Carla

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—Tienen a quién salir. Aunque me duela reconocerlo, mi hermano también era así. Y mi padre no digamos. Así se hizo con el capital que tiene la familia ahora. Por eso yo no quiero dejarme arrastrar por su ambición. Cada vez que he sido tan débil como para tomar parte en sus manejos o para no oponerme a ellos, lo he lamentado. Estoy convencido de que la vida tarde o temprano pasa factura. Y si no, mira lo que estoy pasando yo ahora.

—No te preocupes, le encontraremos y podrás reunirte con él, aunque tus sobrinos pongan el grito en el cielo. Cuando aparezca no tendrán más remedio que admitirle como parte de la familia.

Siguieron hablando mientras se alejaban y Bruno se levantó con cuidado. Tenía los brazos dormidos de la postura y en cuanto se estiró un poco, lo primero que hizo fue echar mano de su móvil.

Pero al hacerlo comprobó que se había quedado sin batería y en vista de ello subió a su habitación para dejarlo recargándose, y después cogió la bicicleta y se fue a la urbanización. Tenía que contarle a Carla todo lo que había escuchado.

Llegó por la parte de atrás dispuesto a bajar por el talud para ir hasta el chalet, pero antes de hacerlo se asomó por entre los matorrales para ver si el camino estaba despejado.

Y no lo estaba. Aparcado frente a la caseta de las herramientas se veía el jeep de la Guardia Civil y dos agentes de uniforme se paseaban alrededor mientras hablaban con alguien desde sus aparatos.

Eso por un lado era una garantía de que no iban a aparecer por allí los Valdivieso, pero también le impedía llegar hasta el chalet de Carla, porque tenía que pasar justamente por delante de ellos. Pero además existía el peligro de que la chica saliera de su casa sin darse cuenta de que la podían ver, y eso sí que complicaría las cosas, porque si descubrían que estaba viviendo allí lo iba a pasar muy mal.

Mientras cavilaba en cómo podría avisarla vio como llegaba otro coche de la Guardia Civil, y al poco rato entró en la urbanización un automóvil que aparcaba junto a ellos.

Observó con asombro que de él descendía el hombre que había estado hablando con Román Valdivieso en la finca, del fantasma del impermeable. Le vio hablar con los agentes y después todos se dirigieron a la caseta de las herramientas y allí estuvieron un momento mirando el candado roto, mientras uno de los guardias tomaba notas en un cuaderno. Después entraron todos en la caseta, menos un número que se quedó junto al coche.

Eso le impidió a Bruno aprovechar para cruzar corriendo hasta la casa de Carla como había pensado hacer cuando los vio entrar en la caseta. No tuvo más remedio que quedarse esperando hasta que los vio salir, que fue al cabo de bastante rato. Entonces pudo observar que cerraban la puerta, asegurándola con algo que no pudo ver desde donde estaba pero que supuso que sería un candado nuevo, y después se metían en los coches y se marchaban.

En cuanto el camino estuvo despejado, Bruno voló hacia el chalet. Entró sin aliento, pero Carla no estaba allí. ¿Se habría escondido cuando vio llegar a los guardias?

Pero de ser así estaría vigilando por los alrededores y volverían cuando viera que se habían ido. Esperó un buen rato, pero la chica no apareció.

Bruno empezó a intranquilizarse. ¿Y si se le había ocurrido meterse otra vez en la casa de sus parientes y la habían pillado? Recordó lo que había dicho aquel hombre sobre que los Valdivieso no tendrían escrúpulos en quitarse de en medio al heredero. Pero ¿cómo podía ir él a buscarla? Ni siquiera estaba seguro de que estuviera allí.

Salió del chalet y de la urbanización y se dirigió hacia la granja avícola. Cuando llegó, el guarda estaba en la huerta al lado de su casa recogiendo tomates y judías verdes que iba echando en un barreño.

—¡Hola, chaval! —le saludó—. ¿Dando un paseo?

Antes de que pudiera contestar, Belén que había oído a su padre hablar con alguien, salió de la casa.

—¿Quieres limonada? —le preguntó—. Acabo de hacerla. Pasa.

Cuando estuvieron en la cocina Bruno le dijo:

—¿Has visto a Carla esta tarde? No está en la urbanización.

Belén hizo un gesto de sorpresa.

—Yo creí que estaba contigo—. Le hizo señas de que le siguiera y entró con él en otra habitación. Allí tenía su ordenador portátil que estaba encendido y tecleó en la pantalla:

—“Me ha llamado a mí porque me ha dicho que tu teléfono no estaba operativo. Me ha dicho que la llamaras en seguida, que era algo urgente.”

—¿Y no te ha dicho por qué? ¿Ni dónde estaba?

—“No, no me ha dicho nada. Ha cortado en seguida y aunque yo la he llamado después no he podido hablar con ella. Su móvil estaba apagado o fuera de cobertura.”

—¿Pero no tienes idea de a dónde puede haber ido? Yo no tengo móvil, lo he dejado cargándose.

—Intenta llamar con éste—. Le indicó un teléfono fijo que había sobre un mueble. Bruno marcó, pero el de Carla seguía apagado.

—“Búscala”— tecleó Belén en el ordenador—.” Se va a hacer de noche y estoy preocupada.”

Y como viera que su padre entraba cerró el ordenador y fue a la cocina a traerle la limonada.

Cuando salió de la casa, Bruno no sabía qué hacer. Dio una vuelta por los alrededores de la urbanización sin encontrar nada. Estaba oscureciendo y volvió al chalet para ver si allí había algún indicio de lo que Carla había estado haciendo.

Como no había traído linterna, encendió la lámpara de gas que tenía allí y buscó entre las cosas de su amiga, pero no encontró nada fuera de lo habitual.

