Carla

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—Eso sería muy complicado, porque no podría ser una taladradora pequeña sino un compresor como esos que se utilizan para levantar el pavimento de las calles. Van enganchados a una máquina y además hacen mucho ruido. Se me hace muy raro que tengan que hacer todo eso para abrir el hueco. La galería ya es de por sí un escondite bastante bueno y no tendrían que ponerlo tan difícil.

—Puede que no sea hormigón, sino cemento. Yo no entiendo mucho de eso. Si es cemento, con unos picos lo pueden abrir.

—Pero los que no podemos abrirlo somos nosotros. Vas a tener tú razón y la mejor manera de descubrir qué es sea esperar a que vengan a sacarlo.

—Bueno, pues vamos a echar una ojeada por aquí, a ver qué encontramos.

Volvieron a la cueva de la entrada y la recorrieron todo alrededor. Al lado de donde partía la galería donde habían estado descubrieron un recoveco que parecía el principio de otro túnel, aunque mucho más estrecho y que subía a un nivel más alto. El suelo estaba formado por unos desniveles a modo de escalones que no podía saberse si estaban hechos artificialmente o no. Al poco de empezar se estrechaba tanto que tuvieron que gatear por él, y Carla dejó el palo que llevaba en el suelo. Después de un trecho se ensanchaba y formaba como una especie de repisa por la que asomándose se veía toda la cueva de entrada.

Después de cerciorarse de que no había allí ningún otro túnel ni ningún agujero en donde pudiera esconderse algo, iban a bajar para volverse por donde habían venido, cuando oyeron algo.

—¿Qué es eso? —dijo Carla.

—¡Espera! Creo que están dando golpes. Me parece que debe ser en el montón de yeso. Vámonos corriendo. Mientras lo quitan nos da tiempo a llegar a nuestro agujero.

—¡No! ¡Mejor nos quedamos aquí y vemos qué hacen! Este es un buen escondite. Podemos verlos sin que nos vean ellos. Además está muy oscuro y si no hacemos ningún ruido no tienen por qué mirar hacia arriba. Ven, agáchate aquí.

—¡Ni hablar! Si nos descubren y ven que estamos enterados de lo que se traen nos arrearán un golpe con el pico y nos enterrarán en el fondo de la mina. Lo mejor es largarse rápido.

Pero en ese momento oyeron un golpe más fuerte y unos cuantos cascotes de yeso cayeron dentro de la cueva dejando un agujero por el que entró la luz. Ya no había tiempo, así que se tumbaron en el suelo atisbando por el borde de la repisa.

Sonaron más golpes, cayeron unos cascotes más y por el hueco pasó un hombre agachándose. Cuando se enderezó encendió una linterna y los dos chicos se encogieron en su escondite. Después cada uno apretó el brazo del otro. Acababan de reconocer a la luz del farol al tercero de los Valdivieso, el que se llamaba Carlos.

Un momento después su hermano Pedro se unía a él y encendía otra linterna.

—No sé qué ha pasado —dijo— pero la entrada estaba completamente taponada.

—La tormenta de ayer ha debido encajar los cascotes que pusimos para taparla.

—Pues hay que tener cuidado —advirtió el otro—. Aunque ahora no venga nadie por la urbanización no podemos dejar que alguien descubra estas galerías. Ha sido mucha suerte que las encontráramos pero en cuanto esté todo sacado lo tapiamos definitivamente.

—Ahí va a construirse el edificio del club social —dijo Carlos—. Toda esta parte se rellenará de hormigón para hacer los cimientos, de manera que nadie va a saber lo que hay debajo.

Bruno y Carla aguzaron el oído pensando que a continuación se referirían a lo que había en la cueva, pero en lugar de eso, Pedro dijo:

—Pues a mí no me ha gustado nada lo del candado roto. Puede haber estado ahí alguien que ha forzado la puerta. Igual a los condenados chicos de los patines les ha dado por enredar en la caseta.

—Si hubieran entrado habríamos notado algo. Ese candado ya debía estar mal y el viento puede haber empujado la puerta y acabarlo de romper. De todas maneras ya no importa. En cuanto acabemos de sacarlo todo eso se elimina también. Vamos a darnos prisa con esto.

Pusieron las linternas más en alto y los chicos se retiraron hacia el fondo de la repisa. Así no podían ver lo que pasaba debajo pero oyeron ruido de herramientas y los pasos de los hombres que se alejaban. Dedujeron que habían entrado en la galería de la derecha, pues empezaron a oírse golpes de picos contra algo duro que debía ser la pared de cemento .Parecía ser que efectivamente aquello estaba escondido detrás de esa pared y estaban echándola abajo porque se oía el material desmoronándose. Se morían de la curiosidad pero no se atrevieron a moverse.

Al cabo de un rato se asomaron con precaución y vieron que entraba por la galería uno de los hermanos y recogía una pala que había dejado apoyada en la pared del fondo. Los dos espías se encogieron instintivamente porque allí estaba la entrada del túnel que conducía a la repisa donde se escondían y de repente se miraron alarmadísimos. Acababan de acordarse de la rama que traía Carla y que había dejado en esa entrada. Los dos rezaron mentalmente para rogar que el hombre no la viera. Torciéndose un poco se asomaron por un lateral por el que se veía esa parte de la cueva que afortunadamente estaba más oscuro. Vieron a Valdivieso acercarse al rincón, al parecer sin reparar en el palo y dejar allí una espuerta de escombros. Los amontonó un poco con la pala y, cuando ya se daba la vuelta, vaciló un momento, se acercó a la rama y la cogió. Los chicos temblaban.

—¡Oye Carlos! —Oyeron que decía asomándose por la galería—. ¡Mira esto!

Llegó el otro y miró el palo, pero no pareció darle importancia.

