Carla

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—No nos pillarán. Y no vamos a robarnos nada, aunque quien roba a un ladrón... Sólo vamos a cogerlas para excavar debajo del yeso.

—Pues eso sí que lo van a notar. En el caso de que encontremos algo va a ser muy difícil dejarlo igual que antes.

—Si ese montón de yeso no esconde nada no se fijarán mucho en que haya cambiado de forma. Y si lo esconde y lo encontramos lo de menos será que lo noten —explicó Carla con su lógica aplastante.

Fueron con las palas hasta donde estaba el montón y empezaron a intentar retirarlo por la parte que se apoyaba en la pared de tierra. Al principio les costó mucho trabajo y apenas conseguían rebajarlo algo en la altura. Pero cuando ahondaron un poco el yeso parecía más blando y pudieron sacar una buena parte. Pero debajo no había más que tierra, piedrecitas y raíces de árboles. Además era un trabajo cansado, porque se turnaban para que, mientras uno excavaba el otro iba a la entrada de la urbanización para, si veía acercarse algún vehículo, hacer rápidamente una llamada con el móvil. Durante un rato en que era Carla la que vigilaba la carretera, su móvil sonó. Habían quedado en dejarlo sonar nada más una vez, pero después de la primera llamada sonó otra.

Descolgó y oyó la voz de su compañero que decía:-¡Ven corriendo! ¡He encontrado algo!

Carla voló hacia donde él estaba y le encontró separando el yeso con las manos. Había quedado al descubierto un hueco en la pared que parecía prolongarse hacia abajo. Bruno trepó un poco por el montón y sacando la linterna la metió por el agujero.

—¡Sí, es un hueco grande, yo creo que hasta el suelo! Es como la entrada a una cueva. Pero si queremos entrar tendremos que quitar todo el yeso.

—O hacer un agujero justo para meternos —dijo Carla.

—Sí, si esto lo agrandamos un poco podremos dar un salto dentro. Pero si saltamos ¿cómo hacemos luego para salir?

—Pues entonces vamos a quitar más, por aquí desde el suelo. Si conseguimos abrirlo por ahí lo suficiente para entrar gateando después podemos salir y taparlo.

Se pusieron a quitar el yeso con ardor y al poco rato vieron que la pared del talud daba paso a una cavidad que se adentraba en la tierra. Agrandaron el hueco con las palas y pronto pudieron ponerse a cuatro patas y arrastrarse dentro.

—A mí esto me da claustrofobia —comentó Bruno—. Muchas veces he tenido pesadillas de que tenía que reptar por un agujero así.

Carla fue la primera que se puso en pie y le cogió la mano para enfocar con la linterna el techo y las paredes. Estaban en una cueva de muros lisos y redondeada por arriba en una bóveda. El material de las paredes era terroso en unas partes y blanquecino en otras.

—Esta debe ser la cantera de yeso abandonada. Parece muy grande.

—Seguramente la excavarían para sacar de ahí la cal para construir el monasterio y las casas de la gente que vivía alrededor. Tiene aspecto de estar hecha hace un montón de años.

—Mira, salen dos galerías, cada una por un lado. Vamos a ver qué tienen.

Alumbrando con la linterna se adentraron por la de la derecha que parecía más grande. Sin embargo sólo lo era al principio, luego se iba estrechando y al final se encontraron con una pared de piedra que cerraba el paso.

—Aquí no hay nada —dijo Carla—. Ni se ve nada raro. Vamos a mirar la otra.

Volvieron hacia la cueva de entrada y se asomaron un momento por el agujero que habían abierto. Fuera no se oía ni se veía nada. Pero de pronto, al retirarse del hueco, oyeron un ruido y la luz que entraba por él se apagó. Los dos retrocedieron asustados.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Carla.

—Que el yeso se ha derrumbado y ha tapado la entrada. Me temo que nos hemos quedado encerrados —contestó Bruno con la voz temblorosa.

—Bueno, pero podremos quitarlo ¿no? —dijo ella, procurando que su voz temblara un poco menos—. Mira, vamos a mirar la otra galería. A lo mejor tiene otra salida y si no, venimos a abrir aquí. No puede estar muy difícil.

Agarrados de la mano se metieron por la galería de la izquierda alumbrando con la linterna. Era igual que la otra, sólo que un poco más ancha y con las paredes más lisas. Pero lo que sí era es muchísimo más larga. Anduvieron un buen rato y cada vez les entraba más aprensión, pensando en que se estaban alejando y que si tardaban mucho en volver mientras tanto podían llegar los dueños de la urbanización y descubrir lo que habían hecho.

—Yo creo que debíamos volvernos —dijo Bruno—. Esto no tiene pinta de acabarse y no hay nada. Si tienen algo escondido en algún sitio de la urbanización no es éste. Mira, el suelo es de tierra y si hubieran estado por aquí se vería alguna huella o alguna señal de algo.

Por una vez Carla estuvo de acuerdo pero, cuando se daban la vuelta después de pasar la luz de la linterna una vez más por las paredes y el techo, Bruno agarró la mano de la chica.

—¡Espera! He visto algo. Voy a apagar un momento.

Y los dos vieron, en medio de la oscuridad total, un punto luminoso. Se veía al final de un ensanchamiento que hacía la galería, a ras del suelo. Fueron hacia allí y vieron, sobre el piso de tierra, unas cuantas manchas claras. Encendieron la linterna y las manchas desaparecieron.

—¡Mira lo que es! —exclamó Bruno. Metió la mano por un agujero en lo alto de la pared y separó unas ramas que lo cubrían. El sol entró por el hueco e iluminó la tierra del suelo. Era el sol, filtrándose a través del matorral lo que hacía el efecto de manchas.

