Carla

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Bruno la apartó para mirar él. En el salón había entrado una mujer joven vistiendo una especie de camisola o combinación muy corta y con tirantes. Parecía que se acababa de levantar porque estaba despeinada y como si no se hubiera despertado del todo. Se dirigió arrastrando los pies calzados con chanclas a un mueble bar que había en un rincón y empezó a buscar algo en él.

—Es la mujer de Carlos —sopló Carla en su oído—. Está a medios pelos, como siempre. Pero ¿qué hace? —Su voz adquirió un tono de terror—. ¡¡Viene!!

Miraron los dos desesperadamente alrededor buscando donde esconderse. No daba tiempo a llegar a la puerta del pasillo. Sin saber qué hacía, Bruno abrió una especie de alacena en la pared y viendo que tenía un hueco bastante grande, empujó a Carla hacia él y cerró desde dentro.

Justo a tiempo. A través de la parte superior del armario que era como una celosía, vieron que se abría la puerta corredera y la mujer entró. Fue hasta un aparador y buscó allí, diciendo con voz pastosa:

—¿Será posible que no hayan dejado nada?

Miró en dirección a donde estaba ellos y Bruno se agachó, temiendo que se les pudiera ver a través de los agujeros de la reja. Pero cuando miró a su lado para decir a Carla que hiciera lo mismo, no pudo hacerlo. En el lugar que antes estaba ésta, sólo había una fila de estantes vacíos. Carla había desaparecido.

VIII

Bruno se quedó estupefacto. ¿Qué había sucedido? Hace un momento Carla estaba allí y ahora parecía que el armario se la hubiese tragado. ¿En qué pasadizo misterioso habían ido a meterse sin pensarlo? Empezó a entrarle un pánico como el que debe sentir un animal caído en una trampa, pero no tuvo tiempo de pensarlo porque lo que sucedió a continuación fue peor.

Y fue que se abrió la puerta del pasillo y entraron por ella tres hombres, seguramente los dueños de la casa. Uno de ellos se fue derecho a donde estaba la mujer y agarrándola de un brazo con el que había sacado una botella, le dijo furioso:

—¿Ya estamos? ¿Es que no tienes bastante con la que cogiste ayer?

—¡Déjame! —gritó ella, revolviéndose.

Entonces intervino otro de los hombres.

—Matilde, anda —le dijo—. ¿Por qué no te acuestas otro rato? Tienes que estar cansada. Duerme un poco más y ya te avisaremos para la comida.

El que la había gritado, que debía ser su marido, la empujó hacia la puerta y la sacó al pasillo. Ella se dejó arrastrar lloriqueando. Cuando se quedaron solos, el que la había mandado a dormir, dijo:

—Ahora sí, vamos nosotros a tomarnos algo—. Sacó una botella y unas copas que puso sobre la mesa—. Y sentaos un momento que os lo explique.

Cuando se hubieron sentado y llenado las copas, siguió:

—No tenemos más remedio que contar con alguien para sacar aquello. Necesitamos un camión o al menos una furgoneta.

—Y ¿para qué tenemos los de la constructora? —intervino el que parecía más joven de los tres.

—Para usarlos tendríamos que contar con el encargado y puede querer saber para qué.

—Pues le decimos que para asuntos particulares. ¿No somos los dueños? No tenemos que dar explicaciones.

—No, pero quedaría constancia de que nos la llevábamos.

—Podemos justificarlo trayendo un par de muebles del piso para esta casa.

—Entonces necesitaríamos un camión. Si en la furgoneta metemos muebles no cabe lo demás. Yo creo que lo mejor es trasladarlo poco a poco en nuestros coches. Y lo más gordo con un viaje de furgoneta. Yo mismo me hubiera llevado algo ayer, de no haber estado por allí los malditos chicos de los patines.

—Haberlos echado. Estaban metiéndose en una propiedad privada.

—¡Claro! Y hoy hubieran vuelto a curiosear, a ver por qué no queremos que estén allí.

Bruno se estremeció en su escondite. ¡Los habían estado vigilando mientras patinaban! ¿Y si descubrían donde estaba viviendo Carla? Pero pensó que de haberlo hecho lo dirían o habrían ido a sacarla de allí.

—De todas maneras —dijo el que había mandado a acostar a la mujer, que Bruno dedujo que sería uno de los hermanos mayores—, es mejor hacerlo de noche. Y cuanto antes. Es un peligro tenerlo ahí. Yo he colocado ya bastante pero hay que seguir gestionando lo demás. Esta tarde me pondré en contacto con...

Y se lanzó a explicar una serie de negocios de los que Bruno no entendía y sólo podía deducir que se trataba de sacar una mercancía clandestina y peligrosa. ¿Qué sería?

¿Drogas? ¿Armas? Habían hablado de algo de bastante volumen, así que si era droga o era un cargamento tremendo o iba camuflada en otra cosa que abultara mucho. Podían ser armas o sabe Dios qué. Y entonces cayó en la cuenta de que si la tarde anterior Carla y él les habían impedido el traslado eso confirmaba que lo que fuera estaba escondido en la urbanización. Tenía que decirle a Carla el peligro que estaba corriendo allí, pero si se lo contaba estaba seguro de que ella, en lugar de irse a otro lado, se empeñaría en registrar casa por casa hasta encontrar la mercancía misteriosa y no habría forma de pararla.

Se había distraído de la conversación de los Valdivieso mientras hablaban de cantidades a ganar y de compradores especializados en esas cosas, pero volvió a prestar atención cuando oyó decir al marido de Matilde:

—Habrá que invertir una parte de eso en mejoras en la urbanización, para la cosa fiscal, y esto nos permitirá subir los precios de las zonas comunes, así que será algo más de ganancia. El asesor me ha informado de cómo hacerlo.

