Carmen

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PRIMERA PARTE » 17. Camino del palacio de El Pardo

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17CAMINO DEL PALACIO DE EL PARDO

15 DE MARZO DE 1940

Mi madre tenía muchos miedos e intentaba protegerme de todo lo que consideraba peligroso para mí.

Nenuca estaba contenta de abandonar el castillo y hacer el traslado que todos auguraban como definitivo. Blanca la animaba mientras guardaban en cajas todos los recuerdos que habían ido acumulando durante los años de la guerra. Sorprendía lo acostumbrada que estaba la niña a hacerlo y la desenvoltura a la hora de empaquetarlo todo. La institutriz intentaba tranquilizarla con sus palabras, pero, en realidad, la que estaba nerviosa era ella.

—Por fin podrás echar raíces. Hoy vas a dar un paso importante en tu vida. Te trasladas al palacio en el que te harás mayor. Me siento contenta por ti.

—Estoy acostumbrada, señorita. No crea que para mí supone un sacrificio. Creo que estaremos mucho mejor. Aquí no podía salir a ningún sitio. Espero en El Pardo poder salir a Madrid con frecuencia.

—No quiero que te lleves un tremendo desengaño, pero ya te anuncio que no podrás ir más allá de los muros del palacio. Deberás hacerte a la idea de que tienes que estar protegida. La guerra no ha hecho más que terminar y todavía hay mucho enemigo por ahí suelto.

—¿No podré ni tan siquiera acercarme al pueblo?

—Yo creo que sí. Me ha dicho Jesús que es un pueblo pequeño de unos cuatro mil habitantes. Pero cuando salgas deberás llevar siempre escolta.

—Ya lo sé. Me lo ha comentado mamá. Haré lo que me digan.

—Así me gusta, que seas obediente.

Nenuca, ahora ya Carmencita, percibía que muchas cosas estaban cambiando a su alrededor. Había dado otro estirón y, camino de los quince años, que cumpliría en seis meses, deseaba salir más a menudo con sus amigas. Su madre le repetía una y otra vez que se alejara rápido de los aduladores que ahora le saldrían allá a donde fuera.

—Solo podrás salir a casas de personas que sean de toda nuestra confianza. Deberás tener un comportamiento irreprochable. Eres la hija de quien eres y mirarán con lupa aquello que digas o hagas. Lo más prudente es que escuches y calles. No seas nunca la voz cantante. Cuanto más pases desapercibida, mejor. La prudencia será tu mejor aliada. No lo olvides.

—Sí, mamá. No te preocupes. No entiendo que tengas tanto miedo. Siempre ves peligro en todo lo que hago.

—Hay cosas que no entiendes y no sabes. Tú, obedece.

Nenuca jamás replicaba a su madre. Hicieron el camino hasta El Pardo rezando el rosario. La entrada en el palacio les causó un enorme impacto, no solo por su arquitectura y por la forma cuadrangular sino también por el foso que había por todo su perímetro. Tenía torreones en las esquinas y un patio central. También les enseñaron, en esa primera visita, dos torreones laterales que el guía denominaba como de los Austrias y de los Borbones.

—Ya ven que las puertas y ventanas aparecen enmarcadas en piedra labrada. Las cubiertas de pizarra se deben a Felipe II. Fue uno de los primeros edificios en cubierta de pizarra en España. Si quieren les puedo enseñar más, por aquí si me siguen. —Hizo ademán de continuar la visita.

—Hoy no. Le pido por favor que vayamos cuanto antes al interior —pidió Carmen Polo al guía, que se quedó frustrado con esa visita tan corta después de haberla preparado minuciosamente.

La decoración interior era todavía más sorprendente que el exterior del palacio. En sus paredes había frescos representativos de las diferentes épocas históricas que allí se habían vivido. A la niña le llamaron la atención los numerosos tapices del siglo XVIII que había diseminados por todas las estancias. Aquello le parecía que era como estar en un libro abierto de historia. Todo era bonito: las lujosas lámparas y los suntuosos muebles que decoraban las innumerables habitaciones que fueron visitando. Finalmente, la niña y la institutriz se quedaron solas visitando todas las estancias y salones.

