Carmen

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PRIMERA PARTE » 25. Un ciclón con nombre de mujer: Evita

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25UN CICLÓN CON
NOMBRE DE MUJER: EVITA

Dejé de estudiar. No entraba en mis objetivos ir a la universidad. Tenías que ser de una familia muy intelectual para querer hacerlo. Era muy raro que una joven de mi edad comenzara estudios universitarios. Se hacía el bachillerato y se acabó.

Carmen Polo prohibió a su hija que volviera a ver a Ninín Suanzes. La consecuencia de su salida con él fue no volver a cruzar la puerta del palacio en bastante tiempo. Las pocas salidas que le permitieron tuvieron una sola condición: la compañía de Claudina, su nueva carabina. Era el ama de llaves del palacio, que tenía bastante edad, pero era de absoluta confianza de Carmen Polo.

Con Claudina no hablaba tanto como con Blanca. Siempre estaba haciendo alguna tarea en el palacio. Cuando no arreglaba los bajos de los trajes de Carmencita o cosía algún arreglo en su ropa, escuchaba la lectura en voz alta de la joven. Ella planchaba también alguna vez, pero, desde que sustituyó a Blanca, había otras doncellas que se encargaban de hacerlo más que ella. En el palacio siempre había mucha tarea porque eran también muchas las personas a las que atender y mucha ropa que lavar, planchar y encañonar.

Carmencita estuvo tiempo sin salir del palacio para ver a sus amistades. Sin embargo, cada vez tenía más actividad de representación, lo que conllevaba más presencia en actos oficiales. Ahora la acompañaban Claudina y una escolta que controlaba y vigilaba todos sus movimientos. Su escolta estaba formada por un suboficial de mucha edad, Villalón, que era legionario. Además de un guardia civil, mucho más joven, de enorme simpatía, que se llamaba Morales y era de Jerez. Claudina, con quien más hablaba, pronto se convirtió en su confidente.

—¿Usted cree que mis padres están enamorados? —preguntó Carmencita, suspirando en sus pensamientos por el guardiamarina al que no le dejaban ver.

—Su padre es… es… no sé cómo decirlo.

—¿Poco expresivo?

—Eso, justo quería decir eso, pero no me salía la palabra.

—Mamá quiere mucho a mi padre, pero no se sabe nunca qué está pensando él por dentro. A mí me gustan los hombres más románticos y menos autoritarios. Mi padre manda mucho y se hace lo que dice sin rechistar. Claudina, las mujeres no tenemos opinión, ni a nadie le importa.

—¡Qué razón tiene sobre los hombres, señorita! —No quiso seguir diciendo nada más porque su padre era Franco—. No seré yo quien critique a su señor padre. No, claro que no.

Carmencita solo ocupaba su pensamiento con Ninín Suanzes. No podía decírselo a la carabina, como hacía con Blanca porque su madre lo sabría inmediatamente. Lo pasó muy mal durante un tiempo. Todos la veían alicaída, desganada e inapetente.

—El amor debería triunfar sobre la posición de las personas —seguía hablando del mismo tema.

—Señorita, usted no puede enamorarse de cualquiera.

—Si es una persona de bien, no entiendo por qué no. Sin embargo, ya sé que solo podré salir de aquí con quien digan mis padres.

—Debes obedecer porque tus padres solo quieren lo mejor para ti.

—Hay personas maravillosas con las que no me dejarán salir jamás. Lo tengo asumido. Es así. —Veía a Ninín vestido de guardiamarina y pensaba que nadie llenaría ese hueco que le había dejado.

—¿Por qué no mata el tiempo con el piano?

—He decidido dejarlo.

—Pues tiene que encontrar una ocupación que realmente le guste.

—Ya leo a todas horas libros y periódicos. Y mi hobby favorito es cazar, pero tampoco me dejan hacerlo siempre que quiero. Claudina, no sé si sabe que tengo buena puntería.