—¿Qué pasa?

—¿Quién crees que ha traído esto aquí?

—No sé, a lo mejor alguno de nosotros las otras veces. O puede que estuviera ahí de antes.

—¿De cuándo? Esta cueva no se abría desde hace siglos. Esta rama es reciente.

—¿Piensas que puede haber entrado alguien? ¿Por dónde? De todas maneras el muro está tal y como lo dejamos cuando lo hicimos.

—Pues es todo muy raro. Yo voy a echar un vistazo por ahí.

Los dos chicos ya no podían encogerse más. Se apretaron uno contra otro y esperaron muertos de miedo. El hombre se acercaba a la entrada de los escalones. Dirigió la linterna hacia allí y ya estaba poniendo el pie en el primero de ellos, cuando se oyó una voz en la puerta de la cueva.

—¡Vamos, dejad esto y salgamos! —dijo el mayor de los Valdivieso que acababa de entrar—. ¡Viene la Guardia Civil!

Los tres se apresuraron a salir de la galería y se oyó que amontonaban cascotes en el hueco. Después de asegurarse de que ya no estaban, Bruno y Carla bajaron despacio con la intención de escaparse corriendo hacia su salida secreta, pero antes de entrar en la galería, Carla agarró a Bruno del brazo y haciéndole un gesto de silencio, le indicó un hueco que había quedado sin tapar entre los materiales apilados en la entrada y se asomó por allí.

Bruno lo amplió un poco con la mano para poder mirar él también. Los dos vieron como los hermanos se alejaban y salían al encuentro de un hombre con uniforme de Guardia Civil que se había apeado de un vehículo que estaba aparcado frente a la caseta de las herramientas.

El guardia se dirigió a ellos llevándose la mano a la gorra.

—Buenos días —le oyeron decir—. Hemos visto que había alguien aquí y veníamos a comprobar. ¿Me pueden mostrar su documentación?

—Desde luego —contestó el mayor de los Valdivieso—. Somos los promotores de Valdesa, los dueños de las bodegas. Creo que su sargento nos conoce.

Después de revisar los documentos que los hermanos le enseñaban el guardia volvió a llevarse la mano a la gorra y dijo:

—Pues ustedes dispensen la molestia. ¿Necesitan algo? ¿Han visto algo raro por aquí? Lo digo porque como esto está aislado y no hay vigilancia, no sería raro que alguien entrara a robar materiales.

—No, les agradezco, pero no pasa nada. Hemos venido a comprobar unas mediciones para cuando se continúe la obra.

—Bueno, de todas maneras nos quedaremos aquí un rato y echaremos un vistazo por los alrededores.

—Muchas gracias, agente. Es muy tranquilizante saber que nuestras propiedades están bien vigiladas. ¿Quiere un cigarrro?

—No, gracias. Buenos días. Estaremos aquí cerca y puede llamarnos si nos necesitan.

El guardia se despidió y fue hacia el vehículo donde le esperaba otro compañero. Lo pusieron en marcha y lo enfilaron hacia la entrada de la urbanización.

Después de soltar un taco, dijo Carlos:

—¡Si los necesitamos! ¡Vamos que nos hacen tanta falta como unas viruelas! Ahora tendremos que irnos si se van a quedar ahí un rato. Si ven que acercamos la furgoneta vendrán a ver qué pasa. Es mejor volver por la tarde.

—¡Qué mala pata! —dijo el mayor—. ¿Por qué se les habrá ocurrido venir a fisgonear precisamente ahora?

—Espero que sea una casualidad —dijo Pedro—. ¿Y si alguien les ha avisado? No me gusta nada, son demasiadas coincidencias.

—Bueno, vámonos ahora y esta tarde nos aseguramos de que no están por aquí y lo hacemos rápido. Después nos da igual que entren.

Los tres Valdivieso se alejaron hacia la puerta y se oyó que ponían un coche en marcha. Carla y Bruno se retiraron de sus mirillas y él dijo:

—Ha habido suerte. Larguémonos antes de que se mosqueen más y decidan venir a investigar.

—¡No! —exclamó Carla—. ¿Cómo vamos a irnos ahora? ¡Se han dejado el muro que tapiaba el escondite a medio abrir! ¡Es la ocasión para enterarnos de qué hay allí!

—¿Y si vienen y nos pescan dentro? Estaremos como en una ratonera. Nos atraparán allí y no podremos escapar y mucho menos decir que no sabemos nada del asunto.

—Pues yo no me quedo con la curiosidad. Sólo echamos un vistazo para saber de qué se trata y después nos vamos.

Aunque a regañadientes, Bruno encendió la linterna y fue con ella hacia el hueco en el muro que los Valdivieso habían empezado a derribar. Era lo bastante grande para poder pasar por él y lo hicieron de uno en uno y agachándose. Una vez dentro enfocaron la linterna hacia lo que tenían alrededor y no pudieron reprimir una exclamación.

—¡Ostras! —dijeron los dos a coro. Y luego Bruno: ¡No puedo creerlo!

—¡Por eso lo querían sacar en secreto! ¡Qué bandidos! ¡Santo Dios, qué familia tengo!

XV

-Porque esto tiene toda la pinta de ser una iglesia muy, muy antigua.

—Lo menos prerrománica o así. Mira esos murales que recuerdan a los bizantinos. No sé, quizá sea visigótica. Desde luego muy antigua sí es. No tiene más que dos naves, aunque quizá eso sea por estar excavada en la roca. Porque mira, esto ya no es tierra, es como piedra arenisca.

—Sí, vamos, un patrimonio cultural de la pera que esa gente quiere tapar con hormigón para que no les fastidie la construcción de sus adosados.

