Carmen

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SEGUNDA PARTE » 38. Los apellidos comienzan a pesar

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38LOS APELLIDOS COMIENZAN A PESAR

Si mi padre no hubiera tenido hemorragias, no hubiera salido del palacio. Hubiera muerto en su cama, como quería. Primó la opinión médica de Cristóbal que pensó que era necesario su traslado al hospital. Una vez que le sacaron de El Pardo en una ambulancia, ya no volví a verle con vida. No quise ir a La Paz. No deseaba quedarme con esa imagen de él lleno de tubos. Para mí, cuando se fue del palacio, fue como si hubiera muerto. Desde hacía días ya no respondía cuando yo le apretaba la mano. Además, mi madre estaba muy afectada y muy mal y me preocupaba mucho. Me quedé junto a ella. Por otro lado, alguien tenía que ordenar papeles, libros, cuadros, regalos de los últimos treinta y nueve años. De modo que me puse una bata blanca y comencé a tirar cosas, así como a quemar y empaquetar otras. Había que irse de allí y quedaba mucha labor en el palacio. Los niños también me ayudaron, sobre todo, a guardar en cajas las muchas fotografías que teníamos. Éramos plenamente conscientes de que acababa una época y no sabíamos cómo iba a discurrir el futuro.

Carmen llenó cajas y cajas de cartón con todo aquello que le pareció que merecía la pena llevarse de aquel palacio y, a su vez, que no perteneciera a Patrimonio Nacional. Unas iban destinadas al pazo de Meirás y otras a la casa en la que viviría su madre, en Hermanos Bécquer. Volverían las dos a vivir juntas, cada una en un piso, pero en el mismo inmueble, que había comprado su madre hacía muchos años junto a su amiga Pura Huétor. Ahora ya todo el bloque pertenecía a la familia.

Mientras miraba papeles, encontró muchos pensamientos manuscritos de su padre, un intento de escribir aquellas memorias que le había propuesto Vicente Pozuelo. Otros papeles eran secretos de Estado y, los más, documentos sobre un pasado todavía muy reciente. Todo aquel ajetreo, desempolvando recuerdos de toda una vida, le evitó asistir al final de su padre. No deseaba verle en aquellas circunstancias tan adversas.

—Prefiero acordarme de él en vida y no presenciar este trágico final —le explicó a Cristóbal—. Te pido que mi padre muera en paz.

—Haremos todo lo posible para que no muera. La ciencia tiene muchos medios para prolongar la vida.

—¿Pero en qué circunstancias? Si ha llegado el momento final, nada podrá impedirlo.

Cristóbal se fue a La Paz. Allí, el equipo médico, viendo que el estado del paciente era catastrófico, lo durmió y lo intubó. La tensión se pudo mantener gracias a las continuas transfusiones de sangre y a la administración de medicinas cardioestimulantes. El doctor Hidalgo tuvo que abrir por segunda vez el abdomen del paciente. Dos horas duró la intervención para detener las hemorragias masivas.

La expectación en las puertas del hospital crecía por momentos. De un lado, personas dispuestas a donar sangre de forma altruista y, de otro, periodistas preparados para retransmitir la noticia de su muerte. Los ciudadanos asistían a través de la prensa y los medios de comunicación al final de un régimen de casi cuarenta años. Durante esos días, la policía detuvo a todos los fichados como elementos subversivos, miembros del Partido Comunista, activistas sindicales y estudiantes muy activos contra el régimen. Entre ellos, se encontraba Simón Sánchez Montero. Cuando le metieron en el coche, durante unos minutos pensó que le iban a matar allí mismo pero todo cambió cuando observó que se dirigían a la Puerta del Sol. Sin interrogarle, después de varios días, le llevaron con otros detenidos a los calabozos de las Salesas. Un médico se le acercó.

—¿Le han torturado? Soy médico y vengo a saber cómo le han tratado.

—No, señor, no me han tocado —contestó, incrédulo—. Pero me hubiera gustado que otras veces hubiera venido usted a hacerme la misma pregunta.