La sensación de alivio que los dos experimentaron al ver de nuevo la luz fue tan grande que se pusieron a reír y hasta se abrazaron. Quedaba por ver si aquella ventana servía para salir por ella. Carla, que pesaba menos, se apoyó en las manos del chico y sacó la cabeza y los hombros por el agujero.

—Es estrecho, pero cabremos. Espera, voy a salirme del todo y te ayudo.

Apoyándose con las manos se aupó sobre el borde, puso después una rodilla, después la otra y saltó afuera. Se la oyó retirar las matas y asomó la cabeza.

—Hay que tener cuidado. Esto está en pendiente y muy escurridizo. Voy a buscar un palo o algo para que puedas agarrarte.

Desapareció y volvió al rato con una rama de pino reseca, retorcida y pinchosa.

—Es lo único que he encontrado, pero creo que aguantará. Yo me sujeto aquí a un tronco para que no me arrastres.

Introdujo el palo por el hueco y Bruno, agarrándose a él, pudo alcanzar el borde. Entonces ella soltó y cogiéndole de los brazos le ayudó a salir.

—Ten cuidado, no te resbales —dijo—. Estaban en una empinada pendiente de tierra suelta y rodeados de zarzas y carrascas de hojas erizadas de pinchos. Carla tenía varias rayas rojas haciendo contraste con el color entre terroso y blanquecino de sus piernas.

—Te has arañado —observó Bruno.

—Y más nos vamos a arañar ahora. Para bajar esto no tenemos más remedio que echar el culo al suelo y agarrarnos a las matas, si no rodaremos hasta abajo.

Así lo hicieron pero no pudieron evitar que el final de la bajada del terraplén fuera una caída violenta, arrastrando tierra y piedras hasta chocar con una tapia medio derruida y cubierta de zarzas.

Cuando se levantaron y se miraron uno a otro no pudieron por menos de reírse otra vez. Tenían las caras llenas de polvo, en el pelo se les enredaban varias hierbas secas y los arañazos de sus piernas se habían multiplicado y se habían extendido a sus brazos.

—Esta aventura se va haciendo peligrosa —dijo Carla entre risas.

—Sí, pero el peligro más grande es el que hemos dejado atrás. Tenemos que ir corriendo a la urbanización para arreglar lo más posible el montón de yeso y poner las palas en su sitio. Si los de la finca no se enteran de que hemos estado allí, mucho mejor.

—¿Y qué, si se enteran?

—No pasaría nada si ellos no tuvieran algo que ocultar. Pero cuando descubran que ha curioseado alguien por allí, pondrán vigilancia y a ti se te habrá acabado el chollo de seguir de ocupa. Lo mejor es volver en seguida a la urbanización y tratar de arreglar aquello. Tú, que conoces más este sitio ¿sabes por qué parte estamos?

—Sí, estamos cerca de otro trozo de la antigua carretera. Por aquí tiene que haber una casa que era de peones camineros de los de antes y está abandonada. Desde allí sé cómo volver.

—Entonces debe ser esa que está ahí ¿no? —dijo Bruno que se había subido en la tapia y miraba alrededor.

Carla también miró. Detrás de un grupo de árboles se veían unas paredes derruidas y cubiertas de vegetación...

—Sí, esa es. Esta tapia de aquí debe ser lo que queda de algún corral de esa casa.

Bruno se bajó y observó el muro.

—¡Qué raro! —dijo—. ¿Te das cuenta?

—¿De qué?

—De esta tapia. Lo que se ve parece que está hecho de piedras.

—Pues como todas las tapias del campo.

—Las de aquí no. Aquí no hay piedras, el suelo es de tierra y sólo se pueden coger unas muy pequeñas. ¿Cómo han hecho esta pared?

—Tienes razón. Aparta un poco esas zarzas y yo quitaré la tierra de por debajo.

Cuando lo hicieron, Bruno lanzó una exclamación.

—¿Lo ves? No son piedras, es como una argamasa. Y tampoco es una tapia. ¿Sabes lo que parece? Como el respiradero de una bodega.

—Entonces será una bodega que hicieron los que vivían en la casa. Aquí en todas las casas hay bodegas.

—¿Y si los Valdivieso la han encontrado y han escondido ahí esa cosa?

—Habíamos quedado en que lo más probable es que estuviera en la urbanización. Si van a sacarlo de ahí con una furgoneta...

—Pues precisamente, aquí no pueden meter la furgoneta. Tienen que llevárselo allí para trasladarlo. ¿Y si la galería de la mina está comunicada con esta bodega?

—En ese caso tenemos que buscar en la casa la entrada de la bodega. Vamos para allá.

De la casa no quedaban más que unos muros ruinosos. No había techos y el suelo estaba cubierto de malezas que en algunos sitios cubrían los huecos que habían sido ventanas, pero en las paredes cubiertas de cal desconchada, aún podían verse las marcas que habían dejado los muebles que había estado arrimados a ellas y en un ángulo un espacio cubierto de hollín indicaba el sitio donde había habido una chimenea.

Por la parte de atrás se veía que había habido corrales o cuadras porque aún quedaban restos de alambradas palos como de gallineros. Allí el terreno se elevaba y entonces vieron, medio enterrada en la cuesta, una puerta de madera con un pequeño alero de tejas casi deshechas encima.

—¡Esta es la puerta de la bodega seguramente!

—Pues si es ésta, los Valdivieso no han estado aquí. Está casi tapada con la maleza. La habrían quitado para poder pasar.

—Es verdad, tiene aspecto de llevar cerrada mucho tiempo. ¿Por qué no entramos?

—Porque tú lo has dicho. Está cerrada.