—Y esto es lo que piensan llevarse antes. Mira, esto lo han debido amontonar para meterlo en su furgoneta y venderlo —dijo Bruno señalando un mueble que parecía un altar, de madera sobredorada y con tallas en relieve—. Este altar y la pila bautismal que es como de alabastro y ¡mira esto!

—Parece un retablo. Esto debía ir detrás de ese altar de piedra, porque se ve la marca de donde lo han quitado.

—¡Es interesantísima! —decía Bruno, palpando los adornos de las columnas y observando las pinturas—. Tengo que buscar en mis libros lo que significan estos dibujos tan esquemáticos y las representaciones del sol y la luna. No sé de cuando sea, pero fijo de antes del siglo décimo. Estas columnas se llaman toscanas y la bóveda es de horno. Y ¡mira! Aquí hay una puerta completamente tapiada pero lo que se ve es un pórtico que debe estar muy bien por fuera. ¡Es un crimen enterrar esto!

—Claro, sacarán lo que puedan y se lo venderán a anticuarios de pocos escrúpulos como ellos y después lo borrarán del mapa para que no les estropee su negocio de la urbanización. ¡Ahora que caigo, por eso dijeron que si metían las narices los del Patrimonio les fastidiaban! Pues ¿sabes lo que te digo? Que ya lo creo que van a meter las narices. En cuanto salgamos de aquí lo vamos a contar al director del museo arqueológico, al ministerio de cultura, al obispado o al que haga falta. Y desenterrarán lo que queda de esta iglesia y la restaurarán y la declararán patrimonio de la humanidad o algo así, y les prohibirán a ésos que hagan aquí sus clubs sociales y sus piscinas. ¡Les estará bien empleado por ladrones!

—No te olvides que son tu familia.

—Pues reniego de mi familia. Yo me he criado con otros principios, aunque no haya tenido tanta pasta y tanta finca como ellos. A saber cómo han hecho esa fortuna que tienen. Igual empezaron haciendo estraperlo o contrabando o sabe Dios qué.

—Seguramente. Pero ahora tenemos que pensar qué hacemos. ¿A quién se lo podemos contar? Porque es urgente. Esta tarde vienen a sacarlo y no se lo podemos impedir. Y seguro que en cuanto lo tengan fuera se dan prisa en enterrarlo todo. ¿Y si se lo explicamos a esos guardias que deben estar ahí fuera vigilando?

—Pero ¿cómo decimos que lo hemos encontrado? Aparentemente esto no tiene salida a la urbanización. No podemos disimular con que estábamos jugando por aquí y lo hemos encontrado por casualidad.

—Pues lo mismo nos va a pasar si vamos al director del museo o a esos que has dicho antes. Además de que hablar con alguno de esos no será fácil.

—Lo mejor será no decirlo a nadie todavía e inventamos algo para que no lo puedan sacar mientras tanto.

—Sí, pero ¿qué? Si no se lo contamos a nadie nosotros solos no podemos hacer nada.

—¿Y si hacemos una llamada anónima a la Policía diciendo que en la urbanización pasa algo, que la están utilizando unos traficantes o que hay ocupas en los chalets?

—Pues resultará que descubrirán que efectivamente hay ocupas, por lo menos uno, y te desalojarán a ti y además querrán saber qué estás haciendo por ahí sola.

—Si eso sirve para chafarles la operación yo cojo mis cosas y me voy a otro sitio—. De pronto, Carla miró detrás de Bruno con ojos espantados—. ¡¡Mira!! —gritó.

Él se volvió y se quedó espeluznado. ¡Por detrás del altar de piedra una calavera que asomaba por un hueco les miraba con sus cuencas vacías!

Fue Bruno el primero que reaccionó. Avanzó unos pasos hasta allí, llevando a Carla atenazándole el brazo y miró aquello de cerca.

—¡No te asustes! Mira, al arrancar el retablo los Valdivieso han desmoronado la parte de atrás del altar. Debe ser la entrada a una cripta que es muy corriente que tengan las iglesias antiguas. Seguramente hay más de una tumba debajo de esto.

—Sí, es verdad, aparte de la calavera hay más huesos ahí. Deben tener como mil años. Si agrandamos un poco el hueco podemos entrar.

—¿No te importa que haya tumbas con muertos?

—Si en mil años no se han metido con nadie no van a levantarse ahora.

—Sí, tienes razón. Son mucho más peligrosos los vivos que pueden volver.

—Dijeron que no lo harían hasta por la tarde. Vamos a ver si ahí hay algo más que huesos.

Salieron a la galería y cogieron un pico que los otros habían dejado allí. Con unos pocos golpes la parte trasera del altar se desmoronó y los dos pudieron contemplar emocionados que debajo había un espacio grande al que se podía entrar por unos escalones excavados en la tierra. Bajaron despacio, con mil precauciones y agarrados uno a otro. Era una estancia amplia, pero muy baja de techo y que no tenía más entrada que la que ellos habían utilizado. En el suelo se veían algunos sarcófagos de piedra cerrados y otros de madera medio deshechos y en las paredes había una especie de nichos con más cajas.

Después de pasear la linterna por todo alrededor, Bruno dijo:

—Mira, estas cajas también deben ser sarcófagos, pero son muy pequeñas. O son de niños o los antiguos eran todos bajitos.

Dio otro pase con la luz y entonces exclamó Carla:

—¡Espera! ¿Qué es eso?

En una de las cajas de los nichos brillaba algo. Se acercaron y contemplaron asombrados una especie de arca metálica que parecía de bronce y estaba adornada con dibujos en relieve y piedras incrustadas.

—Oye, esto es como un cofre del tesoro —observó Carla—. ¿Tú crees que esto serán piedras preciosas de verdad?