Como no podía hacer otra cosa, se sentó en el suelo a esperarla. Apagó la luz por si alguien la veía desde fuera y aguardó impaciente, atento al menor ruido que se `produjera en la urbanización.

Pero todo estaba en silencio, salvo el paso ocasional de un coche por la carretera o el vuelo de algún ave nocturna. Porque ya había oscurecido y empezó a oírse el canto de los grillos.

¿Qué sería aquello tan urgente que Carla quería contarle? ¿Estaría en algún apuro? Él también tenía que contarle la conversación que había escuchado entre el que supuestamente era su padre y el otro señor. ¿Y qué estaría haciendo éste con los guardias en la urbanización? ¿De qué lado estaba? Por lo que había oído parecía que ayudaba al señor Valdivieso, el que demostraba ser un poco más honrado que sus parientes. Pero entonces ¿por qué había llamado a los guardias para que miraran la caseta? Pensó que quizá los agentes estaban por allí echando un vistazo y él al encontrarlos había aprovechado para enseñarles lo del candado roto. Pero eso parecía indicar que le convenía que la Guardia Civil estuviera vigilando la urbanización. ¿Estaría enterado de lo que los Valdivieso planeaban hacer?

No servía de nada darle vueltas porque todas eran preguntas sin respuesta.

De pronto, a la media luz que entraba por la ventana, vio algo que le hizo caer en la cuenta de una cosa en la que no había pensado. Junto a la mochila de Carla estaba la bolsa de los patines que él le había dado, abierta y vacía. Eso quería decir que se los había llevado. Y si era así, ¿dónde estaba ahora patinando a oscuras?

Sintió un escalofrío al pensar que hubiera podido tener un accidente, que podía estar tirada en algún sitio en medio del campo, y que no tenía forma de encontrarla.

¿Qué podía hacer? ¿Dónde buscarla? Ni siquiera había traído una linterna y pasearse por entre los pinos a oscuras no serviría de mucho.

Patinando no podía estar en el bosque, pero el único sitio posible, la carretera vieja, la había recorrido él antes para ir a la granja y luego otra vez de vuelta y no había visto nada.

Desesperado se volvió a sentar intentando pensar que Carla habría ido a la gasolinera a comprar algo y que aparecería en la puerta del chalet de un momento a otro.

Pero pasó mucho tiempo y Carla no llegaba.

XVIII

Por lo menos a Bruno se le hizo una eternidad. No iba a llegar a la hora de la cena a la residencia pero ¿cómo iba a marcharse sin saber qué había sido de Carla? Tampoco tenía teléfono para avisar. No sabía ni la hora que era, porque no se atrevía a encender la luz por si se veía desde fuera.

Empezaba a dar cabezadas y sin embargo su oído permanecía atento a los ruidos de fuera. De pronto oyó algo. Era el roce de unas pisadas en el cemento de la rampa del garaje. Se asomó con precaución y lo que vio le hizo lanzar un suspiro de alivio. Era Carla.

Cuando ésta abrió la puerta, Bruno se apresuró a susurrar:

—¡No te asustes! Soy yo.

La chica pegó un respingo pero se tranquilizó inmediatamente. Dijo:

—¿Qué haces aquí a oscuras?

—No quiero encender por si se ve desde fuera. Ha estado rondando la Guardia Civil.

Ella hizo una cosa que a Bruno no se le había ocurrido. Cerró la persiana del ventanal y encendió el camping gas. Cuando Bruno vio su cara se sobresaltó. Estaba sudorosa, despeinada y con los labios resecos y tenía una expresión que nunca la había visto. Parecía muy cansada y lo primero que hizo, después de beber agua, fue tumbarse sobre el saco de dormir que le servía de cama.

Bruno dio rienda suelta a la tensión nerviosa que había estado acumulando en la espera.

—¿Se puede saber de dónde vienes y qué hacías por ahí a estas horas? ¡Me has tenido en vilo, no sabía si te había pasado algo o habías tenido un accidente o algo así! ¿Dónde estabas?

Ella se incorporó a medias y contestó de malos modos:

—¿Dónde estabas tú? Te he estado llamando varias veces.

—Sí, es verdad, tenía el móvil descargado. Pero has hablado con Belén y no le has dicho lo que hacías. Estaba muy preocupada.

—Bueno, no he podido venir antes.

—Pero ¿de dónde vienes?

—De Castrejón.

—¿Cómo de Castrejón? ¿Quién te ha traído?

—No me ha traído nadie. He venido yo sola, andando.

—¿Andando? ¡Estás loca! ¡Hay doce kilómetros!

—Bueno, no tenía prisa. No sabía que me estabas esperando.

—Es que no lo entiendo. ¿Para qué has ido a Castrejón?

—¿Y cómo vas a entenderlo si no me dejas que te lo cuente? ¡Ya sé que te has preocupado mucho! ¡Bueno, pues gracias! Si te hubieras ido yo te habría llamado a tu habitación de la resi, donde por cierto te deben estar echando de menos. ¡Así que vete ya y mañana te lo contaré!

—¡Sí, claro, me voy a ir así tan tranquilo! De aquí no me muevo hasta que me digas cómo has ido a ese sitio y por qué.

—¿Por qué? ¡Porque los Valdivieso me estaban persiguiendo!

Bruno pegó un salto.

—¿Qué? ¿Qué te perseguían? ¿Dónde? ¿Te han encontrado aquí? ¡Entonces hay que irse, no estamos seguros!

—¡Déjame hablar! De momento en el chalet estamos seguros. Me han encontrado en la urbanización pero no saben que estoy aquí.

—¿Estás segura? Vale, ya te dejo que me lo cuentes. ¿Qué ha pasado?

