Candy

Candy


Tres

Página 5 de 27

TRES

No recuerdo mucho de mi viaje de vuelta a casa. Recuerdo haber ido al médico y haber tomado el metro de regreso a la estación de Liverpool Street. Vagamente recuerdo también haber esperado en la sala de la estación, haber caminado luego en el andén y entrado en el tren. Después de eso mi mente está en Manco. No consigo recordar nada de aquel viaje. Lo único que recuerdo es que iba pensando: pensando en Candy, pensando en Iggy, pensando en mí… pensándome en un abismo. Candy… Iggy… Candy… yo… Candy… Iggy… Candy… yo… voces… caras… cuerpos… ojos… Candy… Iggy… Candy… yo…

Y sin que yo lo notase, el tren ya aminoraba la marcha y entraba en la estación de Heystone.

No bajaron muchos pasajeros de aquel tren. Un par de viajeros medio ebrios, un anciano barbón con una gorra de cazador, una mujer ejecutiva en zapatos taconeantes… Eso fue todo. No se quedaron mucho rato. Salieron al estacionamiento, subieron a sus autos y se fueron antes de que el tren hubiera dejado la platalorma. Yo esperé a que el tren se marchara, mirándolo traquetear fuera de la estación, alejarse vía arriba, desaparecer en la distante oscuridad… hasta que no hubo nada más que ver. Permanecí ahí parado durante un rato, mirando fijamente hacia la nada, escuchando cómo el reloj de la estación descartaba uno a uno sus segundos digitales: clac… clac… clac… Luego me volví y fui en busca de un taxi.

Afuera de la estación todo estaba en silencio: las calles, el estacionamiento, los campos circundantes. Nada se movía, nada hacía ruido. Ningún auto, ningún loco, ninguna luz parpadeante…

Ninguna chica.

Ninguna amenaza.

Ningún miedo.

Ningún caos.

Tampoco ningún taxi.

El sitio estaba vacío. Cerrado por la noche.

Realmente no importaba. Mi casa no está lejos de la estación: a lo largo de Station Road, atravesando el puente, hacia abajo por Church Lane y hacia la avenida. Era una noche clara, fresca y ventosa, perfecta para caminar, de modo que me fui andando. Caminé despacio, respirando profundamente, tratando de poner mis pensamientos en orden.

A veces, cuando camino, el sonido de mis pisadas me ayuda a pensar. Es por el ritmo regular, supongo, el metronómico sonido de los pies sobre el concreto: tap, tap… tap, tap… tap, tap… tap, tap… que pulsa como el latido de un corazón, apaciguando el cuerpo y liberando la mente para pensar. No siempre funciona, pero esperaba que esa noche lo hiciera, pues mi mente y mi cuerpo seguían en shock: las serpientes atemorizantes seguían retorciéndose en mi estómago, me daban náusea; la quijada me dolía de tanto apretar los dientes; mi corazón se desgarraba; lo peor de todo era que una molesta vocecilla seguía lamentándose desde el fondo de mi mente, recordándome una y otra vez lo que pudo pasar, lo que estuvo cerca de pasar, lo que casi pasó. «Tuviste suerte, en realidad —seguía diciéndome—. Lo sabes, ¿no? Tuviste mucha suerte. Pudo haber sido mucho peor…».

Lo sabía.

Sabía muchas cosas.

Sabía que Candy era una prostituta y que Iggy la explotaba. Sabía que vendía su cuerpo, que pasaba el día entero haciendo cosas que yo apenas podía imaginar, que probablemente ni siquiera se llamaba Candy. Sabía que había estado engañándome, que había estado jugando alguna especie de juego, divirtiéndose a mi costa. Sí, sabía todo eso, pero no quería saberlo. Quería creer que Candy era sólo una chica… una chica a la que había conocido en la estación… una chica a la cual yo le gustaba…

Pero no era yo tan inocente.

No, no había forma de escapar de algo así: Candy era una prostituta e Iggy la explotaba. Y eso debía haber sido todo, en realidad. El final de una muy corta —y muy vergonzosa— historia de amor: chico conoce a chica, chica sonríe al chico, él le compra una dona, ella le hace cosquillas en los dedos, él se convierte en gelatina; luego el proxeneta conoce al chico y le pone un susto de muerte y el chico se va a casa sintiéndose un idiota.