—Sí, eso me han dicho. Creo que debería relacionarse más con personas de su edad. Eso es lo que creo. —Claudina pensaba que estaba muy sola y siempre se esperaba de ella reacciones de adulta—. Le voy a pedir a su madre que venga alguna amiga unos días con usted. Necesita hablar de sus cosas con alguien de su edad y no conmigo, que soy una vieja.

—Claudina, no diga eso, por favor.

—Es lo que soy: una vieja gorda que solo sabe coser y planchar y que poco la puede ayudar.

Languidecía Carmencita en el palacio cuando no tenía ningún compromiso y asumió que solo le quedaba obedecer y aceptar su situación. Dejó de contestar a las cartas de Ninín que le llegaban por el conducto de sus primas. Leía novelas sin parar y consumía su tiempo libre acompañando a su madre de tiendas o a actos oficiales.

Ese año cuarenta y cuatro en el que ella se sentía ya adulta con dieciocho años, España vivía los momentos más graves desde que comenzó la contienda internacional. Así se lo hizo saber Franco a sus colaboradores.

—En otros momentos pudo jugar nuestra voluntad; en este, no.

—Además, a los problemas de suministro de combustible hay que añadir la campaña mundial que hay contra nosotros —comentó Luis Carrero Blanco.

—Excelencia, el problema está en que no nos perdonan la venta de wolframio a Alemania —comentó Jordana, el ministro de Exteriores.

—Defendamos nuestro derecho como nación a comerciar y a subsistir gracias a aquellos acuerdos con las naciones que sí quieran hacerlo.

—Sabemos por nuestros servicios de información que hemos corrido serio peligro de ser invadidos por las tropas aliadas —comentó Jordana.

—Nunca podemos descartar del todo ese peligro —añadió Franco.

—Sé por fuentes del Eje que ese peligro también les llegó a ellos por otras vías de información —observó Carrero.

—Volvamos a hacer pública una declaración tajante por nuestra parte: «El Gobierno está decidido a mantener a ultranza su derecho a la neutralidad». Publíquenlo de inmediato —afirmó Franco.

Hasta el 2 de mayo no se dio por cerrada oficialmente esta grave crisis. De hecho, un gesto de Churchill hacia España fue muy bien acogido por Franco y su Gobierno. El líder británico reconocía que España, con su neutralidad, «había prestado un insigne servicio a la causa de los aliados». Posteriormente, el desembarco aliado en Normandía quitaba a España del punto de mira internacional. El régimen dejó de temer una invasión.

El ministro Francisco Gómez Jordana, sometido a una gran tensión durante esos días, se fue de vacaciones a San Sebastián. Se sentía solo y le parecía que estaba nadando contracorriente dentro del propio Gobierno que era más germanófilo que anglófilo. En su diario cada noche escribía una reflexión. Es la última anotó: «Qué asco de vida y qué cantidad de patriotismo hace falta para trabajar con tan poco estímulo». Al día siguiente, murió de un infarto. Nada pudo hacerse para salvar su vida. Tras el impacto de su muerte, fue sustituido de inmediato por José Félix de Lequerica, un diplomático licenciado en Derecho por la Universidad de Deusto y doctorado en Madrid. Amplió estudios en Inglaterra donde estudió becado por la London School of Economics and Political Science. Franco no interrumpió sus vacaciones y la sustitución se hizo desde la distancia.

En el amplio pazo de Meirás, de siete hectáreas de terreno, siempre había algún miembro de la familia o algún amigo invitado. La casa solariega tradicional gallega, ubicada el municipio coruñés de Sada, que había pertenecido a Emilia Pardo Bazán, todavía conservaba vestigios del paso de la escritora. La finca estaba rodeada por un sólido muro de piedra que protegía un edificio principal de estilo romántico y tres torres cuadradas y almenadas de distintas alturas. En verano, todo cambiaba para Carmencita, ya que podía salir más con sus amistades. Aunque ni de vacaciones se libraba de la carabina, ni de la escolta, todos se relajaban más y le permitían alguna licencia que en Madrid era impensable. Aprovechando que Franco pasaba muchos días pescando, Carmen Polo y su hermana Isabelina estaban horas hablando tras la comida. Bien charlaban de don Juan de Borbón y de sus exigencias para la restauración de la monarquía o bien comentaban alguna cosa sobre su cuñado, Ramón Serrano Súñer y su familia.

