Carmen

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SEGUNDA PARTE » 40. Todo se hacía cenizas

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40TODO SE HACÍA CENIZAS

Lo que ocurrió en el hotel Corona de Aragón, donde nos alojábamos para el acto en el que mi hijo iba a jurar bandera y a recibir la estrella de alférez, fue un acto terrorista. Cien por cien, un acto terrorista. Murieron muchas personas porque les pilló durmiendo y los gases les mataron. Mi madre y yo ya estábamos levantadas ya que nos disponíamos a salir de allí para ir a misa, como hacía mi madre cada mañana. ETA sabía que estábamos en el hotel, junto a gran parte del estamento militar. Me quedé completamente traumatizada. Pensaba que una muerte por fuego debía de ser horrorosa. Ha sido sin duda la peor experiencia que he vivido. Desde entonces comencé a viajar con una escala para poder salir huyendo por la ventana si fuera necesario. En los hoteles siempre pido un piso bajo. Resulta imposible olvidar aquel suceso.

El mismo día que Carmencita dejaba el piso de San Francisco de Sales, regalo de la abuela, para vivir en el chalé que se habían construido en la lujosa zona de Puerta de Hierro en Madrid, tomó una importante decisión que cambiaría su vida. Antes de pasar allí la primera noche, todavía entre cajas por desembalar, abrió su corazón a su marido. Llevaban meses de discusiones. Incluso, en una cena en casa, delante del servicio, había expresado en voz alta que «su matrimonio era una mierda». La primera nieta de Franco no estaba dispuesta a seguir en aquella situación, se armó de valor y le dijo sin preámbulos lo que tenía decidido desde hacía tiempo:

—Alfonso, voy a abandonarte.

—¿Qué? —Alfonso de Borbón se quedó sin palabras con la decisión de su mujer.

—Me voy a vivir a Francia con Jean Marie. Me he enamorado de él.

—Si ese es el problema, vete allí, pero vuelve.

—¿Qué estás diciendo? Hacer como si no ocurriera nada. ¿Todo por las apariencias? Es una decisión muy meditada. No hay vuelta atrás.

—Va a ser un escándalo.

—Lo sé.

—¿Has pensado en tus hijos?

—Por supuesto. Sobre todo por ellos no lo he hecho antes. Pero ya no aguanto más esta situación.

—Mis hijos no se moverán de aquí.

—Puedes estar tranquilo. Los niños se quedan contigo.

No hubo más explicaciones. Recogió sus cosas y se fue. A partir de ese momento, la abogada Concha Sierra haría de puente entre los dos. La Seño, Manuela Sánchez Prat, fue la encargada de parar el golpe con los niños que no llegaron a entender qué era lo que había sucedido. Y en casa, a nadie le pasaba inadvertido el nombre de Jean Marie. Sus ramos de flores en fechas señaladas, la separación de su segunda esposa, sus llamadas… se habían convertido en algo habitual.

La noticia fue un auténtico misil en la línea de flotación de un barco, el de los Martínez-Bordiú-Franco, que ya hacía aguas. Cristóbal, el paterfamilias, no entendió una decisión tan drástica de su hija y así se lo dijo antes de que partiera para Francia.

—Si sales por esa puerta camino de París, no volverás a poner un pie en esta casa. ¿Me has entendido? Para mí es como si hubieras muerto.

—Si esa es tu reacción ante mi decisión, pues no hay más que hablar.

—Nos dejas en una posición muy difícil. Esto será un escándalo y ahora no estamos para estas cosas, como bien te puedes imaginar.

Carmen, la madre, asistía atónita a lo que estaba ocurriendo. Primero, la decisión de su hija; y en segundo lugar, la reacción del padre.

—Para tu abuela va a ser un disgusto enorme —prosiguió el marqués—. Ella te veía como princesa. Emparentada con la familia Borbón y tú le pegas una patada a todo y te vas. ¿Eres consciente de lo que vas a hacer?

—A mí me da igual el boato y todo lo que conlleva estar casada con Alfonso. No le quiero. Eso es lo que me pasa. Estoy enamorada de una persona que me hace feliz. Alfonso lo intuía desde hace tiempo y estaba dispuesto a tragar y a pasar por todo lo que hay que pasar cuando hay una ruptura, pero yo no soy así.

—Ese señor podría ser tu padre.

—A lo mejor busco en él lo que no he encontrado en ti. Puede ser. Ahora solo quiero estar con él.

—¿Y dónde está tu instinto maternal? ¿Te da igual separarte de tus hijos?