—Pueden serlo, o a lo mejor sólo cristales de adorno. De todas maneras esto sí que tiene valor aunque sólo sea como antigüedad. Es como esas cosas que se ven en los museos de las catedrales.

Intentaron cogerlo pero era tan pesado que sólo pudieron sacarlo del nicho y dejarlo en el suelo. También trataron de abrirlo pero no pudieron.

—¿Y si nos lo llevamos? —se le ocurrió a Carla—. Esto no deben haberlo visto los Valdivieso porque lo hubieran amontonado con las cosas que iban a sacar.

—Entonces estaremos haciendo lo mismo que ellos quieren hacer.

—No, nosotros no lo robamos porque ahora mismo no tiene dueño y cuando se descubra la iglesia oficialmente lo entregamos para que lo añadan a las cosas que hay. Es que yo tengo mucha curiosidad por ver lo que hay dentro.

—Antes vamos a mirar bien los otros nichos a ver si hay algo más que no sean muertos.

Así lo hicieron y cuando se fijaron en el hueco de donde habían sacado la caja vieron que era más profundo que los otros y también tenía un sarcófago. Era una caja alargada de madera cuarteada y podrida y una tapa de piedra, también rota en una esquina... Se asomaron a él, apartándola, y retrocedieron con sobresalto. No eran huesos lo que allí había, sino un cuerpo completo, encogido y momificado, con una cara apergaminada en la que sobresalían los dientes como si se estuviera riendo, unos cuantos pelos grises pegados a la calavera y el cuerpo cubierto con una especie de hábito hecho jirones. Era un espectáculo tan espeluznante que Bruno que sostenía la linterna la apartó rápidamente para no verlo.

—¡Espera! —dijo Carla—. ¿Qué es eso?

Bruno volvió a enfocar la linterna y vieron que entre los harapos del monje sobresalía algo que parecía una llave grande y dorada.

—¿Será la llave de ese arcón? —se preguntaron. Lo malo era que para comprobarlo había que meter la mano en la caja.

—Sácala tú —dijo Carla.

—¡Qué gracia! ¿Por qué no la sacas tú?

—Bueno, pues los dos. Así si ese muerto levanta una mano para agarrarnos no sabrá por cuál decidirse y cuando se dé cuenta la habremos cogido—. Carla hacía gala de un humor macabro para aliviar la tensión.

Sin embargo el muerto se estuvo quietecito mientras le despojaban de aquella llave que le había sido confiada y que había guardado durante tantos años. Cuando la tuvieron comprobaron que por su tamaño coincidía con la cerradura del arca, pero antes de intentar abrirla, Bruno dijo:

—Tienes razón, lo mejor será llevárnosla a un sitio seguro y abrirla allí, pero no podemos trasladarla. Pesa muchísimo.

—En la caseta de las herramientas hay una carretilla. Si la traemos nos la podemos llevar por toda la galería por la que hemos venido y dejarla allí. No creo que la encuentren. Esta tarde vamos con más cuerdas y un saco y la izamos por el agujero. Después podemos esconderla en la bodega de los camineros.

—Pero para salir y meter aquí la carretilla tendremos que abrir la entrada por donde el yeso. Si hacemos eso los guardias que están vigilando vendrán a ver qué pasa.

—Me parece que están por fuera de la urbanización. Si quitamos los cascotes con mucho cuidado y sin hacer ruido podemos abrir un hueco para pasar y vamos corriendo a la caseta.

Así lo hicieron y cuando la entrada estuvo abierta se asomaron con cautela. El camino estaba despejado, no se veía a nadie y tampoco podían verlos a ellos desde la calle que daba acceso a los chalets porque el piloto les tapaba.

—Es mejor que vaya yo solo —opinó Bruno—. Si me ven los guardias me inventaré cualquier excusa y tú te escapas por la galería de la izquierda.

Con mucha precaución salió por el hueco que habían abierto y corrió agachándose hasta la caseta. La puerta estaba solo entornada y el candado colgaba de ella. Sacó la carretilla y volvió a la cueva empujándola. Carla le ayudó a meterla y entre los dos subieron la pesada caja arrastrándola por los escalones de la cripta, la sacaron por el muro roto y la cargaron en la carretilla. Después Bruno dijo:

—Tenemos que llevárnosla muy rápido para que nos dé tiempo a traerla otra vez. Y tenemos que dejar el montón de yeso como estaba.

La empujaron a través de toda la galería hasta llegar a donde estaba el agujero por el que habían entrado. Descargaron la caja allí y volvieron a toda prisa hasta la cueva de entrada, sacaron la carretilla por el hueco y Bruno la llevó a la caseta y la dejó dentro, procurando que quedara igual que como estaba antes. Después salió Carla y recompusieron el montón de yeso y cascotes que disimulaba la entrada.

Ahora tenemos que salir por la parte de atrás y marcharnos por la carretera vieja.

—No sé si podremos subir por el terraplén. Bajar es más fácil.

—Sí, ya verás, yo lo he hecho otra vez. Hay un sitio que tiene muchas raíces para agarrarse.

Efectivamente, había una parte del talud que era casi vertical pero entre la tierra habían crecido unas retamas que parecían muy fuertes y más arriba sobresalían unas gruesas ramas de las raíces de los pinos. Agarrándose a ellas treparon hasta la parte de arriba y corrieron hasta alcanzar la antigua carretera. Una vez allí se detuvieron para cobrar aliento. Bruno miró su reloj:

—Yo tengo que irme a la resi. Es la hora de comer y si no estoy me buscarán por allí. Pero tú ¿qué vas a comer?

—No te preocupes, me acerco a la tienda de la gasolinera y me compro un bocadillo.