—Esta tarde, como pensaba que no iban a venir porque no tienen furgoneta, he cogido los patines para patinar un poco por la carretera vieja. Pues cuando iba hacia allí, al pasar por la caseta de las herramientas, he visto que la puerta estaba abierta. No sé por qué, se me ha ocurrido entrar para curiosear un poco. ¡No te imaginas lo que he descubierto!

—¿El qué?

—¿Sabes por qué el fantasma de la noche de la tormenta entró allí y después no le vimos salir? ¡Porque no salió! ¡En el suelo de la caseta hay una trampilla que da a un subterráneo!

—¡No me digas! ¿Y qué es? ¿Una cueva que utiliza esa gente para guardar algo?

—¡Sí, efectivamente! La encontré por casualidad, porque me fijé en que una de las cajas de herramientas que había no descansaba del todo en el suelo, como si hubiera pillado debajo algo. Retiré unos sacos de papel que estaban extendidos por el piso y vi la puerta de esa cueva, con una argolla para levantarla, que era lo que quedaba debajo de la caja.

—¿La abriste? ¿Qué había dentro?

—No es sólo una cueva, es la entrada de otro pasadizo. Había unos escalones para bajar y después seguía por un túnel. Lo que pasa es que no pude saber dónde llegaba, porque no tenía linterna, pero en cambio vi en la cueva de entrada unas cuantas cosas que debían haber sacado de la iglesia. Había unos candelabros, y algo envuelto en trapos que parecían ser imágenes como de santos y unos cuadros. No pude fijarme, porque entonces llegaron ellos.

—¿Los Valdivieso? ¿Te han encontrado allí?

—Menos mal que los oí cuando llegaban. Aunque estaba abajo en la cueva pude escuchar un coche que se paraba delante. Me entró un pánico tremendo. Subí y miré por la ventana.

—¡Ostras! ¿Qué hiciste?

—No tenía escapatoria, estaban en la misma puerta. Si me escondía en la cueva era peor, porque no sabía si tenía otra salida y seguro que iban a entrar allí, porque además no me iba a dar tiempo a cerrar la trampilla y se la encontrarían abierta. No tenía más que una solución: Salir corriendo a toda pastilla confiando en que tardaran en reaccionar de la sorpresa y por lo tanto en perseguirme. De todas maneras si lo hacían era fácil que me cogieran, así que lo que hice fue ponerme los patines, porque así podría ir a mucha más velocidad que ellos por mucho que corrieran.

—¿Y saliste patinando, así de repente? ¡Menudo susto se llevarían!

—Sí, gritaron y pegaron un salto, pero yo no me quedé allí a ver qué hacían. Me lancé a toda velocidad por la calle hasta la puerta de la urbanización. Cuando salí a la carretera los vi de reojo que venían detrás de mí. Seguí patinando con la idea de llegar hasta la desviación de la granja y esconderme allí, pero de pronto en la curva apareció un coche. Me eché a un lado y me metí en la cuneta, pero tropecé con algo y me caí.

—¿Te caíste? ¿Te hiciste algo?

—No, sólo unos raspones, pero el coche frenó a mi lado y se bajó un señor pálido de espanto que vino a levantarme del suelo. Creía que era él el que me había atropellado y le di un susto de muerte. Le tranquilicé y le dije que no había sido él, que me había caído sola y le pregunté si podía llevarme hasta la gasolinera para comprarme tiritas. Me senté en el coche y ¡justo a tiempo! En cuanto se puso en marcha vi que el de los Valdivieso venía detrás. Me agaché para quitarme los patines y ellos nos adelantaron sin verme.

—¡O sea que conseguiste despistarlos! ¿Por qué te has ido entonces tan lejos?

—¡Déjame contarte! Le había dicho a aquel señor que me dejara en la gasolinera y él comentó que de todas maneras tenía que parar allí. Bueno, pues cuando paró, él se bajó y yo iba a hacer lo mismo pero ¡justo del coche de al lado se apeaban los Valdivieso! Me agaché otra vez corriendo y cuando volvió el dueño del coche le dije que me acababan de llamar de mi casa y me decían que no podían venir a buscarme y que si era tan amable de acercarme a Castrejón.

—¡Estás loca! ¿Cómo ibas a hacer para volver?

—Llevaba algo de dinero en el bolsillo. Pensaba coger un autobús de los que paran en la residencia o si no, un taxi.

—¿Y por qué no lo hiciste?

—Cuando llegué a la estación de autobuses me dijeron que el último ya había salido. Y cuando miré el dinero que tenía resultó que era muy poco, no tenía bastante para un taxi. Fue entonces cuando te llamé, para que me esperaras en la puerta y me prestaras algo para pagar cuando llegara. Pero tu teléfono estaba apagado.

—¡Mira qué oportunidad! No me di cuenta de que lo tenía descargado y lo tuve que dejar enchufado en la habitación. Pero ¿por qué no se lo dijiste a Belén?

—Lo intenté, pero entonces al que se le acabó la batería fue al mío. Bueno, no me quedaba más solución que echar a andar.

—¿Por la carretera? ¡Qué locura! ¡Es muy peligroso! Y además descalza, supongo, porque si te habías quitado los patines...

—¿Y qué otra cosa podía hacer? No podía entretenerme en pensarlo, porque cuanto antes me pusiera en camino antes llegaría. Pero no iba descalza, mira, siempre que me pongo las botas de los patines me llevo las chanclas en el bolsillo.

—¡Menos mal! O sea que así, sin más, te fuiste carretera adelante. ¡Eres una inconsciente! ¿No sabes el peligro que corre una chica andando sola por ahí?

Ella se volvió a mirarle con ojos llameantes.

