Carla

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—Mi padre vive allí, pero no sé quién es.

—¿Y cómo piensas averiguarlo? Creo que allí vive bastante gente, entre familia y empleados.

—Bueno, la duda no está entre todos los de allí, sino sólo de unos cuantos. Mi padre no es ninguno de los empleados, es uno de la familia. Sé que su apellido, ese que yo no llevo, es Valdivieso.

Bruno emitió un corto silbido.

—Pues eso explica el que no te reconociera. Es una familia de muchas campanillas y además, de muchísima pasta. No podrían admitir que alguien de ellos tuviera un hijo ilegítimo y además que emparentara con una persona que no les pareciera conveniente.

Carla saltó como si la hubieran pinchado.

—¡Yo no necesito para nada ni su asqueroso dinero ni su ilustre apellido! ¡Yo lo que quiero es ponérmele enfrente y que me diga cómo se puede tener hígado suficiente para dejar a una mujer con semejante marrón y seguir tan tranquilo, montando a caballo y especulando sobre cómo va a ser la añada de uva!

—Te comprendo, pero no ganas nada cabreándote. ¿Sabes cuántos viven ahí que lleven el apellido?

—Sí, eso es lo que he estado averiguando. Son cuatro hermanos, todos de una edad suficiente como para haber conocido a mi madre hace un tiempo, y además hay también uno algo mayor que es tío de ellos, un hermano de su padre, y que también lleva el apellido.

—Entonces la cosa está difícil. ¿Cómo vas a hacer para saberlo?

—Hasta ahora lo único que he averiguado son sus nombres y quién es cada uno. Pero estoy hecha un lío.

—¿Por qué?

—Porque yo en realidad me llamo Carlota ¿sabes? Y como hay uno que se llama Carlos pienso que quizás mi madre me pusiese ese nombre por él. Aunque ella también se llama así. Pero se me hace muy raro que sea ése.

—¿Por qué? Parece bastante posible.

—¡Pues porque ese sujeto no puede ser mi padre! ¡Porque por lo que he visto es un hijo de su madre de campeonato, vamos, con primer premio además!

—Es lógico. Si fuera buena persona no la habría dejado abandonada.

—¡Ya! ¡Pero es que no me acabo de creer que mi madre pudiera tener algo que ver con él! Mi madre habrá tenido una debilidad en su momento, pero no es tonta, ni creo que entonces lo fuera. Nunca se hubiera entendido con un tipo así.

—Bueno, dicen que el amor pone una venda en los ojos. Hasta está estudiado científicamente. Cuando uno se enamora segrega no sé qué sustancia que te impide ver los defectos de la otra persona. A mí me ha pasado. ¿Era muy joven cuando te tuvo?

—Sí, era joven, pero eso no lo explica. Tampoco tengo ni idea de cómo pudieron conocerse, pero con lo que sé de su vida antes de nacer yo, no veo dónde pudo ser eso. Mi madre nunca ha trabajado en algo que tuviera que ver con esa familia que yo sepa.

A Bruno de pronto se le ocurrió algo en lo que no había pensado, a pesar de ser tan obvio.

—¿Y por qué no se lo preguntas?

—¿A ése?

—No, a tu madre.

—Porque si se entera de lo que hago me prohibirá totalmente que me acerque siquiera a ellos. Si en todos estos años no ha querido nada con esa gente, no va a dejarme ahora que vaya a montar el número.

—¿Y por qué dices que es un hijo de mala madre ese Carlos? ¿Qué es lo que has visto cuando has estado allí?

—Le he visto cómo se comporta con los criados e incluso a su mujer la trata como a un trapo. Sus broncas son monumentales, sobre todo si la mujer está trompa perdida, que suele ser siempre. Yo digo que es un hijo de su madre porque no me gusta hablar mal, aunque ahora todo el mundo diga tacos, a mí no me salen, porque no estoy acostumbrada a oírlos en mi casa. ¡Pero si oyeras las barbaridades que suelta esa gente tan distinguida! ¡Y tengo que asumir que son mi familia, que debo llevar su sangre! ¿Dónde tendría mi madre los ojos?

V

Bruno se marchó antes de que empezara a oscurecer, no sin antes recomendar a Carla que bajase las persianas y corriese el cerrojo de la puerta del chalet, y llegó a la residencia a tiempo para la cena. Como ésta se servía pronto, después de cenar, en lugar de quedarse en el salón viendo la televisión, subió a su cuarto y conectó el ordenador. Estuvo un rato pasando unos apuntes y después de imprimirlos abrió el correo para ver si tenía algún mensaje. Al hacerlo vio que su hermano Sergio estaba conectado a Skype e inició una video llamada. Después de sonar un rato el timbre, en el cuadrado de la pantalla apareció la cara de Sergio.

—¡Hola! —saludó—. ¿Cómo te va? ¿Has estudiado mucho?

—Se hace lo que se puede. Y tú ¿has vendido muchos hierros?

—Yo no los vendo, me ocupo de que se fabriquen, se almacenen y...

—Vale, vale, no me lo cuentes. Oye ¿tú por casualidad conoces a los Valdivieso, los de la finca de aquí al lado, que son dueños de las bodegas?

—Conozco a uno de ellos, creo que es el más joven, pero sólo de vista. Suele ir al club a jugar al paddle.

—¿Y cómo es?

—Un sinvergüenza, creo. Tiene fama de conocerse a todas las inmigrantes que trabajan en los bares de carretera y además de dejar dinero a deber a los camareros y de que les cuesta trabajo cobrar sus trampas. ¿Por qué?

—Tengo entendido que son familia de alguien de aquí.

—¿Una chica?

—Sí.

—Pues si es un ligue, sería un buen braguetazo. Me han dicho que son una de las fortunas más grandes de la provincia.