—No, mejor te vienes conmigo y me esperas dentro de la torre. Yo intentaré sacarte algo, pero no vuelvas al chalet para comértelo. Te pueden ver los guardias,

Carla estuvo conforme, fue con él a la residencia y se escondió en la torre. Bruno tuvo suerte. Encontró la cocina vacía porque María estaba preparando las mesas en el comedor y pudo poner en un envase de aluminio una ración de carne con patatas. Cogió una barrita de pan y una cuchara y fue a la torre procurando que nadie le viera.

—Te he traído esto —le dijo a su amiga—. ¿Te lo comes aquí?

—Bueno, me subiré al segundo piso que está un poco más limpio para poder sentarse. Después me voy a mi chalet. Ya me las arreglaré para entrar sin que me vean.

—Cuando estés allí no enciendas ninguna luz ni hagas ruido. Yo iré en cuanto coma, a ver si se nos ocurre algo para impedir que vuelvan los Valdivieso.

Pero después de comer y antes de que Bruno saliera para reunirse con Carla, recibió en el móvil un mensaje de ella:

—“No hace falta que te des prisa. Los Golfos Apandadores no van a ir a la urbanización esta tarde.”

Fue allí de todas maneras y después de comprobar que el coche de la Guardia Civil no estaba por los alrededores entró en el chalet y encontró a la chica tumbada en la colchoneta y leyendo tranquilamente.

—¿Qué pasa? ¿Cómo sabes que no van a venir?

—Llamé a Belén por teléfono y le he contado más o menos nuestra aventura de hoy. Y me ha dicho que ella había estado en la casa de ellos por la mañana y Eladio estaba comentando con la cocinera que se había llevado una bronca de sus jefes porque se había estropeado la furgoneta.

—¡No me digas! ¿Y dijo algo más? ¿No dijo si iban a arreglarla para por la tarde?

—No, por lo visto le han echado la culpa de la avería a Eladio y han dicho que esa tarde la necesitaban para un traslado muy importante y que ya no iban a poder hacerlo.

—¡Eso es estupendo! ¡Qué suerte hemos tenido! —Y al ver que Carla empezaba a reírse, sospechó:

—¡No habrás sido tú la que la ha estropeado! ¡No me digas que te has metido en la finca y le has hecho algo a la furgoneta!

—No, yo no he hecho nada, ni siquiera he entrado allí. Me río porque se me había ocurrido hacerlo, pero antes he llamado a Belén. No cabe duda de que tenemos un ángel protector dispuesto a desbaratar los planes de esa gente.

XVI

-Mira lo que he traído —dijo Bruno, mostrándole un saco de arpillera y unos cables gruesos y flexibles terminados en ganchos.

—¡Estupendo! ¿De dónde lo has sacado?

—Esto lo tengo para atar la bicicleta cuando la dejo aparcada en la calle y el saco lo he cogido de ese cuarto al lado de la cocina a donde da el pasadizo. Había varios allí.

—Pues vamos en seguida a sacar la caja, no sea que a mis parientes les dé por pasearse por esa galería y la encuentren.

Fueron a donde estaba el agujero, treparon hacia él y Bruno se introdujo en la cueva utilizando la cuerda que habían dejado. Metió el arca en el saco, lo ató a los garfios de la correa de la bici, después salió y entre los dos, tirando de las dos cuerdas, lograron levantar el fardo hasta la boca del agujero. Una vez allí lo agarraron con las manos y lo apoyaron en el borde.

—No lo desates —se le ocurrió a Carla—. No podemos arrastrarlo mientras bajamos nosotros. Lo mejor es que lo descolguemos con saco y todo hasta la parte llana.

Lo hicieron así y el saco con el cofre dentro fue cayendo por el terraplén mientras ellos controlaban la caída con las cuerdas. Después Bajó Bruno, lo desató y le lanzó a Carla la cuerda para que la volviera a dejar colgando por dentro de la cueva.

Cuando se reunió con él, ambos arrastraron el bulto a través del espacio que les separaba de la entrada de la bodega. Fue una tarea ardua porque tropezaba a cada momento con los troncos y los matorrales, así que cuando al fin se encontraron dentro de la bodega, se sentaron en el suelo sudorosos.

—¡Qué bien se está aquí! ¡Lástima que esas barricas estén vacías porque se agradecería un vaso de vino fresquito!

—Tú eres menor de edad. No puedes beber alcohol.

—Y a continuación me dirás que no me vaya a quedar fría ahora después de lo que he sudado. Pareces mi mamá.

—¿No decías que no lo era? Si tanto me parezco creo que eso me autoriza a sacudirte unos azotes cuando te portes mal.

Ella cambió rápido de conversación.

—¿Te das cuenta de una cosa? Ahora somos los poseedores de un tesoro que nadie más que nosotros sabe que existe. Me siento como en una película de Indiana Jones. Si le contamos esto a Enyd Blyton fijo que escribe una novela con nosotros de protagonistas.

—Pero hemos dicho que entregaríamos este tesoro a un museo o algo así cuando se descubra la iglesia enterrada.

—No, si yo no lo quiero, aunque descubramos que está por dentro lleno de piedras preciosas o monedas de oro. Vamos a intentar abrirlo.

—Espero que sea ésta la llave y que no tenga dentro algún muerto más, como las otras que había en la cripta.

—En todo caso sería un muerto muy pequeño y al mismo tiempo muy pesado. Vamos ábrela.

Bruno introdujo la llave en la cerradura y después de varios intentos consiguió girarla. La tapa del arca se abrió con un chirrido y los dos la contemplaron fascinados.

—¡Pues sí que es un tesoro de verdad! —exclamó Carla mirando los objetos que había en el interior—. ¡Esto sí que debe valer muchos millones!

—Sí, son todos ornamentos religiosos, pero parecen de oro y plata todos, además de esas piedras que deben ser auténticas. Mira, también hay figuras de marfil. Esto es una custodia y esto un incensario.

