Candy

Candy


Veinte

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VEINTE

No sabría decir con exactitud qué sucedió en la hora siguiente. Sé que salí de la habitación y cerré la puerta en silencio, y sé que vagué un rato por la cabaña… sintiéndome bien, sintiéndome maravillosamente, pensando que todo estaría bien. Sin embargo, no estoy seguro de cómo terminé en la ventana de la estancia principal, contemplando el bosque iluminado por la luna, pensando en Candy, en mí… pensándome hasta el infinito. Candy… dormida… Candy… yo… el roce de Candy… Candy… yo… el beso de Candy… Candy… yo…

El roce seguía ahí.

El roce de sus labios.

Aún podía sentirlos, impresos en la memoria de mi piel: el escalofrío, el aliento de cristal… y aún tenía deseos de lamerme los labios, de saborear aquel copo de nieve en mi lengua, pero temía que el calor de mi aliento lo derritiera…

Y aquello no era lo único a lo que temía.

En el fondo, le temía a todo. Mis pensamientos, mis dudas, mis deseos, mis mentiras, mi honestidad… yo mismo. Y mientras miraba fijamente a través de la ventana, mi reflejo me miró de vuelta, palideciendo en la oscuridad del vidrio, convirtiendo el espíritu de mi cara en otro… en otra cara… en otro chico…

En otro yo.

Y no me gustó cómo se veía. No me gustó lo que él quería; pero no podía dejar de verlo… No podía dejar de ser él.

No tenía lógica.

No sabía lo que era. Era yo… pero no era yo. Sus sentimientos eran malos, y los míos eran correctos. Luego los míos eran erróneos y los suyos correctos… Era una locura. Eran demasiadas cosas por saber: luz, oscuridad, llanto, risa, dolor, necesidad, odio, amor…

«¿Por qué tiene que ser siempre así?», pensé.

«¿Por qué tiene que doler tanto?».

Entonces sonó mi teléfono.

Estaba a punto de descubrir el verdadero significado del dolor.

Quise pensar que era Gina quien llamaba, pero incluso cuando sacaba el teléfono de mi bolsillo, de alguna manera supe que no era ella. Había algo en el timbre… algo vacío y gélido…

Revisé la pantalla.

«17:27 —decía—, NÚMERO DESCONOCIDO».

El teléfono seguía sonando.

Revisé la señal.

La señal estaba bien.

El teléfono seguía sonando, vacío y gélido, exigiendo una respuesta.

«Sólo déjalo —me dije—. Probablemente es sólo una llamada basura o un número equivocado o algo así. Ignóralo. Déjalo sonar. Apágalo…».

Pero sabía que no podía hacerlo.

Sentí la mano pesada cuando abrí el teléfono: una mano pesada y lenta y poco familiar. Era como si estuviera bajo el agua. Estabilizado el brazo, llevé el teléfono a mi oído.

—¿Hola?

La línea permaneció un momento en silencio, no muerta, sólo hueca y silenciosa. Podía notar que había alguien ahí… escuché su respiración. Y lo supe en un instante; supe lo que había sabido todo el tiempo. Supe quién era. Ya antes había escuchado aquel silencio: en la contestadora de mi casa, en la habitación de Candy…

Era un silencio de otro mundo.

Iggy.

—¿Aún sonríes, chico? —dijo.

Me contemplé en la ventana: un rostro encogiéndose en un vacío de oscuridad. Abrí la boca, pero no salió nada.

—¿Estás ahí? —dijo Iggy.

—Sí —murmuré—. Aquí estoy.

—Bien —dijo—. ¿Qué haces?

—¿Perdón?

—No me vengas con esa mierda de perdón. Pregunté qué haces.

—Yo no estoy… no estoy… no estoy haciendo nada…

—¿No?

—Yo no…

—¿Tienes a la perra?

—¿Qué?

—¿Estás sordo?

—No… yo sólo… Quiero decir, no sé lo que quieres…

Rio.

—¿No sabes lo que quiero? Mierda… me tiraste al suelo, hombre. Me tiraste al suelo y me humillaste. Me robaste. ¿Qué crees que es lo que quiero?

No respondí.

—Vamos, Joey —se burló—, piénsalo. Adivina.

Guardé silencio.

Respiré su silencio.

Intenté calmarme el corazón.

—Ah, mierda —me dijo al fin—. No tengo tiempo para esto. Escucha, ¿estás escuchando?