—Pero la madera está toda carcomida. Si damos una patada se rompe. Y esto no sería allanamiento porque aquí no vive nadie.

Por una vez Bruno no puso objeciones a esto y retirándose un poco dio un golpe fuerte junto a la cerradura. Efectivamente, ésta cedió con facilidad y la puerta se abrió, dejando ver unos escalones excavados en la tierra.

Quitaron con cuidado las astillas que colgaban y Bruno encendió la linterna. Con gran precaución bajaron por la escurridiza escalera y desembocaron en una estancia bastante grande, con unas cubas de barro arrimadas a las paredes. No estaba totalmente a oscuras porque por el respiradero que habían visto antes entraba algo de luz, pero todo estaba cubierto de telarañas y musgo.

Cuando la atravesaron, vieron en la pared de enfrente otra puerta de madera. Estaba sólo entornada y se asomaron por ella.

Y vieron con asombro que allí empezaba otra galería, muy parecida a la que habían recorrido antes. La siguieron hasta encontrarse con que se interrumpía con otro túnel perpendicular que se prolongaba en otros dos pasillos a derecha e izquierda.

Encendieron la linterna y siguieron por uno de ellos. Cuando llevaban apenas unos metros recorridos se dieron cuenta de que era en aquel sitio donde habían estado antes, donde encontraron el agujero en la pared para salir.

Entonces volvieron sobre sus pasos y se adentraron por la otra galería. Esta era mucho más larga. Las paredes ya no eran de yeso sino solo de tierra y en algunos sitios había traviesas de madera apuntalándola. Después de bastante tiempo andando se encontraron de pronto con el final del túnel. Pero no era un muro, sino una puerta. Bruno la empujó y no se movió. De pronto, al otro lado se oyó un chirrido y un golpe y la puerta se abrió dejando paso a la luz.

Bruno se volvió hacia Carla, pero de nuevo, igual que en el comedor de la finca, había desaparecido.

XII

Lo otro increíble que sucedió fue el ver quién era la persona que había abierto. Frente a él estaba la cara sorprendida de María, la cocinera de la residencia. Y por detrás de ella se veía una estancia que Bruno conocía de sobra: Un vasto almacén que había en el pasillo entre la cocina y el sitio donde se guardaban las bicicletas. Reconoció el montón de patatas en un rincón, las banastas con verduras y las cestas de plástico con botellas de agua y refrescos que lo ocupaban. María preguntó, atónita:

—¿Qué hacías ahí?

—Me metí a curiosear —inventó rápidamente Bruno—. Nunca me había fijado en esta puerta. ¿Qué es?

—Pero ¿cómo has entrado? —preguntó María—. El cerrojo estaba echado.

—Por aquí —siguió inventando Bruno sobre la marcha—. Pero cuando entré se cerró, no sé cómo.

María movió con el pie unos sacos que había apilados delante.

—Se han debido escurrir estos y la han empujado, y entonces se ha caído el pestillo—. Dijo, señalando la cerradura que no era un pasador sino una aldabilla que caía sobre una argolla—. Menos mal que te he oído empujar. Te podías haber quedado encerrado.

—Bueno, hubiera llamado.

—¡Pues menudo susto me das si lo haces! —rio María—. ¿Cómo iba a imaginarme que había alguien ahí dentro?

—Por eso no quiero que vengan los chicos por aquí —intervino el administrador que también estaba al fondo de la habitación—. Esta casa tiene muchos recovecos desconocidos y no sabemos si son seguros.

—Esto ¿qué es? —preguntó Bruno.

—Un pasadizo de los que usaban los frailes para abastecerse cuando había un asedio. No sé a dónde va, probablemente al campo, pero seguramente será peligroso. Debe estar derruido o a punto. De todas maneras los chicos debéis estar en las habitaciones o en la biblioteca. No se os ha perdido nada en las cocinas.

—A Bruno le gusta mucho mi cocina —dijo risueña María—. Siempre está rondando por aquí.

—Es que tengo curiosidad por esta construcción —dijo Bruno—. Como estudio Historia y esto es tan antiguo...

El administrador salió y María le metió a Bruno en el bolsillo del pantalón un puñado de nueces, haciéndole un guiño.

—Anda, que vienes hecho un Cristo. Tú no has estudiado hoy mucho. Vete a bañarte que vamos a sacar la comida.

Pero Bruno tenía algo más urgente que hacer. Salió otra vez a la carretera, se metió en el pinar, buscó la casilla abandonada y junto a la rota puerta de la bodega encontró a Carla.

—¡Qué susto! —dijo ésta cuando le vio—. Si no me llego a esconder rápido me pescan allí contigo. Menos mal que estaba oscuro.

—¿Quién iba a imaginarse que ese túnel terminaba en la propia residencia? Allí debajo se desorienta uno mucho. Yo hubiera jurado que íbamos en otra dirección. Pero ahora no tenemos más remedio que volver a la urbanización para arreglar el yeso y devolver las palas. Y tiene que ser muy rápido porque si falto a la comida lo van a notar. Piensan que estoy allí.

Corrieron por la carretera vieja, bajaron por el talud y llegaron al montón de yeso. Por la parte baja que ellos habían entrado unos cascotes grandes habían tapado el agujero y decidieron dejarlo así, porque podía haber sido de forma fortuita. Arreglaron un poco lo que habían excavado por arriba, borraron huellas de pisadas, echaron tierra y ramitas por encima, limpiaron las palas por el procedimiento de hundirlas varias veces en la tierra del talud para borrar los restos de yeso, fueron con ellas al cobertizo y Carla las dejó apoyadas contra la pared en que las habían encontrado.

—Déjame —dijo Bruno, rectificando la posición de las herramientas—. Estaban así, inclinadas y más hacia el rincón.