—Todo está lleno de tapices de Goya —dijo la institutriz con la boca abierta ante lo que estaba contemplando—. Tienen un valor incalculable.

—¿Pero vamos a vivir aquí? Parece un museo —comentó Carmencita.

—Al principio te parecerá un poco frío, pero poco a poco te irás haciendo al palacio como lo han hecho las reinas y reyes que aquí han vivido.

—¿Nuestras habitaciones serán así de grandes?

—Verás cómo te van a parecer más acogedoras.

Primero fueron al que sería el dormitorio de sus padres. Ahí ya no había la suntuosidad de los salones. Simplemente dos camitas y al pie de ellas una cómoda. Entró su madre en ese momento diciendo al servicio dónde tenían que descargar los baúles.

—Pongan en esta cómoda la mano de la santa. ¡Con mucho cuidado! —Viajaba la mano en el estuche de terciopelo granate que habían confeccionado para transportarla durante la guerra.

La habitación de Carmencita seguía la misma línea que la de sus padres. Tenía una camita y una mesilla y dentro del cuarto, había un baño completo. La gran novedad era que ya no dormiría junto a su institutriz, aunque sus habitaciones se comunicaban por una puerta interior. Pasaría la noche sola, aunque con la presencia de la teresiana tan cerca que solo tenía que dar una voz para que la oyera.

—¡Este será tu nuevo hogar!

—Sí. Creo que pasaré mucho tiempo en mi habitación porque fuera te puedes perder con la cantidad de habitaciones y salones que hemos visto.

—¿Te has fijado en los relojes que hay en los salones?

—No. ¿Por qué?

—Son auténticas joyas. Es un lugar muy apropiado para que te impregnes de historia.

—Señorita, veo que le gusta vivir aquí.

—Sí. Mucho. Ni en mis sueños me hubiera imaginado viviendo en este palacio —comentó mientras miraba todo a su alrededor—. Somos unas grandes privilegiadas viviendo aquí. A donde mires hay un vestigio de la historia de España.

Mientras se preparaban las habitaciones del palacio de El Pardo para los nuevos inquilinos, Carmen Polo dispuso que todas las mañanas, a las nueve y media, se oficiara una misa en la capilla que se había construido en la estancia donde murió Alfonso XII. Y a partir de esa hora, comenzaría la actividad en El Pardo. A continuación, ellas tomarían el desayuno en compañía del padre José María Bulart, su capellán.

—No desayunaremos hasta que hayamos comulgado —le dijo Carmen a su hija.

—¿Papá vendrá también?

—No, tu padre se levanta más temprano. Solo nos acompañará los domingos. Desayunaremos la señorita Blanca y nosotras junto con don José María.

—¿Don José María será nuestro confesor o podremos salir del palacio para hacerlo? —preguntó, buscando siempre una oportunidad para abandonarlo.

—No, de aquí saldremos poco. Tienes que acostumbrarte a que esta será tu nueva vida y cuanto antes lo hagas, será mejor para todos. Aquí vendrá un franciscano del Cristo de El Pardo para confesarnos. Nos lo han recomendado encarecidamente. Dicen que se trata de una persona bondadosa y discreta.

—Pero yo quiero salir a Madrid para confesarme. Así podré moverme un poco.

—¡Qué manía con salir de donde estás segura! De vez en cuando podrás hacerlo, pero siempre acompañada de Blanca.

—¿También podré ir al colegio con otras niñas?

—No, de aquí no podrás moverte. Todo lo que tienes que aprender te lo enseñará la señorita Blanca. Tú no puedes ir por ahí mezclándote con cualquiera. Aquí estaremos protegidas y no correremos ningún peligro. Fuera puede pasar cualquier cosa.

—¿Vendrán a verme los primos y Angelines?

—¡Claro! Alguna tarde entre semana y los domingos. Debes acostumbrarte a aprovechar el tiempo realizando aquellas cosas que te indique la señorita Blanca. Obedecer y estudiar, eso es lo que has de hacer. Los niños no tenéis por qué pensar en más cosas.