—Me lo imagino, pero no es un ligue. Solo sé que tiene alguna relación con ellos y me gustaría saber quiénes son.

—¿Quieres que te lo mire en el “Quién es quién”?

—¡Ah, sí! Sería una buena idea. Pero si salen ahí también lo puedo buscar en Internet. ¿Qué tal os lo montáis papá y tú de Rodríguez?

—Sobrevivimos. ¿Y tú? Ayer hablé con mamá y me dijo que no la llamas.

—La llamaré. ¿Cómo están?

—Muy bien y muy bronceadas, luciendo todos los bikinis que se han comprado para la temporada, como hacen todas las personas sensatas en las vacaciones.

—Me alegro de no ser sensato. Voy a cortar, estoy pasando apuntes. Gracias por la información.

Cuando a la mañana siguiente, después de desayunar, conectó el ordenador, vio que tenía un mensaje nuevo en su bandeja de entrada. Era de su hermano Sergio. Lo abrió y leyó:

“Las bodegas Valdivieso las fundó el abuelo de los actuales propietarios en los años cuarenta. Se llamaba Manuel Valdivieso y compró muchas tierras en toda la provincia para plantar viñas. Cuando se murió pasaron a pertenecer a sus dos hijos, José Manuel y Román. El segundo no tuvo hijos y vive actualmente en la finca con sus sobrinos. Estos son los hijos de su hermano que se murió hace unos años.

Son cuatro. El mayor se llama César y está casado con Inés Vélez del Moral, una hija del presidente del Banco Castellano; el segundo se llama Gabriel y también está casado, pero no sé con quién. El tercero, Carlos, lo está con Matilde Herrera, que no debe ser de tanto abolengo como la otra, porque en el Q. es Q. no dice nada más de ella. Pedro es el cuarto y es el que yo conozco. Ya te he dicho la fama que tiene por ahí.

Todos ellos se dedican a los negocios de la familia, ocupan distintos cargos en la empresa y forman parte del consejo de administración. Después de la muerte del abuelo, además de las bodegas, entraron en otros negocios, productos químicos, abonos, importación de maquinaria agrícola y esas cosas, y algún asunto más, creo que inmobiliarias. Todo ello se agrupa en una sociedad que se llama Valdesa y de la que la familia tiene la mayoría de las acciones.

Ninguno tiene hijos y viven en la finca junto a tu residencia, pero no todo el tiempo. Tienen pisos en Palencia y en Madrid y allí se pasan temporadas. El mayor, que es el presidente de la empresa, está casi todo el invierno en Madrid, y va allí en el verano. Los otros, cuando no está en la finca, suelen estar en Palencia.

Todo esto, aparte de consultar el Q.is Q. lo he preguntado por ahí, así que puede que algún dato no sea exacto. Lo del menor de los hermanos creo que es fidedigno, me lo han confirmado varios miembros del club.

Pues aquí lo tienes por si te sirve de algo. ¿A qué te estás dedicando a estudiar o a hacer de detective? Procura no meterte en líos y menos con gente como esa. Probablemente te pueden arruinar la vida con sólo apretar una tecla.

Que te lo pases bien con tus libros.”

Después de leer el mensaje, Bruno lo imprimió, diciendo en voz alta:

—Como eficaz, es eficaz, eso hay que reconocerlo.

Estuvo un rato estudiando y después bajó a la cocina. No había nadie, pero olía a comida. En una habitación al lado, donde estaban las lavadoras y secadoras, se oía trajinar a María canturreando. Bruno abrió un armario, sacó un envase de aluminio, lo llenó de lentejas guisadas que había en una cazuela sobre el fogón y buscó una tapadera. Después lo metió en una bolsa de plástico junto con un panecillo y una cuchara.

Con su botín y las cuartillas donde había copiado el mensaje del ordenador montó en la bicicleta y se dirigió por la carretera hacia la urbanización. Cuando entró en ella tuvo la impresión de que alguien le vigilaba. Se volvió y vio una sombra que desaparecía tras de uno de los chalets. Dio en seguida la vuelta y lo rodeó, pero allí no había nadie. Después de mirar por los alrededores se convenció de que habría sido el efecto de alguna sombra de uno de los postes eléctricos que había cerca, y siguió hacia la casa en donde estaba Carla.

Es decir, en donde no estaba. Esperó un rato y al cabo la puerta se abrió y entró ella. No se sorprendió mucho al verle.

—Hola —le dijo. Parecía pensativa—. ¿Hoy tampoco estudias?

Sin contestarle Bruno le puso delante la bolsa de la comida.

—Te he traído esto.

Ella abrió el envase.

—¡Hum! —dijo aspirando—. ¡Lentejas! Gracias.

—Y también esto —dijo Bruno, alargándole los papeles—. Hablé con mi hermano, le pregunté y esto es lo que ha averiguado.

Ella puso el recipiente de la comida sobre el poyete de la ventana para que le diera el sol y se sentó a leer las cuartillas.

—Bueno, dijo cuando acabó—. Esto es más o menos lo que yo sé.

—¿Entonces no te aclara nada todo esto?

—Sí, hay una cosa que no sabía. Ven, mira.

Salió de la casa y fue delante de Bruno hasta cerca de la entrada de la urbanización. Allí le señaló un cartel:

“Chalets adosados con tres, cuatro o cinco dormitorios. Salón y dos baños. Garaje, trastero y jardín de 100 metros. Calidades de lujo.”

Y debajo: “Promotora VALDESA.”

Cuando estuvieron de vuelta en la casa se sentaron en el suelo. Carla sacó de su bolsa un paquetito de bocaditos de maíz y lo abrió.