—¿Tú crees que van a acordarse de cómo las dejaron?

—Yo me acordaba. Es mejor no dejar huellas. Lo que no va a tener arreglo es lo del candado.

Lo volvieron a enganchar y trataron de meter la pata de la horquilla en su agujero, pero como no lo consiguieron lo dejaron. Después subieron por el talud a la carretera vieja.

—¿Tú te quedas aquí? —preguntó Bruno—. No me gusta mucho.

—No te preocupes, hoy el padre de Belén se ha ido a unos asuntos a Palencia y no vuelve hasta por la noche. Iré a su casa y así de paso me doy una ducha, que buena falta me hace.

—Estupendo. Estate allí todo el tiempo que puedas y esta tarde voy yo también. Me gustaría hablar con ella.

Después de comer, Bruno esperó un tiempo prudencial por si Belén acostumbraba a echarse la siesta y luego fue a por su bici y se dirigió hacia la granja. El cielo había empezado a cubrirse de nubes que hacia el horizonte se hacían cada vez más oscuras. Bruno se alegró de que Carla estuviese esa tarde acompañada de Belén. Por muy resuelta que pareciese podría tener miedo de estar sola en la tormenta. Llamó a la puerta de la casa y allí estaban Carla y Belén, sentadas tranquilamente viendo la tele.

Cuando entró, Belén le dijo:

—¿Quieres un café?

—Yo lo traigo —se adelantó Carla. Se fue a la cocina y trajo de allí una bandeja con una taza, cafetera, azucarero y un platito con rosquillas. Todo respiraba tal aire de normalidad que resultaba aún más increíble que los episodios que habían vivido los días anteriores, dadas las circunstancias.

—¿Vosotras no tomáis café? —preguntó.

—No contestó Carla—. Belén no puede y a mí no me gusta. Pero a las rosquillas me apunto.

—Supongo que le has contado a Belén lo que hemos hecho esta mañana, empezó Bruno para entrar en materia.

—Síííme’e e lo ha contado —dijo Belén.

—Ese pasadizo va desde la residencia hasta la bodega de los peones camineros. ¿Quién crees que lo sabe?

—Naaadie —contestó Belén—. Ni siquiera mi padre. Y eso que vive aquí desde hace muchos años.

—Bueno, al administrador explicó que era un túnel que daba al campo, pero no ha entrado nunca, porque dijo que probablemente estaría ruinoso, pero estaba perfectamente.

—Pues por la bodega nadie había entrado en años. Estaba cerrada y llena de telarañas. Parece lógico que el antiguo convento tuviera un pasadizo así, ya que servía de fortaleza. A lo mejor hasta tiene más. No nos hemos fijado pero puede que junto a la casilla hubiera un pozo o una fuente antigua. La utilizarían para abastecerse de agua.

Como si hubiera sido un conjuro mencionar la palabra agua, la estancia se oscureció de repente y se escuchó el ruido de un chaparrón que salpicaba los cristales.

Belén encendió la luz.

—Voy a recoger a las gallinas—. Cogió un paraguas y fue hacia la puerta.

—¿Las gallinas no están dentro de esas naves?

—Las de la granja sí, yo digo las nuestras.

Fueron detrás de ella para ayudarla, pero las gallinas se habían refugiado en su cobertizo al primer trueno.

—Esto nos viene bien —dijo Bruno—. El derrumbe del yeso lo achacarán a la lluvia.

—Con el viento que se ha levantado hace un rato, con un poco de suerte, también se explicarán la rotura del candado. No estaría muy fuerte cuando hemos podido abrirlo nosotros.

—Tenéis que tener mucho cuidado —intervino Belén—. Esa gente es peligrosa.

—Sí, ya lo sabemos. Si tienen algo escondido es porque el tenerlo es ilegal. No sabemos qué será, pero harán todo lo posible para que nadie se entere hasta que puedan sacarlo de allí. Creo que la mejor manera de enterarnos de qué es, es esperar a que vayan a sacarlo y espiarles mientras lo hacen.

—¡No, de ninguna manera! —saltó Carla—. Se lo llevarían en nuestras narices y no podríamos hacer nada. Además de que eso supondría estar allí vigilando constantemente y basta que nos fuéramos un momento para que llegaran entonces. Tenemos que encontrarlo nosotros antes.

—Yo creo que sé cuándo van a ir a por ello —dijo inesperadamente Belén.

Los dos se volvieron hacia ella.

—¿Cómo lo sabes? —exclamaron a un tiempo.

Después de hacer algunos esfuerzos para empezar a hablar, Belén se levantó y trajo de otra habitación un ordenador portátil. Lo encendió y les indicó que mirasen la pantalla.

—“Ahora he caído en algo que les he oído decir esta mañana.”

—¿Tú los has visto esta mañana? —preguntó Bruno—. ¿En dónde?

—“En su casa. He ido allí a llevar verduras y huevos. Estaban dos de ellos al lado de la cocina y han hablado como si yo no estuviera ahí. Deben creerse que, además de tonta, soy sorda.”

—¿Y qué han dicho?

—“Han dicho que tenían que ir a la urbanización antes de que llegara su tío, que por lo visto está fuera.”

—A lo mejor el tío no está al corriente de sus trapicheos —dijo Carla—. Igual les ha salido alguien decente en la familia.

—¿Tú le conoces?

—Le he visto alguna vez los primeros días que estuve vigilando la casa, pero ahora hace tiempo que no se le ve.

—¿Es un hombre muy mayor?

—No demasiado para ser su tío. Tendrá como unos cincuenta y tantos años. Cincuenta y bastantes, pero se debía llevar tiempo con el padre de los sobrinos. ¿Estás pensando en que también podría ser mi padre?