Fin.

Así debía haber sido.

Y así había sido… hasta cierto punto.

Sí, estaba asustado de muerte.

Sí, me sentía idiota.

Sí, iba de vuelta a casa.

Pero había algo más… algo que no me dejaba ir… algo que había comenzado con el roce de sus dedos.

El roce seguía allí.

El roce de Candy. Aún podía sentirlo, impreso en la memoria de mi piel: caliente, eléctrico, eterno, el roce de otra persona. Era estimulante, cosquilleante, intoxicante… Y mientras andaba por las calles no podía dejar de mirar mis dedos, contemplaba sus contornos y mis nudillos, buscaba el lugar exacto donde ella me había tocado. Quería seguir sintiendo mi piel, sentir el recuerdo desde fuera, pero temía que si tocaba mi piel de alguna manera se disipararía ese sentimiento…

Y eso era sólo el principio.

Muy en el fondo de mí mismo, enterrado bajo todo aquel caos, notaba un sentimiento que nunca antes había experimentado. No sabía qué era. No sabía si era un sentimiento malo o un sentimiento bueno o algo intermedio… Ni siquiera estaba seguro de que fuera un sentimiento. Era sólo algo: una sombra desconocida, una señal apenas perceptible, como una vela parpadeante en un monte lejano. Sabía que estaba ahí, pero la mayor parte del tiempo era demasiado débil para ser vista, e incluso cuando yo podía verla, no podía saber si la veía o la escuchaba o la olía o la sentía…

Eran demasiadas cosas a la vez: una luz en la oscuridad, un clamor, el aroma de piel recién lavada, un olvido maravilloso…

No tenía sentido.

Tampoco yo.

Ya estaba en el final de la avenida, pero no podía recordar cómo había llegado allí. Y no sabía por qué estaba parado al pie de la cochera, afuera de mi casa, contemplando la luna, pero eso hacía. Y debo haberlo hecho durante un buen rato, pues mis manos y mi cara estaban congeladas y mi cuello estaba tieso como un tablón.

Sólo Dios sabe qué buscaba allá arriba.

No había nada para mí allá arriba.

Abrí la reja y me eché a andar por el camino de grava.

La casa parecía en calma —silenciosa y quieta, las cortinas cerradas, luces tenues—, pero eso no era raro. Es una vieja casa parroquial, nuestra casa: un edificio de tres pisos de piedra gris apartado de la calle y ubicado en media hectárea de jardines, pinos y setos bien cuidados. Siempre se ve en calma.

A veces, demasiado tranquila.

No era tan malo cuando mamá aún vivía aquí y papá tenía su consultorio en un par de habitaciones de la planta baja. Pero mamá ya hace rato que se fue y el año pasado papá abrió un consultorio nuevo y muy elegante en Chelmsford, de modo que ahora la casa se siente vacía y lúgubre la mayor parte del tiempo.

No es que me incomode que se vea lúgubre y vacía. De hecho, eso me agrada bastante; en especial reboza comodidad, vaya que sí. Comodidad, seguridad, calor, tranquilidad…

Hogar, dulce hogar.

Papá había estacionado el auto al final del camino. Me había dicho que saldría en la noche y esperaba que ya se hubiera marchado, pero al parecer yo no andaba de suerte.

Tampoco es que importara mucho.

Simplemente no tenía muchas ganas de verlo.

No tenía muchas ganas de nada.

Cuando abrí la puerta principal, papá estaba parado en el pasillo poniéndose el abrigo.

—¿Dónde demonios estabas? —me preguntó mirando su reloj—. Son casi las diez.

—Los trenes se retrasaron —respondí cerrando la puerta.

Sacudió la cabeza.

—Acabo de llamar… me dijeron que no había habido ningún retraso.

—Me refería a los trenes del metro —mentí—. El metro venía con retraso.

—¿De verdad?

—Sí. Hubo alguna especie de problema en King’s Cross…

—Debiste haberme llamado.

—Sí, lo sé…

—He estado tratando de llamarte. No podía comunicarme a tu celular…

—Olvidé recargarlo, lo siento.

Me lanzó una de sus miradas serias —una especie de mirada de doctor con cara larga—, luego sacudió la cabeza, al parecer satisfecho, y comenzó a abotonarse el abrigo.