—¿Y qué querías que hiciera? ¡Ya sé que es peligroso, no soy tan tonta! Y si piensas que no tuve miedo ¡pues sí, lo tenía! ¡He tenido muchísimo miedo! Al principio no, porque era de día y había más tráfico. Era muy molesto, pero me daba seguridad que estuviera la carretera concurrida. Pensé en hacer dedo, solo si veía a alguien en un coche que me inspirase confianza, una familia con niños o algo así. Pero casi todos los que pasaban eran hombres así que ponerme ahí en medio a hacer autoestop era casi peor, porque si se paraba alguno y yo le veía con mala pinta, tenía que salir corriendo. Así que cuando empezó a oscurecer me fui escondiendo por entre los árboles cada vez que venía un coche. Me dio por acordarme de todos los casos que se han hecho famosos de chicas violadas y asesinadas, y de todas las series policíacas de la tele que siempre salen maníacos homicidas. Terminé por ir dentro del campo, sin perder de vista la carretera, pero entonces... ¿Tú te acuerdas de la película de Blancanieves, cuando se queda sola en el bosque y la entra el pánico y le parece que los árboles tienen ojos y que van a agarrarla con las ramas? Pues así. El último rato he venido corriendo como loca, tropezando con todo y completamente aterrada. Ya lo sabes. Al fin y al cabo no soy más que una niña histérica.

El tono de su voz hizo a Bruno mirarla a la cara. Y se alarmó. Tenía los ojos llenos de lágrimas y de pronto empezó a llorar con hipos y sollozos tan fuertes como los de un niño. A él no se le ocurrió nada que decir para consolarla, así que lo único que hizo fue abrazarla, hacer que se apoyara en su hombro y acariciarle la cabeza. Carla estuvo un buen rato llorando y Bruno comprendió que estaba descargando la tensión de muchos días, que no se estaba tomando la aventura tan tranquilamente como aparentaba. De pronto pareció calmarse, se separó de él y se puso a buscar un paquete de pañuelos en su bolsa para sonarse la nariz.

Bruno entonces le dijo suavemente y sin mirarla:

—¿Quieres que me quede esta noche aquí contigo?

Ella se quitó el pañuelo de la cara y sonrió.

—¿No te echarán de menos en la residencia?

—Pues seguramente, pero ya les daré mañana una explicación, antes de que llamen a mis padres.

Ahora fue ella la que le abrazó. Luego le dijo en tono de broma:

—¡Que tío más majo eres! No sabe lo que se ha perdido la tonta de tu novia. Lo único, que no tengo más que un saco.

—No importa, yo me tumbo aquí encima de este aislante. Me dejas algo de ropa para ponérmela en la cabeza y no necesito más, ni siquiera taparme, porque hace mucho calor.

—Bueno, de todas maneras tengo una manta que me ha dejado Belén.

—¡Ahora que la nombras! Tendríamos que avisarla que estás aquí, estaba preocupadísima.

—Pues no sé cómo. Ya te dije que se me había descargado el móvil.

—¡Pues menos mal que me he quedado a esperarte! Si llego a irme para estar pendiente de que me llamaras me habría muerto de la angustia. ¿Tú crees que será muy tarde para acercarme a la granja y avisar a Belén?

—Sí, es bastante tarde, ya se habrá acostado. Pero yo a veces he hablado con ella por la ventana de su habitación, cuando estaba su padre. Si quieres vamos los dos un momento.

Salieron a la carretera y se metieron por la desviación de los gallineros, rodearon la casa y Carla le señaló a Bruno una ventana en la parte de atrás. Después tiró unas piedrecitas contra el cristal. En seguida la muchacha se asomó e hizo un gesto de alivio al ver a los chicos. Ellos no dijeron nada, se limitaron a saludarla con la mano y se volvieron al chalet.

Cuando atravesaban por entre los pinos de vuelta, Carla dijo, cogiendo a Bruno de la mano:

—¿Ves que diferencia? Estando contigo ya no tengo miedo. Lo malo es ir sola.

Llegaron al chalet y Carla sacó de su bolsa un par de jerséis para que le sirvieran a Bruno de almohada. Le dejó al lado la manta y ella se quitó los pantalones y se metió en el saco de dormir. Desde allí apagó la lámpara y se acurrucó en su lecho. Se quedaron un rato en silencio y luego Carla dijo:

—Cómo te estoy complicando la vida. Además de no estudiar, lo mismo tienes un lío en la resi. Y yo, encuentro a mi familia y probablemente a mi padre, pero en lugar de incordiarles a ellos te incordio a ti que no tienes la culpa.

—No te preocupes, ya me inventaré algo para contarles mañana. En realidad no les importa si paso la noche fuera, sino que no les haya avisado. Y, bueno, tú has encontrado a tu familia y a tu padre. ¿No es eso lo que querías? Lo que pasa es que esa familia no es como tú la hubieras querido, pero eso pasa siempre. Las cosas no salen como uno piensa, y hay que resignarse a considerar que esto es lo que hay. Ya tienes un padre y ¡que se va a hacer! Los padres no se eligen.

—Ya lo sé. Además esto pasa incluso con todo el mundo. Tu novia tampoco resultó ser al fin y al cabo la que te habías imaginado, y a ésa sí la elegiste.

—Si lo pienso bien, no sé si la elegí yo o ella a mí. O nuestras familias, o a lo mejor nadie. No sé.

Hubo un silencio y luego Carla dijo:

—Si yo pudiera tener un hermano, elegiría uno como tú.

Él se quedó sin saber qué contestar, pero mientras lo pensaba oyó la respiración de Carla. Se había dormido.

Bruno pensó que le costaría coger el sueño, porque la verdad es que estaba un poco incómodo. Pero se durmió y así estuvieron los dos hasta que empezó a clarear y se oyeron los gallos de la cercana granja.

XIX

Bruno se despertó y por un momento no supo dónde estaba, hasta que recordó la noche anterior. Carla, a su lado, dormía profundamente con la cabeza hundida en su saco.