Se acercó también un juez a interesarse por qué le habían detenido. Sin embargo, Simón y el resto de los presos no sabían el motivo por el que estaban allí. Todos se miraban unos a otros. Eran conscientes de que algo estaba sucediendo por el cambio en las maneras en las que estaban siendo tratados. Por fin, fueron encerrados en los calabozos. Alguien supo que no había otro motivo que el que se estaba produciendo en La Paz: la muerte de Franco.

En el hospital, tras la operación en la que a Franco se le infundieron cinco litros y medio de sangre, se observó que los riñones definitivamente habían dejado de funcionar. Por lo tanto, había que preparar de inmediato su brazo para las hemodiálisis que necesitaría para continuar viviendo. Era evidente que el paciente no era consciente. Como decía el equipo médico: «Estaba desconectado de su entorno». Los tres días siguientes hubo una ligera mejoría y se decidió «extubarlo». Hubo algún médico que llegó a decir que saldría de allí. Sin embargo, esa misma noche, volvieron las hemorragias. La tensión volvió a caer hasta límites muy peligrosos. El doctor Palma Gámiz se acercó hasta el paciente, que parecía querer abrir los ojos.

—¿Cómo se encuentra, excelencia? —le preguntó, elevando la voz sin estar muy seguro de que le fuera a responder.

—Regular —pareció decir, en un tono de voz muy bajo y muy poco inteligible.

Volvió a cerrar los ojos. Le sobrevino un golpe de tos. La situación empeoró de nuevo. Los pulmones se habían encharcado. Una de las enfermeras le sedó y le volvió a intubar. En las habitaciones contiguas había muchas visitas. Don Juan Carlos iba todos los días, acompañado casi siempre de la princesa Sofía. Carmen Polo, muy afectada, esperaba noticias en El Pardo. Alguna tarde acudió al hospital y atendió a cuantos pasaban por allí. Sus nietas Carmen y Mariola no la dejaban sola. Solo había una alternativa: esperar.

Mientras tanto, en el quirófano, Hidalgo y su equipo operaron por tercera vez a Franco. Solo se oía el golpe seco del respirador. El electrocardiograma se hizo lento. Parecía el final. Pero las drogas que le inyectaron lograron que el corazón se reanimara. Se le infundió sangre para remontar la presión arterial. Se encontraron con que la sutura anterior había estallado. El cirujano la recompuso. Tras la intervención, se le trasladó de nuevo a la UVI. Uno de los médicos sentenció: «Tendremos que parar en algún momento».

Cada vez había más periodistas agolpados en la entrada del hospital. Todos los que firmaban el parte médico eran entrevistados y las enfermeras tentadas con que sacaran una foto del paciente a precio de oro. Precisamente durante esos días, el marqués de Villaverde decidió llevarse una cámara y comenzar a hacer fotografías a su suegro. No había consultado a nadie de la familia, ni tan siquiera a su mujer, que no quería pisar el hospital. Cristóbal Martínez-Bordiú comenzó a disparar. Algunas enfermeras no se prestaron a salir en las imágenes, otras sí. Carmencita, que pasó a ver a su abuelo, también quedó inmortalizada en esas circunstancias. Su padre hizo varios carretes que dejó en uno de los cajones de su despacho. Los miembros de la familia comían en una de las habitaciones del hospital, habilitadas para que pudieran acompañar al paciente. Algunos médicos compartieron un café con ellos.

Las persianas de la UVI estaban bajadas. Había rumores de que algunos periodistas se encontraban encaramados por todas partes dispuestos a conseguir la exclusiva. En la penumbra de aquella estancia, volvió a surgir un flash, un fogonazo. Otra vez Cristóbal, con la cámara en ristre, haciendo fotografías al paciente. Repitió la operación varias veces más. Algún médico y alguna enfermera del equipo del marqués fueron también inmortalizados.

El día 18, mientras la situación empeoraba por horas, alguien del equipo médico sugirió que se podría detener el proceso de la muerte con una hibernación relativa. Los cirujanos cardiacos infantiles tenían experiencia en estas prácticas. Se envolvió al paciente en una manta térmica y se rebajó la temperatura a treinta grados. Pero aquella maniobra no fue eficaz. Los bulos se dispararon.