—Menos mal que te he traído comida —dijo Bruno—. No puede ser que te alimentes de esas cosas.

—¿Quién eres? —contestó ella—. ¿Supernany?

—Bueno, vale, no digo nada. Así que estos chalets los está construyendo esa familia. ¿Tú sabes por qué se han paralizado las obras?

—He oído decir que había un recurso contra algún permiso o algo así. Si son de esa familia no me extrañaría que tuvieran algún chanchullo. No creo que tengan muchos escrúpulos.

—¿Tanto los conoces como para decir eso? Anda, cuéntame cómo te las arreglas para espiarlos cuando están en la finca. ¿Has instalado micrófonos por las habitaciones?

—Ojalá pudiera. No, me he limitado a observar sin que me vean.

—¿Y cómo lo has hecho?

—Descubrí un escondite perfecto. Hay un sótano muy grande donde están las calderas de la calefacción, la depuradora de la piscina y no sé cuántas cosas más. Es increíble, parece la sala de máquinas de un submarino. Tiene una ventanita en el techo que da a una terraza muy grande por la que luego se baja al césped de la piscina por unos escalones. Pues poniéndose debajo de esa ventana se escucha todo lo que hablan cuando están ahí o en la piscina.

—¿Y cómo haces para colarte en ese sitio? ¿No tienen alarmas?

—Tienen una alarma en la puerta de una verja que separa el jardín de la casa de las instalaciones de las bodegas, pero en la casa no. Bueno, también hay una en la puerta de entrada de la finca, aparte de una especie de portero automático con cámara. He visto que cuando llega alguien tiene que llamar ahí para identificarse y le abren desde dentro. Pero en la casa no hay alarmas, o no están conectadas por el día, por lo menos en la parte de atrás, la de las cocinas, porque los criados entran y salen todo el tiempo y siempre están llegando furgonetas de repartidores de supermercados y de tintorerías y esas cosas. Y en el jardín de atrás ya ves que entran los de la residencia y no suena nada. Pues ese sótano que te digo tiene una trampilla que se levanta y debajo una rampa. Debe ser para echar por ahí el carbón, y aunque ya no se utiliza, está abierta. No hay más que empujar un poco la trampilla y escurrirse por ahí. Es una compuerta muy pequeña, pero yo entro.

—¿Y cómo haces para salir? ¿Trepas por la rampa?

—Sí, es fácil agarrándose a unas tuberías que hay.

—Miedo me das. ¿Te imaginas si te encuentra alguien allí dentro?

—Para entrar por la puerta hay que bajar unos escalones metálicos que suenan mucho. Si oyera entrar a alguien me escondería. Hay mil sitios.

—De todas maneras me parece absurdo que quieras enterarte de algo a base de escuchar sus conversaciones. Sería demasiada casualidad que se pusieran a comentar sus aventuras de hace quince años.

—Diecisiete, casi. Y no es tan absurdo. Hoy era bastante probable que hablaran de mí, y ya te contaré por qué.

—¿Y has estado hoy allí escuchando?

—Sí, pero no me han mencionado. Han hablado de otras cosas en cambio.

—¿Y te han aclarado algo?

—No, al contrario, me han dejado hecha un mar de dudas. Cada vez me gusta menos pensar que llevo sus genes.

—¿Tan desagradable es esa familia?

—Independientemente de lo que hagan, ellos ya de por sí, son por lo menos eso, desagradables.

—Sí, ya me dijiste cómo es ese Carlos, y por lo que parece el hermano pequeño no se queda atrás. ¿También son así los otros?

—Bueno, el Carlos y su mujer son un número. Al pequeño, que no es tan pequeño, yo creo que ya no cumple los treinta y cinco, le he visto menos, porque para poco en la casa. Si es verdad lo que dice tu hermano, estará constantemente por ahí de juergas. Pero el mayor y su mujer, la hija del banquero, me parece que son aún peor, porque encima van de respetables y de gente de buenas costumbres. Pero no hay más que oírlos hablar, o cuando aconsejan a la descarriada de su cuñada, o sonríen con cara de circunstancias cuando oyen las apocalípticas broncas de ese matrimonio, para comprender que son unos hipócritas rebosando de mala leche. El otro, el que se llama Gabriel, yo creo que es el más normal de todos, aunque es un señor muy raro, que habla lo menos posible y tiene cara de amargado.

—¿Y entre ellos también se llevan mal?

—Al tal Pedro, el más joven, le tratan como si le hubieran dejado por imposible y no me extraña, porque es un cínico con una cara de cemento. Su cuñada, la del banquero, parece como si encima le riera las gracias a pesar de ser tan respetable. La otra pasa de él. Los dos hermanos también discuten a veces, pero siempre por asuntos de negocios de los que no me entero de nada. Cuando no están las mujeres delante sueltan la lengua y se ponen a parir unos a otros. Oírles hablar es como el diccionario secreto de Cela. Se aprende muchísimo. Y todas las discusiones van sobre lo mismo: La manera de ganar más dinero. ¡Qué asco! ¡Como si no tuvieran bastante!

—¿Y por qué dices que hoy te han dejado hecha un mar de dudas?

—Porque han hablado de algo que estoy segura de que es un asunto muy feo. Y no sé qué hacer con ello. Lógicamente no puedo avisar a la policía pero tampoco puedo quedarme tan tranquila. Si los denuncio con un anónimo no harán ni caso, porque nadie va a arriesgarse a importunar a una familia como esa.

—Es decir, a tu familia, si es verdad todo lo que me has contado.

—¿Cómo que si es verdad? ¿Crees que me lo he inventado?

—No, supongo que no, pero era una manera de decir. Es que no me digas que no parecen unos personajes de culebrón. Con todo lo de las bodegas y las viñas, es como Falcon Crest.