—No me da igual. Si hubieran sido mujeres, se hubieran venido conmigo. Al ser varones, se tienen que quedar con su padre. Ya lo he consultado. Vendrán a verme a París.

—Te has vuelto loca. No quiero volver a saber de ti. Desde este momento, has muerto para todos nosotros. Cuando salgas por la puerta que sepas que estás pegando un portazo a tu vida anterior. Tu nueva familia será la única que tengas.

Nani estaba con el resto de los hermanos. Todos escucharon lo que sucedía en el salón. Los gritos se oían desde cualquier rincón de la casa. Los más pequeños lloraban. Todo se había precipitado. Si era verdad la amenaza de su padre, ya no volverían a ver a su hermana.

Carmencita recogió su bolso y se fue de allí. Los observó a todos por última vez y se fue directa hacia la salida. No volvió a mirar atrás. Cerró la puerta y con el portazo puso fin a su vida anterior.

Su madre se quedó con los ojos muy abiertos pero la mirada perdida. Aquella noticia no le pilló por sorpresa. Los rumores circulaban desde hacía tiempo. Lo que no se esperaba era aquel desenlace justo en el momento en que se mudaban a la casa construida en el terreno que su madre les había regalado. Pensó en cuánto tiempo tardaría la prensa en saber la noticia. En realidad, no hubo que esperar mucho. Unas fotografías con Jean Marie en París y después la confirmación: «Ha sido una separación de mutuo acuerdo», informaron ambas partes. Todo el país fue conocedor de aquella decisión, que chocaba por ser la nieta de Franco: se iba de España con todas las consecuencias, quedándose sus hijos con el padre. El marqués de Villaverde se convirtió en su peor crítico y hablaba mal de su hija a todo el que le quería escuchar. Se puso del lado de su yerno, Alfonso, con el que no quería romper la amistad que siempre habían tenido.

La abuela paterna, Emanuela, tras conocer la noticia, cogió un avión y se trasladó a Madrid. Intentó ordenar aquella casa en la que su hijo se había convertido de la noche a la mañana en madre y padre de Fran y Luis Alfonso, de siete y cinco años respectivamente. Como las cosas siempre pueden ir a peor, su trabajo en el Instituto de Cultura Hispánica se fue extinguiendo poco a poco. Finalmente, le obligaron a cesar bajo la promesa de que le darían otro puesto. Pero pasaron los días sin que recibiera comunicación alguna.

Alfonso y Carmen estaban casados en régimen de gananciales, de modo que se repartieron los millones que les dieron tras la venta del chalé en el que no habían llegado a convivir. Lo compró la Embajada de Venezuela. Alfonso culpó de todo lo que había ocurrido a la inmadurez de su mujer y a las amigas divorciadas que frecuentaba y que no habían cesado de alabar los encantos que tenía la libertad. Las primeras fotos de Jean Marie con los hijos de Carmen no tardaron mucho en publicarse. Justo fue en el primer veraneo en Marbella. Las revistas dejaron constancia de su paso por Málaga. «Lo único que verdaderamente me duele —manifestó a los periodistas— es que se diga que yo he abandonado a mis hijos». Salió así al paso de tantas críticas que se habían hecho en España con respecto a su decisión. Durante esos días llegó a manifestar: «De lo que se dice de mí no hago caso desde hace tiempo».

Cada vez que viajaba a París con sus amigas, Carmen veía a su hija. No estaba dispuesta a renunciar a ella. Si su marido no quería volver a hablarle lo respetaría, pero ella seguiría a su lado. Incluso, en una ocasión, llegó a conocer al anticuario. Fue en uno de los viajes que Jean Marie realizó a Madrid para temas de trabajo. Le acompañaba su hija que fue quien se lo presentó. Le pareció agradable y muy interesante.

—Ahora entiendo que mi hija sepa cada vez más de arte —le dijo.

—Ella aprende muy rápido. Viene conmigo a todas las subastas.

Cuando se quedaron solas le comentó a su hija:

—En las fotos no me parecía tan grande, tan inmenso. Comprendo que te resulte fácil convivir con un hombre tan culto.

Carmen se propuso no meterse en la vida de sus hijos. Todo lo que hicieran y las decisiones que tomaran, las entendería. Pensaba que era mejor que se equivocaran a que se quedaran con ganas de hacer algo o de experimentar cosas nuevas.