—Pues si tiene cincuenta y tantos ahora, hace dieciséis tendría cuarenta. Podía haber conocido a tu madre entonces.

—Mi madre era mucho más joven.

—Bueno, pero es posible. Mira, si es verdad que es el más decente...

—Muy decente no será si abandonó a mi madre embarazada.

—Pero a lo mejor en los negocios es más escrupuloso.

—“Dijeron también que cuando llegara tenía que estar hecho todo” —tecleó Belén en el ordenador—. “Y que el administrador estaba buscando al otro heredero, pero que no podía dar con él.”

—¡Tú eres ese heredero! —exclamó Bruno—. ¿No dijeron con qué intención le buscaban?

—“No. Pero Carla no puede ser heredera.”

—¿Por qué?

—“Porque legalmente no lleva su apellido. Tendría que demostrar que es de esa familia con una prueba de sangre.”

—Pero a lo mejor lo que ellos se temen es que venga ese heredero a reclamar. Porque lo que está claro es que ellos saben que existe y hay un administrador que defiende sus derechos, según dijeron el otro día en la casa. Si tienen miedo de que aparezca es porque puede reclamar.

—¿Pero no es muy raro que, si ninguno reconoce a ese heredero haya un administrador que le defienda? Si lo hace es porque tiene un motivo legal.

Se me hace muy raro que cualquiera de ellos que sea el padre de ese heredero le haya puesto un representante.

—“Si es el tío eso quiere decir que se ha hecho cargo de él, aunque no sepa dónde está. Además parece que le está buscando.”

—¿Y por qué no se hizo cargo directamente cuando supo que mi madre estaba embarazada?

—Eso tendrías que preguntárselo a ella.

—A ella no puedo.

Un trueno estalló muy fuerte y la luz de la casa se apagó de pronto.

—No importa —dijo Belén, refiriéndose al ordenador—. Tiene batería.

Se levantó y encendió una vela que había sobre un estante. Después se disponía a seguir dando a las teclas cuando se quedó con la mano en el aire, escuchando.

—Viene un coche —dijo—. Pero no es mi padre.

Carla saltó de la silla.

—Me voy.

—No puedes irte ahora —dijo Bruno—. Está diluviando.

—Me quedaré en el gallinero hasta que pase o hasta que se vaya el que sea—. Y salió con precaución de la casa.

Un momento después llegó el guarda de la granja.

—¡Padre! —dijo Belén—. ¿Cómo has venido?

—Me ha dejado tirado el coche cerca de la gasolinera. Menos mal que me he encontrado a Eladio y me ha acercado.

—¿Eladio es el mayordomo de la finca? —preguntó Bruno.

—Sí. Es un milagro que le haya dado por ayudarme. Mira que le conozco de toda la vida, pues desde que trabaja con esa gente parece que se ha tragado el cazo. Se conoce que el tratar con familias distinguidas le ha hecho creerse que es de otra pasta que los demás.

—¿Por qué lo dices?

—Porque siempre está presumiendo de las cosas de esa casa. Como que yo creo que me ha traído para que me diera cuenta del pedazo de coche que se gasta. O sea que se gastan sus jefes. Yo le he dicho que no se molestara, que ya me las apañaría yo, y fíjate que le he comentado, así como en broma: ¡A ver si te van a despedir por mi culpa! Y me ha contestado: A mí no pueden despedirme. Sé muchas cosas de ellos.

—Yo no los conozco, pero Belén dice que son mala gente. Puede que sea verdad que tengan algo que ocultar.

—A mí no me gusta nada meterme en vidas ajenas. Pero este Eladio es un fantasma. Dice que cuando se jubile va a escribir un libro con las cosas que pasan en esa casa y se va a forrar vendiéndolo.

—¿Pero será de trapos sucios de esa familia o que se dediquen a algo ilegal? ¿Podría ser que fueran capos de la droga o algo así?

—Pues no sé, pero esas grandes fortunas no se hacen sólo trabajando. Por lo menos los otros criados de la casa dicen que pagar, pagan lo justo y que los tratan como a esclavos. Yo a la que más conozco es a la cocinera, que lleva allí muchos años, ya estaba en tiempos del abuelo. Esa aguanta porque tiene edad de haberse jubilado ya, pero le viene bien continuar cobrando un sueldo. Y porque yo creo que a estas alturas pasa de todo.

—Tengo que irme —dijo Bruno—. Gracias por el café.

El guarda salió con él a la puerta.

—Gracias por acompañar un rato a mi hija. Vivimos aquí un poco aislados y no tiene con quién hablar.

En la puerta apareció Belén con un paraguas en la mano.

—Toma, vete andando con esto. Yo te guardo la bici en el corral y mañana vienes a por ella —le dijo, haciéndole señas en dirección al gallinero.

Cuando el padre y la hija entraron en la casa y cerraron la puerta Bruno fue a la parte de atrás. En el cercado de alambrada donde estaban los gallineros había un pequeño recinto cerrado para ponederos. Allí estaba Carla, acurrucada detrás de unas tablas.

—Vámonos ahora —le dijo—. No aguanto más el olor. Si me quedo un rato más voy a acabar poniendo un huevo.

Abrieron el paraguas y atravesaron entre los pinos bajo el aguacero, resbalando en las pinochas mojadas y el barro. Cuando llegaron a la urbanización empezaba a granizar.

Entraron a ella por la puerta principal, después de asegurarse de que no había nadie por los alrededores, se dirigieron al chalet de Carla y se sentaron en el suelo de la habitación oyendo el pedrisco que rebotaba en los cristales y el estampido de los truenos.