Se levantó y después de salir un momento para echar un vistazo por el entorno, volvió a entrar y buscó por la habitación para ver si Carla tenía algo para desayunar. Encontró un cazo, café instantáneo, un bote de leche condensada a medias y unas galletas. Puso el cazo con agua en el camping gas y lo encendió. Se oían cerca los gallos de la granja que no paraban de cantar, pero Carla debía estar acostumbrada a ellos porque seguía durmiendo. Sin embargo lo que sí la despertó fue el olor del café cuando estuvo hecho. Se desperezó, sonrió a Bruno y le dijo:

—¿Estás preparando el desayuno para traérmele a la cama como después de una noche romántica?

—Lo que es mi noche no ha sido muy romántica —refunfuñó él—. Tengo el cuello dolorido y me he despertado con un ciempiés subiéndome por el brazo.

—No te preocupes, no muerde. Es mi mascota y se alimenta con las migas de mis bocadillos. También tengo varias arañas y una lagartija. Son muy cariñosas.

—Luego me las presentas. Ahora levántate y tómate esto antes de que se enfríe. Te cuento muy rápido algo que escuché ayer y después me voy a la resi, a explicarles por qué no he estado allí esta noche.

Cuando le contó a Carla la conversación entre el tío de los Valdivieso y el fantasma, ésta dijo:

—O sea que ese señor me está buscando por todo Londres para entregarme una parte de la fortuna de esa familia y mientras tanto los otros quieren quitarme de en medio para poder repartirse esa parte entre ellos. Y además también me están buscando porque he descubierto el secreto de la entrada al subterráneo. ¿Cómo me las he arreglado para meterme en mitad de todo este lío?? ¡Yo sólo quería saber quién era mi padre!

—Pues eso parece estar bastante claro, lo que pasa es que además te has enterado de más cosas de esa familia. ¿Qué vas a hacer? ¿Ir donde el tío y decirle quién eres y de paso contarle los chanchullos de sus sobrinos?

—Pues no sé, porque no tengo muy claro si ese señor está enterado o no. No le hemos visto con ellos cuando fueron con la intención de llevarse las cosas de esa iglesia, pero es que entonces no estaba. ¿Y si, independientemente de que me quiera dar mi herencia, es igual que ellos y está metido también en eso? ¿Cómo le sentaría saber que yo he descubierto la iglesia enterrada?

—Vale, piénsatelo y yo vendré luego. No salgas de esta casa y estate muy pendiente por si viene alguien, y si ves algo raro me llamas.

—No tengo batería en el teléfono.

—Es verdad. Déjamelo y te lo cargo en mi habitación. Y vuelvo a decirte que no te pasees por ahí. Ni los Valdivieso ni la Guardia Civil pueden verte.

Cuando Bruno llegó a la residencia explicó que había ido a Castrejón para que un compañero le prestara unos apuntes y había perdido el autobús y además se había dejado el móvil en la habitación, y que había dormido en casa de ese amigo. Cuando le admitieron esa explicación sin problemas, bajó a la cocina.

—¿Dónde te metiste anoche? —le preguntó María—. Te estuvieron buscando. Creo que te llamó alguien por teléfono. ¿Has desayunado? Siéntate un momento en el comedor y te caliento el café.

—No, María, no te molestes, ya he tomado algo. ¿No sabes quién me llamó?

—No, el administrador vino a ver si estabas por aquí y dijo que tenías una llamada. Sí, me parece que era alguien de tu familia.

—Gracias, ahora les llamaré yo. Espero que no les dijera que yo no había vuelto.

—No, porque fue por la tarde, antes de la hora de cenar.

Bruno subió a su habitación, puso el móvil de Carla a cargar y se dio una ducha. Después llamó a su casa, pero su padre y su hermano estaban en el trabajo y cuando intentó localizarles en la oficina, la empleada le informó de que habían salido. Pensó que si no le habían vuelto a llamar no sería nada urgente.

Volvió a bajar a la cocina para ver si podía llevarse algo de comida, pero allí estaba la cocinera, un repartidor del supermercado que traía un pedido y Belén que en la habitación contigua apuntaba varias facturas en el ordenador. Cuando él se acercó escribió en la pantalla:

—“He hablado con Carla. Me ha contado que la descubrieron ayer. Tenéis que tener mucho cuidado.”

—Tienes razón —dijo Bruno—. Es peligroso que siga en el chalet. Lo he estado pensando y se me ha ocurrido una cosa. ¿Qué tal que se viniera aquí a la residencia? María es muy buena persona y si la contamos una historia que lo justifique, le podemos decir que la deje dormir en su cuarto. Tiene allí dos camas.

Belén le miró muy alarmada.

—Eso no puede ser —dijo con su voz entrecortada.

—¿Por qué? Sería lo mejor, estaría mucho más segura aquí.

En ese momento la cocinera entró en la habitación mientras le decía al repartidor:

—Espera un momento, voy a ver si tengo algunas monedas sueltas en mi cartera.

Belén mientras tanto se levantó y dijo señalando a María el ordenador:

—Ya está todo. Imprímelo.

Y se marchó.

María se había metido en su habitación y salió con un monedero en la mano. Sacó de allí unas cuantas monedas y se dirigió a la cocina.

Cuando volvió, Bruno iba a preguntarle que si quería que se lo imprimiese él. Pensaba tantear la cuestión del hospedaje de Carla, pero no llegó a hacerlo. Se quedó mudo y paralizado de repente. Desde el monedero que María se había dejado abierto sobre la mesa, la misma Carla, quizá con un par de años menos pero inconfundible, le sonreía a través de la cubierta de plástico.

—¿Quién es? —acertó a decir, balbuceante.