Vicente Gil fue a visitar al que había sido durante años su único paciente. Se mareó al verle tan lleno de tubos por todas partes. No había un solo miembro de su anatomía que no tuviera un cable. Escuchó un comentario sobre hibernación entre los facultativos y se dirigió a uno de ellos.

—¿Eso de hibernar es con relación al Generalísimo? —preguntó.

—No, no, son simples comentarios —dijo una de las enfermeras.

—Es que este paciente está soportando su agonía con una gran dignidad. Deberían dejarle morir también con la misma dignidad.

Se fue de allí con lágrimas en los ojos. Se prometió a sí mismo no regresar a La Paz.

El 19 por la noche, la televisión cerró la programación con el último parte médico: «El pronóstico de su excelencia no ha variado. Persiste la gravedad. Firmado: el equipo médico habitual». Esa noche, Cristóbal estaba especialmente nervioso y pidió al equipo que se fuera a descansar. Se quedó con el doctor Vital Aza. El marqués volvió a poner el manto de la Virgen del Pilar a los pies de la cama. Varias máquinas dejaron de sonar en la estancia. En la madrugada del día 20 de noviembre, se le hizo una diálisis peritoneal. De pronto comenzaron a aparecer extrasístoles en el electrocardiograma. Una de las enfermeras miró el monitor, y al ver la señal plana, pensó que se había soltado uno de los electrodos. Al comprobar que todos estaban en su sitio, dio la voz de alarma y se produjeron unos instantes de confusión. Enfermeros y médicos corrieron de un lado a otro. El corazón de Franco se había detenido. Alguien hizo un movimiento automático para iniciar las maniobras habituales de resucitación. Sin embargo, se oyó una voz: «No. Ya hay que parar. Aquí se acabó todo».

—Todo ha concluido —afirmó Cristóbal, y se fue de allí.

Se cerraron a cal y canto todas las entradas y salidas de la primera planta. Nadie podía entrar y nadie podía salir. Se había puesto en marcha la Operación Lucero. Tampoco se podían apagar o encender luces. Ni nadie se podía asomar a ninguna ventana por si eran señales convenidas con los periodistas que hacían guardia desde hacía días.

—¿Das tú la noticia o lo hago yo? —le preguntó Vital Aza a Cristóbal.

—La daré yo, pero espera unos minutos. Quiero poner en orden mis ideas. Tengo que informar a Carmen. La llamaré desde mi despacho. Que nadie se mueva hasta que vuelva.

Pasados varios minutos, con Cristóbal al mando de aquella operación, se fue avisando a los treinta y ocho médicos que le habían atendido. Por teléfono no se les daba la noticia, simplemente se les convocaba. La muerte, anotó Vital Aza, había sobrevenido a las tres menos cuarto de la madrugada. No obstante, en el último parte médico se apuntó otra hora: las cinco y veinticinco minutos. El parte oficial se dio a las siete y media de la mañana con la hora convenida, no la real.

Los catedráticos de medicina legal: Piga Sánchez-Morate y Piga Rivero, padre e hijo, trabajaron rápido esa noche y en cuanto el cadáver fue embalsamado, estuvo listo para ser trasladado a El Pardo para que la familia lo velase en la intimidad. Antes, el escultor Santiago de Santiago había sido requerido con urgencia para que realizara una máscara mortuoria de Franco. Todo se hizo en un tiempo récord.

Antes de que el marqués de Villaverde se propusiera dar la noticia, la Agencia Europa Press lanzaba a través de su teletipo una frase: «Franco ha muerto». La frase se repetía hasta en tres ocasiones. El periodista Mariano González, después de ver la llegada del jefe de la casa civil del jefe del Estado y posteriormente la del jefe de la casa militar de Franco a las cuatro de la mañana, avisó a la redacción. «Creo que Franco ha muerto. Están empezando a llegar sus personas allegadas». Desde la agencia, buscaron la confirmación por distintas fuentes. Entre ellas, la de Nicolás Franco Pascual del Pobil, sobrino del finado, un militar y uno de los médicos que le atendían. La noticia lanzada desde el teletipo a las seis de la mañana dio la vuelta al mundo en segundos.

