Carmen

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PRIMERA PARTE » 12. El invierno más crudo

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12EL INVIERNO MÁS CRUDO

DICIEMBRE DE 1937

Comentaba mucho mi madre una frase de su padre:

«Estos Franco están medio locos».

Las bajas temperaturas de ese final de año complicaron la guerra en las trincheras e hicieron más difícil la vida para aquellos que intentaban sobrevivir al hambre y al frío. Las malas condiciones climatológicas se convirtieron en el peor de los enemigos para los dos bandos.

En el palacio de Muguiro, la institutriz intentaba que Nenuca siguiera estudiando, como si la guerra no hubiera interrumpido las vidas de todos los jóvenes y adolescentes. La rutina de trabajo se instaló allí, en el palacio, pese a que fuera de esos muros la actividad docente se había paralizado.

—Nenuca, tienes que dormir más. No puedes quedarte leyendo hasta las tantas —recriminó a la niña.

—Es que yo he salido a mi padre. He salido a los Franco.

—Pues eso justamente es lo que tu madre quiere que corrija. De modo que, aunque te parezcas a tu familia paterna, tienes que acostarte antes. Las cosas que ya estamos estudiando requieren que hayas dormido bien la noche anterior.

—Está bien, señorita Blanca.

A Nenuca no le costaba obedecer. Estaba acostumbrada desde que era pequeña, pero era cierto que por la noche le entraba la actividad. La niña, ya con el camisón puesto, comenzó a explicarle algunos de los comentarios que su madre repetía a las visitas.

—¿Sabe? Cuando yo nací, después de que mi tío Ramón hiciera el viaje del Plus Ultra, mamá estaba embarazada de mí y mi abuelo le decía: «Espero que tengas la suerte de que sea niña porque estos Franco están medio locos. Si es un niño, te aseguro que irá a la luna». ¿No le parece gracioso lo que decía el padre de mamá?

—Pues aunque seas niña, yo creo que has sacado esos genes.

—¿Cree, señorita, que yo soy tan echada para adelante?

—Sí que lo eres, aunque tendrás que vencer los muchos miedos que tienes.

—Mamá siempre me dice que me puede pasar esto o lo otro. Tengo miedo al mar, a la oscuridad, a la gente desconocida…

—Está bien que seas precavida, pero tienes que ir superando esos miedos.

—¿Usted también?

—¡Sí! Yo también. Todavía tengo miedos, pero son de otro tipo. —Pensó en Jesús, el mecánico, que tan nerviosa la ponía—. Intento rezar y vencer al miedo enfrentándome a él. No hay otra manera de superarlo.

—¿Al miedo se le vence enfrentándose a él?

—Así justamente, mirándole de frente. Por ejemplo, si te da miedo estar sola, ¡quédate sola!

—Yo prefiero seguir durmiendo con usted.

—Es una forma de hablar. Uno vence a sus monstruos cuando se enfrenta a ellos. Si te da miedo viajar, ¡viaja! ¿Me entiendes?

—Creo que sí. Pero no sé si me atrevo, señorita.

—Todo tiene su edad. Ahora eres una niña y tienes que obedecer con aquello que te decimos los adultos. Ya tendrás tiempo de superar tus miedos. Todos tenemos alguno.

—Mi padre no. Cree mucho en el destino y en la Providencia. Mamá dice que no tiene miedo a nada, ni a morir. Sin embargo, yo tengo pesadillas cuando me acuerdo de esos bichos que hay en el mar y que mamá me dice que me van a comer. Y también la oscuridad me da terror…

—Bueno, es hora de acostarse. ¿Ves? Ya estamos yendo tarde a la cama. Y a eso sí que hay que tenerle respeto. Los horarios deben cumplirse. ¡Vamos a rezar!

Las dos se arrodillaron, cada una cerca de su cama, y rezaron en alto. Esa noche Nenuca se durmió rápido. No tuvo pesadillas. Se acordaba de que al miedo se le vencía enfrentándose a él, tal y como decía su institutriz.

Esa misma noche, Franco, no muy lejos de donde se encontraba su hija, hablaba por radio con sus generales.