—¿Qué es eso?

—Un culebrón americano de hace años. Yo no lo he visto, pero he oído hablar de él.

VI

Bruno miró su reloj.

—Tengo que irme, ya es casi la hora de comer en la resi. Pero esta tarde vengo y me cuentas lo que has oído. Y, por favor, no vuelvas a colarte en la casa. ¿Por dónde has entrado hoy?

Carla se volvió de espaldas para coger el envase con la comida.

—Por la cornisa —dijo. ¿Esto lo has robado de la cocina o se lo has pedido a alguien?

—No lo he robado, lo he cogido simplemente. No pasa nada, siempre hay mucha comida y sobra. Y me tienes que devolver la cuchara. Pero no me cambies el tema. O sea que has vuelto a pasearte por esa cornisa.

—Ya te lo he dicho. ¿Qué querías que hiciera?

—Llamarme a mí, por ejemplo, para que te ayudara.

—Y me hubieras dicho que ni se me ocurriera volver a entrar y todas esas cosas. Pero ahora no voy a volverme atrás. ¿Crees que yo disfruto metiéndome en líos? Si no fuera por esto estaría ahora tan ricamente en...— Se interrumpió.

—¿En dónde? — saltó Bruno.

—En otro sitio que no fuera éste. No es lo que podrían llamarse unas vacaciones divertidas.

—Bueno, tampoco las mías lo son, pero al menos son más normales. Y en la residencia estoy bien, puedo nadar en la piscina y esas cosas. Lo que pasa es que tiene un campo de baloncesto y pistas de tenis, pero a mí no me gusta mucho eso.

Carla le miró, observándole críticamente.

—No tienes pinta de deportista, sino de intelectual. Pero, fijándose bien, sí pareces estar bastante cachas. Cuando me cogiste en la terraza, me levantaste como si fuera una muñeca de plástico.

—¿Y tú qué sabes si hago deporte o no? Hay otros, además del tenis y el baloncesto. Yo juego al jockey con patines.

—¡No me digas! Entonces patinarás muy bien. ¡Qué envidia me da! Yo aprendí un poco de pequeña, muy poco, a sujetarme nada más, pero ya se me ha olvidado. ¿Quieres? —dijo, metiendo mano a las lentejas.

—No, me voy. Acuérdate de lo que te he dicho. Esta tarde vengo y me cuentas el asunto ese, y no se te ocurra colarte en la finca si no quieres que le cuente a todo el mundo que estás aquí. Aunque no lo reconozcas, estás en mis manos.

Ella levantó la cabeza sonriente y en su mirada se leía la respuesta: No eres capaz de traicionarme.

Y mientras Bruno pedaleaba por la carretera de vuelta a la residencia, murmuraba:

—¡Maldita sea! Tiene razón, no soy capaz.

Ni que decir tiene que después de comer volvió a coger la bici y se fue a la urbanización. Antes de eso sacó una bolsa de deporte de su armario, con su contenido y después bajó a la cocina aprovechando que la cocinera y los demás dormían la siesta y cogió una barra de pan pequeña, la abrió por la mitad, la untó de mantequilla y puso entre los pedazos una loncha de jamón, la envolvió en papel de plata y la puso en la cesta de la bicicleta junto con la bolsa.

Cuando llegó al chalet de Carla la encontró tumbada sobre el saco de dormir, leyendo un libro.

—¡Mira, eso no se me había ocurrido! También puedo traerte algún libro de la biblioteca —dijo Bruno, sentándose a su lado—. ¿Qué estás leyendo?

Carla le enseñó el libro. Era una de las aventuras de Harry Potter, pero estaba en inglés.

—¿Lo lees en inglés? —dijo asombrado.

—Si me traes alguno en español lo leo también —contestó ella, burlona.

—Ya me lo figuro, pero me extraña que lo leas tan bien. ¿Estudiaste en un colegio que se hablaba inglés?

—Sí, en mi colegio se hablaba inglés, pero era lógico porque estaba en Londres.

—¿Tú has vivido en Londres? Cada vez eres más misteriosa. Debías contarme algo más de tu vida. Seguro que es también un culebrón.

—Pues no, era de lo más normal hasta ahora. Para culebrón, mejor, para novela policíaca, la de los Valdivieso.

—Sí, sí, cuéntame que es lo que has oído esta mañana.

—Figúrate que hablaban de las obras de la urbanización. Uno de ellos, no sé cuál, ha preguntado a los otros si había alguna posibilidad de que se invalidara el recurso que las tenía paradas y entonces, Carlos, el tercero, ha dicho: “Eso está controlado”. Se seguirá trabajando en cuanto lo dispongamos. De momento nos conviene mantenerlo así.

—Pero estamos perdiendo dinero —dijo Gabriel, el segundo—. Y no podremos cumplir los compromisos con los compradores en la fecha prevista.

—¿Y eso qué? —saltó el mayor—. Los compradores pueden aguantar un tiempo más. Después que han dado el dinero no van a reclamar por un aplazamiento, y aunque lo hicieran, antes de que hayan podido mover el asunto en el Juzgado o en la OCU, se habrá solucionado.

—Lo que quiere decir —dijo Carlos—, que hay que sacar todo de donde está cuanto antes. No podemos arriesgarnos a tenerlo mucho tiempo, vale un montón de pasta. ¿Te imaginas que vaya alguien y lo descubra? Está bien escondido, pero es muy expuesto tenerlo ahí.

—Yo creo que está seguro, porque a ese sitio no tiene por qué ir nadie. Y además hay que pensar muy bien cómo lo trasladamos. Si es arriesgado tenerlo ahí, también lo es meter a alguien en el asunto. Tenemos que hacerlo nosotros solos, porque si llamamos a algún empleado puede irse de la lengua o comentar lo que ha visto —dijo Gabriel.

