Capital
1. Saludo
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1. Saludo
Bienvenidos.
Todo ya se encontraba antes del Yo. ¿Quién es el Yo? Yo soy yo… Pero, ¿quiénes
sois vosotros? Vosotros ya estabais aquí antes de que yo llegase, sin embargo,
yo he de decir: “
bienvenidos”. ¿Por qué será? ¿Por qué tengo que daros
yo la bienvenida?
Tal vez os
sintáis realmente como forasteros dentro de esta historia.
Nos encontramos
en Madrid, capital de España. Es una ciudad multicultural donde el ir y venir
de gente en las zonas más céntricas es el pan nuestro de cada día. Hombres y
mujeres, chicos y chicas, ancianos, ancianas, negros, blancos, extranjeros,
cojos, mancos, ciegos, calvos… Si nos quedamos quietos en la Puerta del Sol,
podemos ver una metamorfosis en el tipo de gente que camina en los diferentes
momentos del día. Madrid no es como un pueblo, es una ciudad que nunca duerme.
No entiende de descanso, no entiende qué es tomarse un respiro. Siempre hay un
coche que suena en Madrid, siempre hay alguien perdido en Madrid. Siempre hay
una casa iluminada, siempre hay un alma en Madrid.
Miremos
a donde miremos, siempre encontraremos algo que observar. Las verjas del Parque
del Retiro, la arquitectura de la Plaza de Toros de Ventas, el cristal de
seguridad del Viaducto, las fachadas de Gran Vía, el Palacio Real, las
escaleras mecánicas de cualquier estación de Metro, los puestos de churros y
ese olor tan característico, los coloridos barrios de Chueca y La Latina, el a
veces escaso río Manzanares, la inmensa Casa de Campo, la calle Montera, los
arcos de la Plaza Mayor, el gran jardín interior de la Estación de Atocha, la
ampliación del Museo de Arte Reina Sofía, la inmensidad de personas que salen y
entran de cualquier centro comercial. Observando esta ciudad, observando sus
habitantes, nos hundimos en el asfalto…
Nos
encontramos en el metro. Un vagón. Muchísima gente dentro. Están muy apretados.
La gente se mira, se observa. Intenta leer algún libro o diario. Otros miran al
techo, otros al suelo. Otros cierran los ojos. Algunos, sin embargo, no pueden
evitar mirar a otras personas, ya sea a los ojos o a alguna otra parte del
cuerpo. Es la atracción.
Muchísima
gente en el interior del vagón. Decenas de vagones deambulando libremente por
los túneles de metro. Túneles de metro bajo la capital. Madrid es una
madriguera de topos.
Seguimos
en el vagón de metro. Acaba de arrancar, abandona la estación para dirigirse a
la siguiente. La gente se mira, se remira, cierra los ojos, lee ―o finge
leer―. Entonces el vehículo se detiene. Esto en principio es algo normal,
¿verdad? Se podría decir que sí, porque a ningún pasajero le ha resultado
extraño que el metro se detuviese. Es algo perfectamente normal en la vida. Te
diriges a tu casa tras un largo y duro día de trabajo, de compras o de lo que
sea, y existe un cierto porcentaje de probabilidad de que el metro se detenga
un ratito en mitad de un túnel (también tiene derecho a descansar).
Silencio
en el metro.
Ya
han transcurrido casi cuatro minutos. Seguimos en el interior del vagón de
metro. La gente empieza a impacientarse. Esta parada ya va siendo bastante
larga. La gente se mira entre si, mira al techo, al mapa de metro, incluso miran
por las ventanas esperando encontrar una solución en la oscuridad del túnel. No
sabemos si hay algún otro vagón de metro detenido en mitad del túnel, pero nos
da igual. No necesitamos otro vagón de metro, con éste nos sirve.
¿Qué
tendrá este vagón de metro que le hace tan especial? ¿Será su estado inmóvil?
¿O será la cantidad de gente que puede albergar en su interior? No sabemos
bien qué será lo que le hace tan especial.
Se
comienzan a oír comentarios de preocupación, divagaciones sobre las posibles
razones de una parada que ya llega a durar cinco minutos. “Serán problemas en
la red…”, “Seguro que es alguna huelga de trabajadores…”, “Ya verás cómo alguien
se ha tirado a las vías…”.