—Debemos conseguir la rendición absoluta del enemigo. Una república sería fatal para España, como lo sería para Gran Bretaña. Eso debemos tenerlo claro. La gente cree que estamos haciendo una guerra nada más, pero estamos haciendo una revolución que se inspira en las grandes enseñanzas de la Iglesia católica. Mañana voy a dictar una orden general que disponga los preparativos para una nueva ofensiva sobre Madrid. Lo haremos a partir del sector de Guadalajara. Doce divisiones irán hacia el frente. Después de recuperar el norte de España, nuestro nuevo objetivo vuelve a ser Madrid.

Los días siguientes hubo mucho movimiento en el palacio de Muguiro. Se pensaba que la iniciativa sobre Madrid iba a ser definitiva para ganar la guerra. Carmen y Zita Polo se organizaban para las celebraciones de ese mes de diciembre atípico, donde las fiestas navideñas iban a estar eclipsadas por los constantes viajes al frente. La noticia del restablecimiento de la Lotería Nacional dio otros aires a las conversaciones de esos días.

—¿Has visto? Volveremos a tener Lotería Nacional.

—¿Pero se podrá celebrar el sorteo de Navidad? —preguntó Zita.

—No creo. El primer sorteo lo celebraremos ya con el año empezado. Están buscando bombos. No serán los rojos los únicos que tendrán lotería. Hay que dar este tipo de alegrías a la gente.

—Sí, tienes razón. Cuanto antes las personas vean normalidad en sus vidas, mejor. Fíjate el efecto que ha tenido el billete que ha puesto en circulación el bando nacional con el escudo del reinado de Alfonso XIII. Son pequeños detalles que significan mucho.

—Espero que esta nueva ofensiva sobre Madrid acabe con esta guerra que dura tanto.

Sin embargo, esa misma noche, todas las expectativas sobre el final de la guerra se vinieron abajo. Durante la cena, Franco y Serrano estuvieron muy serios. El más contrariado y expresivo fue Nicolás Franco.

—Ese general Rojo… se la tengo jurada. Dos ataques en el frente de Teruel. Ahora llevan la iniciativa. Está claro que es para descargar al frente de Madrid. Es una estrategia para que desviemos nuestra atención.

—Sí, pero no nos podemos permitir perder una capital de provincia como Teruel —intervino el general Orgaz, quien acababa de ser nombrado consejero nacional—. Verdaderamente es un dilema, pero Madrid tendrá que esperar.

Franco callaba pero estaba convencido de que la entrega de un banderín días pasados a una compañía de la decimoquinta brigada internacional, en el frente de Teruel, había mostrado las intenciones del Ejército Popular, pero no lo supieron interpretar. Conocía perfectamente a Vicente Rojo, militar de academia como él y católico. Sabía que era un gran estratega. No podía mirar hacia otro lado mientras lanzaban la ofensiva contra Teruel. El invierno estaba haciendo estragos. Con temperaturas de hasta menos catorce grados. Las operaciones de contraofensiva serían especialmente duras. Había que abandonar la idea de atacar Madrid. Tenían que cambiar de estrategia y mirar hacia Aragón. Otra vez la ofensiva contra la capital debería esperar.

En esas Navidades y en los meses siguientes, fueron constantes los viajes a Aragón. Cuando Términus se estableció en Pedrola en marzo de 1937, Carmen pensó que era el momento de acompañar a su marido con la niña. Esta llevaba meses mostrando interés por ir a Términus y ahora todo parecía propicio para viajar. Un cambio de aires le vendría bien ya que llevaba rara unos cuantos días. Seguramente se debía al encierro casi permanente en el palacio de Muguiro. Decidió darle la sorpresa durante la cena. Viajarían a Pedrola, en Aragón, al día siguiente. Eso le hizo cambiar la cara a la niña.

—¿Iremos en avión? —preguntó con curiosidad.

—No, no iremos en avión. Lo haremos por carretera. ¿Es que no te acuerdas que en junio del año pasado hubo un accidente de avión donde murió el general Mola? Tu padre no está seguro de que tanto accidente de aviación no esté relacionado con algún sabotaje.

—¿Corremos peligro?

—Estamos en guerra, Nenuca. De eso no te puedes olvidar, aunque yo no te hable nada de la contienda.