Las radios repitieron la noticia entre los acordes de Mozart o Bach. Radio Nacional de España emitió el comunicado de su muerte leído por el responsable de información, León Herrera Esteban. Se anunció igualmente la asunción de los poderes supremos, en nombre del príncipe, por el Consejo de Regencia. Carmen Franco salió de El Pardo con destino al palacio de La Zarzuela. Quería llevar en mano el testamento de su padre al príncipe Juan Carlos. Este lo leyó rápido y se detuvo en uno de sus párrafos: «Os pido que perseveréis en la unidad y en la paz, y que rodeéis al futuro rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis en todo momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido».

—Carmen, con este testamento me está dando el salvoconducto que yo no podía ni imaginar, ni soñar.

—Carlos lo leerá por la televisión. Él tiene una copia a máquina que yo hice como pude, con dos dedos y bastantes tachaduras. Mi padre me insistió en que no lo viera nadie y me vi obligada a hacerlo yo. —Antes de despedirse, Carmen añadió un ruego—: Alteza, mantenga a Carlos Arias al frente del Gobierno. —La permanencia de Arias daba seguridad a la familia.

A las diez de la mañana, el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, comparecía ante las cámaras con el testamento político que le había entregado Carmen. Así se cumplía la última voluntad de Franco.

A partir de ese momento, todo se precipitó. Por un lado, las largas colas de dos kilómetros en el palacio de Oriente con ciudadanos que querían rendir el último adiós a Franco. Su féretro fue expuesto en el Salón de Columnas, al pie de una estatua del emperador Carlos V. Estas muestras de afecto hicieron pensar a la familia que nada cambiaría en el futuro inmediato. Aun así, eran conscientes de las muchas expresiones de alegría que llegaban a sus oídos por parte de los militantes de partidos políticos en la clandestinidad que ya no se escondían. Los detenidos, que aguardaban noticias en los calabozos, fueron trasladados a Carabanchel. Les dijeron simplemente que «Franco había muerto». Todos lo celebraron entre abrazos y apretones de manos. El día 20 arrancó con dos Españas divididas. La familia y el Gobierno no comentaban esta ambivalencia, pero la conocían. La viuda y la hija se vistieron de luto riguroso. Un velo negro cubrió sus rostros durante las honras fúnebres.

—¿Qué pasará con nosotros? —preguntaron los hijos pequeños a su madre.

—No tengo ni idea. De todas formas, vosotros tenéis que estar tranquilos. No tiene por qué pasar nada.

—Papá dice que a lo mejor tenemos que irnos de España.

—Eso son tonterías. Yo no me voy a ir a ningún lado.

Con una España de luto oficial durante veinte días, el resto de las noticias del mundo pasaron a un segundo plano. En el palacio de Oriente, los nietos, de luto riguroso, recordaron anécdotas con su abuelo mientras velaban su cuerpo.

—Luego dirán en la facultad —comentó José Cristóbal—, pero me gustaría llevar a esa gente que está todo el día hablando del dictador que hemos recibido cantidad de cartas de personas dispuestas a donar parte de su cuerpo para que siguiera vivo.

—¿Te das cuenta de que papá y mamá casi no se hablan? —comentó Mery—. Hace un par de días, mamá dijo con lágrimas en los ojos, cosa rarísima en ella, que «por qué no le dejaban morir en paz».

—Me gustaba ir allí y ponerme pantuflas esterilizadas. Alguna vez que fui le apreté la mano y me respondió —continuó José Cristóbal—. Yo creo que se daba cuenta de todo.

—Yo siempre le decía que estaba mejor, pero ni sé si me oía —añadió Mery—. Creo que no se enteraba de nada.

—La que está mostrando una gran entereza es mamá, que tiene que estar destrozada.