—Sí, pero ten en cuenta que en ese reparto entra alguien más. Todo ese trámite tendrá que pasar por el administrador del otro heredero.

El más joven saltó, como si le hubiesen pinchado. Después de soltar unos cuantos improperios, dijo:

—¡Estoy hasta aquí del maldito bastardo! Te aseguro que si supiéramos dónde está, me iba a encargar yo de eliminar ese inconveniente.

—Pero no lo sabemos —dijo el mayor—. Y al administrador no podemos sonsacarlo, primero porque seguramente él tampoco lo sabe y segundo porque es preferible tenerle de buenas. Con lo quisquilloso que es no vamos a exponernos a que se ponga a indagar de dónde han salido esas ganancias. Y de todas maneras el bastardo está desaparecido y es mejor que siga estándolo. Yo ahora voy a llamar a dos de los compradores, así que con lo que me digan os lo comunicaré esta tarde.

—Pues yo voy a ver si Matilde se ha acostado. ¡Me tiene harto! Le encomendé a la chica que estuviera pendiente de ella, pero parece que hoy no hay nadie aquí. Seguramente como dijimos que no vendríamos ninguno a comer, han aprovechado para largarse. ¡Me van a oír! Y el primero Eladio, que es el responsable. Llámale al timbre, Pedro, y que suba inmediatamente.

—Si se han ido todos, probablemente él también —dijo el segundo de los hermanos—. Mejor es que baje yo a la cocina a ver qué pasa.

Bruno vio a través de la celosía cómo se levantaban y salían por la puerta del salón. No se atrevía a moverse y estuvo un rato esperando. Uno había dicho que se iba al despacho, que probablemente sería una de las habitaciones del pasillo, y el otro al cuarto de la mujer que podía ser otra. Por lo tanto estaba expuesto a que si intentaba irse, saliera uno de ellos en ese momento y se le encontrara. Pero tampoco podía quedarse allí indefinidamente. Escudriñó en su escondite para ver si encontraba la entrada del pasadizo por el que había desaparecido Carla, y al tocar en uno de los estantes que ocupaban su lugar, le pareció que se tambaleaba un poco. De pronto sintió una sacudida y que el suelo se hundía bajo sus pies y, naturalmente, él con el suelo. Bajaron los dos hasta encontrar el fondo de aquello y se pararon con un leve golpe. Frente a él había otra puerta igual a la de arriba, también con una rejilla en la parte superior y a través de ella vio que se encontraba en la cocina.

Allí estaban la cocinera, que era una mujer gorda y de cierta edad, y Gabriel, el hermano segundo, que parecía que la estaba regañando.

—No entiendo quién ha dado permiso a todo el servicio hoy —decía—. ¿Dónde está Eladio?

—Como el señor dijo que no comería nadie en la casa, habrá aprovechado para ir a algún asunto. El a mí no me da explicaciones. Y las chicas de la limpieza han terminado ya, don Gabriel —contestó la cocinera.

—¿Han terminado ya y no son ni las doce? —tronó el otro—. ¡Aquí se las paga la mañana completa! ¡En cuanto llegue Eladio quiero verle en el despacho! — Y salió de la cocina dando un bufido.

A la mujer no debió afectarle demasiado la bronca, porque haciendo un gesto de desprecio hacia la puerta por donde se acababa de ir su patrón, se volvió a meter en el cuarto y al cabo de un momento se oyó subir el volumen de la televisión.

Bruno abrió una rendija de la puerta tras la que estaba y echó un vistazo alrededor. No se veía a nadie y con mil precauciones empezó a andar hacia la salida. Cruzó el pasillo y de pronto se paró sobresaltado. Había oído nos pasos detrás de él. De puntillas alcanzó la entrada del lavadero y al llegar allí se escondió rápidamente detrás de una secadora. Se quedó un rato acurrucado y sin moverse, y al ver que todo volvía a estar en silencio empezó a salir con precaución.

Cuando estaba a punto de ganar la puerta, un ruido a su espalda le hizo volverse, presa del pánico. No había nadie, al parecer, pero después de un momento la tapa de un cesto que había en un rincón se agitó y se levantó, y debajo de ella apareció la cabeza de Carla, desparramando a su alrededor varios calcetines.

El resto de la chica salió del cesto y, sin preocuparse de recoger la ropa caída, corrió hacia Bruno, le agarró de un brazo y le arrastró hasta el patio. Después de comprobar que no había nadie a la vista, los dos corrieron hacia la parte del jardín que lindaba con la residencia y se dejaron caer en uno de los trozos de césped, jadeando.

De pronto Carla empezó a reírse.

—¿Estás loca? ¡Hemos estado a punto de que nos pillaran en la casa! ¡No ha tenido ninguna gracia!

—Me río de que hemos estado un rato en el lavadero escondiéndonos uno del otro. Si no te llegas a asomar y te veo por entre los agujeros del cesto, aún estaríamos allí.

—¿Ah, sí? ¡Mira que divertido! ¿Me quieres explicar cómo has desaparecido de repente y has aparecido entre la ropa sucia?

—No era ropa sucia, era para planchar, porque olía a detergente y suavizante, no a tigre. ¿Te has asustado mucho cuando me he bajado de pronto?

—¡Claro que me he asustado! ¡No sabía si había allí algún pasadizo secreto o algo así!

—Es un montaplatos. Una especie de ascensor que comunica el comedor con la cocina para subir y bajar la vajilla sin dar la vuelta por la escalera.

—Ya me he dado cuenta. No soy tan paleto, a pesar de no tener una familia tan distinguida como la tuya.

Ella saltó, verdaderamente enfadada.