—¿Esta? Es mi hija, mi hija Carlota. ¿Por qué te has quedado así?

—No me figuraba que tuvieras una hija y menos tan mayor. Eres muy joven.

—¿Sí, tú crees? Pues fíjate que esta foto es de hace dos años. Ahora tiene dieciséis. ¿A que es guapa?

—Muy guapa pero ¿dónde está ahora?

—En Londres. Nosotras vivimos allí todo el año. Pero tampoco es que esté con su padre. En realidad no tiene padre. Yo la tuve de soltera. ¿Qué te parece?

—¿Que me va a parecer? Que tienes suerte de tener una hija tan mayor y tan guapa. ¿Cómo haces para comunicarte con ella? ¿La llamas por teléfono?

—Ella es la que me llama, porque ahora mismo no está en Londres, sino de excursión por el norte de Inglaterra. Por eso no lo ha hecho más que unas cuantas veces. Como mejor nos comunicamos es por correo electrónico.

Bruno no quiso preguntar más para no levantar sospechas, pero salió de la cocina alucinado. ¡De manera que ése era el secreto de Carla! ¡María era su madre, era la que había tenido algo que ver hacía años con uno de los Valdivieso, y ahora estaba tan tranquila, creyendo a su hija de viaje por Inglaterra! ¿Cómo se las había arreglado Carla para venir a España sin que su madre se enterara? ¡El lío en que estaba metida era más complicado de lo que él pensaba!

Sin dudarlo un momento entró en el almacén para coger su bicicleta y se fue a la urbanización. Después de comprobar que no se veía a nadie por las calles, llegó al chalet de Carla. La encontró lavando algo de ropa en el lavabo de la casa.

—¿Qué te pasa? —preguntó cuando le vio entrar tan de repente—. ¿Por qué estás enfadado?

—¿Tú que crees? ¿Eres tú la que dice que no le gustan las mentiras? ¿Por qué no me habías dicho que María era tu madre?

Ella hizo un gesto como diciendo: ¡Vaya! Te has enterado.

—Yo no he mentido. Me he limitado a no contártelo.

—¡A mí no me has mentido! Pero ¿y a ella? ¿Cómo se llama hacerla creer que estás de viaje por ahí y venir a esconderte aquí a dos pasos de donde está, para ponerte a averiguar algo de su vida a sus espaldas? ¡Eso sí que es una mentira gorda!

Esperaba de Carla un rebote de furia pero, para su sorpresa, la chica en lugar de gritar, murmuró mansamente:

—Alguna vez hay que decir una mentira para evitar un disgusto.

—¡Pues entonces no puedes censurarla a ella por haberte ocultado lo de tu padre! ¡También lo ha hecho para evitarte un disgusto!

—No es lo mismo. Lo mío es un engaño temporal y en cuanto se resuelva esto se lo contaré todo y seguro que me comprende. Pero decirme que mi padre no tenía noticia de que yo existía sabiendo que sí, es engañarme en algo muy importante. Y no estoy averiguando algo de su vida, sino de la mía. Quiero saber por qué vine al mundo yo. Si tú estuvieras en mi situación lo entenderías.

—Bueno, pero —preguntó Bruno, ya completamente desarmado— ¿por qué no has hablado con ella de esto? ¿Y por qué engañarla diciendo que estás en Inglaterra? ¡Imagínate que se entera de pronto de que no estás allí! ¡Se moriría del susto! ¿Cómo te lo has montado para mantener esa farsa?

—Bueno, no quería contarte cómo empezó todo pero no tendré más remedio que hacerlo.

Se sentaron en el suelo uno frente al otro y Carla inició el relato:

—Nosotras somos españolas pero vivimos en Londres desde antes de nacer yo. Mi madre trabaja de cocinera en un colegio de esos muy pijos que hay allí, donde van todos los hijos de los lores. Yo no, yo voy a un colegio público, pero mi madre que siempre se gana la simpatía de todo el mundo, hizo que varios profesores del suyo me dieran clases extra, y gracias a eso siempre he sacado muy buenas notas. También ella me ha enseñado mucho, porque aunque no lo creas es una persona muy culta, aunque se ocupe sólo de guisar, y ha leído y lee muchísimo. Por eso me aficionó a mí a la lectura, sobre todo de literatura española en español.

Ella se fue a Londres estando embarazada de mí y yo nací allí. Aunque nunca me lo ha dicho me figuro que fue porque mi padre no quiso saber nada de mí y prefería irse lejos. Pero antes de eso vivía en un pueblo cerca de aquí y conocía a Belén y a su padre. Todos los años venimos en el verano y nos quedamos en el pueblo o en una casa rural que hay cerca de Aguilar. Alguna vez mencionó como de pasada que cerca de la granja donde trabaja el padre de Belén había una finca rodeada de viñas y de bodegas que era de una familia que se llamaba Valdivieso, pero sin decirme nada de que los conociera personalmente.

Este año el padre de Belén le habló de un trabajo para el verano, de cocinera en la residencia y a ella le pareció muy buena idea. No sé si lo cogió porque el dinero no nos viene nada mal o por estar cerca de la finca. Tampoco me explico que no la importara que la vieran los dueños. Seguramente pensó que no tendría ocasión de encontrarse con ellos, ya que esa familia está en la finca todo el día y sólo sale de allí en coche.

En Londres tiene una amiga que está allí con ella desde el principio y aunque es mayor que mi madre se llevan muy bien y es casi como si fueran hermanas, de manera que yo la llamo a ella tía y a su hija Sophie, que se llama así porque el padre es inglés, prima. Estamos muy unidas, aunque ella es mayor, tiene veinticinco años. Pues ya antes de venir a España este verano, habíamos planeado irnos las dos de excursión por varios sitios del norte de la isla, con unos billetes que nos habíamos sacado, una especie de interraíl.