—Sí.

—Está bien, lo diré de nuevo. ¿Tienes a la perra?

—¿Quieres decir a Candy?

—Sí, quiero decir a Candy… ¿la tienes o no?

—Sé dónde está.

—Más te vale, por tu bien.

—No te voy a…

—No vas a nada… Lo único que harás es darme a la perra y largarte. Eso es todo. Sin mierda, sin preguntas. Nada qué pagar.

—¿Qué quieres decir?

—¿Qué crees que quiero decir? Tomaste lo que es mío… lo quiero de vuelta. Lo tendré de vuelta.

—No creo que ella quiera…

—No creas… sólo escucha. Te estoy hablando a ti. No a ella. Ella no es nadie. ¿Me oyes? Te estoy hablando a ti. Me das a la perra y te vas.

—¿Y si digo que no? —me escuché decir.

—No vas a decir que no.

—Y esto, ¿por qué?

—¿Por qué? —rio—. ¿Quieres saber por qué? Ésta es la razón… —la línea se quedó un momento en silencio; podía escuchar voces apagadas en el fondo, luego una especie de movimiento, un sonido apagado, como de algo que era arrastrado por el piso… una voz sollozante alcanzó el teléfono, y se me heló el corazón:

—Joe… Joe… ¿Eres tú?

Gina —respiré.

Su voz lloró a través del teléfono.

—Joe… gracias a Dios… me tiene… el bastardo me llevó y ummmmmmfff…

—¡Gina! —grité—. ¿Estás bien? ¿Dónde estás? ¿Te ha lastimado? Gina… Gina… ¡GINA!

Pero Gina ya no estaba ahí. Podía escucharla mientras Iggy la apartaba a rastras, su voz amordazada disolviéndose al fondo y el teléfono que pasaba de una mano a otra… La voz de Iggy volvió a la línea.

—Linda chica —dijo—. Muy linda.

—Estás muerto —le dije—. Eres hombre muerto.

Y lo dije en serio. De haber estado Iggy parado frente a mi en ese momento, lo había matado sin parpadear. Lo habría matado, hubiera escupido sobre su cuerpo y lo habría matado de nuevo.

Podía sentir su vacío dentro de mí.

Ningún sentimiento.

Sin corazón.

Sólo su muerte.

Podía verla en mis ojos reflejados en la ventana. Blancos sobre el cristal, como espejos… blancos sobre el vidrio oscuro…

Una visión en blanco.

En mí…

A través de mí…

Blanco en la oscuridad.

Afuera, en el bosque.

—¿Joe?

—¿Gina?

—¿Joe?

¿Candy…?

Detrás de mí. Estaba parada detrás de mí… En mitad de la habitación… Su reflejo en camisón emergía del mío en la ventana. Su cuerpo… mi cara. Gina en mis ojos… Iggy en los suyos. El diablo en el bosque. Por un momento reconocí a todos: Candy, Gina, Iggy, yo… reunidos en el reflejo del vidrio, como espectros en la oscuridad…

Y yo estaba extrañamente en calma.

Luego Candy habló, y la calma se estrelló.

—¿Qué pasa? —preguntó—. Desperté y te escuché gritar… ¿Quién llamó? ¿Con quién hablas?

Entendí de pronto: con nadie. No hablaba con nadie. No escuchaba. No hacía nada. Gina estaba en serios problemas, me necesitaba. ¿Y qué estaba haciendo? Nada. Sólo estaba ahí parado, perdido en mí mismo, contemplando patéticamente las formas en la ventana…

Cerré los ojos con fuerza y me grité en un silencio lleno de odio.

«Dios, ¿qué te pasa…? ¿Cómo pudiste…?».

Me contuve.

No había tiempo.

Lo único que podía esperar —mientras despejaba de mi mente la autoconmiseración y volvía mi atención al teléfono— era no haber estado demasiado tiempo distraído. Que no se me hubiera escapado nada. Porque de lo contrario… y si Iggy había colgado…

No quería pensar en ello.

Con la esperanza latiendo fuerte en mi corazón, hice a Candy una señal para que permaneciera callada, y presioné el teléfono contra mi oído. Gracias a Dios, la línea seguía abierta. Podía escuchar a Iggy hablando bajo con alguien en el fondo. Tenía la mano puesta en la bocina. Bloqueé con el dedo mi otro oído y escuché con atención, pero aún así no pude entender qué decía. Pensé en subir el volumen, pero no recordaba dónde estaba el botón, y no quería arriesgarme a apretar el equivocado, de modo que sólo me mantuve con el teléfono contra el oído y espere.