—Y como metan las narices los del Patrimonio —intervino Pedro—, estamos aviados. Hay que sacar lo que se pueda y hacerlo desaparecer para siempre.

—En cuanto eso esté hecho —dijo el mayor—, moveré mis contactos para que se resuelva el recurso y seguir las obras. Todavía hay que hacer la zona deportiva y la piscina, no podemos permitirnos que se terminen los chalés y empiecen a venir a vivir. Todo eso tiene que estar terminado antes de que aparezca por ahí algún propietario y le dé por indagar por qué no se terminan.

—O sea —terminó Carla— que eso de la urbanización debe ser una tapadera para justificar algo que tienen almacenado y que tienen que sacarlo, a lo mejor contrabando o algo así.

Bruno emitió un corto silbido.

—¡Pues sí que son como malos de culebrón! ¡A lo mejor, debajo de esa apariencia de respetables son unos capos de la droga o de tráfico de sabe Dios qué! ¡Pero entonces es muy peligroso que entres en su casa! ¡Si te descubren escuchando puedes sufrir un misterioso accidente! ¡Esa gente funciona así!

—Eso ya lo sabía yo cuando empecé. Aunque no me hubiera enterado de sus líos, sería peligrosa para esa familia. Supongo que no querrán estropear su imagen de gente bien con la aparición de la hija bastarda de uno de ellos. Seguro que intentarían librarse de mí, o bien dándome dinero o atropellándome y dejándome después tirada en una cuneta.

—¡Jolín, Carla, estoy hablando en serio! ¡No puedes arriesgarte así!

—¡Yo también! ¿Crees que no soy consciente de lo que hago? Pero ya he empezado y voy a seguir, al menos hasta que averigüe quién es mi padre.

—¿Y cuando lo sepas qué vas a hacer? ¿Plantártele delante, como dijiste? ¿Qué ganarías con eso, aparte de jugártela?

—Cuando lo sepa ya veré qué hago. Ahora, además, me intriga saber qué es lo que tienen escondido aquí.

—No irás a ponerte a buscarlo. Si lo descubres y ellos se enteran, eso sí que sería peligroso.

—Pero si lo descubro y ellos no se enteran, puedo llamar a la policía sin decir quién soy para que investiguen en la urbanización. Eso les jorobaría el negocio.

—¿Y no sería mejor dejarlo todo como está, volverte a tu casa y preguntarle tus dudas a tu madre?

—Eso está fuera de discusión. ¿Qué traes ahí? —dijo señalando la bolsa de deporte que Bruno había dejado en el suelo.

—Mira —dijo él, abriéndola—. Me dijiste que querías aprender a patinar. Tengo aquí estos —. Sacó un par de botas con ruedas en línea—. Te enseño si quieres.

—Carla las cogió y las examinó.

—¡Están nuevas! —dijo—. Y no son tuyas, son más pequeñas. ¿De dónde las has sacado?

—Bueno, las compré para regalárselas a mi novia, pero no hubo ocasión de dárselas.

Ella se le quedó mirando.

—Y te las has traído aquí. ¡Tú eres un romántico! —le espetó como si le acusara de algo—. Te las has traído porque tenías la esperanza de que ella iba a venir a verte.

—¿Y tú qué? —se defendió él—. ¡Mira quién habló! Tú que en lugar de estar en no sé dónde, pero que seguramente estarías mejor que aquí, te escondes de todo el mundo para correr una aventura que puede hasta ser peligrosa.

Carla se encogió de hombros.

—¿Quién que es, no es romántico? —recitó.

—Para haber estudiado en un colegio inglés estás muy puesta en poetas españoles. Porque eso que has dicho es de Rubén Darío.

—Mi madre me ha enseñado literatura española.

—¿En ese colegio?

—Sí, en ese colegio y no intentes sonsacarme más—. Se quitó las zapatillas—. Ayúdame a ponérmelos.

Bruno lo hizo así y después salieron a las calles de la urbanización. Él se puso otros patines que sacó de la bolsa y la llevó de la mano hasta que consiguió guardar el equilibrio sobre las ruedas. Luego la soltó y vio sorprendido que ella se sostenía perfectamente sin caerse.

—¡Dijiste que no sabías! —le dijo.

—Lo he hecho de pequeña, pero creí que se me habría olvidado. Esto debe ser como lo de montar en bici, que dicen que es para siempre.

Patinaron el resto de la tarde, dando vueltas alrededor de los chalets por las calles que estaban más lisas y libres de piedrecillas y escombros, unas veces agarrados de la mano y otras cada uno por su lado y Carla no se cayó más que un par de veces, una de ellas arrastrándolo a él hasta que fueron a aterrizar sobre un montón de yeso.

Cuando se levantaron y se vieron uno a otro con los brazos y las piernas blancas, no podían parar de reírse. Se dirigieron hacia la casa donde Carla vivía de ocupa y cuando llegaron se quitaron las botas y se sentaron en el suelo a beberse una botella entera de agua.

—Ya sabía yo que patinarías bien —dijo Bruno, pasándose la mano mojada por la cara sudorosa y dejándose en ella varios surcos blancos.

—Nunca me habías visto —contestó ella.

—Pero te he visto trepar por las paredes como si fueras una mosca. Eres muy ágil. Mira lo que te he traído también— añadió sacando el bocadillo—. Tu cena.

Carla lo abrió, miró el contenido y luego le miró a él.

—Y tú eres como mi ángel de la guarda ¿no? Gracias. De verdad. Por el bocata y por dejarme los patines y por lo bien que me lo he pasado esta tarde. Pero tengo remordimientos. Tú has venido aquí a estudiar.