Carmencita cada vez era más consciente de que el palacio sería su nuevo mundo, su espacio y hasta su prisión. Nada podría hacer por salir de él, ya que había decidido su madre que no era conveniente salvo en contadas ocasiones. No le quedaba más remedio que obedecer y acatar todo lo que le decían. Sin embargo, las nuevas circunstancias comenzaron a pesar demasiado sobre ella y deseaba ver, cada vez con más frecuencia, a otras jóvenes de su edad.

No muy lejos de dónde se encontraban, la actividad política era frenética. Franco despachaba junto a sus ayudantes: firmaba papeles, reconstrucciones de edificios e iglesias, tomaba decisiones constantemente y mandaba poner en marcha aquellas ideas que le parecían prioritarias. Comenzaba a experimentar lo que era el poder más allá de lo estrictamente militar. Le obsesionaba poner en pie aquellos edificios, iglesias y monumentos que habían quedado dañados en la guerra. Su primo Pacón tomaba nota.

—La reconstrucción de todo lo destruido y la educación serán mis dos pilares. Anótalo para que este tema lo abordemos en consejo. Y consígueme una libreta roja.

—¿Puedo preguntar para qué la quieres, Paco?

—Pienso anotar en ella todo lo que vea que es necesario realizar con urgencia. Anotaré también aquellos lugares donde sea preciso plantar árboles. Quiero pinos allá donde la guerra haya arrasado con la vegetación. ¡Que planten árboles por todas partes! España ahora parece un secarral. Quiero árboles allí donde solo han quedado cenizas. ¡Árboles!

—Se hará como tú dices.

Todas las mañanas, Vicente Gil madrugaba para hacer un reconocimiento al Caudillo antes de que se pusiera en pie. Después llegaba su ayudante de cámara, Juanito, para vestirle. El doctor le impuso un horario para hacer ejercicio. Le dijo que no podía estar todo el día sentado. Y al poco de comenzar a vivir en El Pardo, tomaron por costumbre jugar una partida de tenis por las mañanas, y por la tarde salir a dar un gran paseo por el monte.

—Hay que mover las piernas. A su excelencia le conviene el aire libre. No puede estar todo el día encerrado entre cuatro paredes.

—Vicentón, no se extralimite, ya quisiera tener más tiempo para estar por aquí o incluso para escaparme a pescar. Creo que pescando haría de la soledad un hobby. Sobre todo, porque en el silencio se puede pensar y tomar decisiones.

—Excelencia, he conocido al médico titular del pueblo. Se llama Pepe Iveas. Es un buen hombre. Compartimos pasión por las motos. Hablando con él, que es de Lozoya del Valle, me ha dicho que es un pescador nato. Un día me permití la confianza de preguntarle si estaría dispuesto a enseñar a pescar a una persona muy importante. Y me ha dicho que sí. ¿Quiere que se lo presente? Yo no le he dicho que se trataba de su excelencia, aunque se lo habrá imaginado sabiendo que yo vivo también aquí y soy su médico personal.

—Está bien. Dile que venga a tomar un café después de comer.

—Perfecto. Y un día que vayamos a La Granja podremos decirle que nos acompañe y que le enseñe a pescar.

Esa misma tarde, tal y como Franco le había dicho, citó a Pepe Iveas. Cuando fue recibido a la entrada del palacio por Vicente Gil, le confesó que no había podido comer de los nervios que tenía desde su llamada.

—Mi vida es completamente pueblerina, no sabré cómo tratarle.

—Al hablar con él, tú siempre llámale excelencia. No tendrás ningún problema.

—Tengo que esperar a que me pregunte, ¿no? Voy a meter la pata, ya lo verás.

—¡Que no! Os vais a entender enseguida. Tú enséñale a pescar y ya verás cómo le caerás bien.

Llegaron a una salita y después de esperar un rato, fueron recibidos en el despacho. A Iveas le temblaban las piernas y le sudaban las manos. Estaba convencido de que la voz no le saldría de su garganta. Casi no podía respirar de la ansiedad que se le había manifestado desde que su amigo le había llamado.

—Su excelencia, aquí le presento a un castellano viejo, de los mejor templados que he conocido en mi vida. Un gran médico.

—¿Cuándo empezamos? —le dijo Franco sin ambages.