Luego de unos instantes el murmullo desapareció y un silencio ahogado impregnó mi oído. Escuché un rasgueo, madera contra madera, como una silla movida sobre duela. Luego, silencio de nuevo. Una risa apagada. Entonces se despejó el silencio mientras Iggy quitaba la mano del auricular, se sorbía con fuerza la nariz y hablaba al teléfono.

—Oye, matón… ¿Estás ahí?

—Aquí estoy —le dije.

—¿Ya me vas a escuchar?

—Estoy escuchando.

—De acuerdo, escucha bien… —una bofetada sorda retumbó por la línea, seguida inmediatamente por un grito ahogado. Sentí que un cuchillo me rasgaba el corazón—. ¿Oíste eso? —dijo Iggy—. Esa es tu hermana. Me amenazas de nuevo y la próxima vez que la veas no tendrá una cara donde golpearla, ¿de acuerdo?

—Por favor, no…

—¿De acuerdo?

—Sí… sí, de acuerdo.

—Mira, la cosa, Joey, es que podría mentirte. Podría decirte que no quiero hacerle daño a tu hermana… pero la verdad es que me importa una mierda. ¿Entiendes lo que quiero decir? Ella es carne para mí, igual que el resto… carne para sacar dinero. Dinero para carne. Lo único que me impide cortarla y hacer que ella me diga dónde estas… es, como te dije, que es una linda pieza. Sería una pena desperdiciarla. Quiero decir, no es ninguna Candy, pero aún así es lo bastante fresca como para sacar ganancias. Claro, necesitaría que le diéramos un poco de ánimos… —hizo una pausa para dejar que aquello se asentara, prosiguió—: ¿Ves lo que digo, Joe? No puedo perder… Como sea, no puedo perder. Quieres a tu hermana, yo recupero a la perra… ¿Quieres a la perra? Me quedo con tu hermana. A mí me da igual… pero, si yo fuera tú, entregaría a la perra. Porque si se queda contigo, te va a hacer pedazos, y si vuelve conmigo… bueno, pues me divertiré un poco haciéndola pedazos a ella. Pero eso es sólo un asunto personal, ¿sabes? Quiero decir, en términos de negocios, no queda mucho para mí. Así que, como dije, me das a la perra y te largas. O te despides de tu hermana. Eso es todo… ése es el trato. Sin ataduras. Sin mierda —sorbió una vez más—. Y ahora, ¿tienes alguna otra pregunta?

—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?

—No sabes. ¿Algo más?

Miré hacia el otro extremo de la habitación, hacia Candy. Temblaba. Me miraba fijamente. Los ojos vacíos. Me volví hacia el teléfono.

—Llámame de vuelta en diez minutos —le dije.

—¿Qué?

—Necesito tiempo para pensar.

—Mierda… ¿Hablas en serio?

—Sólo dame diez minutos, por favor. No cambiará nada, ¿o sí? Diez minutos, eso es todo.

—Te doy cinco —dijo enojado—. Cinco minutos. Y cuando llame de vuelta, quiero una respuesta: tú quieres a tu hermana y yo quiero saber dónde está la perra. Quiero una dirección. Te lo preguntaré una sola vez. Una pregunta: una respuesta. Cualquier otra cosa, y tu hermana es mía.

No pude moverme por un rato después de colgar. No quería moverme. Todo lo que quería era estar en otra parte: un lugar donde esto nunca hubiera sucedido. Quería ser el otro Joe Beck… el Joe Beck que nunca tuvo un bulto en la muñeca, que nunca fue al doctor, que nunca se perdió en la estación de King’s Cross… El Joe Beck que nunca conoció a Candy.

Quería estar donde él estaría.

—Tiene a Gina, ¿verdad? —dijo Candy después de un rato.

La miré. No se había movido. Seguía parada en medio de la habitación, aún me miraba fijamente. Aún temblaba.

—Sí —le dije.

No dijo nada, sólo continuó mirándome fijamente. No que daba nada en sus ojos. Ninguna pregunta, ninguna impresión… ni siquiera miedo. Sólo una absoluta rendición.

Crucé la habitación y abracé a Candy. No respondió, sólo se quedó ahí colgada, débil y sin vida entre mis brazos.

—Ven aquí —le dije llevándola al sillón.