—¡No es mi familia! Bueno, aunque lo sean no tienen nada que ver conmigo. Y ya ves lo que tienen de distinguidos. Son más bien una panda de impresentables.

—Y eso que no has oído lo que han dicho después que tú te bajaras. ¿Sabes que ayer nos estaban viendo mientras patinábamos?

—¡No me digas! ¿Estaban en la urbanización?

—Eso parece. Por lo visto quieren sacar esa mercancía clandestina de la que hablaban el otro día y se lo impidió nuestra presencia.

Carla se incorporó y se le quedó mirando.

—Pero ¿te das cuenta de lo que significa? ¡Tienen “eso” escondido en la urbanización! ¡Tenemos que encontrarlo nosotros antes de que lo saquen!

—¡Me doy cuenta de lo que significa! ¡Significa que tendrán la urbanización vigilada y te pueden encontrar! Y entonces sabe Dios lo que harán, porque también estuvieron hablando de que había que eliminar al bastardo porque era otro heredero.

—¿Eso dijeron? ¿Qué había un bastardo? ¿Y no dijeron de cuál de ellos era?

—No, pero sí que les estorbaba. ¿Comprendes que no es ningún juego? ¡Estás corriendo un peligro grande!

—Bueno, aunque me encontraran en la urbanización no saben quién soy. No iba a ser tan tonta de decirles mi nombre o el de mi madre.

—Si te llevan a la Guardia Civil lo tendrías que decir a la fuerza.

—Pero lo último que harán será ir a la Guardia Civil para que registre la urbanización.

—Eso es verdad, pero aun así es peligroso. Menos mal que dijeron que no sabían dónde está el bastardo.

—¿Te acuerdas del hombre que vimos el otro día hablando con el guarda? Ese me conoce, y lo que yo me temía era que les dijera que me había visto. Si dices que no saben dónde estoy, me quedo más tranquila.

—¡Pues la cosa no es como para estar tranquila precisamente! ¿Qué vas a hacer ahora?

—Buscar por toda la urbanización a ver qué hay allí.

—Sí, me lo figuraba. Pues te lo prohíbo.

—¿Qué me lo qué?

—Que no se te ocurra meter las narices ahí. Era lo que te faltaba.

—Pues lamento mucho haberte metido en este lío, porque a ti ni te va ni te viene. No vuelvas a ir al chalet ni hagas nada. Dedícate a estudiar y déjame a mí que me las apañe.

—¡Claro! ¡Qué fácil! Soy una chica sola metida en un lío tremendo y peligroso, pero tú haz como si no lo supieras y vete a tus asuntos. ¿De qué crees que estoy hecho?

—No, de verdad, lo digo en serio. No quiero que nadie se involucre en mis líos. Yo me he metido en esto y tengo que apañármelas para salir.

—Pues entonces sal, deja a esa familia con sus trapicheos, coge tu equipaje del chalet y vete a reunirte con tu madre, o a ese sitio donde deberías estar y no estás.

—¿Y tú te quedarías tan tranquilo o aprovecharías que yo me había ido para ponerte a averiguar por tu cuenta? Dímelo sinceramente.

Bruno meditó un momento y luego dijo:

—Bueno, seguramente echaría un vistazo por ahí. Pero yo no soy nada suyo ni me andan buscando.

—¿Lo ves? Entonces el que estaría en peligro serías tú y yo no podría hacer nada. Mira, vamos a intentar investigar un poco los dos juntos. Te prometo que no haré nada sin contar contigo y que tendremos mucho cuidado. Pero comprende que, una vez que sabemos que esa gente está tramando algo, no podemos quedarnos de brazos cruzados.

—Puede que tengas razón. ¿De verdad prometes que no te meterás en nada por tu cuenta?

—De verdad. Y, en cambio tú, prométeme que no le vas a decir a nadie que existo. Y ahora vámonos. No hay ningún guarda a la vista y voy a saltar por la tapia. Tú puedes ir por el patio de la residencia.

—No, te acompaño hasta la tapia. Quiero ver que no te rompes nada al saltar. Y después me esperas en el chalet y veré si puedo traerte alguna cosa de comida.

—No hace falta, me acerco a la tienda de la gasolinera y me compro algo.

—Y antes de meterte en la casa mira bien si alguien te está vigilando. Si descubren que estás ahí no tendrás más remedio que irte a otro sitio y ya me dirás a cuál.

—Estaré con cien ojos. Yo soy la primera interesada en que no me falle ese escondite.

Llegaron a la tapia, Carla saltó por ella y se alejó por entre los pinos. Bruno fue a la cocina, pero ya no era tiempo de llevarse comida, porque María y otra chica que la ayudaba entraban y salían de ella preparando las mesas y dando los últimos toques en el fogón.

—Hoy tendrá que apañarse con un bocadillo —pensó Bruno—. Luego intentaré llevarle algo caliente para la cena.

IX

Por la tarde, mientras trabajaba en el ordenador, a Bruno se le ocurrió buscar en la red algún dato sobre los Valdivieso. Tecleó y le salieron varias páginas de referencias a personas o entidades con ese nombre.

Empezó a repasarlas. Encontró unas Viñas Valdivieso, pero al buscar más detalles, pudo comprobar que no eran las que quería. Saltó, sólo mirando por encima todas las que era claro que no tenían nada que ver con esa familia, y ya empezaba a hartarse, porque había un montón de referencias a ese apellido, cuando vio un Manuel Valdivieso y pinchó allí por si se trataba del abuelo de los de la finca.

“Manuel Valdivieso —decía— creador de las bodegas que llevan este nombre, unas de las más importantes de la provincia de Palencia. Los terrenos de las viñas de estas bodegas se extienden por lo que fueron las propiedades del monasterio cisterciense junto al cual está enclavada la finca Valdivieso.” Y luego seguía explicando las características de los vinos que allí se producían y las denominaciones de origen que comprendían las bodegas.