Una llamada del guardés del pazo de Meirás, el señor Taboada, volvió a romper la frágil tranquilidad que volvían a respirar. Un incendio en el primer piso arrasó con algunos de los enseres y recuerdos que había allí acumulados. La sala de los Consejos de Ministros y las habitaciones privadas quedaron reducidas a cenizas. Ardieron también algunas acuarelas pintadas por Franco, pero también fueron pasto de las llamas documentos personales. La Guardia Civil y los paisanos que se lanzaron a apagar las llamas se encontraron con tapices, lámparas, un piano de cola, muebles de maderas nobles, colecciones de armas antiguas, trofeos de caza… Gran parte de las cajas que habían enviado desde el palacio de El Pardo hasta Meirás se habían perdido.

—Estoy seguro de que ha sido intencionado —dijo Cristóbal con indignación.

—Dice el Gobierno Civil de La Coruña que se ha debido a un cortocircuito en la instalación eléctrica, que es muy antigua —explicó Carmen, completamente desolada.

—No me lo creo.

—No han encontrado nada que haga pensar que ha sido provocado. Al menos eso es lo que dicen.

—No opina lo mismo Taboada. Insiste en que se trata de un atentado. Yo le creo.

—Estoy cansada de tanta mentira y de tanta calumnia.

—Lo que ha ocurrido en el pazo ha sido intencionado. Alguien también ha entrado en la finca del Canto del Pico, donde vive Mery. La intervención rápida de los bomberos impidió que llegaran las llamas al palacete. ¿Eso fue también casualidad? ¿Y en la finca de Valdefuentes? Alguien ha revuelto todo allí también. ¡Demasiadas casualidades! Están buscando algo. Pero ¿qué y quién?

—A lo mejor se trata de una estrategia para que nos cansemos y nos vayamos. Pero yo de aquí no me muevo —afirmó Carmen contundente.

Afortunadamente, la entrega de despachos de José Cristóbal hizo olvidar por un tiempo todos estos incidentes que daban pie a especulaciones y a pensar en complots contra la familia. José Cristóbal estrenaba uniforme con la estrella de alférez. Acababa de cumplir veintiún años y había demostrado a la familia que su intención de ser militar iba en serio. La abuela, Carmen Polo, orgullosa de su nieto, no se quiso perder el acto y acudió junto con sus padres y los pequeños Jaime y Arantxa a la capital aragonesa. Alojados en el hotel Corona de Aragón, el 15 de julio de 1979, se levantaron temprano.

—Mamá, ya estás despierta —dijo Carmen Franco cuando se levantó y vio que su madre ya estaba preparada para salir de allí dispuesta a ir a misa a la basílica del Pilar, antes de acudir a la jura de bandera de su nieto.

—Sabes que duermo poco. De todas formas, hoy me costó hacerlo.

En la suite de al lado se encontraban también su hija Arantxa y Marie, una amiga francesa que estaba de intercambio para pasar el verano. De repente, comenzaron a observar que la habitación se llenaba de humo negro.

—¿Qué está ocurriendo aquí? ¿No te das cuenta? Algo se está quemando —le dijo Carmen, alarmada, a su madre.

Supo enseguida que algo serio estaba ocurriendo y advirtió a su hija y a su madre de que aquello podía ser un incendio. Las llamas volvían a hacer acto de presencia en su vida. No solo sus casas ardían, también en aquel hotel en el que se encontraban y en el que ella reservó a nombre de duquesa de Franco. Pensó que eran demasiadas casualidades.

—¡Abramos la ventana! ¡Vosotras vestíos!

Carmen Polo se quedó paralizada. Solo sabía decir en voz alta: «¡Jesús, misericordia! ¡Jesús, misericordia!». Carmen Franco se asomó al pequeño balcón y pidió ayuda a gritos. Las llamas se habían extendido por toda la fachada y en el interior de la habitación el aire se volvió casi irrespirable. La altura, un segundo piso, hacía impensable salir de allí sin ayuda de una escala. Inmediatamente hicieron acto de presencia los bomberos. Carmen sacó a su madre inmóvil hasta el balcón. Su hija y la joven francesa no cesaban de gritar para que alguien les echara una mano. Hubo un momento en el que los nervios las hicieron llorar de impotencia. La gente que pasaba por la calle comenzó a arremolinarse y a mirar hacia arriba. En los balcones del hotel cada vez había más huéspedes pidiendo ayuda.

—¿Qué será de Jaime y del amigo de José Cristóbal? Espero que tu padre esté tomando las decisiones correctas. ¡Dios mío! —le dijo a su hija pequeña.