—Bueno, pero no lo estoy llevando mal. Hasta ahora he ido cumpliendo lo que me había propuesto. Puedo permitirme algunos días de relax.

—¿Siempre eres tan organizado? Te haces un programa y lo cumples.

—A lo mejor en el fondo soy tan cuadriculado como mi padre y mi hermano. No lo había pensado.

—Yo, en cambio, soy muy poco disciplinada. En el colegio había una monitora de gimnasia que estaba empeñada en hacer de mí una olímpica. Decía que tenía muy buenas condiciones pero que no me motivaba lo suficiente. Y tenía toda la razón. Cuando saltaba de las paralelas y me decía: “No has caído bien. Has separado el pie derecho y has doblado la cintura”, yo me preguntaba: ¿Y qué más da? Y además carezco por completo de espíritu competitivo.

—En cambio ese entrenamiento te ha servido para trepar por las tapias para meterte en casa ajena. Prométeme que no vas a volver allí.

—No te prometo nada porque sí voy a volver. En cuanto pueda. Quiero enterarme de una vez de todo y acabar con este asunto.

—Pues ya ves que el asunto se complica por momentos. Lo mejor sería que lo dejaras todo y volvieras a tu casa.

—Eso es imposible.

—¿Por qué?

—Porque sí.

—Ah, pues es una buena razón. En todo caso no intentes hacer nada sin avisarme antes. Y si ocurre algo o ves algo raro por aquí me llamas al móvil y vengo en cinco minutos, con la Guardia Civil si hace falta. Y cierra bien todo cuando te vayas a dormir.

—Vale, y me arroparé bien y no abriré la puerta a nadie sin que me enseñe antes la patita. Sólo si la tiene blanca, abro.

—Si la tiene blanca seré yo —dijo Bruno mirándose las piernas cubiertas de yeso—. Pero no te fíes. También el lobo puede ponérselas así para engañarte.

VII

Al día siguiente, Bruno, después de darse un chapuzón en la piscina y desayunar se subió a la biblioteca para estudiar un poco. Pero el pensamiento se le iba una y otra vez hacia la aventura de Carla. ¿Cómo era posible que estuviera allí sola y nadie se preocupara? Imaginó que tendría a su madre tranquila llamándola de vez en cuando por teléfono y que ésta estaría confiada creyendo a su hija en algún sitio seguro. Carla había dicho que si llamaba al número que en su agenda ponía: “Casa”, no iba a contestar nadie. Eso quería decir que tampoco su madre estaba allí. También había dicho que su madre le había enseñado en el colegio de Londres, así que si era profesora, estaría de vacaciones y no trabajando. O. a lo mejor, las estaba aprovechando para hacer algún curso de verano o algún viaje y había dejado a Carla ¿en dónde? ¿En un campamento? Pero de ser así allí la hubieran echado de menos y se habrían puesto en contacto con la madre. Todo era muy misterioso, porque además ¿cómo había conseguido Carla enterarse de que su padre conocía de su existencia y que además era uno de los Valdivieso?

Mientras pensaba en todo ello, le sonó el móvil.

—Hola —dijo la voz de Carla—. Baja. Estoy en la torre.

Bruno recogió sus libros y sus apuntes, los dejó en la habitación y salió al patio de entrada de la residencia. En uno de los lados había una antigua iglesia y adosada a ella una torre medio ruinosa, con varios pisos y rematada por una espadaña. La puerta estaba entornada. Nunca había entrado allí porque a los chicos de la residencia se les había advertido sobre el peligro de algún desprendimiento de cascotes o cornisas.

Entró en un recinto bastante oscuro, con el suelo lleno de tierra. De un rincón partía una escalera muy estrecha y sin barandillas y a un lado había unos cuantos andamios. Todo, el suelo, la escalera y los andamios, tenían una capa blanquecina y parda de excrementos de palomas.

De detrás de la escalera surgió Carla y le cogió del brazo, poniéndole un dedo en la boca.

—Ven —le dijo, empezando a subir los peldaños.

—¿A dónde? —preguntó él.

—Vamos a entrar en la finca. Me dijiste que no volviera a hacerlo sin contar contigo, así que, si quieres, me acompañas. Si no, espérame detrás de la tapia.

—¿Quieres que entre contigo? ¿Por dónde?

—Por la cornisa. Es lo más fácil.

Aunque desde luego no estaba de acuerdo en eso, Bruno la siguió escaleras arriba, tocando la pared para no caerse, porque ese tramo estaba totalmente a oscuras. Llegaron al piso siguiente, algo más iluminado por la luz que entraba por dos ventanas muy estrechas y siguieron subiendo. El otro piso tenía una ventana más grande y debajo de ella por la parte de afuera había como una repisa, de apenas un metro de ancha, con un pequeño zócalo en el borde, que corría a lo largo del muro.

Carla se asomó a la ventana y señaló hacia arriba.

—¿Ves? —dijo—. La otra cornisa es más estrecha. El otro día subí por equivocación un piso de más. Salté por la ventana creyendo que era ésta, y cuando me di cuenta ya estaba a la mitad del camino y me dio miedo darme la vuelta. Por eso seguí hasta la barandilla de tu terraza. Pero por aquí es muy fácil—. Pasó al otro lado de la ventana y le hizo seña a Bruno de que la siguiera.

Cuando él se vio en aquel estrecho pasillo a dos pisos desde el suelo, sintió que le flojeaban las piernas. Intentó no mirar hacia abajo y seguir a la chica, que ya avanzaba pegada al muro y poniendo un pie delante del otro.