XIII

Por la ventana se veía el cielo que se iluminaba a cada momento con una luz lívida al mismo tiempo que los truenos retumbaban. Carla se puso en pie junto a ella, fascinada por el espectáculo.

—¿No te dan miedo las tormentas? —preguntó Bruno.

—No, sería muy raro que fuera a caer un rayo en estas casas que son más bien planas, estando rodeados de pinos mucho más altos.

—¿Y si cae un rayo en un pino y se incendia el pinar?

—¿Con la que está cayendo? Se apagaría en seguida. ¿Te das cuenta de que solo nosotros sabemos a dónde da ese túnel y la manera de entrar en la galería de la mina sin pasar por la urbanización?

—Pues sí, es muy emocionante, pero no nos sirve para nada. Únicamente si estuviéramos secuestrados en la residencia y quisiéramos fugarnos, o si en esas galerías estuviese escondido lo que buscamos. Pero ya hemos visto que no había nada.

—Pues a mí me sigue pareciendo el sitio perfecto para esconder algo. Además ¿por qué habían disimulado la entrada con el montón de yeso? Tenemos que volver a mirar allí. A lo mejor se nos ha escapado algo. Y lo del pasadizo me sirve a mí. Si vigilan estos chalets y me tengo que ir de aquí, puedo quedarme en la bodega de los camineros.

—¡Venga ya! ¿Te ibas a quedar ahí sola, metida en ese subterráneo donde puede haber sabe Dios qué?

—Telarañas nada más, ya lo has visto. Por lo demás es seguro. Si nadie ha entrado allí en años no lo van a hacer ahora.

—Sí, pero imagínate —fantaseó Bruno, dispuesto a doblegar la imperturbable serenidad de la chica—, que estás en esa bodega y de pronto, por la puerta del pasadizo, aparece una hilera de frailes encapuchados cantando gorigoris y cuando te miran ves que en lugar de caras tienen calaveras—. Se había levantado y se acercó a Carla por detrás, con la intención de agarrarla por los hombros a ver si se asustaba.

Pero el que se asustó fue él. A la luz de un relámpago ambos vieron al otro lado de la calle la silueta oscura de lo que parecía un fraile, vestido con un ropaje largo y con la cabeza cubierta por una capucha.

—¿Has visto? —dijeron los dos a un tiempo.

—Yo —dijo Bruno con voz temblona—, lo de los frailes lo decía en broma. Seguramente por eso nos ha parecido ver uno.

—Nada de que nos ha parecido. Lo hemos visto perfectamente. Pero no era un fraile. Era alguien con un impermeable.

—Pero no puede ser. ¿Quién iba a estar ahí con esta lluvia?

—Pueden ser los Valdivieso que hayan pensado que era una buena ocasión para su operación de trasvase de mercancía.

—No hemos visto ni oído ninguna furgoneta ni un coche. Además yo creo que quien fuera estaba solo.

—Yo voy a ver quién es —dijo Carla, sacando de su bolsa un chubasquero y poniéndoselo.

—Ni se te ocurra. Imagínate que es un vigilante que han mandado los dueños.

—Procuraré que no me vea. Con esta lluvia no es difícil. Está muy oscuro.

Un nuevo relámpago les reveló que el misterioso visitante se dirigía hacia el chalet piloto, pero parecía como si estuviera desorientado, como si no conociera bien la urbanización. Carla abrió la puerta y salió con cuidado al porche, y Bruno fue detrás.

—No vengas —dijo ella—. Te vas a poner como una sopa.

—Pues me pongo. Tú no te vas sola.

—Pero yo tengo el chubasquero. Estoy en igualdad de condiciones con ése.

—Si es el alma en pena de un fraile te lleva ventaja. Los fantasmas no se mojan.

—Pero tú sí.

—Me da igual— Vamos, que se nos pierde.

Fueron en dirección al chalet piloto y al acercarse distinguieron, a través de la cortina de agua, la silueta del intruso. Procurando ir pegados a las vallas de los jardines por si tenían que esconderse de pronto, le siguieron y le vieron rodear el chalet y quedarse mirando el plano de la urbanización que estaba colgado en la pared.

Allí estuvo parado un momento, lo que les permitió acercarse más. Llegaron a la misma valla del piloto y se agacharon detrás, por la parte de fuera, atisbando por entre sus agujeros. De pronto el hombre se sacó algo del bolsillo, oyeron un chasquido y una llamita iluminó un poco el cartel. Parecía que lo estaba estudiando porque paseó el mechero a lo largo y a lo ancho, parándose en algunos puntos.

De repente se volvió, aún con el mechero encendido y la luz le iluminó la cara. Los dos se sobresaltaron e instintivamente se echaron para atrás, aunque aquel individuo no podía verles. Pero es que la cara que vieron era realmente la de un fantasma. Esa sensación les dio hasta que cayeron en la cuenta de que era el efecto combinado de la sombra de la capucha y la iluminación de la llama desde abajo.

—¡Qué susto! —susurró Bruno en el oído de Carla—. ¡Es como un aparecido!

Entonces el hombre apagó el encendedor y se echó un poco la capucha hacia atrás. En ese momento un relámpago le iluminó por completo y Carla agarró fuertemente el brazo de su compañero.

—¡Ostras! —exclamó con sordina—. ¡Hubiera preferido que fuera un fantasma!

—¿Pues quién es? No es ninguno de esa familia.

—Luego te cuento quién es. Ahora vamos a ver qué hace.

Porque el hombre se alejaba en dirección al terreno que debían ocupar las piscinas. Esperaron un momento y luego le siguieron a una prudente distancia. Vieron que daba una vuelta por todo aquel espacio sin edificar y se quedaba mirando el montón de yeso.