—Está más pendiente de la abuela que de lo que está pasando —dijo Mery.

Al rato llegaron los príncipes de España y comentaron que Franco y Carmen Polo habían sido todos estos años «como unos padres». Don Juan Carlos también le comunicó a la viuda que no tuviera prisa por abandonar el palacio.

La ceremonia del funeral, en el Valle de los Caídos, fue interminable. El féretro fue llevado por los nietos mayores, Francis y José Cristóbal, vestidos de chaqué, junto con los ayudantes, hasta la entrada de la basílica, donde realizó el relevo la escolta personal. Franco no había ordenado su entierro en el Valle de los Caídos. De hecho, su tumba se improvisó en tres días. El gobierno de Arias Navarro, de acuerdo con el rey, consideró que aquel era el lugar idóneo para darle sepultura.

Los días posteriores en El Pardo transcurrieron entre cajas y discusiones familiares. Unos pensaban que tenían que salir de España y otros que todo debería seguir igual sin irse del país. Carmen Franco prefería no marcharse, igual que sus hijos mayores, que le decían que aquí tenían sus raíces y sus amigos.

—Habría que pensar seriamente, si sigue aumentando la crispación, en trasladarnos a los Estados Unidos —señaló Cristóbal—. Yo allí podría trabajar perfectamente. Tengo muchos contactos. Juan Carlos va a poner todo patas arriba.

—Ahora mismo tiene todos los poderes. Veremos qué hace —repuso uno de los hermanos de Cristóbal.

—Será diferente, eso está claro. Y es evidente que se van a producir muchos cambios. De ahí a irnos va un trecho. Mi madre no está dispuesta a abandonar España —replicó su mujer—. Y yo tampoco. Antes de recoger todo, habría que esperar.

Los hijos no disimulaban su preocupación. La institutriz, Beryl Hibbs, salió al paso dirigiéndose a los pequeños:

—Tenéis que estar preparados a que el odio que muchas personas tenían a su excelencia ahora lo paguen con vosotros. Las cosas negativas se extienden. Fue un error que os añadieran el Bordiú al apellido. Seríais más felices con el Martínez a secas.

La institutriz no disimulaba su preocupación. Carmen y Cristóbal hablaban poco con sus hijos, que asistían atónitos al cambio que se había producido sobre ellos y su familia. No sonaba el teléfono tanto como antes y los amigos iban menos por allí. El efecto de la muerte de Franco se estaba extendiendo a todos los ámbitos, personales y profesionales, en cuestión de días. Los aduladores de antes ya no pasaban por su casa. Desde que Juan Carlos había jurado los principios generales del Movimiento y había sido coronado rey, la atención estaba puesta en el palacio de La Zarzuela.

Notaban día a día que el trato hacia ellos iba transformándose. Las amigas de Carmen la animaban diciéndole que con el tiempo todo volvería a su ser. Los hechos estaban demasiado recientes.

—A lo mejor ocurre como con Napoleón, que estuvo una época muy vituperado en Francia y luego volvió a tener reconocimiento.

—No lo sé, pero da la sensación de que nuestra vida ha dado un giro de ciento ochenta grados —replicó Carmen—. Mis hijos lo notan en todo. A José Cristóbal le dejaban pasar a pescar lucios en El Pardo hasta que un día le pararon. Primero le dijeron que solo podía ir en compañía de una persona y luego que solo. Ahora ya no va.

—Claro, ellos también lo están notando. Todo sucede muy rápido.

—Todos, pero el que más, Cristóbal. Lo está llevando muy mal.

La prensa empezó a hablar de los treinta y nueve años de dictadura. La libertad de expresión era un hecho y los chistes y las críticas iban aumentando. Nani les decía a los jóvenes que tuvieran un comportamiento ejemplar para que no pudieran decir nada sobre ellos. Carmen y Francis eran los que más sufrían el acoso de la prensa. Al final, después de que los jóvenes regresaran al colegio y a la facultad, fueron conscientes de que su apellido se había convertido en un problema. José Cristóbal tomó la decisión de ingresar en el Ejército y dejar la carrera de Arquitectura. A Carmen Polo le pareció una estupenda idea. A su madre, sin embargo, no le pareció bien.