—Pues…, su excelencia, cuando usted me diga. —Tragó saliva antes de contestar. No sabía qué decir ni qué hacer.

Franco les hizo un gesto con la mano para que se sentaran.

—El próximo fin de semana iremos a La Granja. Ese sería un buen momento.

—Le he dicho a su excelencia que eres un buen pescador —comentó Vicente Gil, al ver que su amigo no era capaz de abrir la boca—. Además, te pido que aproveches para que le enseñes a manejar esos carretes con embragues que te han traído de Francia.

—Su excelencia, no sé si estaré a la altura.

—Usted enséñeme lo que sabe.

—Hay que empezar por lo más elemental cuando uno no ha ido jamás a pescar.

—No se hable más. El próximo viernes viajará con nosotros a La Granja.

—Excelencia, aprovecho para comentarle unos datos que me han comunicado fuentes fidedignas —intervino Gil—. La tuberculosis se está convirtiendo en una pandemia. Algo habría que hacer de forma urgente. Se lo digo porque sus ministros están entretenidos en otras cosas y la gente se está muriendo. Y con respecto a la hambruna, también le tengo que decir igualmente que cada vez mueren más niños.

Franco no le respondió nada, miraba sus papeles como si hubiera desconectado de lo que le decía. Vicente Gil se sentía en la necesidad de contarle todo aquello que le parecía mal. Lo consideraba una prueba de lealtad que no siempre le caía bien a su excelso interlocutor. Sonó su teléfono para comunicarle la presencia de Serrano Súñer.

—Bueno, si no le somos de utilidad, nos retiramos.

—Está bien —se despidió.

Vicente se puso en pie y después de dar un taconazo, alzó su brazo derecho y en voz alta pronunció la frase que siempre ponía fin a sus encuentros: «¡Viva España!». Él y Pepe Iveas se retiraron del despacho. Al salir se cruzaron con Ramón Serrano Súñer. Los dos amigos se dieron un codazo y se fueron de allí saludando al Cuñadísimo —como todo el mundo le llamaba a sus espaldas— con un apretón de manos. No solo era el ministro de la Gobernación y presidente de la Junta Política, era el que estaba construyendo la base legal del nuevo Estado.

—¿Se puede? —preguntó Ramón al abrir la puerta del despacho.

—Pasa, pasa —dijo Franco, sin levantar la vista de los papeles, que continuó leyendo.

—¿Cómo va todo?

—Bien. ¿Por qué lo preguntas? —Levantó la mirada.

—Según venía hacia aquí he visto colas inmensas que dan la vuelta para conseguir alimentos. Y en los alrededores, estraperlistas. Habría que acabar con ellos de alguna manera. Quizá ampliando los cupos de racionamiento por semana. Un decilitro de aceite, cien gramos de azúcar, cincuenta gramos de lentejas, treinta de café y setenta y cinco de bacalao no parecen suficientes.

—Tengo dicho que lo que hay que ampliar son las penas a los que promueven y realizan el estraperlo.

—Sí, debemos endurecerlas cuanto antes. Se está disparando la venta de pescado, carne, todo tipo de alimentos por el conducto que no es reglamentario.

—Pues deja todo lo que tengas entre manos y ponte a ello.

—En realidad, vengo para comentarte que me equivoqué al recomendarte a Beigbeder como ministro de Exteriores. Nuestra postura debería estar más cerca del Eje. Me temo que al nuevo ministro le gustan más los aliados. No lo disimula ni en público y me ha llamado la atención el ministro alemán Von Stohrer.

—No tengo queja. Desde que estalló la guerra mundial sigue mis instrucciones de neutralidad. No podemos hacer otra cosa. Tenemos gravísimos problemas para pensar ahora en otra guerra. Recuerda que el 4 de septiembre ya di carácter oficial a mi postura con un sobrio decreto de neutralidad total y no pienso cambiar ni una coma. Beigbeder hará siempre lo que yo le diga.

—Tiene unas amistades femeninas que pueden ser peligrosas. Debería ser más prudente, por si le pueden estar sacando información.

Franco calló. Sabía que los espías se movían en todas partes y a todos los niveles.

—Cuenta con mi confianza. De momento.