Lo dejamos todo preparado y nos vinimos a España. Estuvimos aquí en el pueblo unos cuantos días viendo a los conocidos y después mi madre tenía que empezar a trabajar. Me acompañó hasta el autobús que me llevaba a Villanubla, porque el vuelo salía desde allí. A mí no me importa viajar sola, lo he hecho un par de veces, y en Stansted, en Londres, me estaba esperando mi prima Sophie.

Pero cuando ya estaba en el control de la policía un señor me pidió mi documentación. Yo ya lo tenía previsto y llevaba una autorización de mi madre para viajar sola sin ser mayor de edad. Pero ese señor, cuando vio mi carnet leyó el nombre en voz alta y se sorprendió mucho y me preguntó:

—¿Tú eres Carlota Casariego? Casariego es el apellido de mi madre, y ya ves que no es muy corriente, por eso me identificó, porque mi madre se llama María Carlota. Me dijo: “Yo conozco a tu madre, Entonces tú debes ser hija de Valdivieso.” Yo le contesté: “Yo me llamo Casariego y no Valdivieso. Creo que me confunde.” ¿Cuántos años tienes? —me dijo—. Le contesté que dieciséis y él me aseguró: “Claro, cuando yo vi a tu madre ya debía estar embarazada, pero no la he vuelto a ver desde entonces, ni a ella ni a Valdivieso.” Supongo que estará él con vosotras ahora.”

Yo me quedé de piedra. Lo primero que pensé es que mi madre me había ocultado que mi padre nos había abandonado a las dos. Estaba medio atontada cuando me fui a buscar la puerta de embarque. Y de repente me dije que no me podía ir a Londres hasta no aclarar aquello. Di media vuelta y me salí de allí. Menos mal que no había facturado nada de equipaje, porque todo lo tenía en Londres, sólo llevaba esa bolsa y la mochila. Cogí un autobús hasta Palencia y de Palencia aquí ese que para cerca de la residencia. Por el camino iba pensando en la cara que iba a poner mi madre cuando me viera, de manera que en lugar de ir directamente a verla, me fui a casa de Belén y le conté todo. Le dije que yo quería ir a la finca porque pensaba que el Valdivieso sería un señor solo que vivía allí con su familia.

Fue Belén la que me dijo que había por lo menos cinco hombres con ese apellido. Entonces se me ocurrió la idea de investigar yo por mi cuenta quién de ellos era mi padre, y cuando lo supiera me volvería a Londres y mi madre no tenía por qué enterarse, porque después me iría de viaje como lo había planeado. Como conocía la urbanización abandonada me pareció un buen sitio para quedarme unos días. Belén intentó disuadirme, me dijo que estaba loca, pero al fin pude convencerla y me dijo que me ayudaría. También desde su casa llamé a Sophie por teléfono y se lo expliqué. Me costó mucho que se decidiera a ser mi cómplice y mandar por el correo electrónico mensajes como si fuéramos las dos las que estuviéramos allí. Menos mal que sus padres estaban de viaje.

Pero la cosa me resultó más difícil de lo que yo creía. No había manera de averiguar quién de los Valdivieso era mi padre y luego todo empezó a complicarse porque ¿sabes? El hombre que vimos tú y yo el día que nos conocimos, que iba con el guarda, el que luego estaba la noche de la tormenta en la urbanización, es el policía que me pidió la documentación en el aeropuerto, el que conocía a mis padres.

XX

Cuando terminó, Carla se quedó callada un rato y después dijo:

—Eso es todo. ¿Qué te parece?

—Me parece una barbaridad. Ahora mismo voy a contárselo todo a tu madre. Se enfadará muchísimo y hasta puede que te sacuda unos azotes, y hará muy bien, pero te dejará que duermas con ella en la residencia y allí estarás mucho mejor que aquí.

—¡No se te ocurra hacerme eso! Por favor, por favor, Bruno no le digas nada. Te prometo que voy a ser muy prudente y no haré ninguna locura, pero espera a que se solucione lo del descubrimiento de la iglesia. Después iré a decirle al tío de mis simpáticos primos quién soy, pero dejándole claro que no quiero nada de su dinero. Y le diré también que cómo se puede tener vergüenza de embarazar a una mujer y desentenderse del asunto, y dejarla que se las apañe como pueda. Y cuando mi madre vea que lo he averiguado todo le dará menos importancia a que no me haya ido a Londres.

—¿Te das cuenta de que si no le digo a tu madre que estás aquí me convierto en tu cómplice?

—Solo por unos días, porfa, porfa...

—¿Y el policía del aeropuerto no se enteró de que no te ibas a Londres?

—No creo, a no ser que los de la tripulación del avión vieran que faltaba un viajero y se dedicaran a llamarle por los altavoces. Tampoco sé si era policía. Iba de paisano, a lo mejor era un empleado del aeropuerto.

—Pues si es policía es de suponer que estará del lado de la ley y no de acuerdo con los trapicheos de esa gente.

—¿Y si no lo es y sí está de acuerdo, pensando en llevarse parte del botín? Y aunque lo sea, también hay policías corruptos. Por lo pronto tú dices que estaba hablando con un guardia civil delante de la caseta. Sabemos que él había descubierto el pasadizo la noche de la tormenta, pero no le dijo nada al guardia, porque de ser así ya se habría destapado todo. Y por otro lado parece que quiere evitar que puedan los otros llevarse las cosas.

—Es verdad, el papel de ese tipo en el asunto es muy raro. Parece estar de parte de don Román Valdivieso, de tu supuesto padre. Pero entonces ¿por qué no le ha contado que te vio en el aeropuerto? Si te están buscando como locos, según dicen, sabiendo tu apellido sería fácil para un policía localizarte en Londres.

