisiera, en mi último momento, unir los nombres de Dios y de España y abrazaros a todos para gritar juntos, por última vez, en los umbrales de mi muerte: ¡Arriba España! ¡Viva España!».

Hubo unos segundos de silencio. Ninguno de los dos quería derramar lágrimas. Se volvieron a apretar la mano. Franco habló de nuevo:

—Me gustaría que lo pasaras a máquina y que destruyeras el original. Una cosa más, te pido que guardes el secreto. No se lo digas a nadie, ni tan siquiera a tu madre. Llévalo contigo a todas partes y cuando muera se lo das a Arias Navarro.

—Lo haré tal y como dices. Tranquilo.

Carmen tragó saliva y permitió que entraran los médicos y su madre. Inmediatamente después se retiró a pasar a máquina las palabras de su padre. No se lo podía encargar a ningún ayudante porque lo hubiera sabido todo el mundo rápidamente. Estaba sorprendida de cómo su padre encajaba la llegada de la inevitable muerte sin dramas y aspavientos. Cuando tuvo la despedida pasada a máquina, la metió en un sobre y la guardó en el bolso que llevaba siempre cerca. Iba a romper el original tal y como se lo había pedido su padre, pero, después de pensárselo mucho, no lo hizo. Creyó que sería un documento histórico que no debía destruirse.

Se reunió con Cristóbal y le comentó que la voluntad de su padre era no salir de El Pardo y no prolongar lo inevitable.

—Como médico tengo que intentar salvar la vida de tu padre a toda costa.

—Está bien, pero sin salir de aquí. Mi padre quiere morir en su cama.

Los ayudantes comentaban el ambiente que se vivía fuera del palacio. Estaban preocupados ante tantas especulaciones y bulos que se lanzaban los últimos días.

—No veas la que hay montada por ahí fuera. Son muchos los que están dispuestos a celebrar la muerte de su excelencia.

—Un amigo que tengo en un periódico me ha dicho que ya tienen hechas varias ediciones con la muerte del Caudillo. Son como cuervos. Andan merodeando por aquí recabando información.

—No creo que todos se alegren. Hay mucha gente que está tan afectada como nosotros.

—De aquí no puede difundirse ni una sola información.

Carmen Franco salió de la habitación que compartía con su madre y se fue a hablar de nuevo con su marido. El movimiento que había en el palacio era incesante. Un ir y venir de facultativos y personal sanitario que se relevaban unos a otros durante las veinticuatro horas del día.

—La familia tiene que estar a la altura de las circunstancias. Te pido que ayudes a mi padre a que no sufra.

—Todos los médicos están con el mismo objetivo: sacar de esta situación tan grave a tu padre.

—Hay que ser realistas. El hecho evidente es que mi padre se está muriendo. Sé perfectamente que con él acaba para nosotros una época. Lo sé.

—Espero que el príncipe se comporte y no tengamos que salir de aquí corriendo. Deberías ir empaquetándolo todo. No creo que tu madre pueda estar mucho tiempo aquí, en el palacio.

—Tiempo al tiempo. Mi padre es plenamente consciente de lo que ocurre. Me está ayudando a sobrellevar su final muy tranquila.

Vicente Gil, el que había sido el médico de cabecera de Franco, estaba día y noche cerca del teléfono por si le llamaban para acudir cerca del paciente al que cuidó durante treinta y siete años. La llamada se produjo y no dudó en ir al palacio tan pronto como se lo permitió la carretera.

Antes de entrar en la habitación salió Cristóbal a su encuentro. Hubo un cruce de miradas antes de que el marqués hablara:

—Vicente, perdóname por todo el daño que te he hecho.

Vicente no contestó y de inmediato pasó a la habitación. Estaba allí su amigo Pepe Iveas.

—Mi general, está Vicente. Ha venido a verle.

Brazo en alto, como siempre hacía, Vicente le saludó.

—Mi general, a sus órdenes.

Después se acercó a él y le besó en la frente. Franco balbuceó algo mientras le miraba. Quería hablarle pero no podía. Vicente le recordó alguno de los buenos momentos que habían pasado juntos. Cuando salió de allí iba bañado en lágrimas. Era el final. Sabía lo que estaba ocurriendo. Si le estaban dando anticoagulantes, aparecerían las úlceras gástricas del año anterior. No tardarían en surgir las hemorragias.

Sin embargo, lo que aparecieron fueron anginas de pecho sucesivas. Los cardiólogos vieron necesario hacer un parte médico para distribuir a la prensa. Concluyeron diciendo: «Pronóstico muy grave con escasas posibilidades de supervivencia». El ayudante cogió aquel parte y no se volvió a saber más de él. Nadie se enteró de lo que ocurría en el interior de El Pardo. Días más tarde, Carmen habló con su padre sobre la necesidad de contar cómo iba evolucionando. Le dio permiso para hacerlo y desde El Pardo se emitió el primer informe médico en el que se explicaba que había sufrido varias crisis de insuficiencia coronaria. Fue un parte confuso que publicó toda la prensa nacional y extranjera. En países como Italia, Francia, Alemania e incluso en los Estados Unidos, se elevó el bulo a la categoría de noticia diciendo que Franco había muerto.

En la universidad, algunos estudiantes celebraban un día sí y otro también la muerte del dictador. Los nietos de Franco dejaron de acudir a clase. La situación en que vivían se había hecho insoportable. Los médicos que firmaron el parte fueron acribillados a preguntas por la prensa. Se decidió que Vicente Pozuelo fuera el portavoz.