—¿Llegaste a tiempo con el doctor Hemmings?

—Llegué un poco tarde —le dije—. No le importó…

Papá asintió, acercándose.

—¿Cómo te fue? ¿Qué te dijo acerca del ganglio? ¿Te lo quitó?

Extendí el brazo y le enseñé a papá mi muñeca sin el bulto. Sin cicatriz, sin puntos, sólo una pequeña y rojiza marca de aguja.

Papá preguntó:

—¿L a aspiró?

—Sí… sacó todo con una enorme aguja gorda.

Papá echó un vistazo a mi muñeca, sus manos grandes y delicadas la exploraron con cuidado.

—Hmmmm… —dijo—. Se ve muy bien. ¿Te dolió?

—No. Me puso una inyección de cortisona.

—Bien —recorrió cuidadosamente mi muñeca con el dedo—. Limpia y bien hecha. Un buen trabajo —me miró mientras sostenía mi mano—. De verdad debiste llamarme, Joe. Comenzaba a preocuparme. Si vas a llegar tarde…

—Sí, perdón.

—Para eso es tu celular…

—Sí, ya sé, papá… Sólo que no me di cuenta de la hora que era —retiré la mano y comencé a quitarme la chamarra—. ¿Vas a salir ahora? —le pregunté por cambiar de tema.

—Sólo un rato —me dijo mirando su reloj.

—¿Vas de nuevo a ver a mamá?

Asintió jugueteando torpemente con su corbata.

Colgué mi chamarra en el perchero.

—¿Cómo está? —le pregunté.

—Está bien… —sonrió apenas y estiró la mano hacia la perilla de la puerta—. Mira, más vale que me vaya. Gina está arriba con Mike. Si quieres algo de comer, hay algo de pollo frío en el refrigerador… Y asegúrate de acompañarlo con un poco de ensalada —abrió la puerta y se subió el cuello del abrigo—. No te desveles mucho… Tienes escuela mañana.

—Está bien.

Asintió de nuevo, titubeó un momento. Luego salió y cerró la puerta.

Les diré lo que es raro. Cuando tus padres se divorcian y tu mamá se muda a otra casa, dejándote a ti y a tu hermana con tu papá, y tu mamá nunca viene a visitarte. Y luego, un año después, tu papá y tu mamá comienzan a verse de nuevo, vuelven a salir, se enamoran de nuevo, y ella sigue sin visitarte…

Eso sí que es raro.

Cuando papá se marchó subí a mi habitación y me acosté en el suelo. Me gusta acostarme en el suelo. Es un buen lugar para estar. Puedes cerrar los ojos y sentir cómo la casa ondea por tu espina dorsal. Puedes escuchar el sonido de tu corazón, el sonido de tu sangre, el sonido de la maquinaria bajo tu piel. Puedes abrir los ojos y mirar fijamente el techo imaginando que es tu cielo personal. O puedes sólo quedarte ahí, perfectamente quieto, sin hacer absolutamente nada.

Lo intenté toda la noche, pero nada de eso pareció ayudarme. El sonido de mi corazón me resultaba demasiado enervante, y los únicos movimientos que podía escuchar eran los de Gina y Mike en la habitación superior.

Gina es mi hermana y Mike es su novio.

Probablemente me escucharon entrar, de modo que de hecho no estaban haciendo nada, si saben a qué me refiero. Por lo que alcanzaba a escuchar, sólo estaban sentados, hablando en voz baja, moviéndose ocasionalmente por ahí, siguiendo con los pies el suave ritmo de su R&B.

Diablos, odio el R&B, ese espantoso lamento, esas patéticas voces lastimeras: realmente me pone de nervios. Cuando era más joven, Gina escuchaba R&B todo el tiempo, a todo volumen, día y noche. Solía volverme loco.

—¿Cómo puedes escuchar eso?

—Me gusta.

—Pero es tan deprimente…

Ya no me molesta tanto. Todavía no me gusta y aún me quejo de vez en cuando, pero ya me di por vencido tratando de cambiar lo que Gina piensa. Le gusta el R&B, la hace feliz, y eso es lo único que importa.

Como sea, me quedé ahí un rato, tratando de ignorar la música atenuada, intentando perderme en los patrones de mi cielo texturizado, pero no me sirvió de mucho. No pude relajarme.