—¿Sabes algo de Zita? —preguntó Carmen.

—Sí, está bien. Ahora mismo se encuentra en Peñíscola.

—No me ha llamado en todo este tiempo. Estoy muy enfadada con ella.

—No se lo tengas en cuenta. Le parece que todo lo que le ha pasado a su marido es una injusticia y cree que tú has tenido que ver con su destitución.

—Sin embargo, no habla nada de esa señora y su hija, ¿verdad? Le protege hasta el punto de no creerse las evidencias.

—Tampoco le queda otra salida. Al no admitir lo de la hija bastarda, puede seguir adelante con su matrimonio. ¿No lo comprendes?

—Y luego va su marido poniendo verde a Paco y a todo su Gobierno. Cuando me viene alguien con ese chisme, le digo que por ahí no siga.

—Siempre ha sido muy crítico y muy poco prudente.

—Lo siento por Zita. Me gustaría verla. Sabes que la quiero como una hija.

—Pues solo la verás en reuniones familiares especiales. Ella no va a hacer nada que piense que va en contra de su marido.

—Lo sé. —Se quedó muy pensativa.

Isabelina cambió de tema para que su hermana se tranquilizara.

—Olvida ese tema, que el tiempo sabes que todo lo cura. Oye, ¿es cierto que tu médico se ha enamorado de una actriz muy conocida?

—Sí, de María Jesús Valdés. Es muy joven Vicentón, sinceramente no sé si llegará a casarse con ella. Si es así, deberá dejar el teatro. No estaría bien visto que siguiera trabajando en los escenarios mientras su marido atiende a Paco.

—Esa actriz me cae muy bien.

—Sí, dicen que es muy simpática. Pero ese trabajo no es para la mujer del médico de Franco.

—No estaría bien visto. Tienes razón. ¿El doctor sigue viviendo en El Pardo?

—Sí, tiene su dormitorio en la parte baja del palacio. Está pendiente de la salud y del ocio de Paco. Por la mañana le hace la visita médica y después juega una partida de tenis con él o realiza unos hoyos de golf. No tiene demasiado trabajo, afortunadamente, pero está siempre poniéndole a dieta, y los demás tenemos que seguirla para no comer distinto.

—Pues tú no necesitas adelgazar más. De modo que no comas lo mismo que tu marido.

—Sabes que, en cualquier caso, no soy de mucho comer.

Para entretener a Carmencita, grupos de coros y danzas de la Sección Femenina acudían con cierta frecuencia a ofrecer sus números de bailes y actuaciones musicales. Era todo un acontecimiento familiar que servía para invitar a amigos y a las familias de algún ministro.

Nada más concluir el mes de agosto y de regreso a El Pardo, se vivieron momentos de extrema tensión en el Gobierno cuando se tuvo la información de que grupos de guerrilleros comunistas habían penetrado por la frontera española con ánimo de alcanzar los valles altos de Huesca y Navarra. Los maquis llegaban a suelo español bajo la dirección de Santiago Carrillo, miembro del comité ejecutivo del Partido Comunista y encargado de la acción guerrillera en el interior de España.

—Hay que aniquilar al enemigo como si esto fuera una guerra —comentó Franco—. Pero vamos a hacerlo en silencio. Es capital que nadie sepa que esto está ocurriendo.

—¿No sería mejor que el espíritu de la cruzada vuelva a reavivar el espíritu patriótico? —preguntó Carrero Blanco.

—He dicho que ni una línea en los periódicos y ni un solo comentario en la radio. El silencio es la mejor contestación a este ataque que lo único que pretende es obtener eco. Nosotros no vamos a contribuir a su propaganda. Lo que hay que hacer es aniquilarles.