Como esto no le interesaba, buscó el nombre del convento donde ahora estaba la residencia. Encontró una página bastante extensa con su historia que decía que la construcción primitiva databa del siglo XI, que había sido de la orden del Cister y luego adoptado la reforma de Cluny, que había dejado de pertenecer a la orden después de la desamortización y pasado a manos privadas, si bien hasta que en los años ochenta no había sido reconstruido y dedicado a residencia de estudiantes, había estado abandonado e incluso los pocos recintos que aún quedaban en pie, aprovechados por los pastores de la zona para guardar ganados. También decía que por allí cerca se habían encontrado unos restos de una villa romana y algunas vasijas, que se descubrieron al excavar en una cantera de yeso, pero que eran muy pocos y lo que se sacó se había llevado al Museo Arqueológico de la provincia.

Luego añadía que los terrenos de los alrededores que habían pertenecido al Monasterio habían sido comprados en los años cuarenta por Manuel Valdivieso, que según sabía era el abuelo de los propietarios actuales, y que había plantado las viñas en lo que habían sido terrenos de labor de otros cultivos de los arrendatarios de los monjes del convento.

Todo esto no aclaraba nada sobre la familia dueña de las bodegas y además eran cosas que ya conocía o podían deducirse fácilmente.

Después estudió un rato y a media tarde bajó a la cocina, pero no pudo llevarse nada, porque María la cocinera y otra chica estaban preparando la cena, así que, cogiendo su bicicleta del almacén, fue hasta la tienda de la gasolinera, compró un bote de albóndigas con guisantes y fue a la urbanización, pero en lugar de entrar en ella con la bici la dejó tumbada en el suelo en el pinar, detrás de unos matorrales y después dio un rodeo alrededor de los chalets, mirando si en una de las calles se veía algún coche aparcado, porque pensó que si alguno de los Valdivieso estaba por allí no habría ido andando. No vio ningún vehículo y después de atisbar por las ventanas de la casa en que ponía: “Chalet piloto. Oficinas”, concluyó que no había nadie que pudiera verle.

Tampoco Carla estaba en su chalet. ¿Dónde habría ido? Bruno pensó con disgusto en que se habría vuelto a colar en la finca. Mientras esperaba a que apareciera, se le ocurrió ir a ver a la oficina un cartel que había allí con el plano de la urbanización. Vio que era, no de la urbanización como estaba ahora, sino del proyecto de cómo estaría cuando se terminara, porque en él aparecían unas pistas de tenis, una piscina y un centro social que no existían todavía. De pronto se acordó de que, según le había contado Carla, los dueños habían dicho que tenían que sacar “eso” antes de hacer la zona deportiva y la piscina. ¿Y si era ahí precisamente donde estaba el escondite de aquella mercancía clandestina y pensaban, una vez que lo hubieran hecho desaparecer, construir aquello encima para ocultar el sitio?

Consultó el plano y se dirigió a la parte donde aparecía esa zona. Había, en efecto, un espacio grande sin construir, aunque estaba allanado y en algunos sitios la tierra removida como si hubieran arrancado árboles. Desde luego parecía que no habían tenido ningún escrúpulo en sacrificar una buena parte del hermoso pinar. Dio varias vueltas por ese trozo de terreno, pero no pudo ver nada que pudiera servir de escondite. Había una caseta prefabricada, de las que se ponen para guardar herramientas y se asomó al interior por una ventanita cubierta con un plástico. A pesar de que estaba bastante oscuro, no parecía contener nada extraño, sólo una pequeña hormigonera y algún aparato más.

Recordó que uno de los Valdivieso había mencionado algo del patrimonio. ¿Se refería al Patrimonio Forestal, que podía tener algún inconveniente para la tala de árboles o a otra cosa? Pensó en los hallazgos arqueológicos a los que se hacía referencia en Internet. Pero habían hablado de algo de gran envergadura, no de unas cuantas vasijas antiguas y además, esos restos arqueológicos no eran una mercancía vendible. Tenía que ser algo más importante, no podía por menos de pensar en drogas o en armas.

Volvió al chalet de Carla y la vio llegar, patinando desde el extremo de la calle. Llegó sudorosa y se sentó en el porche a quitarse las botas.

—¿Qué hacías? —preguntó Bruno—. ¿Estabas por ahí patinando tranquilamente sin pensar en que podían verte?

—No hay nadie, me he asegurado. Además no estaba en la urbanización, sino en un trozo de carretera vieja que hay por la parte de atrás.

—¿No has ido a la finca?

—No, he estado mirando pero no ha salido nadie y tampoco estaban en la piscina, así que dentro de la casa no he podido espiarles. Pero he visto que ha llegado un coche y se ha bajado un señor con una cartera de documentos y ha entrado en la casa. Seguramente era ese administrador del que hablaban.

—Si esto fuera una película de espías, habríamos aprovechado cuando entramos esta mañana para instalar un micrófono y nos enterábamos de lo que hablaban.

—O si nosotros fuéramos tan listos como para saber hacer una cosa así. Pero eso en la realidad nunca es tan fácil. Nos lo tenemos que hacer todo por métodos más rudimentarios.

—Claro, jugándonos el pellejo para meternos en casa ajena y escuchar con nuestros propios oídos. Pero no podemos quejarnos. Al fin y al cabo en esta época todo es más fácil que en la época de las películas de serie negra. Ahora tenemos móviles y ordenadores. He estado mirando en Internet datos sobre los Valdivieso, la finca y el convento donde está la residencia, y me he enterado de que por aquí cerca ha habido unas excavaciones de restos romanos y una cantera de yeso.