Al día siguiente se pusieron en marcha muy temprano. Viajaron a Términus en varios coches. Cuando dejaron al río Ebro en su margen derecha y la afluencia del Jalón por su izquierda, llegaron al pueblo de Pedrola que estaba localizado en la depresión del valle del Ebro. La familia Franco se alojó en otro palacio, el de los duques de Villahermosa, cuyos orígenes se remontaban al siglo XVI.

—El primer duque de Villahermosa fue Alonso de Aragón, hermano del rey Fernando el Católico. ¡Si estas paredes hablaran! —les dijo el guardés del palacio mientras abría paso a la comitiva—. Aquí hay constancia de que estuvo Miguel de Cervantes como paje del cardenal Aquaviva.

—Muy interesante —manifestó Carmen Polo, con ganas de acomodarse cuanto antes en su habitación.

—Este palacio está levantado sobre un castillo antiguo del que aún se pueden apreciar algunos restos en la finca que lo rodea. Aquí hay unas once hectáreas.

—Mamá —le dijo Nenuca a su madre—, aquí no quiero dormir sola y no ha venido la señorita Blanca. ¿Quién va a dormir conmigo?

—No te preocupes. No dormirás sola. Tienes mala cara. Si es porque te da miedo, ¡tranquila! Tu padre y yo estaremos cerca.

—¡Dejadme dormir con vosotros!

—Eso no estaría bien visto. Dormirás con alguien del servicio que nos recomienden.

Esa noche había sobre la mesa del salón todo tipo de bandejas con verduras de la tierra, sin embargo, Nenuca apenas las probó. No podía, se encontraba muy mal. Su cara parecía hinchada. Todos lo achacaron al viaje y al dolor de oído del que se había quejado durante todo el trayecto. Dejaron que se retirara a la cama con una joven del servicio, recomendada por el ama de llaves del palacio. Durante la cena, el joven doctor Vicente Gil, que les había acompañado, no había perdido de vista a la niña. Cuando la pequeña se marchó, se atrevió a hablar en la mesa donde había tantos altos cargos.

—Si me lo permiten, me gustaría observar con detenimiento a la niña. Creo que tiene algo más que cansancio.

Se quedaron todos callados e inmediatamente Carmen Polo le dio la autorización.

—Por supuesto, Vicente. Conoces a Nenuca mejor que nadie. Cuando eras un jovenzuelo ibas a por suizos y se los traías a la niña.

—Yo recuerdo haberle hecho una de sus primeras fotos con un abriguito blanco. Sí, la conozco bien, y la niña está enferma. Lo que no sé bien es lo que tiene. Debo examinarla.

—¡Ve a su habitación! ¡Cuando quieras! ¡Qué contrariedad!

Carmen pensó que el doctor exageraba y que, en realidad, quería granjearse su confianza, pero le pareció oportuno que la observara por si acaso no era solo cansancio. Es cierto que desde hacía varios días se comportaba de forma extraña. Por eso, creyó que este viaje le vendría bien.

El joven doctor fue a por su maletín y entró en la habitación de la niña. Estaba metida en la cama con su camisón largo.

—Nenuca, vengo a ver qué te pasa. Tú estás mala. Vamos a saber el motivo.

En cuánto le tocó el cuello y la cara, la niña se quejó del dolor. Le palpó la frente y estaba muy caliente.

—Tienes hinchadas las glándulas salivares. ¿Sabes? Tienes lo que los médicos llamamos mejillas de ardilla.

—¿Y eso qué es?

—Pues tienes una enfermedad que se llama paperas. Tranquila, tendrás que estar varios días en cama y no salir del palacio en cuarenta días.

—¿Tantos días? ¿Me pondré bien?

—¡Claro que sí!

El médico se fue de allí directamente al salón donde continuaba la cena. Todavía con los postres en los platos les dio la noticia.

—Señores, la niña tiene parotiditis, lo que comúnmente se llaman paperas.

—¡Dios mío! —exclamó Carmen—. ¿Eso es muy grave?

Franco escuchaba impasible. Su mujer parecía mucho más afectada.

—No, no es una enfermedad muy grave pero sí tan contagiosa como la varicela o el sarampión. Deberá estar en cuarentena. Si contagia a niños les puede provocar una orquitis y epididimitis. Puede asociarse a una disminución de la fertilidad o a la infertilidad total en los varones.