Me levanté y encendí la televisión, subí el volumen lo bastante como para ahogar la música. Luego, tomé mi guitarra del rincón del cuarto y comencé a rasgar algunos acordes. Hasta donde podía percatarme, no estaba tocando nada en particular, sólo rasgaba las cuerdas… sólo para ver qué sucedía… distraídamente, repitiendo los mismos acordes mágicos: Sol a Do, Do a Sol, una y otra vez… despacio, profundo y pesado, abierto y crudo, dejando que las armonías se encontraran por sí solas.

Al cabo de un rato, comenzó a aparecer la esencia de una canción. Dulce y hechizante, una melodía impregnada de tristeza…

No era mi intención hacerla triste, pero así me sentía. Y de eso se trata la música: de sonar como te sientes.

Sé que suena un poco patético: estar ahí sentado compadeciéndome, tocando el blues del corazón roto como si acabara de perder el amor de mi vida cuando, de hecho, lo único que había perdido era mi dignidad, pero, como dije antes, ser patético no es lo peor del mundo, ¿o sí?

Una de las mejores cosas de la música es cómo mata el tiempo. Puedes estar sentado durante horas, componiendo canciones, tocando pequeñas tonadas, jugando con distintos acordes y distintas variaciones, y el tiempo parece evaporarse. A veces es realmente extraño. Puedes tomar tu guitarra a las diez de la mañana, comenzar a tocar… y cuando te das cuenta son las cuatro de la tarde. Y no te has movido. Y no has comido. No has ido al baño. Es casi como si te hubieras drogado, y cuando finalmente vuelves en ti, no puedes recordar qué has estado haciendo.

Pero se siente bien.

Eso sucedió aquella noche.

Perdido en el tiempo, perdido en la música, perdido en otro mundo, comencé gradualmente a percatarme de una voz. Era débil al principio, flotaba al filo de mi conciencia y yo no podía entender lo que decía. Conforme se fue acercando, sin embargo, la voz se hizo más clara: «Joe —decía—. Hey… ¿Joe?». Pensé que sería mi imaginación, pero luego escuché de nuevo, más claramente esta vez, y lentamente me di cuenta de que seguía en mi habitación, todavía estaba sentado en mi cama, aún tocaba la guitarra. Era la voz de Gina.

—Joe —preguntó de nuevo—. ¿Estás bien?

Dejé de tocar y alcé la vista para ver a mi hermana parada en el quicio de la puerta con una mirada divertida en el rostro.

—¿Quién es Candy? —me dijo.

—¿Qué?

—Candy… cantabas algo sobre una tal Candy.

Por un breve instante no supe de qué hablaba. Luego mis dedos rozaron las cuerdas de la guitarra, arrancando la nota que aún pisaba, y la melodía volvió a mí. La melodía, la tonada, la letra que había estado cantando…

—¿Cuánto tiempo llevas escuchando? —le pregunté a Gina, un poco avergonzado.

—No mucho —sonrió—. Toqué a tu puerta, pero no respondiste. Sólo quería cerciorarme de que estabas bien, nada más —entró en la habitación y fue hacia la ventana—. Sonaba realmente bien —dijo—. La canción que tocabas… ¿La compusiste tú?

—Sólo jugueteaba —dije mientras acomodaba el plectro en las cuerdas y bajaba la guitarra—. ¿Qué hora es?

—Doce y media… o algo así —se apartó de la ventana y volvió hacia la puerta—. Iba a hacer un poco de té antes de que se vaya Mike. ¿Quieres una taza?

—¿Ya regresó papá?

Sacudió la cabeza.

—Cada vez llega más tarde. La otra noche llegó a casa casi a las tres.

—Sí, lo sé.

—Si sigue así, tendremos que castigarlo sin salir.

La miré, reconociendo la tristeza detrás de su sonrisa. En realidad, Gina no se llevaba muy bien con mamá, y aunque nunca había dicho nada al respecto, yo sabía que no le gustaba la idea de que mamá y papá volvieran. Para ser honesto, a mí tampoco me encantaba la idea, aunque no me molestaba tanto como a Gina.

—Entonces, ¿quieres un poco de té? —preguntó.

Asentí.

Gina sonrió de nuevo.