Se sentó en el borde del sillón y miró al piso.

—Dios, lo siento tanto —dijo sacudiendo la cabeza—. Pobre Gina… si yo no hubiera…

—Nadie tiene la culpa, más que Iggy —le dije—. No es tu culpa.

Siguió mirando al piso, hablando como si no me hubiera escuchado.

—Lo sabía… Sabía que haría algo como esto. No debí haberte dejado…

—Escúchame —le dije con firmeza—. No tenemos tiempo para esto. Iggy volverá a llamar en un minuto. Necesitamos decidir qué vamos a hacer.

Me miró.

—Sólo hay una cosa que podemos hacer… me quiere de vuelta, ¿no es así?

—Sí, pero…

—Y tiene a Gina.

Asentí.

Tocó mi mano.

—¿Sabes lo que hará con ella si no me recupera?

Asentí de nuevo, tratando de no pensar en ello.

—Ya he estado ahí, Joe —dijo ella—. Sé cómo es… Yo puedo vivir con ello. Gina no.

—Te matará.

—No, no lo hará. No es tonto. Puede darme una paliza, pero mientras le haga ganar dinero, no me matará.

—No volverás con él —le dije—. No puedes… debe haber alguna otra manera. Debe haber algo más que podamos hacer…

—Si le tiendes una trampa, Joe, lo sabrá. Siempre lo sabe. Por eso es que sigue con vida. No puedes meterte con Iggy y librarla… créeme. O haces lo que él dice… o pierdes.

Sabía que Candy tenía razón, pero no podía aceptar lo que eso significaba. No podía dejarla volver con él… Jamás me lo perdonaría. Pero si no la dejaba ir… y si Iggy se quedaba con Gina… nunca jamás.

Nunca, nunca, nunca…

Nunca.

Volví a mirar a Candy, que miraba al vacío. Era un fantasma. Yo era un fantasma. Lo único que nos unía a la existencia era el celular en mi mano.

Lo miré.

Sonó.

Lo abrí y me lo llevé al oído.

Silencio.

Luego:

—¿Dónde está?

—Woodland Cottage —le dije.

—¿Dónde carajos queda eso?

Se lo dije.

No necesitó muchas indicaciones. Sólo anotó la dirección, me la leyó de vuelta y entonces comenzó a hablar.

—Están ambos ahí ¿cierto?

—Sí.

—¿Alguien más?

—No.

—¿Vecinos?

—No.

—El camino… el que atraviesa el bosque… ¿puede recorrerse en coche?

—Sí.

—Bien, escucha… Estaré ahí en dos horas. Esto es lo que harás: no sales de ahí, no llamas a nadie, no haces nada. Cuando llegue ahí, quiero ver las luces encendidas y las cortinas abiertas. Quiero verte a ti y a la perra en la ventana. Se paran ahí, ¿entendido? Sólo párense ahí. ¿Entendiste?

—¿Y Gina?

—¿La quieres en pedazos?

—¿Qué?

—Sigue haciéndome preguntas y te la llevaré en bolsas de plástico. ¿Entendiste?

—Sí…

—¿Seguro?

—Ya entendí.

—Está bien… ¿Qué es lo que veré cuando llegue?

—¿Qué es lo que…?

—¿Qué veré?

—Las luces —le dije velozmente—. Verás las luces encendidas y las cortinas abiertas, y me verás parado junto a la ventana.

—Con la perra.

—Correcto.

—Dilo.

—¿Qué cosa?

—Dilo.

—Con la perra —me forcé a decir—. Estaré parado junto a la ventana con la perra.

—Sí —dijo sorbiendo la nariz—, correcto —hizo una pausa y luego dijo—. ¿Está ahí ahora? ¿Está escuchando?

—No.

Rio sabiendo que mentía. Su voz de pronto de congeló.

—Dos horas —dijo—. Aprovéchalas.

La línea murió.

Respiré hondo, cerré el teléfono y me senté contemplando el vacío. La hoguera se había apagado. El cuarto estaba frío. Sentía la quietud de Candy junto a mí. No se había movido Aún miraba fijamente al piso.

—Lo siento —dije en voz baja—. Me hizo decirlo.

—Lo sé —dijo sin alzar la vista—. No importa. ¿A qué hora crees que llegue?