—No podremos movernos de aquí. Hay muchos niños en Burgos. Los hijos de Zita, los de mi amiga Lola… No podemos arriesgarnos a que se contagien. ¿Cuántos días dice usted?

—Esta enfermedad desaparece por sí misma y su tratamiento solo consiste en aliviar los síntomas y bajar la fiebre. Lo suyo sería guardar una cuarentena.

—Pues ya no hay más que hablar. Estaremos aquí cuarenta días. El destino lo quiere así, habrá que aceptarlo sin más —dijo Franco mientras volvía a coger el tenedor para comer unos melocotones en almíbar.

—Tenemos la suerte de que la joven que estaba con ella también ha pasado las paperas. Por lo tanto, está inmunizada. Les recomiendo que si no las han padecido no pasen a la habitación. En estos momentos la enfermedad es muy contagiosa. Yo estaré a su cuidado.

—No tengo palabras, Vicente. Muchas gracias por lo que va a hacer por mi hija.

—Sería conveniente que estuviera cerca de nosotros siempre —le comentó Franco.

—Yo estoy para servirle a usted y a Dios. —Levantó el brazo y dio un taconazo.

—Mañana a las nueve de la mañana denos un informe de la evolución de nuestra hija.

—Así lo haré.

Durante los días siguientes, Nenuca guardó reposo, tomó líquidos y no paró de hacer gárgaras con agua tibia y sal. La joven del servicio estuvo constantemente aplicándole compresas frías y calientes en la zona del cuello, tal y como dijo el médico. Durante una semana la niña solo tomó una dieta blanda, aunque apenas tenía hambre.

Poco a poco se fue encontrando mejor. La prueba definitiva fue que empezó a comer más y a querer salir de la cama. Según se fue recuperando y cuando el médico la dejó abandonar la habitación, se perdía entre el servicio. Como no había otros niños en el palacio, allí donde estaba la joven que la cuidó durante esos días, se encontraba ella. El «planchero» fue el lugar que más visitó durante su estancia en Pedrola.

—Mira, te voy a enseñar a coger la plancha, para que seas una señorita de provecho.

Le pusieron unos trapos arrugados y la dejaron tocar la plancha de hierro, con la mirada atenta de la joven de la que se hizo inseparable.

—¡Qué divertido! Me gusta más que coser.

—Pues esto no tienes por qué saber hacerlo. Para eso estamos nosotras. Y no pienses que es tan fácil. Tiene su complicación.

—Además, la plancha pesa mucho.

—Tú aquí solo para mirar. ¡Eres la hija del Caudillo! Una niña muy guapa.

—Soy corrientita… —volvió a contestar, tal y como le habían enseñado.

Después de visitar a la niña tres veces al día, Vicente Gil se entretenía hablando con algunos de los ayudantes de Franco y les contaba su experiencia junto a él.

—Cuando dejé la centuria para trasladarme junto al Caudillo, mis compañeros me decían que ya no oiría un tiro, y tengo que decir que se equivocaron. En mi primera salida con él al frente del norte, la vida de Franco y de todos los que le acompañábamos estuvo en peligro, pero jamás le vi titubear, ni mostrar preocupación. Por muchas balas que pasaran a nuestro lado, ni se inmutaba.

—Dicen que está convencido de su suerte.

—En el frente de Madrid, hasta fui testigo de una discusión con Millán Astray que quería que se refugiara en un puentecillo que había en la carretera cuando comenzaron a escucharse los bombardeos cerca. Pero ¿sabéis qué contestó? Pues dijo: «Yo no me meto en ningún lado». Y Millán Astray replicó contrariado: «Tú no eres Generalísimo ni eres nada».

—¿Cómo se atrevió?

—Pues, sin mover un músculo de la cara, le soltó: «Ya me lo dirás mañana». Os aseguro que es la primera persona que he conocido que no tiene miedo. Nada. No teme a la muerte. No he visto una cosa igual en todos los días de mi vida.

El joven médico sentía adoración por Franco desde que su padre fuera el doctor de los Polo. Para muchos resultaba exageradamente adulador.