—No puede entrar ahí —dijo Bruno—. Necesitaría una pala como nosotros.

En ese momento el hombre se volvió y se dirigió a la caseta de las herramientas. Observó un instante el candado y después abrió la puerta, pero antes de entrar se volvió y miró a su alrededor como para cerciorarse de que nadie le veía.

Bruno y Carla se agazaparon detrás de la tapia en que estaban y entonces les deslumbró otro relámpago. Cuando miraron de nuevo el intruso había desaparecido y la puerta de la caseta estaba cerrada.

—Se ha metido ahí —murmuró Carla—. ¿Tú crees que habrá ido a coger una pala? Si intenta entrar por donde el yeso es que hay algo en esa cueva, aunque no lo viéramos antes.

—De todas maneras él solo no puede llevárselo, si es verdad que es algo muy grande.

Esperaron un rato para ver si efectivamente había entrado para coger alguna herramienta, pero nadie apareció.

—Oye, que no sale —dijo Carla—. ¿Qué estará haciendo?

—A lo mejor está esperando que pase la lluvia. O, sino... Oye, espera. ¿Tú le has visto entrar?

—Sí, yo creo que ha entrado. ¿Y si vamos con cuidado a mirar por la ventana?

—¿Y si sale en ese momento y nos pesca?

—No, porque vamos por la parte de atrás. Y está cada vez más oscuro—. Y Carla, sin dudarlo un momento, salió de detrás de la tapia y cruzó el trecho hasta la caseta de una carrerilla. Y claro, Bruno fue detrás.

Cuando llegaron y se asomaron por la ventana, los dos se miraron asombrados.

—¡No está! No se ve mucho dentro, pero si estuviera se notaría. Eso es muy pequeño.

—Pues eso quiere decir que no ha entrado. Hemos pensado que sí porque estaba en la puerta. Y si no ha entrado está por ahí y puede vernos. Vámonos.

Corrieron a esconderse y, como no se veía a nadie, volvieron con mil precauciones al chalet de Carla. Del individuo aquel no encontraron ni rastro.

—Se ha debido ir —dijo Carla cuando estuvieron a salvo en su escondite—. No hemos oído ningún coche pero con el ruido de la lluvia puede no oírse bien. ¡Cómo te has puesto! Vete corriendo a la residencia a cambiarte o vas a coger una pulmonía.

—Cuéntame primero quién era ése del impermeable. ¿Tú le conocías?

—¿Te acuerdas del hombre que vimos la primera vez que entramos juntos en la finca, que estaba con el guarda? Pues era ése.

—Sí, pero ¿de qué le conoces tú?

—Algún día te lo contaré.

—¿Y por qué no ahora?

—Porque para contártelo tendría que explicarte cosas que no quiero que sepas.

—¡Ah, muy bien! ¡Tú tienes tus secretos! ¿Y por qué te parece mal entonces que tu madre haya tenido los suyos?

—Eso es distinto. Mi madre es mi madre.

—Obvio. Y yo en cambio no soy nada tuyo y a mí me encontraste en la calle.

—No fue en la calle, fue en la terraza de la residencia.

—Es una manera de decir. Pero deduzco que si tú conoces a ese hombre del impermeable también él te conoce a ti y puede delatarte. Pero ¿a quién? ¿A los Valdivieso? ¿Iría a contarles que está aquí el heredero que buscan, dispuesto a reclamar su parte de la herencia?

—En realidad no me explico por qué no se lo ha contado ya. Pero yo no quiero reclamar su herencia. No necesito su dinero para nada.

—Pero ellos pueden creer que sí. Y además parece ser que tienes derecho a ello. Así que, pensándolo bien, si yo te ayudo a encontrar esa mercancía clandestina y les jorobamos el negocio, tú saldrás perdiendo, porque si eso les iba a incrementar la fortuna y la tienen que repartir contigo, si hay más, tocarías a más. De manera que yo estaría yendo contra tus intereses. Debía retirarme de esta aventura.

—¿Es impresión mía o te está saliendo en el cerebro el gráfico de pérdidas y ganancias de tu padre?

—Mi padre jamás se metería en una cosa como esa. Tiene mentalidad de empresario, pero es legal. Si se tratara de mi familia y no de la tuya puedes estar segura de que te daría lo que te corresponde hasta el último céntimo.

—¡No te piques! ¿Pero cómo voy a decirte que a mí el dinero no me importa? No me hace falta. Cuando estoy haciendo mi vida normal es más o menos la vida que quiero. Las cosas que echo de menos no son de las que vas a una tienda a comprarlas.

—Un padre, por ejemplo ¿verdad?

—Y también algún hermano. Eso sí que me hubiera gustado.

—Si tu madre se hubiera casado habrías podido tenerlo. Supongo que no te sentaría mal que ella tuviera alguna relación.

—Pues ya ves, que yo sepa, nunca ha tenido ninguna seria. Algún amigo con el que ha salido una vez que otra, pero que yo creo que eran sólo eso, amigos. No sé si es porque nunca ha encontrado a nadie que le gustara de verdad o porque el abandono de mi padre la dejara traumatizada. Tenemos mucha confianza y suele contarme todo, pero de eso no quiere hablar nunca. Y si de repente hubiera algún hombre en su vida, no creo que me pareciese mal. Claro, depende de cómo fuera el tipo, pero si a ella la hacía feliz, sí que me alegraría. ¿Tú te llevas bien con tus hermanos?

—En general sí, aunque somos muy distintos, sobre todo Sergio el mayor y Mónica que es la más joven. Ahora que Sonsoles no está sí que echo de menos el poder hablar con ella. Pero con los otros aunque no conectemos demasiado me llevo bien y además los quiero mucho y eso. Aunque de vez en cuando nos peleemos.