—¿Y serán de oro?

—De oro o de plata dorada, pero lo más valioso es cómo están trabajadas. Y la antigüedad. En realidad el valor que tienen es como piezas de museo. Para sacar el valor de los metales y las piedras habría que desmontarlo, fundirlo y venderlo así, y sería una lástima.

—¡Menos mal que no han caído en manos de esa familia! ¡No creo que hubieran tenido muchos escrúpulos para liquidarlo todo por un buen precio! Oye y, cuando aparece una cosa así ¿a quién pertenece?

—No sé, creo que una parte por lo menos al que se lo encuentra, y tengo idea de que también al dueño del terreno en donde estaba. ¿Es que ahora que lo has visto empieza a parecerte que en realidad no te vendría mal? ¿Dónde queda tu austeridad y tu desprecio por las riquezas?

—Las riquezas siguen dándome de lado pero no me apetece que les toque nada a los Valdivieso. Si ellos son los dueños de la urbanización también serán los dueños de ese terreno.

—Tienes razón pero, pensándolo bien, esto está justamente en el límite de la urbanización, porque la entrada de la mina por el montón de yeso está precisamente en el talud de detrás de la valla.

—Con un poco de suerte no les toca nada. ¡Cómo me gustaría verles la cara cuando se enteren de que esto ha estado ahí a su alcance y no lo han podido echar el guante!

—Pues lo que tenemos que hacer es esconder bien el tesoro. Yo creo que aquí está seguro, no ha entrado nadie en años.

—¿Y si alguien ve la puerta rota y se mete a investigar?

—Bueno, es difícil que nadie repare en esa puerta porque para eso tendría que pasar por delante y sería mucha casualidad que a alguno se le ocurriera, además de que una puerta tan vieja y tan carcomida como estaba es lógico que esté rota. De todas maneras vamos a dejarlo tapado con algo, o disimulado en algún rincón.

—Si lo metiéramos dentro de una de esas tinajas sí que no lo encontraría nadie.

—Pero no sabemos cómo está el fondo. A lo mejor los restos del vino han criado alguna sustancia que corroe el metal y lo estropea. Además no podríamos sacarla nosotros solos.

Al final la arrastraron hasta debajo del soporte de madera que sostenía las enormes barricas y amontonaron delante tierra y ramas.

—Tenemos que volver a subir al agujero. He pensado que si alguien va por esa galería y ve la cuerda descubrirá nuestra salida.

Volvieron a trepar por el terraplén, sacaron la cuerda y la dejaron atada a un tronco pero disimulada entre los matojos. Cuando bajaron otra vez estaban tan arañados y polvorientos como el día que descubrieron la galería. Fueron después a la urbanización por la parte de atrás y otearon desde allí. No parecía notarse ningún movimiento, no había ningún vehículo y el montón de yeso estaba tal y como lo dejaron.

—Tú vete a estudiar —dijo Carla—. Yo me quedo aquí y si veo que llegan te llamo.

—No, lo que tenemos que hacer es ver si la furgoneta sigue en la finca y pensar en algo que, en caso de que la hayan arreglado, les impida sacar las cosas.

—Yo puedo entrar y ver lo de la furgoneta.

—¿Entrar? ¿Por dónde? ¿Por la cornisa?

—Claro.

—Pues no, mejor entro yo desde la verja de la residencia y lo miro. Tú me esperas en la torre y te llamo.

Fueron a la residencia y Bruno subió a su habitación para quitarse la tierra y los pinchos de sus zapatillas y después salió al patio que lindaba con la finca, saltó la verja y se acercó cautelosamente al aparcamiento. Vio allí varios vehículos pero ninguno era la furgoneta. Volvió al patio y desde allí llamó a Carla:

—¡No está! —le dijo—. ¡Seguramente han ido a la urbanización mientras nosotros veníamos!

—Tranquilo —oyó que decía la voz de Carla—. No han ido, están en la terraza al lado de la piscina.

—¿Cómo lo sabes? ¿En dónde estás?

—Escondida en el cuarto de las calderas. Cuelgo, que quiero escuchar lo que dicen.

Se cortó la comunicación dejando a Bruno desesperado. ¡De manera que Carla había vuelto a meterse en la casa evidentemente utilizando la peligrosa cornisa y estaba allí metida, en la propia boca del lobo! ¡Y él tenía que quedarse sin hacer nada, esperando a ver qué pasaba!

Para distraerse y no pensar en ello mientras tanto se fue a la cocina, también para ver si podía hacerse con algo de comida. No estaba la cocinera, pero sí Belén, sentada en la habitación de al lado frente al ordenador.

—¿Dónde está Carla? —le preguntó en seguida—. Y luego le indicó que mirase la pantalla.

—“Estoy esperando a María que ha ido a por dinero para pagarme el pedido —escribió allí—. Hoy no he visto en todo el día a Carla. ¿Estaba contigo?”

—Estaba conmigo hasta hace un momento, pero ahora se ha metido en la finca. Tengo miedo de que la vean allí —contestó Bruno.

—“Ella es muy lista, sabe esconderse, pero aun así es peligroso. No debiste dejarla.”

—¡Creerás que me ha pedido permiso! Se ha metido ahí en un descuido mío. Y las cosas están cada vez más difíciles. Ya te ha hablado ella de lo que encontramos.

—“Sí, me ha contado lo de la iglesia enterrada. Tendríais que denunciar eso.”

Ya iba Bruno a contestar que no era tan fácil cuando entró María y Belén borró las letras de la pantalla.

Mientras entre las dos llevaban a la despensa unos cajones con verduras, aprovechó para coger una barrita de pan y un poco de queso y unos melocotones del frigorífico. Cuando salía de la cocina le sonó el móvil. Era un mensaje de Carla:

—“No van a ir, ni esta tarde ni mañana. Por ese lado estamos tranquilos. Espérame en la tapia de atrás que tengo algo que contarte.