—Está bien. Yo te informo de aquello que no me gusta. —Hubo un silencio y cambió de tema—: Sigo todavía sorprendido de la rapidez con la que los alemanes lograron entrar en Francia.

—Acuérdate de que Vigón no encontró en toda la Línea Maginot ni una venda, ni una gota de sangre… Los alemanes llegaron como un ciclón hasta Hendaya. Parece inexplicable que la campaña haya sido tan rápida. Conozco bien a Pétain, que estuvo en España como embajador, y sé que lo ha hecho como un sacrificio por su país.

—De todas formas, habría que estar preparados por si el nivel de exigencias de Alemania cambia.

—Si ha caído Francia con tanta facilidad, ocurrirá lo mismo con los territorios de soberanía o protectorado francés. Entonces sí deberíamos entrar cautelosamente en la guerra europea, pero siempre que se cumplan dos condiciones: la ampliación territorial de España en el Magreb, es decir, el traspaso a España del protectorado francés en Marruecos; y, en segundo lugar, la garantía para un apoyo masivo de suministros estratégicos, incluidos los necesarios para alimentar a la población española.

—No creo que Hitler ceda a nuestras pretensiones.

—Entonces, con la nación destruida y los españoles agotados, no podemos hacer ese sacrificio. Y nuestras armas están inservibles y obsoletas. Necesitamos alimentos, potenciar nuestra industria y volcarnos en la reconstrucción. Ese es nuestro objetivo. España no tiene otra salida que seguir siendo neutral. Ahora, no me temblará el pulso ante cualquiera que atente contra nuestra soberanía.

Al llegar el fin de semana, Pepe Iveas se presentó en el palacio de El Pardo media hora antes de que el séquito de Franco saliera para La Granja. Iba cargado con varias cañas y carretes, avíos de pesca como anzuelos, plomos y carnada para pescar. Durante las últimas veinticuatro horas había repasado una y mil veces todo lo necesario para un primer día de pesca. Estaba nervioso porque su alumno iba a ser el jefe del Estado y él, a fin de cuentas, no era más que un médico de pueblo que estaba especializándose en odontología.

El sábado y el domingo por la mañana los pasaron pescando en el río Eresma. Primero enseñó a Franco a manejar los aparejos de pesca. Cómo lanzar la caña y atraer a los peces. Y cómo liberarles del anzuelo una vez pescados. Se entretuvo mucho en enseñarle a hacer el nudo «Clinch mejorado».

—Debe introducir la línea del sedal por el arbor, el ojo del anzuelo, después enredar la punta alrededor de la misma línea en forma de espiral y finalmente amarrarla con un nudo ordinario. Los nudos son muy importantes en la pesca porque es lo que nos va a garantizar que el pez acabe en nuestra red.

—A su excelencia se le da muy bien. —Vicente siempre magnificaba todo lo que hacía o decía Franco—. Ya quisiera yo aprender con esa facilidad.

Fueron dos jornadas de iniciación que pasaron muy rápidas para todos. El lugar escogido era el punto en el que el río pasaba por San Ildefonso.

—Me he estado documentando sobre estas aguas. Aquí necesariamente tendremos suerte —aventuró Iveas, pero cuando vio que Franco guardaba silencio se dedicó exclusivamente a pescar.

—No será fácil, excelencia. Las truchas son pequeñas.

Hacía tiempo que a Franco no se le veía sonreír y lo cierto es que al pescar su primera pieza, dio muestras de estar contento aunque no lo verbalizó.

Pepe Iveas no supo en ese momento si le había gustado o no al Caudillo el deporte de la pesca. Habían sido muchas horas de silencio mientras los peces mordían el anzuelo. Tuvo que esperar varios días hasta que su amigo Vicente le anunciara que a Franco le había complacido.

—Pepe, tendrás que seguir pescando junto a su excelencia. No ha dejado de hablarme de las dos jornadas que hemos pasado en el río Eresma. Alguien le ha comentado que pasado Segovia, en el coto de Coca, se podrá pescar más.

—Pues repetimos las veces que haga falta. Su excelencia no es muy expresivo y creí que no le había gustado.

—Hay que conocerle bien. Además, piensa que estás haciendo un servicio a España.