—Mike está en la cocina. ¿Por qué no bajas y nos cuentas todo sobre Candy?

—No hay nada que contar. Es sólo una canción…

—Ah, ¿sí?

Me sonrojé pensando en Candy: su presencia, su cuerpo, su cara, su voz, su ser…

Vamos, Joe —dijo Gina—. Soy tu hermana y puedes contarme. Siempre nos contamos todo.

—No, no lo hacemos.

—Bueno, pues deberíamos —sonrió.

—Tú no me cuentas nada.

—Claro que .

—¿Como qué? ¿Cuándo fue la última vez que me contaste algo?

—Justo ahora.

—¿Cuándo?

—Te acabo de contar que iba a preparar té, ¿o no? ¿Qué más quieres?

Le lancé una mirada fulminante. Luego me levanté y fui hacia la ventana para cerrar las cortinas.

—Está bien —dijo—. Te contaré algo… Bajas y nos cuentas de Candy, y nosotros te contaremos algo sobre nosotros. Algo que nadie más sabe, ¿qué tal?

—No estoy seguro de querer saber nada sobre ustedes.

—Sí quieres.

—Probablemente sea bastante aburrido…

—¿Tú crees?

La miré. Tenía casi veintitrés años, pero aún no se veía mayor que yo. De hecho, a veces la gente pensaba que Gina era mi hermana menor. Tenía la frescura de una mirada franca, como de niña pequeña, toda ojos azules, cabello dorado y piel inmaculada. A veces daban ganas de vomitar. Pero esa noche, mientras estaba ahí parada sonriéndome, vestida con una sencilla camiseta blanca y jeans, no había confusión posible sobre lo que era: una hermosa joven que significaba todo para mí.

—Vamos, pues —le dije—. Prepara el té. Yo bajaré en un minuto.

Gina conoció a Mike hace un par de años, cuando ella visitaba el hospital local como parte de su curso de enfermería. Mike trabajaba entonces de portero, y creo que tropezaron en el pasillo o algo así. Un saludo rápido, una charla amistosa, y eso fue todo. Desde entonces han sido inseparables. Gina está loca por él. Ella piensa que Mike es lo mejor que le ha pasado, y es probable que tenga razón. Es amable, divertido, serio, inteligente: protector pero no posesivo, amistoso sin ser condescendiente, cool sin proponérselo. De hecho, ahora que lo pienso, es hasta demasiado bueno para ser cierto, pero es cierto, lo cual hace aún más desconcertante que no le caiga bien a papá.

—Es porque es negro —dijo Gina una vez—. A papá no le gusta que salga con un chico negro.

—Papá no es así —le dije—. Puede ser un poco anticuado, de ideas un tanto fijas, pero no es así.

—¿Que no?

Claro que no.

—Entonces, ¿por qué no quiere a Mike?

—No sé. Tal vez porque es portero en un hospital…

—¿Y qué hay de malo en eso? No hay nada de malo en ser portero, por Dios.

—Lo sé. No digo que haya algo de malo en eso, pero ya sabes cómo es papá…

—Sí, es un esnob. Piensa que sólo porque Mike tiene un empleo que no exige un título, no es lo bastante respetable para mí. ¡Dios! ¡Es tan cerrado! Digo, ¿viste su expresión el otro día cuando le dije que Mike era DJ? No se habría visto más asqueado si le hubiera dicho que mi novio era un asesino.

Mike solía pasar su tiempo libre haciendo de DJ en antros por todo Essex y Londres. Eso era igual a muchos desvelos en un montón de lugares extraños con mucha gente rara, pero en verdad le gustaba hacerlo. Por eso no le importaba ser portero. Ser portero era su empleo; pero ser un DJ era su vocación. Papá, por supuesto, no podía entenderlo. No podía entender cómo alguien podía tener sólo un empleo en lugar de una carrera, cómo alguien hacía algo sólo por gusto.

Estaba más allá de su comprensión.

Como sea, hace unos seis meses Mike renunció a su empleo como portero y abrió su propio negocio en Romford, vendiendo y rentando equipo para DJ: tornamesas, mezcladoras, sistemas de audio, esa clase de cosas. Al principio seguía haciendo de DJ, pero al cabo de un tiempo se dio cuenta de que le gustaba la parte del negocio casi tanto como ser DJ. Además, era menos cansado y más lucrativo. De modo que ahora está casi retirado de ser DJ, y le va bastante bien con su negocio. Se ha creado un nombre y ha hecho mucho dinero, pero eso le da igual a papá. Aún no lo tolera. Lo cual, por decir lo menos, entorpece un poco las cosas de vez en cuando.