Humor
negro, risas, respiración, preocupaciones… Todo son problemas, todos imaginan
cosas creyendo saber la verdad. Todos son investigadores, detectives, jueces...
Se siguen mirando, y siguen mirando a su alrededor.
En
ese momento las luces se apagan. Algunos pasajeros se asustan, respiran con
fuerza, sujetan sus pertenencias. La oscuridad dura apenas unos segundos, pero
para los pasajeros ha sido una eternidad. Sólo se han encendido la mitad de las
luces del vagón. Los viajeros parecen consolados, pero también están enfadados
con el metro, con el conductor, con el mundo o con cualquiera que tenga que ver
con las vías del metro. Aun así, el metro sigue quieto, estático, en mitad del
túnel oscuro. Silencio. Susurros.
Hay
gente hablando. Pero incluso con su voz, sigue habiendo silencio. Miradas,
respiraciones, silencio. Suena el motor del tren, el cuál comienza a avanzar.
Llega un alivio general al metro, pero viene acompañado de un mal estar
general. ¿Sabéis por qué? Existe gente a la que se le ha hecho demasiado tarde.
Se ha hecho demasiado tarde para andar, para correr, para hablar, para
respirar, para pensar. Se ha hecho ya muy tarde para llegar pronto. La vida se
acelera, hay que recuperar el tiempo perdido, los pulmones respiran más fuerte,
la sangre se acelera, el sudor humedece la piel. Algunos incluso se acercan a
la puerta para poder ser los primeros en salir (hay personas que disfrutan
siendo los primeros en todo). Esta gente ha perdido cinco minutos de su vida.
¿Qué habrían hecho en esos cinco minutos de no haber estado quieto el vagón de
metro? Quién sabe. Seguramente cosas importantísimas. Cada persona es un mundo
―o algo así suele decirse.
Entre
tanta gente nos fijamos en un chico. Está sentado, es joven, tiene unos 25
años. Trabaja en una librería del centro de Madrid, y dada la hora que es,
deducimos que se dirige a su hogar dulce hogar. ¿Qué preocupaciones tendrá este
chico? Si miramos dentro de su mente, vemos que tiene un poco de agobio debido
al alquiler de su piso, ya que su sueldo es un poco ajustado para lo que él ha
escogido vivir. Por lo que vemos es bastante informal a la hora de vestir.
Lleva unos pantalones vaqueros, camisa blanca con una camiseta azul debajo. Se
abriga con una cazadora de pana y usa bufanda negra. Se podría decir que el
chico se cuida bastante bien el rostro, ya que lleva un buen afeitado (una
perilla que une delicadamente la barbilla con las patillas) y se le ve un
aspecto sano. Tiene pelo corto y usa gomina para dejarlo de punta. En su mano
derecha lleva una pulsera plateada bastante desgastada. ¿Os parece interesante
este chico?
Os
parezca o no interesante, he de seguir describiendo. Si dejamos de fijarnos en
este chico y atendemos de nuevo al resto de personas... ¿quién ha aprovechado
el tiempo en el túnel de metro? Muchos viajeros han pensado en el pasado o en
el futuro. Han pensado en su trabajo, en la ciudad, en el frío, en la lluvia,
en la cena. Muchos de los viajeros tienen hambre, y seguramente ya estén
pensando qué cenar cuando lleguen a sus respectivos domicilios.
―¿He
aprovechado hoy mi tiempo? ―una chica ha hablado.
Viste
pantalones anchos pero abrigados, deportivas oscuras y un jersey gordo de
punto. Usa bufanda y gorro. Mira al suelo y mira al techo. Sonríe sin parar.
Mira al suelo y mira al
techo, pero nunca mira al frente… ¿Quién está frente a la chica sonriente? Pues
nada más y nada menos que el chico librero. Él la mira, y diferentes personas
del vagón También lo hacen. A pesar de eso, los pensamientos crean silencios.
Pero para el chico librero se termina el silencio, ha llegado su parada.
Se
abre la puerta. Llega la marea. Todos caminan o corren sin parar a través de
pasadizos de las estaciones de metro. El chico librero es uno de ellos. Hay que
llegar a la superficie.