—No digas tonterías. No estarás hablando en serio. Debes meditarlo más.

Sus hermanos e incluso sus amigos tampoco pensaban que ese cambio repentino fuera a ser muy duradero. La única que le apoyó fue su abuela. La idea de que un nieto siguiera la carrera militar del abuelo le hacía ilusión.

El rey Juan Carlos concedió a Carmen Polo el título de señora de Meirás y a su hija el de duquesa de Franco. La viuda de este apenas salía de El Pardo. Su nuevo domicilio, el piso bajo del inmueble de la calle Hermanos Bécquer, estaba listo para recibirla. Su círculo íntimo continuó visitándola. Permanecía aislada de todo y de todos. Las noticias de los muchos cambios que se iban produciendo a nivel político no le llegaban. Su hija alababa a su madre por no ver la televisión y tampoco escuchar las noticias que se daban por la radio. Prefería que no se enterara de cómo se iban desarrollando los acontecimientos en cuestión de días. Necesitaron tomar un somnífero para dormir y descansar. Carmen Franco quiso abandonar esa medicación al cabo de unos meses de la muerte de su padre, pero no pudo. Su marido le aconsejó que durante un tiempo lo mantuviera. Le hizo caso, aunque no era partidaria de ingerir ningún medicamento.

El doctor Martínez-Bordiú había tomado la decisión de entrar en los círculos políticos. Lo había intentado en vida de su suegro y no lo había conseguido. Pensó que ahora era el momento. Trató por todos los medios de ser elegido miembro del Consejo Nacional, al quedar una vacante en el organismo al que también aspiraba Adolfo Suárez, ministro secretario general del Movimiento. Se presentó a los que tenían que votarle como heredero de Franco y de sus políticas. «En nombre del Caudillo, pido tu voto», les solía decir.

—Se ha venido acentuando la campaña de descalificación del Generalísimo Franco. No se han detenido ni tan siquiera ante su familia. Pretendo que mi voz defienda el espíritu y la obra de Generalísimo.

Sin embargo, la estrategia le falló. Incluso llamó al presidente Carlos Arias para solicitarle que se retirara Suárez, «ya que su derrota sería tan estrepitosa que arrastraría al Gobierno». Pero la votación dio la victoria a Adolfo Suárez. Ante su familia e íntimos afirmó estar decepcionado. «Me resulta improcedente que se produzca una ruptura con el pasado y se propongan volver a empezar», manifestó. Sus aspiraciones de ser el sucesor de su suegro quedaron aparcadas ante la evidencia de su falta de apoyos.

El marqués de Villaverde se llevó otro disgusto provocado por otra deserción familiar. No solo José Cristóbal abandonaba arquitectura, sino que Francis, que sí había acabado Medicina, le comunicaba que no quería ejercer la profesión.

—Mi apellido me va a condicionar de forma negativa. Tú lo sabes.

—Esto no puede ser. Tú serás un gran médico.

—Es de tontos no darse cuenta de lo que está pasando con nuestra familia. Deberías abrir los ojos. ¿No ves que también te están haciendo la cama en el hospital? No pienso ejercer.

—No tomes la decisión así a la ligera. Date tiempo.

Estaban asistiendo al desplome de toda una época. A nivel social, su apellido dejó de abrir puertas. Esa sensación de castillo de naipes derrumbándose la acrecentó el rumor de que las cosas entre Alfonso y Carmencita iban mal. Su matrimonio hacía aguas. Cristóbal discutió con su hija mayor para que fuera consciente de la responsabilidad que tenía.

—Tienes que estar a la altura de las circunstancias y estar cerca de tus hijos. Te aseguro que si te separas, no volverás a saber de mí ni de tu familia. Estarás muerta para mí y para todos.

Carmen lloró sin decir nada. Se limitó a escuchar a su padre que había sido el que más aplaudió su matrimonio con Alfonso. Decidió volcarse en sus hijos y hacer cada vez más escapadas con su amiga Isabel Preysler a París.