—¿Y si esta gente hubiera encontrado algún tesoro en esos restos y quisieran llevárselo sin que se entere nadie?

—Esas cosas sólo tienen valor como restos arqueológicos, no creo que le interese a nadie comprar unas cuantas vasijas rotas. Además, por lo que dijeron hoy tiene que ser algo muy grande.

—Pues a lo mejor trozos enteros de pared, o columnas o mosaicos. Esa familia es capaz de todo si piensa que va a sacar dinero. ¿Por qué no miramos bien por toda la urbanización?

—Yo he estado buscando por el terreno en donde van a poner la piscina y las pistas de tenis, según ese plano del chalet piloto, pero no he visto nada, lo único que se han cargado un montón de árboles para dejarlo despejado.

—¿Qué se va a esperar de una gente que tiene como adorno patas de elefante? Seguro que si les dejaran asfaltarían todo el pinar. ¿Y qué hay de esas canteras de yeso? ¿Viste dónde estaban?

—No, en Internet sólo las mencionaba, no explicaban por dónde caían. ¿Por qué?

—Porque las canteras se explotan haciendo agujeros para sacar el material y eso deja huecos que los podían hacer aprovechado para esconder algo.

—¿Sabes que eres bastante lista? Estaría muy bien que los encontráramos y que resultara que lo habían utilizado de escondite. Pero debe ser difícil. Ya se habrán encargado de taparlo todo bien o de disimularlo.

No lo van a tener ahí a la vista.

—Bueno, vamos de todas maneras a ver si encontramos algo. Estará bien escondido, como tú dices, pero si no cuentan con que en la urbanización vaya a entrar nadie, a lo mejor no lo está tanto.

Salieron del chalet y después de mirar por los alrededores y asegurarse de que estaban solos, se dirigieron hacia la parte de las proyectadas piscinas. Allí se veía que habían allanado el suelo con máquinas hasta la valla que marcaba el límite de la urbanización. Al otro lado de ella el terreno estaba a un nivel bastante más alto, formando un talud de tierra. Lo recorrieron a lo largo de la valla pero no tenía nada parecido a huecos o entradas de cuevas, sólo arena desmoronada y raíces de árboles que sobresalían.

Empezaba a oscurecer y Bruno dijo que tenía que marcharse para estar en la residencia a la hora de la cena.

—No he podido traerte nada de la cocina, pero te he comprado un bote de albóndigas que lo puedes calentar en el camping gas. ¿Tienes algún cacharro?

—Sí, tengo un cazo, pero no te preocupes. No tienes que estarme dando de comer, ya me las arreglaré yo.

—Es que cuanto menos te pasees por ahí y te dejes ver por la gasolinera, mejor. Alguien puede preguntarte dónde vives.

—A la tienda de la gasolinera ya he ido varias veces. Supongo que dan por sentado que soy una de la residencia.

—Sí, pero imagínate que coincides allí con alguien de ella y el de la tienda lo menciona. Es preferible que no despiertes la curiosidad de nadie.

—Bueno, papá, pues gracias por la comida. Y no saldré del chalet y cerraré bien las puertas. ¿Dónde has dejado la bici?

—En el pinar, al lado de la carretera, escondida entre unas matas.

—Bueno, pues cuando vengas otra vez puedes entrar por esta parte de atrás. Está más discreto que la carretera. Detrás de los gallineros coges el trozo de carretera vieja que empieza allí mismo y luego saltas esta tapia. Por allí es más fácil —dijo Carla señalando un trozo del talud que hacía una pendiente suave hasta la valla. Esta era una pared de cemento y ladrillos bajita, puesta allí más para delimitar el terreno que para impedir el paso.

Fueron hasta la casa de Carla y después de dejarla allí dentro, Bruno salió por la entrada, cogió su bici del pinar y fue hasta la residencia. Por más que lo intentaba no podía evitar sentirse intranquilo cada vez que dejaba a la chica sola en el chalet, pero se consoló pensando que era él el único que sabía de su existencia.

Pero al día siguiente, cuando a media mañana bajó a merodear por la cocina para ver cómo iba la comida y si podía distraer un poco de ésta para Carla, se encontró allí, además de con la cocinera, con una mujer alta y corpulenta que sacaba cartones de huevos de una caja.

Mientras ésta se metía en la despensa a guardar los huevos, María le dijo a Bruno:

—Es la hija del guarda de la granja avícola, que viene algunas veces a ayudar—. Bajando la voz, le explicó: Aunque la veas así es una muchacha muy inteligente.

La mujer salió de la despensa y le sonrió. Después entró en una habitación contigua a la cocina que servía como oficina a María y al administrador. Al verla de frente, Bruno advirtió en ella los rasgos característicos de las personas afectadas por el síndrome de Down.

—Se llama Belén. Lo que tiene es bastante dificultad para hablar —siguió explicando María—. Y para que veas si es lista, fíjate que lo que hace es conectar en el ordenador un programa de escribir y teclea allí lo que tiene que decir. Mira, ven —dijo entrando con él en la oficina.

Frente al ordenador estaba sentada Belén con la vista fija en el monitor, pulsando las teclas y manejando el ratón con soltura. Con un gesto indicó a María que mirase la pantalla y Bruno también lo hizo. Allí aparecieron ordenadas las cuentas del importe de lo que había traído de la granja.

—“Tantas docenas de huevos a tanto... Tantos pollos a tanto... Importe total, tanto.”

—Gracias Belén —dijo la cocinera—. Imprímelo para que se lo pase al administrador.

Cuando la mujer lo hizo, María fue con la nota a la recepción donde estaba el administrador y entonces Belén le hizo una seña a Bruno para que la siguiera a donde el ordenador. Tecleó en él y en la pantalla aparecieron las letras de un mensaje.