El 19 de marzo de 1945, cuatro días después de que el general norteamericano Patton atacase y derrotara con éxito a las tropas alemanas entre los ríos Mosela y el Sarre, don Juan de Borbón firmó un manifiesto en Lausana en el que denunciaba el carácter totalitario del régimen de Franco y ofrecía una fórmula democrática y superadora de la Guerra Civil. Este documento cayó como agua hirviendo sobre Franco y su entorno.

—Ni una palabra en la prensa —comentó Franco—. No quiero que este papel tenga ninguna trascendencia. Queda claro que entre mis enemigos está don Juan. Ahora sí que tengo la decisión de que él no regrese a España mientras yo sea el jefe del Estado.

—No ha sido nada oportuno —dijo Carrero Blanco. Su opinión cada vez tenía más peso ante Franco.

—No le niego el carácter patriótico al ofrecer una salida frente a la república izquierdista que desean los aliados implantar en España. Debemos ir con tiento.

—Yo le aconsejo no romper con don Juan.

—Le aseguro que no reinará jamás en España. Se ha cavado su propia tumba.

—Pero sí podría hacerlo su hijo, el príncipe Juan Carlos.

—Tiempo al tiempo.

De este tema no se habló en la comida. Las cuestiones de Estado no se abordaban en los almuerzos. Sin embargo, durante el juego de cartas tras el té de las cinco, Carmen y su hermana comentaron el manifiesto de don Juan en presencia de Carmencita, que se empezó a aficionar a jugar al Gin Rummy, un juego llegado de los Estados Unidos que se había impuesto en la sociedad de la época. Consistía en armar diferentes combinaciones con las cartas y la joven era especialmente habilidosa.

—Esta niña nos gana sin piedad… —protestaba la tía Isabelina.

—Me tenéis que enseñar a jugar al póquer. Lo mismo se me da bien.

—Lo que nos faltaba ya es que una mocosa nos ganara también al póquer. ¡Tú aprendes muy rápido!

Mientras jugaban, se pusieron a hablar confidencialmente sobre el manifiesto que acababa de escribir don Juan.

—Se ha adelantado sobre los planes de Paco. Este hombre no es consciente de lo que ha hecho. Se ha roto el posible entendimiento que pudiera haber entre ellos.

—Le ha podido la ambición.

—Pues ahora todo se ha enturbiado y si alguna vez pensó en él para la restauración de la monarquía, ahora lo ha descartado por completo. Los consejeros que tiene cerca le han aconsejado mal, muy mal. Han querido forzar la retirada de Paco.

—Es increíble el desagradecimiento. Entonces, ¿a quién mira tu marido como posible sucesor?

—Pues a Juan Carlos, de siete años; a Alfonso, su primo de nueve, los dos nacidos en Roma, y a Carlos Hugo, que nació en París y tiene quince años. Paco siempre ha sido monárquico. No tiene duda de que su sucesor debe ser uno de estos tres críos.

—Pero los tres están fuera de España. No tienen ni idea de lo que somos.

—Tienes razón, deberían acercarse a nuestras costumbres, a nuestra forma de ser. No pueden aterrizar aquí como un elefante en una cacharrería. Se lo comentaré a Paco.

Carmencita asistía a estas confidencias sin pronunciar palabra. Sabía que no debía meterse en las conversaciones de su madre. Tampoco lo hacía en las de su padre que durante esos días vivía momentos muy tensos. Lo percibía, aunque no expresara nada durante el almuerzo y la cena. Sí se enteró de la ruptura de relaciones con Japón y tampoco pudieron ocultarle la muerte del presidente norteamericano, Franklin Delano Roosevelt, de una hemorragia cerebral masiva sin ver concluida la Segunda Guerra Mundial y sin lograr un acuerdo con Stalin.

Nada comparable al efecto que tuvo el fusilamiento de Mussolini, que acabó colgado de una soga por los pies, y, dos días después, el suicidio de Hitler y la quema de su cuerpo con gasolina. Franco estaba muy impresionado por cómo se había precipitado la muerte de los dos.

—Nosotros solo podemos resistir este embate de la historia —comentaba Franco con Carrero Blanco.