—A mí me gustaría poder pelearme con alguien en mi casa.

—¿Con tu madre no te peleas nunca?

—No. Con mi madre es imposible pelearse. Nunca me da motivos para enfadarme.

—¿Nunca te regaña o te lleva la contraria?

—Cuando lo hace es con tanta habilidad que al final siempre tengo que darla la razón.

—¿Y qué crees que dirá cuando se entere de esta aventura tuya?

—Se morirá del susto cuando piense que he estado aquí sola y con esa gente peligrosa acechando. Pero cuando se entere ya habrá pasado todo y estaré a salvo.

—Pues si yo fuera ella te daría una buena tanda de collejas una vez que se me hubiera pasado el susto. A veces me dan ganas de hacerlo yo cuando pienso que te estás quedando todas las noches durmiendo aquí. Porque ella se enterará después, pero yo me estoy enterando ahora.

—Pero como no eres mi madre no puedes dármelas. Y vete a la residencia, que estás hecho una sopa y te vas a coger algo.

—Ahora la que parece mi madre eres tú. Creo que ya no llueve y tengo que irme, pero no me voy tranquilo.

—No te preocupes. Ya no va a venir nadie. Ninguna fila de frailes fantasmas con luces en la mano como si fueran la santa Compaña.

XIV

Después de haberse ido pensó Bruno en algo que lo dejó aún más intranquilo. El fraile fantasma podía continuar en la urbanización, puesto que no le habían visto irse. Llamó por el móvil a Carla y le dijo que no encendiese ninguna luz por si acaso, pero ella le aseguró que solo iba a cambiarse de ropa y acostarse a dormir.

Pero de todas maneras a la mañana siguiente, en cuanto acabó de desayunar se fue a la urbanización para comprobar que todo seguía igual. Antes pasó por la granja y aprovechando que el guarda estaba en las naves de los gallineros, le contó a Belén su aventura de la tarde anterior.

—¿Tú sabes quién es ese hombre que conoce a Carla? —le preguntó.

Pero Belén hizo con la cabeza un gesto evasivo que no le dejó muy claro si quería decir que no lo sabía o que estaba dispuesta a guardarle el secreto.

Recogió su bicicleta y fue con ella a la urbanización. El cielo se había despejado completamente y no quedaban más rastros de la tormenta del día anterior que el suelo húmedo y embarrado en algunas partes del pinar. Dejó la bici camuflada entre unos arbustos y entró no sin antes asegurarse de que no se veía a nadie en la entrada ni por las calles. En el chalet estaba Carla comiéndose un cruasán.

—Me lo ha traído Belén hace un rato —explicó—. Me ha venido bien porque como anoche no cené me he despertado muerta de hambre.

—Yo también te he traído una barrita de pan con jamón y queso de mi desayuno. Si no lo quieres ahora la guardas para la merienda. Y de comida miraré a ver si puedo traerte algo de la cocina.

—Para eso tendrías que venir otra vez a mediodía. Me da remordimiento. No estás estudiando nada.

—Luego saco un rato por la tarde. Ahora quiero que echemos otro vistazo a la galería de la mina. Para no tener que quitar el yeso podemos entrar por el agujero por el que salimos ayer. He traído una cuerda para que bajemos por él más fácilmente y también nos pueda servir para salir. Ese sitio tiene la ventaja de que está lejos de la urbanización y no hay peligro de que nos vean los dueños.

—Si vamos por toda esa galería hasta la boca que da a la urbanización tendremos que tener en cuenta que los dueños pueden estar al otro lado. Basta que estemos allí para que elijan precisamente este momento para entrar ellos.

—Tienes razón. Estaremos ahí lo menos posible. Pero aunque cuando estuvimos ayer no vimos nada en ese sitio, puede ser que no hayamos mirado bien, porque lo que está claro es que por algo han tapado la boca del túnel con el yeso. Y además ¡ahora que me acuerdo! El final de la galería que recorrimos la primera vez era como una pared hecha de piedras. Y ya te dije que era muy raro utilizar aquí piedras, porque no las hay por los alrededores. Esa pared puede estar hecha mucho después de que se dejara de utilizar la mina para sacar yeso. Puede haberse construido hace poco para tapar algo.

—¡Es verdad! ¡Vamos corriendo a entrar en esa galería antes de que se les ocurra venir a ellos para hacer su operación!

Fueron por la carretera abandonada hasta donde estaba la casa derruida del caminero. Les costó trabajo trepar hasta el agujero de entrada al túnel, pero la cuerda que habían llevado les sirvió de gran ayuda porque la fueron atando a los troncos de los arbustos y pudieron agarrarse a ella. Una vez que llegaron junto al hueco ataron un extremo a un árbol y la dejaron caer por el agujero después de hacerle varios nudos. Por esta escala se descolgaron uno tras otro y la dejaron allí para la vuelta.

Cuando estuvieron dentro de la cueva encendieron la linterna y la pasaron a lo largo del techo, el suelo y las paredes. Nada había cambiado en ella y hasta estaba todavía allí el palo que habían utilizado para salir la primera vez. Carla lo cogió diciendo que podía hacerles falta. Fueron andando por la galería hasta que llegaron a donde estaba la entrada disimulada con el montón de yeso. También por allí seguía todo igual. Se adentraron por la galería de la derecha y la recorrieron hasta encontrarse con la pared de piedra. Después de examinarla a la luz de la linterna, Bruno dijo:

—¿Lo ves? Esto no es piedra, es como si fuera hormigón.

—Si es hormigón, para sacar lo que sea que tengan ahí tendrán que meter una taladradora para romperlo.

—Pues a lo mejor piensan traerla cuando vengan a sacarlo.

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