—“Gracias por cuidar de Carla. No la dejes sola, necesita ayuda.”

Bruno lo leyó estupefacto, sin dar crédito a lo que estaba viendo.

—¿Tú la conoces? —preguntó, y luego en voz más baja ante el gesto que le hizo Belén para que no hablase alto—. ¿Tú sabes dónde está? ¿Sabes lo que está haciendo?

Belén tecleó rápidamente:

—“Sé dónde está, pero nadie más debe saberlo. Yo le llevo comida y también le he lavado ropa. Alguna vez ha venido a mi casa a ducharse porque en el chalet no tiene agua caliente.”

—¿Y estás de acuerdo con lo que hace? ¿No te parece una locura?

—“Sí, me parece una locura, pero ella lo necesita. Me alegro de que la hayas conocido tú. Está muy sola y es demasiado imprudente.”

X

Bruno estaba totalmente de acuerdo en lo de que Carla era demasiado temeraria, pero algo le había tranquilizado el hecho de que hubiera otra persona que conocía su existencia y trataba de protegerla. No había podido seguir hablando con Belén porque la cocinera había entrado y entonces la chica había apagado el ordenador, había cogido el dinero que le daba María y se había marchado, así que no pudo saber si tenía intención de contarle algo del misterio de Carla o siquiera si sabía de ella algo más que él.

Al rato de pensar en esto cayó en la cuenta de que aquella figura que seguía a Carla por la carretera era seguramente Belén que vigilaba para comprobar que llegaba sana y salva a la que ahora era su casa. Y que seguramente era también ella la que le había proporcionado el bocadillo del primer día. Esto era otro motivo de tranquilidad para él. Por lo menos sabía que no había nadie persiguiéndola. De momento.

Estudió bastante rato y cuando aún faltaba un tiempo para la comida, bajó a la cocina, pero no pudo llevarse nada, porque lo que había allí preparado eran unas cuantas tortillas de patata, y no era cosa de cortarle un trozo a una o arramblar con una entera, porque seguramente estarían contadas, y tampoco iba a llevarse un filete de los que había en un plato porque todavía estaban crudos.

De todas maneras cogió una barrita de pan porque estaba seguro de que éstas no las contaban y echó también en una bolsa un par de melocotones. Puso todo en la bici y se fue a la urbanización, pero esta vez al llegar a los gallineros se metió por detrás de ellos y encontró el trozo de carretera vieja que seguía más o menos paralela a la normal, pero acababa detrás de la valla donde estuvieron el día anterior. Por precaución volvió a esconder la bicicleta entre unos matorrales y se acercó a la tapia de la parte trasera.

Pero antes de llegar a ella escuchó con sobresalto un ruido de voces. Se escondió rápidamente detrás de un árbol y atisbó desde allí. Junto a la caseta de las herramientas, que tenía la puerta abierta, había tres hombres sacando algo de ella. Reconoció al más joven de los Valdivieso y a su hermano Carlos. El otro era un desconocido vestido con un mono azul de obrero.

Desde donde estaba no podía oír lo que hablaban, así que, calculando que estaban distraídos con lo que estaban haciendo, salió de su escondite y, agachándose entre las matas, se fue acercando a donde terminaba el talud de tierra sobre la valla. Bajar por allí era muy arriesgado, pero se tumbó en el suelo boca abajo y miró por entre los tallos de las hierbas.

Vio que de la caseta salía otro hombre, también vestido con mono de trabajo, que empujaba la hormigonera hasta dejarla fuera junto con otras herramientas que estaban en el suelo. Los dos trabajadores cargaron con ellas en una carretilla y se dirigieron hacia el chalet piloto, en donde había una furgoneta aparcada.

Cuando los dos hermanos se quedaron solos, Carlos dijo:

—Muy bien, ahora de volver a traer estas cosas te encargas tú. Te estaremos esperando para cargar la furgoneta y sacar parte de eso de aquí antes de devolverla.

Algo más dijeron, pero Bruno no los oyó porque acababa de ver una cosa que le hizo temblar. La puerta del chalet de la casa de Carla se abrió y en el hueco apareció ella, que se quedó un momento mirando hacia fuera. Desde donde estaba no podía ver la furgoneta a la que tapaba el chalet piloto, pero los dos hombres que se dirigían hacia allí iban a descubrirla. Pensó frenéticamente en cómo avisarla. Si la llamaba al móvil ¿lo escucharían los de la carretilla? Decidió arriesgarse, pensando que les pillaba un poco lejos para oírlo. Marcó en seguida y afortunadamente a la segunda llamada oyó la voz de la chica:

—¡Bruno! ¿Qué pasa?

—¡No salgas! ¡No salgas ni enciendas ninguna luz! ¡Hay unos obreros que van hacia allí! —dijo por el teléfono sin levantar mucho la voz.

Con gran alivio vio que Carla se metía rápidamente en la casa y cerraba la puerta. Justo a tiempo. Al final de la calle aparecieron los hombres con la carretilla y pasaron por delante del chalet, al parecer sin darse cuenta de nada. Llegaron a la furgoneta, la abrieron y metieron allí las cosas. Después volvieron a donde estaban con la carretilla vacía.

Bruno puso la llamada del móvil en vibración por si a Carla se le ocurría llamarle, y fue una buena precaución porque al momento lo sintió temblar en la mano. Efectivamente, era ella.

—¿Dónde estás? —preguntó—. ¿Quiénes son ésos?

—¿Los has visto?

—Sí, a través de la persiana. Llevaban algo en la carretilla y la han vaciado detrás del chalet piloto.

—Tienen allí una furgoneta. No se te ocurra salir. También están dos de los Valdivieso donde la casilla de las herramientas.

—¿Los estás viendo tú? ¿Dónde estás?