—No lo sé… depende de dónde venga. Dijo que estaría aquí en dos horas, pero si está en Londres yo creo que tardará más —miré el reloj. Eran cinco para las seis. Sabía que no importaba, pero tenía que decir algo—. No creo que llegue aquí antes de las nueve, cuando temprano…

El teléfono sonó de nuevo, interrumpiéndome.

Me le quedé mirando.

Demasiado aturdido para pensar…

Es Iggy.

Demasiado asustado para esperar…

Es Gina.

Tomé el teléfono bruscamente y leí en la pantalla: «17:56 —decía—: MIKE».

Lo abrí con torpeza.

—¡Mike! —dije entrecortadamente—. ¿Dónde estás? ¿Mike?

—Oye, Joe… ¿Está Gina ahí?

—¿Qué?

—Gina… ¿Está contigo?

«Oh, Dios —pensé—. No lo sabe».

—¿Joe? ¿Me escuchas? Estoy tratando de encontrar a Gina… Se supone que me encontraría con ella a las cuatro, pero nunca apareció. No está en casa y su teléfono está apagado. Pensé que tal vez habría ido a verte… ¿Joe? ¿Me escuchas?

—Sí… te escucho.

—¿Has sabido de ella? ¿Te ha llamado?

«Dile —pensé—. Debes decirle».

—Joe… por amor de Dios, ¿qué te pasa?

—Gina está en problemas —le dije.

—¿Qué? ¿Qué problemas? ¿Qué quieres decir? ¿Dónde está?

—La tiene Iggy.

—¿Qué?

—Él me acaba de llamar… hace unos cinco minutos. Tiene a Gina. Hablé con ella. Creo que está bien.

—No entiendo —dijo Mike.

—Se la llevó… la tiene en alguna parte. Quiere a Candy de vuelta…

—¿Iggy?

—Sí.

—¿Iggy tiene a Gina?

—Sí.

—No.

—La traerá a la cabaña…

—No.

Su voz era débil. Muerta. Ajena. Yo no sabía qué más decirle. ¿Qué podía decirle? ¿Ayúdame? ¿No me ayudes? No le preocupes, todo saldrá bien. Sólo no cometas una estupidez

—Cuéntame qué pasó —dijo, la voz de pronto tranquila—. Dime exactamente qué pasó.

Expliqué todo tan aprisa como pude: la llamada, la amenaza, el pacto, las instrucciones… Y a medida que hablaba me daba cuenta, por su silencio, en qué estaba pensando Mike.

Podía escuchar sus pensamientos haciendo eco en los míos: «No hay trato… nunca lo hubo… nadie se salvará de nada… ni tú, ni Gina, ni Candy. Nadie. Una vez que Iggy llegue ahí, estarán todos muertos y enterrados».

No hacía falta que me lo dijera. Yo sabía lo que había hecho. Yo lo había hecho. Le había dicho a Iggy dónde estábamos. Había cedido mi único capital de negociación. Iggy no necesitaba más. Ya no nos necesitaba. Ya no. Éramos prescindibles.

Lo sabía.

Y también lo sabía Mike.

Pero creo que ambos nos dábamos cuenta de que no tenía ningún caso hablar de ello. Estaba hecho. Hablarlo no cambia ría nada. Sólo haría que las cosas fueran reales, y eso era demasiado para soportarlo.

—Está bien —dijo Mike una vez que le conté todo—. Yo estoy en Heystone, en tu casa, de modo que debería llegar a la cabaña antes que Iggy. No hagas nada hasta que yo llegue. Sólo cierra las puertas con llave y espera. Si Iggy vuelve a llamar, sólo haz lo que te diga, pero avísame. ¿Tienes mi número?

—Sí.

—Bien.

—No vendrá solo, Mike.

—Ya lo sé.

—¿Qué vamos a hacer?

—Lo que sea necesario.

El siguiente par de horas podían haber sido cualquier otra cosa: un par de días, un par de segundos, un par de años… imposible decirlo. El tiempo parecía derretirse. Si pensaba en Mike, esperando que llegara, cada minuto parecía una hora, pero cuando mi mente se volvía hacia Iggy, y me descubría esperándolo a él, el mundo comenzaba a girar como loco.

Demasiado despacio…

Demasiado aprisa…

Demasiado despacio…

Demasiado aprisa…

Me mareaba.

¿O era sólo el miedo?