—¡Jesús, misericordia! ¡Jesús, misericordia! —repitió Carmen Polo; eran las únicas frases que era capaz de pronunciar. Pensó que morirían allí pasto de las llamas.

Los dos escoltas que esperaban la salida de Carmen Polo para llevarla a misa se dieron cuenta de todo lo que estaba ocurriendo e incluso pensaron en un atentado terrorista. Intentaron entrar a rescatar a la familia, pero los bomberos se lo impidieron. Al mirar desde el exterior las vieron asomadas al pequeño balcón pidiendo auxilio. De inmediato se dirigieron al jefe de bomberos para informales de su identidad.

—Tranquilo, iremos a salvarlas —fue lo único que les dijo a los escoltas sin hacer ademán alguno de moverse.

Pasaron varios minutos, que se hicieron eternos. En medio de esa enorme confusión y como nadie atendía a la familia Franco, los escoltas desenfundaron sus armas y se acercaron a los bomberos que manejaban la escalera de incendios.

—Bajen ahora mismo a las señoras del segundo piso, es una orden. —Les pusieron la pistola en la sien.

—Está bien, está bien. Ahora mismo las bajamos —manifestó el jefe de bomberos.

En aquel ambiente, entre llamas, gritos y peticiones de auxilio, los bomberos comenzaron a evacuar a las personas del segundo piso. Las llamas estaban ya tan cerca de todos ellos que Carmen cogió el pelo de su hija Arantxa con sus manos. Lo tenía largo y rizado y su temor era que las llamas alcanzaran el cabello y la quemaran. Todas en el balcón ya repetían la letanía de su madre: «¡Jesús, misericordia!». No estaban seguras de sobrevivir al incendio. Era imposible salir por la puerta de la habitación. No cesaba de entrar humo y escuchaban a la gente gritando por los pasillos. Los bomberos, por fin, llegaron hasta su balcón. Primero salió la joven francesa, Marie, por decisión de Carmen. Después lo hizo Arantxa. Como el nivel de las llamas era tan grande, el bombero que regresaba fue alcanzado por el fuego del primer piso cuando subía de nuevo y cayó. Volvieron a situar la escalera hacia el balcón donde se encontraban madre e hija. En tercer lugar, salió Carmen Polo. Sin embargo, estaba muy débil por la inhalación de humo y apenas podía moverse. El bombero se la echó a la espalda y así la bajó hasta que la pudieron coger los servicios sanitarios que la trasladaron a toda prisa en una ambulancia. Por último, bajó Carmen como pudo, intentando controlar los nervios en todo momento. ¡Estaban a salvo!

La siguiente preocupación fue buscar a su marido y a su hijo, así como a un amigo de José Cristóbal, Juan Valero. Estaban en el segundo piso, pero en otra ala del hotel. El cordón policial y de bomberos no dejaron que se acercara. Intentó preguntar a los responsables de aquella operación pero nadie sabía nada de ellos. El marqués, que se encontraba solo en la habitación, pensó que saltar desde el segundo piso era la única solución. Había practicado mucho deporte y sabía cómo evitar el golpe en la cabeza. Otra persona, en la habitación de al lado, un hombre de mediana edad, cuando vio que el marqués se disponía a saltar se dispuso a hacer lo mismo.

—Ni se le ocurra intentarlo —le previno el doctor—. Yo sé cómo caer, pero usted puede matarse.

—Si usted puede, yo también.

—Le aconsejo que espere a los bomberos.

—Las llamas están ya demasiado cerca.

Cristóbal se lanzó al aire y cayó haciéndose daño en las piernas y en el hombro. No llegó a romperse nada, pero el impacto se lo llevaron sus miembros inferiores. Cuando quiso darse la vuelta, su vecino de habitación acababa de aterrizar con la cabeza en el suelo. Se había matado. Cristóbal cerró los ojos. Pensó que esa muerte se podía haber evitado. Había muchos nervios, mucha confusión. Se preguntó si su mujer, su hija y su suegra estarían a salvo. Nadie le daba información alguna. Tampoco sabía nada de su hijo Jaime ni de Juan Valero. Estos se encontraban en el lugar en el que el humo era más denso. Como nadie les veía para ser rescatados comenzaron a tirar objetos de la habitación, un cenicero, un zapato, hasta que lograron atraer la atención de los bomberos. Fueron de los últimos en ser rescatados.