Dentro del palacio era como si el tiempo se hubiera detenido. Siguieron escrupulosamente el régimen de horarios de comidas. Los médicos que estaban de guardia se incorporaron a los almuerzos familiares. No solo estaba Carmen Polo, también su hija y sus nietas mayores pasaban por allí para observar la evolución de la enfermedad. Los bisnietos iban a menudo de la mano de su madre, la duquesa de Cádiz. Durante aquellas comidas, Carmen Polo hablaba sin parar de las muchas anécdotas que se habían producido en los últimos treinta y nueve años, tras la guerra.

—A Paco le gusta muchísimo la pesca. Un día de mar gruesa, se rompió un incisivo a consecuencia del golpe que se dio con una baranda. Hubo que llamar de urgencia a su médico, Pepe Iveas, que estaba en Teruel y que se tuvo que recorrer un montón de kilómetros hasta llegar al pazo. Los médicos siempre han sido muy amables con nosotros. Les estamos muy agradecidos.

En otro momento, Carmen hablaba de la mejor fotografía que le habían hecho. Las hijas y las nietas escuchaban. Era evidente que soltaba sus nervios recurriendo al pasado.

—Juan Gyenes ha sido quien mejor le ha captado esa mirada que tiene tu padre —se dirigía a Carmen— que parece que te taladra. Bueno, la foto luego se llevó a las monedas. Fue el grabador de la Casa de la Moneda quien seleccionó esa imagen. Hoy he estado viendo la fotografía y tengo que decir que me impresiona. Paco también tiene unas extraordinarias aptitudes para la fotografía. Una vez que a Gyenes se le estropeó su cámara, le presté una de él. Las tiene muy buenas porque siempre le ha gustado mucho la imagen.

—Mamá —la interrumpió Carmen—, debes descansar. Después de comer, deberíamos estar a solas. No puedes seguir con el ritmo frenético de estos días.

En una de esas sobremesas, el médico de ese día, José Luis Palma Gámiz, fue llamado con urgencia a la habitación del paciente. Una transpiración helada volvía a empaparle el cuerpo. Quería bajarse de la cama y arrancarse la mascarilla de oxígeno. Su hija acudió a la habitación y se quedó a los pies de la cama. Cuando todo pasó, después de una hora, se acercó y le cogió una de las manos.

—Ha tenido muchísimo dolor —le dijo el doctor—. También ha superado una arritmia de máxima gravedad.

Juanito, su ayudante, estaba completamente paralizado.

—¡Cuánto cuesta morirse! —musitaba Franco—. ¡Cuánto cuesta morirse!

Carmen habló con los médicos trasladándose a la habitación contigua.

—Si veis que no tiene solución, dejadlo. No queremos verle sufrir más. Él ya ha cumplido de sobra con lo que le pidió la vida.

En cuanto apareció el marqués por allí, Palma Gámiz le dijo que una enfermera y un médico eran muy pocas personas para sacar a su suegro de una parada cardiaca. Parecía que el corazón le iba a fallar de un momento a otro. Inmediatamente después, treinta y ocho médicos se fueron turnando.

El día 3 de noviembre, sobre las tres de la tarde, Franco, de una arcada, inundó de sangre la cama en la que yacía. Los anticoagulantes habían abierto las úlceras del pasado tal y como había predicho su doctor de siempre.

—Por favor, déjenme ya —pidió con dificultad.

Pese a ello, los médicos le hacían transfusiones sin parar. Eran necesarias para que continuara con vida.

Apareció el especialista Hidalgo Huerta y creyó conveniente operar de urgencia.

—En mi opinión, una úlcera aguda debe haber roto alguna arteria principal del estómago, y mientras no la cerremos esta hemorragia no parará. O se le abre o se muere.

La familia decía que no deseaban que fuera trasladado a un hospital. Por otro lado, el jefe de seguridad aseguró que no podía improvisar la seguridad del jefe del Estado en ningún hospital. Se habilitó una de las salas de palacio y se decidió operar allí. Aspiradores, monitores, bisturí eléctrico y el material quirúrgico fue trasladado desde el hospital Provincial a El Pardo.

La operación no se hizo esperar. Mientras los doctores operaban, José María Bulart rezaba en voz alta. Allí estaba, dispuesto a dar la extremaunción. En la habitación de al lado, la familia rezaba también conteniendo los nervios ante Carmen Polo. Antes de que concluyera la intervención, apareció el obispo de Zaragoza, monseñor Cantero Cuadrado, con el manto de la Virgen del Pilar. Fue Cristóbal Martínez-Bordiú el que dejó caer el manto sobre las piernas de Franco. Alguien le sugirió que no le pusieran peso en sus extremidades. El manto se dejó a los pies de la cama.

Francis, que acababa de terminar de estudiar Medicina, rondaba por allí sin hacer demasiadas preguntas. Mery se acercaba a comer con su abuela y con su madre. Preguntaba a los médicos pero estos le decían que la información la tenían sus padres. «Es que aquí nadie dice nada», protestaba.

La última vez que Carmen Franco entró y le cogió la mano a su padre, no obtuvo señal alguna. Comprendió que ya no respondía a los estímulos. Cuando de nuevo aparecieron las hemorragias, no tuvo fuerzas para decir que no le trasladaran a La Paz, como pedía Cristóbal. Se acercó y le miró por última vez. Se dijo a sí misma que no pisaría el hospital.

—Mi padre para mí ya está muerto. Os pido que le dejéis ir en paz.

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