Porque créanme, tenía miedo: Estaba más que asustado: tenía miedo de morir y eso es casi indescriptible. Es como enfrentarte con tus miedos más profundos, todos al mismo tiempo, sólo que diez veces peor. Llega hasta dentro de ti y te aplasta el corazón. Te mata. Grita. Te reduce. Te convierte en nada.

Te enferma y te hace egoísta e incapaz.

Como la heroína, supongo.

Igual que Candy.

Demasiado aprisa…

Demasiado despacio…

Demasiado aprisa…

Demasiado despacio…

Candy no se había movido desde que le dije que Mike estaba en camino. Sólo estaba sentada como un zombi, mirando al piso, sin decir nada. Yo no podía decir en qué pensaba… ni siquiera si estaba pensando algo. No podía imaginar cómo se sentía. No podía concebirlo. Me senté un rato junto a ella. Luego me puse de pie y fui al baño.

Era un pensamiento extraño, pero supuse que, si iba a morir, mejor sería hacerlo con la vejiga vacía.

Cuando salí del bañó, Candy seguía inmóvil.

Me senté y puse la mano sobre su hombro.

Me miró.

—No va a funcionar, ¿sabes?

—¿Qué?

—Lo que quiera que Mike piensa que puede hacer… no funcionará. Sólo conseguirá que lo maten. Y a ti también, probablemente. Es una estupidez.

—Tal vez —dije—, pero no nos hará daño escucharlo, ¿o si? Una vez que llegue aquí podremos decidir qué hacer.

—¿Y qué pasa si Iggy llega primero? No sabemos si viene de Londres, ¿o sí? Podría venir de cualquier parte. Podría llegar en cualquier momento.

—Bueno. Si lo hace, no importará lo que piense Mike, ¿verdad?

—No… supongo que no.

Volvió a mirar el piso.

Y volví a pensar en ella.

»¿Cree que va a morir?

»¿Está tan asustada como yo?

»¿O en realidad piensa que volverá a su antigua vida?

»Y si lo hace… Dios, ¿qué tan aterrador será eso?

»De vuelta a Iggy.

»De vuelta a las drogas.

»De vuelta a la prostitución.

»¿Preferiría morir…?

»¿Es eso lo que quiere?

»Acaso…».

—No te preocupes —dijo.

La miré.

—¿Qué?

—No te preocupes por Gina… Estará bien. Iggy no le hará nada. Si quisiera hacerle daño, no le habría llamado. Simplemente le habría hecho algo. No es idiota: conoce la forma más sencilla de obtener lo que quiere. Ésta es la forma más sencilla. Lastimar a Gina le traería problemas. Iggy no quiere problemas.

—¿No?

—No de ese tipo. Esa clase de problemas no valen los líos que traen consigo.

Rio, y me escandalizó que lo hiciera. Luego caí en la cuenta de lo atropelladamente que hablaba… y supuse que se estaba volviendo un poco loca. No loca de atar, sólo loca asustada: la clase de locura que protege a tu mente de enfrentar la realidad. No me gustó: era enervante y algo triste. Pero entendí que tenía un propósito, de modo que no dije nada. Sólo la dejé farfullar.

—Y otra cosa —dijo—, otra cosa… —frunció el ceño—. ¿Qué estaba diciendo?

—Que Iggy no lastimaría a Gina…

—Ah, sí… por el teléfono. Así es como debe de haber obtenido tu número… del celular de Gina. No tuvo que obligarla a que ella se lo dijera. Todo lo que tuvo que hacer fue tomar su teléfono y ver su directorio. ¿Ves? No tuvo que lastimarla.

—Cierto —dije por seguirle el juego.

Volvió a fruncir el ceño.

—Lo que no entiendo es cómo encontró a Gina —me miró—. ¿Tú qué crees?

«Creo que debí haberme escuchado antes de que subiésemos al tren —pensé—. Creo que debí haber confiado en aquella sombra de preocupación a medio formar…».

—Probablemente Iggy volvió al Black Room —le dije—. Es el único nexo que conocía entre tú y yo.

Sus ojos se iluminaron.

Claro, me había olvidado de todo eso.

—Yo también.

—¿Pero el Black Room tendría un número de contacto tuyo?

—No, pero tendrían el de Jason. Me ha estado llamando a casa, dejándome mensajes urgentes… pero yo creí que se trataba del grupo, de modo que nunca llamé de vuelta.

—¿Quién es Jason?

—El vocalista de Los Katies.

—¿Crees que Iggy lo haya llamado?

—Es posible.

—¿Y Jason quería avisarte?