—Por detrás de la tapia, en lo alto del talud. No pueden verme pero yo les oigo. Ahora están arrastrando la hormigonera hacia la furgoneta. Voy a escuchar lo que dicen en cuanto se alejen los obreros.

Efectivamente, en cuanto estuvieron solos, el más joven de los hermanos dijo:

—De todas maneras va a ser difícil trasladar todo en un solo viaje.

—Pues lo hacemos en dos días, y al encargado le dices que no has podido ir a llevársela. Total, en todo el fin de semana no la van a necesitar.

Después hablaron algo en voz más baja que Bruno no pudo oír, y cuando los dos empleados volvieron y guardaron la carretilla en la caseta, Pedro les dijo:

—No, las palas no hace falta que os las llevéis. Hay algunas allí.

Entonces cerraron la puerta y se fueron los cuatro hacia la furgoneta. Los hombres de mono se subieron a ella y, poniéndola en marcha, la sacaron de la urbanización. Los dos Valdivieso se dirigieron hacia la entrada y al rato oyó Bruno el motor de un coche que debían tener aparcado cerca de la puerta y lo vio pasar en dirección a la carretera.

Esperó hasta que ya no se oyera a ninguno de los vehículos y entonces llamó por teléfono a Carla.

—Creo que se han ido todos. Por si acaso no te muevas de ahí, ya voy yo.

Mirando a todas partes para asegurarse de que no había nadie, bajó por el talud, saltó la cerca y fue hasta el chalet de Carla. Llamó con los nudillos en el cristal de la ventana y al momento la chica le abrió la puerta.

—¡Menos mal que has venido por la parte de atrás! Si nos descuidamos nos pillan. ¿Qué hacían esos aquí?

—Han venido esos hombres con dos de tus parientes. Han sacado varias cosas de la caseta y la hormigonera, y se lo han llevado todo en la furgoneta.

—¿Y estás seguro de que lo que sacaban eran herramientas?

—Sí, vamos, al menos desde donde yo estaba lo parecían. Una cosa así como un taladro muy grande y una espuerta con cosas. Además no iban a airear esa mercancía secreta delante de los empleados. Por lo que les he oído decir lo que querían era un pretexto para llevarse la furgoneta. Además han dicho que la utilizarían dos días para sacar eso.

—¿Y no han dicho que días eran?

—No, Carlos le ha dicho a Pedro que él se encargara de volver a traer esas cosas y los demás estarían esperando. Seguramente se han inventado algo que hacer en otra obra o en una de las casas de ellos para justificar que se llevaban la furgo. Así que todo depende del tiempo que tarden en hacer esa obra y volverla a traer.

—Sí, claro, está bien pensado. Así pueden hacerlo ellos solos sin contar con nadie. ¡Sabe Dios qué será eso que tienen tan en secreto! ¡Desde luego nada bueno ni legal! ¡Ah! Y no son mis parientes.

—Uno por lo menos sí, y bastante allegado además. Oye y ¿por qué no me habías dicho que conocías a Belén?

Carla dio un respingo.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Ella. Me dijo que necesitabas ayuda.

—¿Y no te ha dicho por qué?

—El porqué es bastante fácil de comprender. Porque estás metida en un lío, pero no me ha contado en qué consistía ese lío.

.Ni te lo va a contar. No sabe más que tú.

—Por lo menos lo sabe de antes que yo, porque vi que te seguía por la carretera. Me alegro de que haya alguien más que sepa que estás aquí.

—¿Por qué? ¿Para tener testigos si de repente desaparezco?

—Por ejemplo. Y para que te vigile y no te deje hacer más locuras de las que ya estás haciendo. Hoy, si no da la casualidad de que yo estaba viéndolos, te pesca esa gente saliendo del chalet.

—¿Quién iba a figurarse que había alguien en la urbanización? Nunca viene nadie.

—Pues ya ves que han venido éstos. Y que van a volver, no sabemos cuándo. Pero ¡espera! Ahora que me acuerdo han dicho que la furgoneta no se iba a necesitar en todo el fin de semana. ¡Eso puede querer decir que es entonces cuando lo van a hacer!

—Pues si fuera así, como hoy es lunes, tendríamos todavía unos días para encontrarlo nosotros antes de que se lo lleven. Lo malo es que no lo sabemos seguro. ¡Hay que darse prisa!

—Sí, y sobre todo antes de que ellos te encuentren a ti. Me voy porque tengo que llegar a la cena. No he podido traerte nada más que esto, pero mañana buscaré algo más sustancioso.

—No te preocupes, tengo unas latas que me ha dado Belén. ¿Cuándo vas a venir mañana?

—No sé a qué hora, pero tú espérame. No se te ocurra pasearte por ahí ni meterte en la casa otra vez.

Cuando, de vuelta a la residencia, pasaba por delante de la granja, vio que estaba la puerta de la casa abierta y que había un hombre haciendo algo en la huerta.

Se bajó de la bici y se acercó. El guarda estaba cogiendo tomates que echaba en un barreño de plástico.

—Buenas tardes —, le saludó—. ¿Es usted el padre de Belén?

Antes de que contestara, la misma Belén salió de la casa y se aproximó sonriente.

—Hola. Bruno —dijo. Hablaba con una voz extraña, profunda pero entrecortada y se veía que hacerlo le costaba un esfuerzo—. ¿De dónde vienes?— Y mientras lo decía le hacía señas con los ojos en dirección al guarda. Bruno interpretó que el padre no estaba enterado del secreto de Carla y dijo:

—De por ahí. Me he dado una vuelta para despejarme. He estado bastante rato estudiando.

—Eso es bueno, muchacho —dijo el guarda—. Que aproveches bien el tiempo que estás aquí. Bastante le cuesta a tu familia la residencia—. Sacó un cigarro y lo encendió.