—Esta guerra está tocando a su fin. Nosotros debemos apelar a nuestra neutralidad. Nadie sabe en qué términos fueron nuestras conversaciones con Hitler y con Mussolini.

—Vamos a vivir tiempos difíciles. Yo llevaré personalmente la dirección de la resistencia y de la contraofensiva. Tenemos que responder por vía diplomática y a través de la prensa a cualquier ataque a España. Debemos estar preparados.

En la Conferencia de Potsdam, donde se reunieron Stalin, Truman —el nuevo presidente de los Estados Unidos— y Churchill, se oyó que «el régimen español era un peligro para la paz». La frase la pronunció el enemigo número uno de Franco, Stalin, que deseaba romper totalmente las relaciones con él y apoyar a los vencidos de la Guerra Civil, controlados por el partido comunista. Churchill opinaba que sería un error «encender la hoguera de la Guerra Civil española».

Carmencita leía todos los periódicos a diario y se quedó impactada al enterarse de que había caído la primera bomba atómica sobre Hiroshima y, días después, la segunda sobre Nagasaki. Terminaba la guerra mundial con la capitulación de Japón. Durante esos días intentó hablar con su padre, pero fue imposible. Decidió preguntar a su madre.

—Mamá, ¿nosotros qué vamos a hacer?

—Pues seguir aquí.

—Pero mamá, Mussolini y Hitler están muertos y en Japón han caído bombas atómicas. ¿Nos puede pasar lo mismo?

—¡Shhhhhhhhhhh! No vuelvas a decir una cosa como esa. Nosotros somos neutrales, no estamos en guerra con nadie. Eso no quita para que recemos cuanto más mejor porque nadie está exento de la barbarie. —Se santiguó—. No somos nadie. ¡Quién iba a pensar en ese final! ¡Terrible! ¡Terrible!

Carmencita no era consciente del peligro que corría su padre y el régimen que pilotaba sobre una victoria tras una insurrección y una guerra civil. Las democracias rechazaban a España. Incluso en la ONU no solo no se permitía la entrada de España sino que se decía que no podía coexistir un régimen fascista con el resto de los países. Tras la condena que hizo este organismo, en el palacio de Oriente el Gobierno convocó una manifestación en la que se protestó contra la presión internacional. Esas fotos de los españoles protestando tenían como destino la prensa internacional. La hostilidad de los diferentes países contra Franco aconsejó la retirada de embajadores acreditados en España. Los maquis, por su parte, realizaron más de mil acciones subversivas duramente reprimidas por la Guardia Civil. Las cifras oficiales aseguraron que habían muerto dos mil ciento setenta y tres miembros del maquis y más de tres mil habían sido encarcelados.

Carmencita empezó a salir de su encierro en el palacio de El Pardo y comenzaron a presentarle a todos los jóvenes con título y de familia aristocrática que estaban sin compromiso. Se fijó en uno especialmente atractivo, dicharachero y alto: Cristóbal Martínez Bordiú.

—No está libre, tiene novia —le dijo su amiga Angelines Martínez-Fuset.

—No sé por qué me das esta información. No te la he pedido.

—No, es que le he visto a él que te miraba de manera especial.

—A mí los que tienen novia no me atraen nada.

—Yo creo que a él sí le interesas. Te está siguiendo con su mirada allá adonde te mueves —comentó Maruja Jurado, sobrina de un ayudante de Franco que ejercía más que de tío, de padre.

—Te equivocas, no ha dado ninguna señal de interés, pero yo tampoco. Olvidaos de ese chico, no me interesa en absoluto.

—Está bien. No te he dicho nada.

Durante esos días, hubo una importante novedad en su vida: la visita de Evita Perón a España. Eso supuso que durante dieciocho días solo se pensara en tan ilustre anfitriona. Juan Domingo Perón, su marido y presidente argentino, se había erigido meses antes en valedor del régimen de Franco ante las Naciones Unidas. El Gobierno argentino no solo había defendido a Franco sino que mientras todos los países le daban la espalda, envió grandes cantidades de trigo, carne y otros productos a España por valor de trescientos millones de dólares.