Durante los meses siguientes, Carmen Franco siguió recogiendo enseres y recuerdos. También zapatos, ya que había acumulado durante años decenas y decenas de diferentes pares en todos los colores y texturas. Ahí se dio cuenta de que realmente una de sus pasiones había sido comprar zapatos con todo tipo de tacón, excepto bajos. En cada viaje había adquirido varios pares, y así durante años. Dio también un repaso por la ropa blanca del palacio. Las sábanas que llevaban el escudo de su padre se las quedó. No así la cubertería de plata, que también llevaba el distintivo paterno. El general Fuertes de Villavicencio insistió en que se la llevara. Casi todo lo demás, pertenecía al Patrimonio Nacional.

—Solo me quedaré unos juegos de cama y unas toallas bordadas de recuerdo. Todo lo demás permanecerá aquí. También he pensado llevarme el Cristo de marfil que mis padres veneraban mucho. Está en la capilla.

—Insisto en que la cubertería de plata no pertenece al Patrimonio del Estado. La compró su madre.

—No, se va a quedar aquí porque tiene un valor al margen de los recuerdos. Si quieren utilizarla para otros menesteres, no tienen más que borrar el escudo. Eso cualquier platería lo hace sin problema. No nos llevaremos nada que no sea estrictamente personal.

—Hay un inventario. Se hará un repaso en breve. Está anunciada una visita de Patrimonio Nacional.

Cuando llegaron los funcionarios echaron de menos el Cristo de la capilla. Lo buscaron por todas partes hasta que los servidores del palacio les dijeron que se lo había llevado Carmen Franco. En cuanto a Carmen se lo comentó su cuñada, Isabel Cubas, amiga de una funcionaria de Patrimonio, lo devolvió.

—Creí que lo había comprado mi madre.

—Pertenece al inventario del palacio.

—Hoy sin falta volverá al palacio.

Se dio cuenta de que gran parte de lo que le había rodeado durante años era del Estado. No obstante, tapices, joyas, libros que habían sido adquiridos por ellos salieron de El Pardo. Su madre, amante de las antigüedades, había acumulado muchas piezas de valor. Hacia el pazo partían cada semana camiones y los recuerdos más livianos se quedaban en Madrid. El estandarte que llevaba su padre en Marruecos lo trasladó al céntrico piso de la capital. Tantas veces le había oído sus andanzas por África que ese recuerdo no podía extraviarse después de haber estado en su despacho durante todos estos años. Si para él había tenido valor, ahora para ella también.

Antes de dejar el palacio, su madre y ella recorrieron todas las estancias ya vacías de recuerdos. Era como si se hubieran borrado de golpe los últimos treinta y nueve años. Ambas compartía la misma expresión de dolor en el rostro. En los primeros días de febrero de 1976, juntas abandonaron definitivamente el palacio de El Pardo.

—Juro no volver a poner los pies aquí —musitó Carmen hija.

La madre, al bajar el último escalón de la escalera principal, se dio la vuelta. Pensó sin verbalizarlo que su entrada allí había tenido lugar el 15 de marzo de 1940. Había vivido treinta y cinco años en El Pardo. Entró triunfante con su marido como Generalísimo y una hija adolescente. Ahora salía viuda y con un futuro que ya no tenía luz para ella. Su hija y sus nietos eran el hilo que la unía a la vida. Sabía que su corazón estaba frágil, tan frágil como su ánimo. No escuchaba las noticias, no le interesaba nada de lo que ocurría. Ya no.

Sin embargo, Carmen y Cristóbal seguían de cerca la actualidad política. Leían a diario los periódicos y les costaba digerir tantos cambios en tan pocos días. Desde que el 22 de noviembre el presidente del Consejo de Regencia, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, proclamara a don Juan Carlos como rey hasta que Carmen Polo salió de El Pardo, tuvieron pleno convencimiento de que el cambio político en España ya no tenía marcha atrás. Lo que no sabían era cómo encajaría su familia en eso que habían bautizado como Transición.

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