—Bueno, visto así. —Iveas se sintió satisfecho con las palabras de su amigo.

Después del fin de semana en La Granja, a Nenuca le costó más encerrarse en El Pardo. Por eso, procuraban organizarle reuniones con las hijas de los generales amigos de su padre o con hijas de conocidas de su madre. Precisamente, en casa de una de estas niñas, apareció el abuelo de la anfitriona y comenzó a preguntar una a una quiénes eran sus padres.

—Yo soy hija del almirante Nieto —dijo una de ellas.

—Yo de los condes de la Almudena —manifestó otra.

Cuando llegó el turno de Carmencita, esta no se lo pensó dos veces.

—Soy la sobrina del embajador de España en Portugal. —Nicolás Franco ahora ejercía de diplomático en el país vecino. No quiso la adolescente hablar de su padre. Sabía que solía impresionar a quien oía de quién era hija y prefirió hablar de su tío.

El resto de las niñas sonrieron, pero no sacaron al abuelo del error. Carmencita se acostumbró a no ir presumiendo de quién era hija. Prefería pasar por una joven más. Siempre se acordaba de la discreción que le pedía su madre. Sentía que no decir quién era también la hacía más libre. Esas salidas del palacio le daban vida. Cada vez le pesaba más la estancia permanente en El Pardo. Tenía ganas de compartir más momentos con sus allegadas y conocer a otros jóvenes. Blanca se convirtió en su cómplice y la apoyaba en sus salidas. Mientras Carmencita estaba con sus amigas, ella paseaba por Madrid con Jesús. Una de esas tardes en donde el mecánico y ella hacían tiempo paseando por Rosales, su relación cambió por completo. Mirándola a los ojos se atrevió el mecánico a hablar de ellos dos.

—Blanca, no quiero competir con Dios, pero te mentiría si no te dijera que te has metido aquí dentro —dijo, señalando el corazón.

Hubo un silencio entre los dos mientras continuaban caminando.

—Jesús, seguramente yo tengo la culpa porque he contribuido a que te olvides de que soy una religiosa entregada a Dios.

—Lo sé, y desconozco si hay forma de revertir esa situación.

—Creo que los dos sabemos que solo podemos ser amigos. Tienes que entender que no puedo dejar de ser religiosa. Es mi vocación y para rematar tengo la misión de educar a la hija de Franco. Cualquier cambio en mi situación sería un despido fulminante, un fracaso para mi familia.

—Hay cosas que están por encima del empleo y de la propia familia.

Uno no puede negarse a lo que siente.

—Jesús, es evidente que yo también siento algo por ti, pero no puede ser. No sería lo correcto. No podemos frustrar aquello para lo que Dios nos ha elegido. Debes comprenderme.

—Si me reconoces que sientes algo por mí, deja que nos conozcamos mejor. No te precipites. Deja que el tiempo se encargue de poner las cosas en su sitio. —Cogió su mano y se la besó.

Un escalofrío recorrió a Blanca por dentro.

—Volvamos a por Carmencita. Jesús, todo esto es muy duro para mí. —Los ojos se le anegaron de lágrimas—. Necesito tiempo para saber qué es lo correcto. Pienso que doña Carmen no lo admitiría. Me echarían del palacio y también de la congregación. El mundo que he ido construyendo se desmoronaría de golpe.

—Tranquila. Tienes todo el tiempo del mundo. Yo estoy dispuesto a esperar.

Paseaban, como lo habían hecho tantas veces, pero era la primera vez que abiertamente habían expresado sus sentimientos. Jesús se atrevió a poner su mano en su hombro, rodeándola con el brazo. Y así fueron caminando sin hablar. Sobraban las palabras. Por la acera de enfrente, Pura Huétor, marquesa de Santillán y amiga de Carmen Polo, observó la escena. Se quedó sin palabras cuando iba a cruzar para saludar a la institutriz y al mecánico de su amiga y vio que este la besaba en la mano. Aquella actitud de la teresiana le pareció completamente inapropiada y que el mecánico se tomara esas confianzas con ella, todavía peor. Debía contárselo cuanto antes a Carmen. Estas cosas, pensó, no podían quedar impunes por lo inapropiadas que eran.

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