En junio de 1947, se abrió el palacio de El Pardo para recibir por primera vez a una alta autoridad extranjera. Evita aceptó la invitación y se le rindieron todos los honores como si se tratara de una jefa de Estado. Así demostraba Franco el agradecimiento de todo un régimen hacia la figura de su marido. Aunque el buen tiempo y las altas temperaturas acompañaban, Evita llegó envuelta en pieles, sombreros y joyas. Durante el trayecto del aeropuerto al palacio de El Pardo, una multitud con banderas argentinas y españolas se agolpó a ambos lados de la carretera.

Carmencita se mostraba feliz de tenerla en el palacio, todo un personaje con el que poder conversar y acompañar en su periplo por España. Sin embargo, a su madre le parecía que seguía siendo una mujer del mundo del espectáculo más que una primera dama. Le gustaba llevar la contraria a los generales y hacer esperar a sus anfitriones.

—¿Te has fijado lo que le gusta llegar tarde? Debe pensar que su tiempo es más valioso que el nuestro. ¿Y los sombreros? Son más propios de una obra de teatro que de una recepción. Por no hablar de los dos aviones…

—¿Trae a mucha gente con ella? —preguntó la joven.

—Uno es para ella y su séquito y el otro es para su equipaje, parte de su personal de servicio y una serie de bultos con banderas y emblemas argentinos que trae para decorar los aeropuertos donde recala. Le gusta el espectáculo, está claro.

—¿Celebrarás con ella tu cumpleaños?

—No haré una celebración como tal. Todos los días tenemos actos para enseñarle Madrid, El Escorial, Toledo, Sevilla… Son muchos días. Estaré a todas horas con ella. No me queda otra.

Carmen Polo cumplía cuarenta y siete años, mientras que Evita, el mes anterior, había celebrado su vigésimo octavo aniversario. Había cierta tirantez entre las dos. Una solo se relacionaba con la alta burguesía y la otra solo se sentía a gusto entre las clases populares a las que sabía dirigirse con lo que querían oír. «Queridos descamisados de España —dijo en su primer discurso a los españoles—, tenemos que evitar que haya tantos ricos y tantos pobres. Las dos cosas al mismo tiempo. Menos pobres y menos ricos». Este tipo de mensajes no le gustaban a Carmen Polo. Tampoco le hacían gracia sus expresiones feministas y su desenfado al hablar y al moverse entre la gente. Franco insistía a su mujer en que debía esforzarse con su anfitriona.

—Te pido que te vuelques con Eva. Estamos aislados y solo contamos con Portugal y con Argentina como aliadas. Estamos al borde de la hambruna y solo Argentina nos puede ayudar con esta pertinaz sequía que nos está castigando.

—No tiene ninguna clase, Paco.

—Pues aquí lo importante es que nos ha traído toneladas de cereales y carne enlatada para alimentar a la población. Va a estar dieciocho días y quiero que se lleve muy buena impresión de nuestro recibimiento. No podemos fallar.

—No fallaremos, pero somos como el agua y el aceite.

—Me hago cargo. Simplemente tenemos que causarle una buena impresión. Lo demás no importa.

Al día siguiente, Carmen solicitó que le trajeran los sombreros más lujosos y los vestidos más elegantes de los ateliers más importantes de la capital.

No deseaba que Eva la eclipsara en su periplo por España. Nunca antes se la había visto tan preocupada por su apariencia como en esta estancia de Evita en España.

—No puede dejarnos atrás como si fuéramos pueblerinos. Que se dé cuenta de que en España sabemos vestir bien. ¡Parece un muestrario de joyas y luego habla de los pobres y del pueblo!

—A mí me cae bien. Parece muy simpática —replicó Carmencita.

—Le gusta mucho escucharse e interrumpir a los demás. Esta mañana ha estado muy insolente con los ministros. Incluso les ha corregido. A mí me ha llegado a decir que tu padre no gobierna como resultado de unos votos, sino de la victoria de una guerra. ¡Qué sabrá ella de España!