Mientras tanto en Burgos, la institutriz, después de tantos días recluida en la habitación ordenando una y otra vez sus pertenencias y las de Nenuca, decidió salir del encierro que se había autoimpuesto. A punto de cumplirse un mes sin los Franco en el palacio, resolvió comer con el resto del servicio. No tuvo más remedio que encontrarse con Jesús. El mecánico también almorzaba junto a los demás.

—¡Bienvenida a la vida! No se le ha visto en treinta días, señorita Blanca.

—Tenía muchas cosas que hacer, pero ya he acabado. Por cierto, si puedo ayudar en algo. —No se dirigió a Jesús, sino al resto del servicio.

Se acabó su pan y pidió una pieza más. Jesús fue rápido y se lo alcanzó, rozando adrede su mano con la suya. Blanca se puso colorada como un tomate. Ella procuraba no apartar la vista del plato y hablar poco. Sentía que la cara le ardía. Cuando su mano rozó la del mecánico sintió una especie de escalofrío por todo su cuerpo. En cuanto comió, se retiró de nuevo a la habitación. Durante toda la tarde, rezó y rezó sin parar. Sabía que ese hombre solo le traería problemas: «¡Es el demonio. Es el demonio!», se repetía una y otra vez.

Al día siguiente, Jesús se ofreció para llevarla de nuevo a la catedral, pero ella declinó la invitación. Sin embargo, durante la comida y la cena de ese día se atrevió a mirarle mientras el mecánico hablaba a todos de su pueblo.

—Mi pueblo es el más bonito de todo Madrid. Se asienta al pie de la sierra de Guadarrama y en la orilla del embalse de Santillana: Manzanares el Real. Está al pie de la Pedriza que tantas veces he escalado. ¡Cómo echo de menos perderme por sus calles y por su naturaleza!

—Todos añoramos nuestra tierra —dijo el cocinero—. Si yo pudiera ver a mi familia… Pero la guerra nos ha dividido.

—Esta es una guerra cruel. Hermanos contra hermanos —manifestó Blanca—. Las heridas de la guerra tardarán en cicatrizar, incluso cuando acabe. Dios quiera que sea pronto. —Se santiguó.

—Solo nos queda rezar para que ese momento llegue cuanto antes —dijo el ama de llaves—. Usted que está más cerca de Dios es quien más tiene que rezar. Le harán más caso que a nosotros.

—Rezar no le viene mal a nadie. Pero sí, por supuesto, que rezo para que esta guerra acabe cuanto antes —afirmó con la mirada baja.

—Señorita Blanca, tranquila. Aquí estamos a salvo. No le ocurrirá nada. Me encargaré yo de ello —concluyó Jesús, y enderezó la espalda en la silla.

—Muchas gracias —contestó Blanca, y volvió el rubor a sus mejillas.

—Haces sonrojar a Blanca que tiene voto de castidad. Deberías disparar hacia otro lado —le comentó el cocinero.

—No les hagas caso. Tú reza por sus almas y de paso por la mía. Sois unos burros —les reprendió el ama de llaves.

—Sé que cuesta verme como monja, pero la realidad es que a todos los efectos lo soy aunque no lleve hábito. Las teresianas no lo llevamos. He decidido entregar mi vida a Cristo y sé que eso resulta difícil de asimilar a aquellos que me ven como una mujer.

El mensaje iba para Jesús y él así lo captó. Procuró no volver a cruzar sus ojos con los de ella, aunque la deseaba desde el primer día que la vio. Le parecía que Blanca encarnaba todo lo que admiraba en una mujer: belleza, prudencia y bondad.

—Prometo no volverla a molestar, señorita. No era mi intención. —Se levantó de la mesa y se fue de la cocina.

Los días siguientes la institutriz y el mecánico no cruzaron una sola palabra. Aquella actitud fuera de tranquilizar a Blanca, la inquietó mucho más. Deseaba que volviera a hablarle, pero el mecánico tenía palabras para todos menos para ella. Nenuca no regresaba, de modo que los días parecían eternos. No hacía otra cosa que rezar a todas horas y procurar borrar de su mente a aquel joven que empezaba a obsesionarla.