—¿Tú no fumarás, verdad? —le preguntó a Bruno.

—No.

—Tú taaaampoco de-debías...— intervino su hija.

—Tienes razón. Haces bien en no empezar. Una vez que se empieza es difícil dejarlo. Yo lo he intentado más de una vez pero ¡son tan largos los inviernos aquí y hay poco qué hacer! Y ahora está la chica, pero luego se pasa el día en Aspaym y yo me quedo solo en la casa.

—¿Hace mucho que está usted aquí?

—¿Aquí, en la granja? Desde que se instaló, en el año noventa.

—Entonces fue después de arreglar el monasterio para residencia ¿no?

—Sí, eso fue antes. Yo trabajé en esa obra. Como estaba en la fábrica y nos despidieron a unos cuantos... Regulación, lo llamaron. ¿Qué regulación? ¿Qué íbamos a hacer con nuestra edad y una familia que mantener? Yo estaba solo con Belén que era una cría y tenía que darla de comer. Estuve trabajando en varias cosas, hasta que me salió esto.

—Estaba muy ruinoso el convento, creo. Sería una obra muy grande.

—Sí, estaba muy abandonado, pero no creas. Había una parte que se conservaba bien. Todas las habitaciones que tenéis ahora eran las celdas de los monjes y ésas estaban enteras, solo que hubo que agrandar las ventanas, porque eran chiquitas, parecían de una cárcel y costó mucho trabajo porque los muros tienen más de un metro de espesor. ¡Así era como se construía antiguamente! Luego estaban los sótanos y las bodegas, porque los frailes hacían su vino y guardaban su trigo. ¡No debían vivir mal!

—¿Y la finca de al lado ya estaba entonces?

—Sí, las viñas se plantaron en los años cuarenta y la casa se hizo poco después. Mi padre trabajó allí en tiempos del abuelo de los de ahora.

—¿Usted los conoce?

—Casi nada. Vamos, de vista nada más. Como entran y salen de su casa en coche, no se los ve mucho. De vez en cuando te encuentras a uno de ellos montando a caballo. Pero son bastante estirados, ni siquiera saludan.

—Soon maala gente— intervino Belén.

—No sé si son buenos o malos, pero como son ricos no se tratan con los pobres.

—¿Y también el abuelo era así?

—Mi padre decía que era un tirano y un tacaño, pero que era bastante campechano con los empleados. Yo no le conocí, pero tengo entendido que su hijo mayor era peor que él, y que en cambio el segundo era más tratable. Ese señor vive ahora también en la finca, pero no se le ve mucho. Los otros que viven ahí son sus sobrinos, los hijos del mayor. Y me parece que han salido todos a su padre, porque ya digo que ni saludan a nadie. ¡Vamos, que por mucho dinero que se tenga qué trabajo costará un poco de educación!

XI

Quizá porque se acostó pensando en el misterio escondido en la urbanización, Bruno soñó con él y nada más despertarse le volvió a la imaginación. Repasó mentalmente la disposición de las calles, los chalets, el trozo parcelado que quedaba sin edificar y de pronto se sentó en la cama dando un bote. Había recordado algo. Se había acordado de la tarde que habían pasado Carla y él patinando y cómo se habían caído encima de un montón de yeso.

—¿Y si —se preguntó a sí mismo en voz alta—, ese yeso lo habían sacado de la antigua cantera? Y les dijeron a los empleados que no se llevaran las palas. ¿Sería que tenían que utilizarlas para sacar a la luz aquella mercancía misteriosa? No tenemos más remedio que investigar eso.

En cuanto hubo desayunado, llamó por teléfono a Carla.

—Voy ahora mismo para allá. No salgas de la casa hasta que yo llegue —le dijo.

Se le ocurrió meter en la bolsa de la bici una linterna y se lanzó a pedalear por la carretera. Torció por donde los gallineros y llegó a la parte trasera de la urbanización, volvió a esconder la bicicleta y después de asegurarse que no había nadie a la vista, se fue hasta la casa de Carla y llamó al cristal de la ventana.

—¿Qué pasa? —le dijo ésta cuando le abrió la puerta—. ¿Has averiguado algo?

—No lo sé. A lo mejor es una tontería, pero tenemos que comprobarlo—. Y le contó lo que había sospechado recordando el montón de yeso.

—¿Te acuerdas de dónde estaba?

—¡Claro! Al final de esa calle más ancha, donde terminaba la tapia de atrás. Vamos para allá.

El yeso, apilado en forma de pirámide, se apoyaba en la pared del talud que había quedado al nivelar el suelo. Intentaron desmoronarlo por la parte alta, pero, aunque la superficie estaba hecha de polvo blanco que se desprendía al empujarlo, por debajo tenía una capa más dura, seguramente porque le había llovido encima y se había solidificado.

—Necesitaríamos esas palas que se han dejado ahí —dijo Carla—. Vamos a ver si podemos cogerlas.

—Estará la caseta cerrada y están dentro. No las podremos sacar.

—Bueno, vamos y miramos.

Cuando llegaron a la caseta de herramientas comprobaron que efectivamente estaba la puerta cerrada con un candado, pero Carla se sacó de un bolsillo una pequeña llave inglesa.

—Mira, me he traído esto por si acaso. Estaba en la bolsa de los patines—. Y se puso a introducirlo por el agujero del candado.

—¡No hagas eso! —le advirtió Bruno—. No vas a poder hacer nada así y además si le haces alguna mella se notará que hemos intentado abrirlo.

—Se va a notar que lo hemos intentado y que lo hemos conseguido— dijo mostrando triunfalmente el candado abierto.

—Y que van a tener un estupendo motivo para meternos en la cárcel si nos pillan.

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