De modo que no supe qué decir cuando bajé a la cocina esa noche y Gina me dijo que Mike le había pedido casarse con él. No supe qué decir. Claro que estaba contento por ellos y era muy lindo ver la emoción en sus caras, pero no pude dejar de pensar en lo que diría papá.

—¿Ya le dijiste? —le pregunté a Gina.

Sacudió la cabeza.

—Mike me lo acaba de pedir esta noche… Mira… —movió el dedo hacia mí para presumirme un pequeño anillo plateado.

—Muy bonito —dije mirando a Mike—. Supongo que te sobraron algunos regalos de la Navidad pasada.

—Permíteme informarte que es un anillo de platino de alta calidad —dijo Mike.

—¿Quién te dijo eso?

—El chico que los vendía en el pub. Alta calidad, dijo, platino de cuarenta y ocho kilates, de mucha clase.

—Bienes de clase alta para un chico de clase alta.

—Así es.

Dirigió una sonrisa a Gina desde el extremo de la mesa. La hizo sonreír como a una idiota. Yo me descubrí mirándolo, preguntándome por qué Mike no me asustaba de la misma forma en que Iggy lo hacía. Era una comparación incómoda y me hizo sentir realmente estúpido, pues sabía que sólo hacía aquella comparación porque ambos eran grandes y negros, y eso no tenía ningún sentido. Yo no le tenía miedo a Iggy porque fuera grande y negro: le tenía miedo porque daba miedo. Porque era Iggy. El que fuera negro no tenía nada que ver con ello.

—¿Qué sucede? —me preguntó Mike.

—¿Qué?

—Me miras como si tuviera dos cabezas o algo así.

—Perdona —dije—. Estaba a kilómetros de aquí.

—¿Pensabas en Candy? —preguntó Gina.

—No…

—¿Quién es esa Candy? —preguntó Mike apoyando los brazos en la mesa y pareciendo interesado.

—Nadie —comencé a decir.

—Vamos, Joe —interrumpió Gina—. Hicimos un trato. Te conté nuestro secreto. Ahora es tu turno.

—Sí —coreó Mike—. Venga, Joe… échalo, suéltalo, sácalo…

—¿No te ibas ya a casa? —le dije.

—No hay prisa —sonrió.

No quería hablarles de Candy. Temía quedar como un tonto pero tampoco quería guardármelo. Quería sacarlo, airearlo un poco, ver cómo sonaba fuera de mi cabeza… al menos una parte de la historia.

Y después de todo, había hecho un trato con Gina.

De modo que bebí un poco de té, me recargué en la silla y les conté lo que había pasado. Claro que no les dije todo. No les conté del roce de las puntas de los dedos de Candy o el intoxicante aroma de su piel, y desde luego no les conté nada acerca de la luz en la oscuridad o de la voz que clamaba o de las cosas que podía sentir en el fondo de mí mismo… lo que sea que fuera.

Aunque hubiera querido, no habría podido contarles eso.

Pero les conté todo lo demás.

Cuando terminé, nadie dijo nada por un rato. Gina sólo se quedó ahí sentada, mirándome con una expresión un poco aturdida en la cara. Entre tanto, Mike mantenía la cabeza gacha y contemplaba pensativamente la mesa. Tiré de mi taza el té frío y eché un vistazo a la cocina. Paredes blancas, piso de piedra, ollas en la pared… todo cubierto por el silencio sin palabras de la madrugada.

—Vaya… —dijo Gina despejándose la garganta.

La miré. De repente me sentí ansioso, preguntándome lo que ella pensaría de mí. ¿Pensaría que era un tonto? ¿Un ingenuo? ¿Un idiota? ¿Se avergonzaba de mi estupidez? «Tal vez no debí haberle dicho nada después de todo —pensé—. Tal vez debí habérmelo guardado».

Gina se pasó los dedos por el cabello, miró a Mike de soslayo. Luego me miró de nuevo, sonriendo con torpeza.