Pasada la cuarentena de la enfermedad, Nenuca regresó a Burgos junto a sus padres. A todos les pareció que la niña había crecido después de superar las paperas. Cuando entró en el palacio de Muguiro no era la misma que salió de allí, estaba más alta y delgada. Los niños se acercaron a ella con curiosidad.

—¿Ya no nos contagias?

—No. Ya estoy curada. ¿Cómo está Bocho? —preguntó, interesándose por el cachorro de león.

—Ha crecido. Ya lo verás. Ha aprendido a dar la pata cuando se la pides.

La institutriz irrumpió en la habitación. Tenía tantas ganas de ver a la niña que la abrazó.

—¡Nenuca, qué alegría! ¡Hay que ver, preguntas por Bocho antes que por mí!

Todos se echaron a reír.

Nenuca se mostró muy contenta, pero cuando apareció el animal, se fue corriendo hacia él y ya no siguió saludando a la gente. El animal eclipsó el reencuentro con la familia y con el personal de servicio. El cachorro estaba mucho más grande que cuando llegó al palacio. Le había sentado bien la estancia en Burgos.

—No sé cuánto tiempo podrá estar Bocho con los niños. ¡No para de crecer! —afirmó Carmen al verle.

—Bocho, dame la pata… —Nenuca intentó que el animal respondiera a su petición, pero solo consiguió de él que le mordisqueara la mano.

—Tienes que ponerte de pie y extender la mano. Ya verás cómo te hace caso —le dijo Fernando Serrano.

La niña hizo todo lo que le dijo su primo y Bocho le dio la pata, tal y como le habían enseñado. Cuando apareció Angelines Martínez-Fuset, las niñas se abrazaron. Las dos se habían echado de menos.

—Ya tenía ganas de verte. ¿Estás bien?

—Sí.

—¿Has crecido?

—Eso me dicen. De estar en la cama he dado un estirón.

—¿Nos vestimos de enfermeras?

—¡Sí!

Las niñas empezaron a jugar mientras la familia requería detalles sobre el transcurso de la guerra. Franco y Serrano Súñer se retiraron a despachar juntos. Las mujeres —Carmen y Zita— se quedaron con los niños bajo la atenta mirada del servicio. Zita comentó el buen aspecto que tenía la pequeña.

—Tendrás que encargar otra foto de Nenuca con su padre —dijo, señalando la que tenían expuesta en el salón—. La que hizo el fotógrafo zaragozano se ha quedado antigua.

La niña no tiene nada que ver. Ha crecido mucho.

—Sí, debemos pedir a Jalón Ángel que haga otra. Esa fue tomada en noviembre del año pasado. Lo recuerdo perfectamente. Era el primer invierno de la guerra.

—Pues ya estamos cerca de cumplir tres años del alzamiento. Y esto no acaba nunca. —Y se santiguó.

—Hay que tener una paciencia absoluta. Cada vez son más los países que reconocen al Gobierno de Paco.

—Lo sé, supone un espaldarazo para todos. Fue una gran idea lo de nombrar el primer Gobierno formal. Me gustó mucho que pensara en Ramón para el Ministerio del Interior. Quiero agradecértelo. Por fin ha salido de esa espiral en la que no se quitaba de la cabeza la muerte de sus hermanos. De alguna manera se sentía responsable. Ahora, sin embargo, está todo el día trabajando y controlando la prensa y la propaganda. Ha salido por fin de ese estado de melancolía en el que estaba sumido.

—Ramón tiene que estar al lado de Paco. Posee una mente prodigiosa. Yo opinaba como tu marido, Nicolás no pintaba nada con un ministerio.

—Las relaciones entre Ramón y Nicolás están un poco tensas. Sabe que ha tenido mucho que ver con que hoy no ocupe ningún ministerio.

—Los más capacitados son los que tienen que estar en el Gobierno. ¿Hay muchas novedades por aquí?

—Imagino que sabes que ha nacido un nuevo nieto de Alfonso XIII. Es el tercer hijo y primer varón de don Juan. Se llama Juan Carlos.

—Sí, ha nacido en Roma, en el exilio. ¿A principios de enero, no?

—Sí, sí… ¿Volverá Paco a instaurar la monarquía?

—Sabes que es monárquico, pero, por ahora, su intención es acabar la guerra. De momento, aquí hay un Caudillo, y lo del rey, ya veremos.

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