—No se lo tengas en cuenta, es que es así de campechana.

—Me parece que carece de las mínimas normas de educación. Mañana iremos al Escorial. Espero que allí no saque ni un pero sobre lo que le vamos a mostrar. ¡Qué mujer!

No tardaron mucho en averiguarlo, al día siguiente, llegando a los aledaños del monasterio, hizo uno de esos comentarios suyos tan inoportunos que Carmen recibió como si se tratara de una bofetada.

—Podrían dedicar este enorme edificio a algo útil. Por ejemplo, a una colonia para niños pobres. ¡Se ven tantos por las plazas que me han enseñado!

—¡Es que hemos pasado una guerra que ha arrasado con todo! ¡Necesitamos tiempo y ayuda para recuperarnos! Por eso estamos tan agradecidos a los argentinos.

—Juan Domingo tiene la firme voluntad de seguir ayudando a España. No podemos quedarnos impasibles ante tanto pobre…

—Eso dice mucho de él. Paco no lo olvidará jamás —intentó sonreírle.

Carmen soñaba con la partida de la Perona, como la llamaban en la intimidad. Contaba los días que quedaban para su marcha. La presencia de Evita había alterado el curso normal en el palacio. Franco quiso agasajarla con la Gran Cruz de Isabel la Católica —de oro, perlas, brillantes y rubíes— mientras le daba la bienvenida en el palacio de Oriente: «El pueblo español os da la bienvenida al viejo solar hispano. La distancia material que un día pudo superar a nuestros pueblos hoy ha desaparecido». María Eva, como la llamaban algunos, a su vez contestó desde el balcón del palacio ante miles de personas allí congregadas: «La reina Isabel, cuya cruz signa mi pecho y me abruma sobre el corazón, vela por el mundo que alumbraron sus maternales entrañas». Miles de personas la aclamaron mientras ella saludaba y sonreía a todos.

Otro día, en la plaza Mayor de Madrid recibió ochocientas piezas de trajes regionales, confeccionadas especialmente para ella. Fue un acto muy emotivo y lleno de colorido. El baño de multitudes le gustó muchísimo, los bailes regionales y el calor que le brindaba el pueblo español. Se emocionó de verdad. Entre la multitud que quiso saludarla, una mujer entrada en años le pidió que besara a su nieto y este le entregó una carta que Evita guardó en su bolso. Era del hijo de una condenada a muerte del Partido Comunista: Juana Doña. Meses antes había participado en un atentado contra la embajada argentina. Alexis —que así se llamaba el niño— le pedía que intermediara con Franco para salvar a su madre y le conmutaran la pena de muerte. Evita quedó conmocionada con aquella historia y durante su estancia no cejó en su empeño para que no condenaran a aquella mujer a la pena máxima. El sacerdote que la acompañó desde Argentina, Hernán Benítez, se encargó de presionar al clero español. Finalmente, Franco cedió ante la insistencia de su invitada y de sus allegados. Este tema no podía enturbiar una visita en la que España tenía tanto que ganar. Juana Doña pasó a prisión. Treinta años le quedarían por delante en la cárcel, pero, al menos, conservaba la vida.

Eva fue actriz de radionovela y aspirante a estrella de cine, algo que Carmen Polo comentaba con sus amistades. «No ha dejado el escenario. Sigue actuando fuera en cada una de sus apariciones en público». Juan Domingo, su marido, necesitaba enviar una embajadora a España y nadie podía representar mejor a Argentina que ella. Evita dejó una profunda huella tras su partida y una gran corriente de simpatía hacia los argentinos.

La visita había sido un éxito para todos. Carmen Polo necesitó días para recuperarse del «ciclón Evita» y de sus formas tan poco diplomáticas. Para Carmencita habían sido los dieciocho días más trepidantes y divertidos que había vivido en años. A partir de ese momento, comenzó una nueva etapa en su vida. La niñez y la adolescencia quedaban atrás.

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