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Cuarta parte. Noviembre de 2008 » 104

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Nadie respondió por el portero automático del estudio-almacén de Smitty, de modo que Mill pulsó otros botones, se identificó como policía y los dejaron entrar. Mill y el inspector ayudante subieron pesadamente los peldaños metálicos hasta el piso de Smitty. Accedieron a un taller inmenso de techo altísimo, con una pizarra que ocupaba toda una pared y una gigantesca mesa de madera. Sentado delante de un ordenador personal había un joven.

—No está aquí y de todos modos no habla con periodistas —dijo el joven, sin dejar de prestar atención a la pantalla.

Mill le alargó su documentación.

—Ah. Perfecto. Dijo que a lo mejor venía la policía. Está en el despacho. El otro despacho. The Bell. Da a Hoxton Square, ¿saben?

Los dos policías bajaron y se fueron. El pub estaba cerca de allí, a cinco minutos andando por una mezcla de calles aburguesadas y calles todavía sórdidas. Mill empujó la pesada puerta y entró en el bar. No había más que tres o cuatro personas acodadas en la barra; sentado a una mesa en línea recta con la entrada estaba el hombre que según la foto del periódico se llamaba Smitty. Se encontraba a la izquierda de la diana de los dardos, debajo de un antiguo y enorme espejo de Watneys. En la mesa había un móvil, una jarra de cerveza y una bolsa de patatas fritas. Los dos policías se acercaron y se detuvieron ante él. Smitty levantó los ojos.

—Hola. Parecen de la pasma —dijo.

Mill le enseñó la documentación. Smitty señaló las sillas que tenía delante.

—¿Ven Los Simpson? Bart. Me encanta Bart. ¿Conocen un dicho de Bart? «Yo no fui. Nadie me vio. No pueden probar nada.»

—No estamos aquí por nada relacionado con el artículo del Standard —dijo Mill—. No me interesa lo que haya hecho en el ejercicio de su…, bueno, de sus cosas. En el ejercicio de su legítimo trabajo artístico. La verdad es que incluso tengo su libro. —No era del todo exacto, porque era Janie quien tenía un ejemplar de Smitty, el lujoso libro a todo color que había escrito Smitty sobre sí mismo. Pero pensó que decirlo le gustaría al artista, que pareció ciertamente un poco complacido—. No se trata de un interrogatorio formal. Sólo quería hacerle un par de preguntas. ¿Otra jarra? —Señaló la bebida de Smitty.

Smitty lo meditó.

—IPA —dijo.

—Una jarra de IPA, una Kaliber en botella y lo que quieras tomar tú —dijo al inspector ayudante, que se dirigió a la barra.

Smitty estiró los brazos y miró a su alrededor.

—Me gusta este sitio. ¿Sabe por qué? Es lo que yo llamo PM. Pura Mierda. No lo han limpiado ni remodelado, como casi todo en Londres. Me encanta este espejo. ¿Cuándo salió Watneys al mercado? No sé, ¿hace veinte años? Todavía tiene aquí el espejo. Mesas de formica. Posavasos de marca. En todos los demás sitios del barrio no hay más que caipiriñas y Perrier-Jouët. Fíjese en los clientes de la barra. ¿Los ve moverse o hablar? Exacto. Jamás los verá. ¿Le apetece comer? Tienen patatas fritas, chicharrones, y si quiere algo realmente sorprendente, huevos duros en salmuera. Eso es Pura Mierda. Dentro de unos años no quedará ningún sitio como éste en todo Londres. Todo serán martinis secos con lichis, cortados descafeinados con vainilla y servicio de Wi-Fi gratis.

El inspector ayudante volvió de la barra y dejó las bebidas en la mesa. Mill tomó un sorbo de su cerveza sin alcohol.

—O sea que se trata de Pepys Road —dijo Smitty—. Donde vivía mi abuela.

—Exacto. Y donde ha habido una larga campaña de acosos, postales, pintadas, vídeos, un blog, y últimamente vandalismo y casos de crueldad con animales.

Como había hecho con Shahid Kamal, lo dijo mirando fijamente a Smitty. El artista no reaccionó como reaccionaría una persona culpable o preocupada. Mill abrió la cartera de mano y sacó una carpeta con fotocopias de los Grandes Éxitos de la investigación, básicamente las postales y fotos fijas del deuvedé, pero también fotos de las pintadas y las desfiguraciones, más una serie de instantáneas de los pájaros muertos y los coches rayados. Smitty miró todo el material.

—Recuerdo todo esto, cuando empezó, hace cosa, no sé, de un año quizá. Antes de que mi abuela cayese enferma. Fui a verla y vi que tenía varias postales con fotos de la casa. Y luego recibió un deuvedé que no podía ver porque no tenía reproductor. Yo se lo di todo a mi madre y no supe más del asunto. Supuse que se había acabado. Mi madre arregló la casa y la vendió. Queremos Lo Que Usted Tiene. Buena frase, recuerdo que lo pensé. Es curioso que continuara.

—Nos preguntábamos si tendría algo que ver con usted. Está en su línea de trabajo.

Smitty dio un bufido.

—Y un huevo. ¿Crueldad con los animales? Fui vegetariano durante cinco años y apenas puedo comer hoy nada que tenga rasgos faciales. Y le aseguro que pongo muchísimo cuidado en no infringir la ley. Tengo mucho que perder, señores. Entiendo que esto pase por arte y que hayan hecho la conexión, pero créanme, dos y dos aquí son once.

Siguió mirando las fotos. Smitty recordó los tiempos en que había visitado a su abuela, la última vez que la había visto con buena salud, si es que gozaba de buena salud, porque retrospectivamente le parecía que estaba un poco floja, un poco paliducha. Si lo hubiera sabido, entonces… entonces ¿qué? No habría ocurrido necesariamente nada distinto. Pero a pesar de todo habría preferido saber a no saber, y volver al estudio, volver al trabajo, como cualquier otro día, volver a sentarse a la mesa, a estar en su ambiente cotidiano, con aquel ayudante espantosamente insoportable al que había despedido no hacía mucho.

—De todos modos, cuando volvió a empezar, no me enteré al principio. Mi abuela había muerto y en la casa no había nadie, sólo los albañiles. Pero por entonces mi madre fue a una reunión de vecinos y averiguó que la cosa había proseguido y empeorado. Luego vi algo en la prensa local. Me pregunté quién estaría detrás de aquello y se me ocurrió algo, me vino una idea a la cabeza. Estoy casi seguro de saber quién es. No sé cómo ni por qué empezó, pero yo tenía en el estudio una carpeta con material sobre las postales, el blog y el deuvedé, y estoy totalmente convencido de que lo vio allí. Me refiero a mi anterior ayudante, al que despedí muy poco antes de que todo esto empezara a ponerse desagradable. Un asqueroso granuja que quiere vengarse de mí. Que quiere usurparme. Que quiere ser artista. Y todo sin darse cuenta de que yo ni siquiera sabía lo que pasaba. Capullo de mierda. Pero no puedo revelárselo, porque para decir quién es tendría que decir quién soy yo, y yo soy lo más grande que hay en mi vida; que la gente no me conozca es lo que da a mi obra su miga y su finalidad. Pero eso se ha ido ya a pique gracias a nuestros maravillosos medios informativos. Y eso es lo peor que me ha ocurrido en los últimos lustros, gracias por preguntar. Pero eso no significa que pueda decirle a usted lo que sé. —Smitty infló los carrillos y suspiró—. En cualquier caso, aquí tiene su nombre. —Y deslizó por la mesa un papel con el nombre y la dirección de su ex ayudante.

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