—¡Ahora que dices! Lo que tenemos que hacer en seguida es mirar nosotros lo que hay en ese pasadizo. A lo mejor encontramos la explicación de por qué no lo ha denunciado ya.

—¿Y cómo vamos a entrar? Estará la caseta cerrada con el candado.

—Pues vamos a verlo. ¿Te has traído la linterna?

—La tengo en la cesta de la bici que está en el pinar.

—La cogemos e intentamos abrir la caseta. Tengo mucha curiosidad por ver qué hay allí.

Fueron a por la linterna y luego se acercaron a la caseta de las herramientas. Para su sorpresa la puerta estaba solo entornada y de su picaporte colgaba el candado roto.

—¿No me dijiste que el fantasma había estado aquí con un guardia y habían puesto un candado nuevo?

—Sí, es lo que vi yo ayer. ¡Espera!

Y Bruno agarró a Carla de un brazo y la llevó detrás de la tapia del chalet más próximo.

—¿Qué pasa?

—¿No te das cuenta? Si está abierto es porque seguramente están dentro. ¿Nos habrán oído?

—Yo he mirado por la ventana y no he visto a nadie. Puede ser que estén abajo, en el pasadizo.

—Vamos a esperar escondidos a ver si salen. Lo malo es que si se van volverán a cerrar la puerta.

Esperaron un rato, pero no vieron a nadie. Dijo Carla:

—Yo creo que los Valdivieso no pueden ser, habrían venido en coche y le hubiéramos visto. Será el fantasma dichoso, que parece que está en todas partes.

—Es verdad. Ese señor hace cosas muy raras. Se me ocurre que quizás pusiera un candado nuevo para disimular delante de los guardias.

—¿Por qué iba a disimular?

—Pues si llegó y vio que los guardias habían encontrado el candado roto tuvo que entrar con ellos para evitar que descubrieran la trampilla del pasadizo. Seguramente les diría que era alguien relacionado con los dueños y que había comprobado que todo estaba bien y no se habían llevado nada. Y luego puso un candado nuevo para que se marcharan viendo que estaba solucionado.

—Entonces no es un policía. Si lo fuera les habría enseñado su placa y les habría dicho que él se hacía cargo.

—¿Estás segura de que fue él el que te pidió la documentación en el aeropuerto?

—Ahora que lo dices, me parece que fue el otro, porque había dos, que yo di por sentado que eran polis, pero igual sólo lo era el otro y el fantasma estaba allí por casualidad. Ahora que me acuerdo, fue el otro, porque leyó mi nombre en voz alta y entonces el fantasma se sorprendió y me dijo que conocía a mi madre.

—¿Y si no hay nadie dentro? Porque puede ser que después que se fueran los guardias quitara el candado nuevo y volviera a poner el roto.

—¡Claro! Lo que no quería era que los Valdivieso supieran que había estado allí. ¿Quieres que nos asomemos con cuidado?

—Vamos.

Salieron de su escondite y rodearon en silencio la caseta. No se oía nada y empujaron despacio la puerta.

—¡Mira! .exclamó Carla—. No puede haber nadie dentro porque la trampilla está cerrada y las cajas encima. ¡El fantasma debe haberlo dejado como estaba para que no se dieran cuenta los otros! Vamos a entrar.

—¿Y si llegan mientras estamos dentro? Debía quedarse uno fuera para vigilar.

—Yo no. Yo entro. Me muero de la curiosidad.

—Pues yo también. Entramos los dos y estamos muy atentos a los ruidos. Si vienen en coche les oiremos.

—Bueno, de momento no están viniendo. Vamos a echar un vistazo muy rápido.

Movieron las cajas de su sitio y quitaron los sacos de papel. Levantaron la tapa de la cueva y enfocaron la linterna hacia adentro.

—Mira, tiene pinta de ser un pasadizo antiguo, esos escalones no están hechos de ahora. ¿Te das cuenta de que todo esto está lleno de túneles? Entre los de la mina y luego el que va a la residencia y éste.

—Debe ser cosa de los monjes que vivieron en el convento. Los antiguos eran muy aficionados a construir pasadizos para poder escapar de las invasiones, o para salir y entrar del convento sin que les viera nadie. ¿Tú crees que estarán comunicados unos con otros?

—Ahora podemos comprobarlo. Mira, eso es lo que yo te decía. Parecen imágenes y cuadros envueltos en trapos. Los Valdivieso los habrán guardado aquí para venderlos llevándolos en su coche, porque para las cosas más grandes necesitan la furgoneta. Vamos a entrar.

Descendieron por los escalones y comprobaron que los bultos que se veían eran efectivamente cuadros, imágenes, algo que parecía como un incensario y una especie de pequeña casita dorada que debía ser un sagrario. El subterráneo no era una cueva sino un sótano bien construido con las paredes hechas de piedras encajadas unas en otras.

—¡Mira! —observó Bruno—. Esto no estaba antes debajo de la tierra, porque tiene una ventana, aunque está tapiada.

También descubrieron una puerta de madera muy sólida aunque muy desgastada. Estaba entornada. La empujaron y enfocaron con la linterna. Y se quedaron pasmados. Frente a ellos se abría un patio empedrado, grande y rodeado de un pasillo separado por columnas.

—¡Esto debe pertenecer a la iglesia enterrada! —dedujo Carla.

—¡Claro! Esto es un claustro al que seguramente da una de las puertas de la iglesia. Y, mira —Bruno enfocó la linterna hacia el techo, Esto no está excavado en la roca, esto estuvo hace tiempo al aire libre y después lo han enterrado.

El techo lo constituía un andamiaje de vigas de madera y piedras, rellenado con tierra, ramas de árboles y cascotes. Se veía que lo habían tapiado intencionadamente con el fin de ocultarlo.

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