Después de rodear dos lados de la torre la cornisa seguía pegada a la pared de la residencia. Carla iba primero, avanzando con bastante seguridad. Al pasar por delante de una ventana que correspondía a una de las habitaciones ocupadas por los estudiantes, se agachó, se puso a cuatro patas y con la agilidad que le daba el haberlo hecho más veces, cruzó ese tramo y se volvió a levantar para seguir andando. Bruno la imitó, muerto de miedo, y volvió a hacerlo cuando la vio a ella repetir la maniobra frente a otra ventana. Al fin la chica llegó al final de la cornisa donde empezaba el muro de la finca, y saltó sobre el tejadillo que tenía éste en el borde superior. Allí se sentó, son los pies sobre el techo de uralita ondulada que había al otro lado y esperó a que Bruno la alcanzase.

Cuando éste llegó, sudoroso y todavía temblándole las rodillas, le indicó que se sentara junto a ella y le dijo, mostrándole el patio que tenía a sus pies:

—Mira, aquella es la entrada al lavadero y esa trampilla la que da al sótano de las calderas. Pero hoy no hace falta que nos escondamos allí.

—¿Por qué? —preguntó Bruno.

—Porque no hay nadie. Los he visto salir a todos en los coches.

—¿A quién has visto? ¿A los de la familia?

—Se han ido primero el matrimonio, luego el tío y el hermano segundo y después el joven, cada uno en su coche.

—Pero quedarán los criados. Deben tener varios.

—Aquí viven una especie de mayordomo, una cocinera y una chica joven. Los demás que hacen la limpieza vienen por la mañana y se van a mediodía. Pero hoy, aprovechando que no estaban los dueños, se han debido tomar vacaciones, porque a eso de las once se han marchado la chica, las que limpian y el mayordomo. No queda más que la cocinera, pero está en su cuarto, viendo la novela de la tele.

—¿Cómo sabes todo eso? ¿Los has estado espiando?

—¡Claro! He estado desde por la mañana vigilando la entrada de la carretera y los he visto como iban marchándose.

—¿Y lo de la cocinera? ¿También la has visto sentada delante de la tele con tu visión de rayos equis?

—No, para eso no he necesitado utilizar mis superpoderes, listo. Pero sé que a esta hora se ve un culebrón, porque se lo he oído decir otros días. Así que el camino está libre.

—¿Libre para qué? ¿Piensas colarte en la casa y registrarla?

—Eso mismo.

—¿Estás loca? ¿Sabes que eso que dices está en el Código Penal? Se llama allanamiento o algo así. Te pueden hacer detener por hacerlo.

—Sí, claro, pero para eso tienen que pillarme dentro y ya procuraré que eso no pase. Además de que yo no voy a registrar armarios ni a llevarme nada. Sólo a mirar.

—¿Y qué crees que vas a encontrar? ¿Una foto de tu madre en un marco, en un mueble del salón, con una dedicatoria a uno de ellos además? Y si no están, ni siquiera vas a poder escuchar conversaciones.

—Bueno, eso es cuenta mía.

—¿Ah, sí? Pues entonces no sé para qué me has hecho venir, jugándome la vida por la cornisa. Y como todo es cuenta tuya, conmigo no cuentes para meterme en casa ajena. Porque además, si nos pillan ahí dentro, a ti te llevan a un correccional, pero a mí directamente a la cárcel.

—Bien, no entres si no quieres. Bajamos al jardín y tú saltas a la residencia por la verja del patio.

—¿Y tú?

—Yo voy a entrar en la casa, ya te lo he dicho.

—No te dejaré hacer esa barbaridad.

—¿Y cómo vas a impedírmelo? ¿Noqueándome de un puñetazo?

—Además que no será tan fácil. Estarán las puertas cerradas.

—La de la cocina no. Nunca la cierran. Y la del lavadero tampoco, porque he visto a las chicas que salen y entran por ahí a tender y a descolgar la ropa.

—Bueno, pero eso será cuando están aquí, pero ahora que no hay nadie habrán cerrado.

—Pues yo voy a intentarlo —dijo Carla—. Y escurriéndose por el tejadillo, bajó de allí al suelo, poniendo los pies en el marco de una ventanita que había en la pared del cobertizo.

Bruno, sin pensarlo, la siguió. Cuando estuvieron los dos en el jardín de la finca, Carla se adelantó, pegada a la pared y al llegar a la puerta del lavadero la empujó despacio. Estaba abierta. Se volvió hacia él:

—Vete si quieres. Por detrás del cobertizo hay un aparcamiento para los coches de los repartidores y después está la parte del jardín que da a la verja de la residencia.

—¿Y tú? Suponiendo que no te vea nadie ¿cómo vas a salir?

—Como siempre, por la pared de atrás. ¡Vete ya!

—No me voy. Si tú entras, yo también.

—¿Para qué?

—Para arrastrarte fuera en cuanto vea el más mínimo peligro, aunque sea agarrándote de los pelos. Y para no dejarte hacer tonterías.

—¿Qué crees, que me voy a esconder debajo de una cama y esperar a que vuelvan, a ver si cuentan algo?

—No me extrañaría, por eso voy contigo.

—Pues venga —dijo ella, abriendo la puerta. Entraron en una habitación que tenía dos lavadoras, una secadora y una repisa donde había frascos de detergentes, suavizantes, rollos de papel higiénico, cubos, barreños y artículos de limpieza. De allí se pasaba a un pasillo con una pared de vidrios rayados y gruesos, y se llegaba a la cocina.

No era una cocina como las que Bruno conocía en su casa y en las de sus amigos. Era una vasta estancia, más parecida a la de un hotel, más grande incluso que la de su residencia, con un fogón central, una enorme campana extractora sobre él y numerosos armarios y estanterías con cacharros. Carla parecía que estaba en su propia casa, a juzgar por lo bien que conocía el camino. Pasaron sin detenerse por la cocina y salieron a otro pasillo. Allí había una puerta abierta por la que se veía una habitación con una mesa en el centro y varias sillas.