José Cristóbal se enteró en la Academia de Zaragoza, antes del toque de compañía para el comienzo del acto de entrega de despachos, que había un incendio en el hotel Corona de Aragón donde se alojaba su familia y el resto de las familias de los militares que iban a jurar bandera. Se acercó al capitán de su sección y este le informó de lo que estaba ocurriendo. «Sabemos que el Corona está ardiendo y que tu familia está dentro». Sin más explicaciones se cuadró y regresó a la compañía. Llevaba ya tres años de vida militar y le habían educado para obedecer. Al volver a la formación, pensó que el resto de sus compañeros estaban en su misma situación: la incertidumbre de no saber cómo se encontraban sus familiares. El acto se inició con diez minutos de retraso. Formados en el patio entró la bandera y a continuación las personalidades allí destacadas. Hubo una misa y, posteriormente, los discursos de rigor. Los ojos de José Cristóbal estaban clavados en los huecos de las tribunas donde faltaban sus familiares. Allí de pie y en formación, recordó la cena de la noche anterior. Su abuela llena de orgullo le llamó «general». Le había regalado una moto BMW 900 con motivo de la celebración. Ya todos estaban convencidos de su vocación militar. De pronto, vio movimiento. Justo antes de la entrega de su despacho, observó que se situaban en la tribuna Mariola, Mery y Nani, a la que consideraban como su segunda madre. Ellas no se habían alojado en el Corona de Aragón, sino que habían viajado directamente en coche desde Madrid. Mery, que ya sabía que todos se encontraban a salvo, le puso el pulgar hacia arriba. José Cristóbal cerró los ojos. Era la señal que esperaba ansiosamente. Su familia estaba bien. Terminado el acto le informaron de que todos estaban en casa de la marquesa Roncalli, una amiga de la familia.

Cuando José Cristóbal fue a la casa de la marquesa a ver a su familia, se los encontró a todos con los trajes destrozados. La abuela era la que parecía que había salido peor parada del incendio y del hospital. Su vestido estaba hecho jirones, ya que los médicos se lo rompieron para atenderla y el estado de su corazón. Estaban todos nerviosos y sobresaltados, en especial el marqués.

—Hemos sido objeto de un atentado terrorista. Estamos completamente convencidos.

—Pero si están hablando de un fuego declarado en la cafetería del hotel. Han mencionado una churrería.

—Déjate de churros... Todo son mentiras. La realidad es que han muerto más de setenta personas. Todos familiares de militares y, además, la familia Franco. Nos tienen ganas desde hace tiempo, ¿no os dais cuenta? Tantos incendios en todas nuestras casas. Ahora aquí. Es mucha casualidad.

—Deberíamos preparar la salida de Zaragoza con cierta estrategia. El que quisiera quitarnos de en medio, cuando sepa que no lo ha conseguido, lo mismo lo intenta de nuevo en la carretera —sugirió Carmen Franco.

—Tienes toda la razón.

Los escoltas ayudaron a la hora de hacer la evacuación y la llegada a Madrid.

—En un coche —dijeron— irán la señora y los marqueses. Los chicos saldrán más tarde y a intervalos en coches distintos.

Los ánimos estaban crispados. Antes de coger la carretera nacional, dieron varios rodeos por la ciudad de Zaragoza. Estaban convencidos de que ETA quería acabar con ellos. Aunque las noticias hablaban de un accidente fortuito.

—Me da igual lo que digan. Esto ha sido, cien por cien, obra de ETA —se empecinó Cristóbal.

El escolta le dio la razón. En aquel coche de vuelta nadie dudaba de que lo que había ocurrido no había sido fortuito. Carmen Polo no paró de rezar durante todo el trayecto.

—¡Es un milagro que estemos con vida! ¡Un milagro! —repetía con insistencia.

—Ha sido terrible, terrible. —Carmen estaba obsesionada con el fuego—. Pensé que moriríamos allí. Si hubiera tenido una escala, habríamos bajado sin más. Me tengo que hacer con una, no vuelvo a ir a un hotel y alojarme más allá del primer piso.

—Si te quedas más tranquila, cómprate una escala, pero si te quieren matar, lo van a hacer.

—¡Un milagro que lo contemos! ¡Es un milagro! —coreó Carmen Polo.

Nada más llegar a Madrid, Carmen pidió al servicio que le compraran una escala. No viajó nunca más sin ella. No se podía quitar de la mente las imágenes del fuego. Tenía la sensación de que la vida les daba una oportunidad. Cualquier problema que le contaban lo minimizaba. La experiencia del balcón y del fuego la marcó para el resto de su vida.

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