Bruno cogió una bolsa de plástico para guardar su botín y se apostó al pie del muro de la finca. Al cabo de un rato en lo alto apareció la chica y se descolgó ágilmente por las enredaderas. El la ayudó en el último tramo y se fueron los dos a sentarse entre los pinos.

—¿Cómo se te ha ocurrido volver a entrar? ¡Te dije que no hicieras nada sin contar conmigo!

—Vale. Te he desobedecido, jefe. Pero ha merecido la pena.

—¿Por qué? ¿De qué te has enterado?

—Por lo pronto de que la furgoneta está en el taller y no se la tienen hasta pasado mañana. Eso nos deja un día entero de margen para pensar en qué hacemos.

—¿Eso lo has oído desde el cuarto de las calderas?

—Sí, estaban sentados en la terraza y ha llegado Eladio a decir que había llevado la furgo al taller y que no iba a estar ni hoy ni mañana. Se han puesto furiosos y lo ha pagado el mayordomo, porque le han echado una bronca como si él tuviera la culpa.

—Tan simpáticos como siempre, ¿Y qué más?

—Cuando Eladio se ha ido han dicho... Bueno, han soltado unos cuantos improperios e incluso se han peleado entre ellos, porque unos querían alquilar otra furgoneta y otros decían que era peligroso. Pero lo extraño ha sido después.

—¿Qué ha pasado?

—Que ha llegado su tío, que estaba de viaje, con ese señor que dijimos que debía ser el administrador, y entonces no han vuelto a mencionar el asunto y han hablado de otras cosas.

—¿Eso querrá decir que el tío no está enterado de lo que están haciendo?

—Pues yo creo que no, porque a mí me ha dado la sensación de que disimulaban. Pero también han disimulado luego.

—¿Por qué?

—Porque el administrador ha hablado del otro heredero, el que no sabían dónde estaba. ¿Te acuerdas de que todos ellos decían que estaban hartos de él y le llamaban bastardo? Pues delante de éstos han demostrado interés por las noticias que traía el administrador y han dicho los muy jetas que estaban deseando verle.

—Sí, parece que el tío está ajeno a esas cuestiones. ¿Y has oído cuáles eran esas noticias?

—El administrador ha explicado que no se sabía nada concreto, pero había probabilidad de que estuviera en Londres.

—¿En Londres? ¡Eso es que te están siguiendo la pista! ¡Porque tú has vivido en Londres!

—¡Bueno, si me están siguiendo están un poco despistados! Donde menos esperarán encontrarme es aquí, a unos metros de ellos.

—Y menos escondida en su propia casa. Pero lo que no me queda claro es si el tío y el administrador te buscan para algo bueno o malo. Acuérdate de que dijeron que él defendía tus derechos.

—¿Entonces el tío será mi padre? ¿Y por qué se acuerda ahora de que existo?

—A lo mejor se ha enterado recientemente y por eso te busca. ¿No es eso lo que te dijo tu madre, que no lo sabía?

—Eso es lo que me dijo, pero yo sé que no es verdad. Y no me preguntes cómo lo sé.

—Bueno, por lo menos buscabas a tu padre y lo has encontrado. Es mejor que sea ése y no alguno de los otros, que son bastante indeseables.

—No estoy segura. No me pega nada que ese señor sea mi padre. ¡Es muy viejo para mi madre! Y yo no me le parezco en nada.

—Está bien, no lo pienses más. Puesto que no van a ir a la urbanización por el momento, es mejor que te vayas al chalet. Se está haciendo muy tarde. Mira, te he traído esto para que te hagas un bocadillo.

—Gracias. Sí, me voy a mi casa. Estoy muy cansada, pero antes voy a pasar por la granja. Si está Belén sola puedo aprovechar para darme una ducha.

—Pues cuando te vayas a dormir me llamas para que yo vea que estás bien. Y cierra bien todo y si ves cualquier cosa rara me llamas en seguida.

—Vale. Mientras me como el bocata intentaré asimilar la idea de que pertenezco a esa familia, aunque sea por parte del menos malo de ellos. Tenía la esperanza de que todo fuera un error y en realidad yo no era nada suyo.

—Consuélate pensando en lo que les va a chinchar lo de que no les dejemos hacer desaparecer la iglesia y hayamos encontrado nosotros el tesoro.

—Bueno, todavía no es seguro que se lo podamos impedir. Piensa todo el rato en ello, a ver si se te ocurre algo.

—Piensa tú también, en lugar de comerte el coco intentando adivinar la causa de la debilidad de tu madre.

—Hasta mañana, Bruno. Y no vengas mañana, procura estudiar. Si suspendes por mi culpa tendré muchos remordimientos.

—No importa. Cuando seas una rica heredera te pasaré factura por el dinero que desperdicié en la residencia.

XVII

Muy difícil le resultaba a Bruno quedarse tranquilamente en la residencia estudiando. No hacía más que darle vueltas a la cabeza al problema que les habían planteado sus descubrimientos. Buscó en su ordenador algo sobre hallazgos de restos arqueológicos y tesoros escondidos, pero lo que encontró no le aclaró ninguna duda. En cambio pudo hallar algunos datos sobre una supuesta ermita en los terrenos que pertenecían a la orden del convento que era ahora la residencia, pero todas las referencias la daban por destruida.

Pensó que quizá fuera ésa la iglesia enterrada que habían descubierto ellos. Pero ¿a quién podían informar de su aventura? ¿Cómo podrían explicar en qué circunstancias la habían encontrado y qué estaban haciendo ellos en ese sitio?