—Este es el comedor de los criados —dijo Carla, asomándose a ella—. Es una casa como de película. Mira:

Y le indicó un panel en la pared con varias lámparas.

—Esto —le explicó—, es para llamarlos. Cada fila de luces indica el cuarto de uno de la familia. Según qué bombilla se enciende tiene que acudir el que sea. Cada uno tiene la suya. Y cuando se enciende la roja quiere decir que no suba nadie y que no los molesten.

—¿Cómo sabes todo eso?

—He visto cómo funcionaba mientras estaba espiando.

—¿También te has metido aquí? Yo creía que sólo en el cuarto de las calderas.

—Para escuchar a los criados me he metido en la despensa—. Y le enseñó otra puerta en el pasillo. La abrió y Bruno vio una habitación con estanterías llenas de paquetes de comida y latas, cajones con botellas en el suelo y cestas con patatas y verduras. A un lado había una cámara frigorífica y un armario con puertas de cristal en donde se veían jamones y embutidos colgando del techo.

—¿Has visto? —dijo Carla—.Es como un restaurante. Eso de ahí es una cámara climatizada para los embutidos, los quesos y los vinos. Pues la tienen cerrada con llave, y cuando los criados tienen que sacarlos para servirlos en platos, tienen que pedirla a la mujer del mayor, que es la que gobierna todo. Entra con la cocinera en la despensa y en la bodega a elegir vinos y después vuelve a cerrar. Cuando vienen visitas preparan unos platos llenos de todo y si no se lo comen, lo dejan ahí, secándose, con la cantidad de gente que no come de eso nunca.

—Se lo comerán los criados.

—Pues harán muy bien, porque a ellos no les dan nunca esas cosas y además he visto que hacen una comida distinta para los criados y otra para la familia. ¡Yo no sé para qué quieren tanto dinero!

—A lo mejor lo han reunido así, a base de no gastarlo nada más que en ellos y explotar a los demás.

—Pues por eso digo que no me explico que mi madre haya tenido que ver con ninguno. Ella es todo lo contrario, siempre piensa en los demás y lo último en sí misma.

—¿Y dónde está el cuarto donde la cocinera ve la tele? ¿Lejos de aquí?

—No, al otro lado del comedor. Escucha.

A través de una puerta se oía el sonido de un televisor puesto a bastante volumen. Carla dijo:

—Siempre la pone muy fuerte, debe ser un poco sorda. Mejor para nosotros, pero de todas maneras ten cuidado de no tropezar con nada ni hacer ruido.

Salieron a un vestíbulo que debía ser la entrada principal de la casa. De allí partía una escalera que conducía a los pisos de arriba. En la primera planta había otro vestíbulo del que salía un pasillo y enfrente de éste tres puertas grandes de doble hoja— La del centro estaba abierta y Carla entró tranquilamente por ella. Bruno la siguió y se encontraron en un salón enorme, con varios sofás, mesitas, estanterías, bargueños y un sinfín de cuadros, adornos y cachivaches. Sobre una chimenea, un retrato pintado al óleo de una señora con traje de noche, el pelo recogido en un moño y luciendo una estudiada pose, presidía la estancia.

—¿Qué te parece? —preguntó Carla, mirando todo.

—Que no se puede ser más hortera —contestó Bruno—. ¡Fíjate en esto! —señaló un colmillo de elefante casi tan alto como él, insertado en una peana de mármol.

—Pues los bichos esos también son de pesadilla. ¡Mira! —dijo Carla, refiriéndose a varias cabezas de ciervos con sus cornamentas colgadas en la pared—. Y esto es una pata de elefante. Muy ecológicos no son.

—¿Quién será la del cuadro? Se ve que la han querido sacar favorecida, pero aun así, tiene cara de mala leche.

—Debe ser la madre de todos ellos, porque aquí sale en una foto con un señor que seguramente es el padre. Tiene pinta de paleto, a pesar de todas esas condecoraciones. ¡Qué bárbaro! Y el caso es que va vestido de traje normal, ni siquiera es que estuviera de gala. Seguramente no se las quitaba ni para ducharse.

—Bueno ¿y qué es lo que quieres buscar aquí? Ya ves que no hay nada más que cachivaches. Y como hagamos un movimiento en falso y nos carguemos uno, aparte de meternos en la cárcel por entrar, nos harían pagarlo y probablemente sea más caro que toda mi carrera en la universidad.

Carla, en lugar de contestarle, le puso la mano en la boca.

—¡Calla! Creo que viene alguien.

—¿Pero no decías que no había nadie?

Pero Carla miraba frenéticamente a su alrededor. Se oyeron unos pasos como de unos pies que se arrastraran por el pasillo. La única salida era la que eligieron los dos sin ponerse de acuerdo. Una puerta en la pared opuesta. La abrieron procurando no hacer ruido, pero esto era fácil, porque tenía dos hojas correderas que se deslizaban suavemente. Se metieron por ella y volvieron a cerrar. Estaban en un comedor muy grande, con un ventanal al fondo, una mesa enorme rodeada de galiborleadas sillas y varios aparadores y vitrinas llenos de vajillas y cristalerías. Aparte de la puerta por la que habían entrado había otra, que seguramente daba al pasillo, pero si salían por ella se encontrarían con la persona que llegaba. Entonces Carla se dirigió a la puerta corredera y murmuró al oído de Bruno:

—Voy a mirar y en cuanto esté en el salón nos vamos nosotros por ahí.

Separó un centímetro las dos hojas y aplicó un ojo a la abertura. Exclamó en un susurro:

—¡Maldición! No me acordaba de ésta.

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