Asentí.

—Probablemente le dio a Iggy el número de mi casa. Hubo un par de mensajes silenciosos en la contestadora. Tal vez Jason también le dijo dónde vivo.

—Iggy puede haber obtenido esa información a partir de tu número de teléfono. Conoce gente… Conoce gente que puede hacer eso… No sé quiénes son… No lo sé… él sabe —su voz se extinguió. Se llevó la mano a la cabeza y exhaló pesadamente. Sus ojos de pronto se apagaron.

La locura se había evaporado.

La habitación estaba helada.

—Dios, Joe —susurró—. Tengo tanto miedo… ¿Qué vamos a hacer?

Miré el reloj.

Eran las siete treinta.

No sabía qué íbamos a hacer.

Todavía ignoro si podía haber hecho alguna otra cosa. Lo he pensado una y otra vez: pensar, pensar, pensar… mirar por la ventana… tirado en el piso… mirando al pasado… intentando convencerme de que estaba en lo cierto, de que no podía haber hecho nada más… Y las más de las veces llego a la misma conclusión:

»No tenías opción.

»Tenías que decirle a Iggy dónde estabas.

»No podías esconderte.

»No podías escapar.

»No podías llamar a la policía.

»No podías hacer nada.

»Sólo podías esperar.

»Y tener esperanza».

Y creo estar en lo cierto… las más de las veces.

Casi me convenzo.

Pero eso no me hace sentir mejor.

Mientas pasaban los minutos, y el tiempo se fundía de las siete treinta a las ocho, seguíamos esperando y teniendo fe. Candy cayó en un estado mental que estaba entre loca y zombi, y yo traté de conservar las esperanzas, portándome tan normal como fuera posible. Encendí la hoguera, lavé algunos trastes, limpié y comencé a empacar.

Suena ridículo, lo sé. Y creo haber sabido entonces por qué lo hacía. Supongo que pensé —en el fondo de mi mente—, que si no comenzaba a empacar, me estaría dando por vencido. No empacar significaba que no iríamos a ninguna parte. Que no saldríamos de ahí. No empacar significaba no tener futuro.

De modo que fui a la habitación y comencé a empacar.

Luego de juntar toda mi ropa y de meterla en mi mochila, volví la atención hacia las cosas de Candy. Su ropa seguía dispersa por todas partes: jeans, chalecos, suéteres, de todo. No estaba seguro de si empacarlas yo mismo o dejárselas. No podía decidirme y, entre más lo pensaba, más me molestaba. Sabía que no debía molestarme, que había cosas más importantes por las cuales preocuparse, pero no podía evitarlo. Era realmente extraño.

Seguía ahí parado, indeciso, cuando Candy apareció en la entrada y me preguntó qué hacía.

—Empaco —le dije—. Me preguntaba qué hacer con todas tus cosas.

—¿Empacas?

—Sí.

No dijo nada, sólo parpadeó, confundida. Luego miró al suelo. Primero pensé que simplemente no sabía qué decir, pero luego caí en la cuenta de que era algo más.

Yo estaba empacando.

Empacar significaba partir.

Partir significaba un futuro.

Y Candy no quería saber del futuro. Estaba bien para mí mirar al futuro y esperar lo mejor, porque tenía algo mejor qué esperar. Si yo salía entero de aquel lío, probablemente me iría bien. Pero lo mejor que Candy podía esperar era el regreso a la vida que antes llevaba…

De modo que, ¿para qué esperar cualquier cosa?

Debí darme cuenta.

Debí pensarlo un poco más…

Pero no lo hice.

Y ahora me sentía mal.

—No importa —le dije intentando sonar casual—. Sólo estaba…

—Yo lo haré —dijo.

—¿Qué?

—Guardaré mi ropa y empacaré. De todas formas necesito vestirme.

Tenía los ojos vidriosos, su voz carecía de emoción. Y mientras estaba ahí parada, con la mirada en blanco, mi mente volvió a nuestro día en el zoológico, al día que nunca morirá, cuando estábamos solos y juntos en nuestro Mundo Lunar, compartiendo la tristeza del canguro del árbol. De nuevo pude sentir el silencio de la oscuridad, la calma, el vacío, la frescura del aire subterráneo… Y pude ver aquella cara, aquel desconcierto de ojos tristes, aquel miedo lastimero…

Todo contenido en un simple y pequeño instante.

Era tan…

No lo sé.

Tanto.

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