A media mañana recibió un mensaje de Carla que decía: “Todo está tranquilo. Belén me ha dado algo de comida, así que no te preocupes.”

Después de leerlo Bruno se forzó a estudiar pensando que tenía que aprovechar por si los días sucesivos eran más complicados. Cuando más concentrado estaba llamaron para comer y en cuanto lo hubo hecho bajó hacia el patio trasero, aprovechando que la mayor parte de los demás dormía la siesta y saltó la verja para meterse en la finca. Fue a mirar al aparcamiento y vio allí varios coches pero ninguna furgoneta. Cuando ya se iba a retirar oyó que alguien se acercaba y se escondió detrás de unos arbustos. De todas maneras estaba en aquel sitio donde solían entrar otros estudiantes, y de hecho había allí dos de ellos que leían o estudiaban sentados en la hierba. Pero una cosa era sentarse a hacer algo en el césped y otra acercarse a los que llegaban para escuchar su conversación, por lo tanto le convenía pasar desapercibido.

Por la parte de la casa venía andando un hombre. Era un señor de más de cincuenta años y Bruno dedujo que sería el hermano del difunto señor Valdivieso, el tío de los actuales dueños, porque se parecía al retrato que habían visto en el salón de la casa. Entonces de uno de los coches aparcados salió otro hombre y se acercó a él. Cuando su cara se puso al alcance de la vista de Bruno que vigilaba por entre los arbustos, éste le reconoció. Era el fantasma de la urbanización, el intruso del impermeable que habían visto merodeando por allí.

La cosa se ponía interesante. ¡Qué lástima no poder acercarse más! Porque desde donde estaba no podía oír más que a medias. Le dio la sensación además de que los dos hombres hablaban en una voz no muy alta, como si temieran que les oyese alguien. Intentó deducir algo de su conversación observando sus ademanes y advirtió que lo primero fue saludarse y luego el de la urbanización sacó unos papeles de una cartera que llevaba y después de mirar alrededor se los enseñó al otro, explicándole algo sobre ellos. Mientras hablaban iban caminando y se acercaban a donde estaba Bruno. Este se echó en el suelo y puso la cabeza entre los brazos, a fin de que, si se fijaban en él, creyera que estaba dormitando. Pero no era así, por el contrario sus oídos se agudizaron más que nunca.

De pronto se pararon los dos al otro lado del arbusto sin, al parecer, reparar en el chico tumbado en la hierba. El del impermeable guardó los papeles de nuevo en la cartera mientras decía:

—De todas maneras me ha dicho que la pista que conducía hasta Londres era correcta, sólo que una vez allí no ha podido dar con él. Parece que estuvo en Inglaterra hace algún tiempo pero después se fue y le ha sido imposible averiguar dónde.

—¡Otra vez nos pasa lo mismo! —exclamó el otro—. ¡Cuando estamos a punto de contactar con él, desaparece!

También le prevengo —continuó el primero—, de que sus sobrinos han intentado sonsacarme sobre el resultado de esta gestión.

—¿Qué te han dicho? Imagino que habrán intentado convencerte de que lo dejes.

—No, al contrario, se han mostrado muy interesados. César me ha rogado que en cuanto sepa algo se lo comunique en seguida. Incluso me ha dado a entender que me convendría decírselo a ellos primero y me ha hablado de una gratificación.

—Sí, es muy propio de él. Quieren enterarse antes que nadie para tomar sus medidas y tratar de quitárselo todo. Lo que pasa es que no pueden hacer nada sin contar con Sebastián el administrador, y ése es de confianza.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que pueden tratar de hacerlo desaparecer?

—¿Al administrador? No pueden, para despedirle tiene que estar de acuerdo toda la junta directiva y yo no lo aprobaría.

—No me refiero al administrador, sino al propio heredero.

—¿Hacer desaparecer al heredero? ¿Cómo iban a hacerlo? Una vez que le encontremos y se entere a lo que tiene derecho no va a perderse por ahí tan fácilmente.

—Yo quiero decir hacerlo desaparecer pero para siempre.

Román Valdivieso dio un respingo y se quedó mirando a su interlocutor con gesto de espanto.

—¿Qué quieres decir? ¡No creo que sean capaces de llegar a eso!

—Pues yo no estaría tan seguro. Ninguno de ellos está dispuesto a repartir con nadie su dinero.

—Puede que tengas razón, sobre todo ahora que van a recibir un montón de beneficios con los chalets de la urbanización. En cuanto se puedan terminar se venderán los que todavía no lo están y al empezar a vivir la gente allí se sacará más dinero del arrendamiento de la cafetería y el club social.

Bruno que escuchaba pensó que con un poco de suerte los chalets no se terminaban y la familia tenía encima que devolver el dinero que seguramente ya habían adelantado los compradores. Aunque si eso mermaba las ganancias de los Valdesa también lo haría con las del heredero, es decir de Carla. Pero a Carla no parecía importarle nada la fortuna de su familia.

Como si hubiera oído sus pensamientos, el del impermeable dijo:

—Lo que está claro es que a él no le interesa esa herencia, de lo contrario se habría puesto en contacto con la familia. Aunque no sepa que tú has sido el representante de sus intereses todo este tiempo, lo lógico es que venga a reclamar lo que le corresponde.

—Es cierto, no debe abrigar ninguna ambición, pero aun así yo debo rendirle cuentas de los beneficios que genera esa fortuna. Es un deber moral que tengo con él y descansaré cuando aparezca y pueda hacerlo. Tengo sobre la conciencia el no haberme ocupado de eso durante tantos años.

—Bueno, pues yo seguiré en ello, pero ya te digo: No pierdas de vista a tus sobrinos. Lo lamento porque es tu familia, pero creo que por dinero serían capaces de cualquier cosa.

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