—No sé qué decir —dijo ella—. Debes de haber estado…

—¿Qué? —dije nervioso—. ¿Debo de haber estado qué?

—No sé… asustado, confundido… quiero decir, de haber sido yo…

—No habrías sido tan tonta.

—No, no quise decir eso. Dios, Joe… No fue tu culpa. ¿Cómo ibas a saberlo?

Me encogí de hombros.

Gina se inclinó hacia mí.

—No te pidió nada, ¿o sí?

—¿A qué te refieres? ¿Pedirme qué?

—Dinero.

—No… sólo comenzó a hablarme.

—Bien, entonces…

—¿Qué?

—No podías saber lo que era, ¿no? No es que tuviera un tatuaje en la frente que dijera «soy una prostituta…».

Sonreí.

Gina sonrió de vuelta.

—No lo tenía, ¿o sí?

—No que yo recuerde.

Gina se relajó. Se estiró y apretó mi mano. Luego miró hacia el otro extremo de la mesa.

—¿Qué opinas, Mike?

Mike alzó la cabeza y me miró.

—¿Estás bien ahora? —me preguntó.

—Sí, creo que sí.

Asintió.

—¿Te enteraste de su nombre, el del tipo negro?

—Iggy. Ella lo llamaba Iggy.

—¿Jggy?

—Sí.

Mike sacudió la cabeza.

—Probablemente sea sólo un apodo callejero. Podría ser cualquiera. Hay tipos así por todos lados: proxenetas de poca monta y traficantes que explotan a un par de niñas desde un departamento en alguna parte… King’s Cross solía estar lleno de ellos. Limpiaron toda el área hace un par de años, pero aún hay mucho movimiento por ahí —me miró—. ¿Qué edad tenía esa niña?

—No sé… diecisiete, quizá dieciocho. Por ahí. Era difícil saberlo, por como iba vestida y todo… Supongo que podría ser menor.

—¿Se metía algo?

—¿Qué quieres decir?

—Si se metía… si usaba drogas.

Lo pensé… imaginé su cara, su piel fresca y blanca, sus brazos, sus labios, sus ojos… sus ojos…

Como pequeños agujeros negros.

—No sé —dije, preguntándome si estaba mintiendo—. No lo creo… digo, parecía estar bien.

—¿Ninguna marca en los brazos?

—No.

—¿Y qué hay de Iggy?

—No me fijé tanto.

—Pero definitivamente tenía alguna especie de poder sobre ella ¿verdad?

—La tenía petrificada.

Gina dijo:

—Pero ¿ella se sentía bien contigo?

—Sí, estaba perfectamente hasta que él apareció. Ella sólo estaba… no sé —miré a Gina—. Era muy linda.

—¿Bonita?

—Sí.

—¿Qué clase de bonita?

—No sé… ¿Qué clase de bonitas hay?

—De toda clase —sonrió—. Bonita guapa, bonita sexy, bonita seductora, bonita golfa… ¿Era medio golfa?

—Un poco, supongo… pero no de mala manera.

—¿Medio golfa pero linda?

—Sí, tal vez.

Miré entonces hacia otra parte. De pronto me sentía cansado y un poco avergonzado de mí mismo. No me parecía correcto hablar de Candy como si sólo fuera algo qué mirar: una pequeña burbuja brillante o una baratija o algo así. Lo que sea que fuera, lo que sea que hiciera, no lo merecía.

—Estoy cansado —dije estirando los brazos y bostezando—. Creo que me voy a la cama.

—Sí, bien —dijo Gina—. Has tenido un día largo.

—Sí.

—¿Seguro que estás bien ahora? ¿No te preocupa nada?

—¿Por qué habría de preocuparme?

—Nada, supongo —dijo Gina encogiéndose de hombros—. Digo, no la volverás a ver, ¿o sí?

—No, a menos que quiera que me corten el cuello.

—No te preocupes por eso —dijo Mike—. La mayoría de esos tipos son unos bocones. No quieren problemas.

—Yo no se los daré —le dije intentando sonar casual, tratando de ignorar la imagen que repentinamente me había venido a la cabeza: la imagen de una cueva oscura, con destellos de oro, la sonrisa de una máscara mortuoria…

Me puse de pie.

—Bien —dije—. Los dejo entonces.

Gina sofocó un bostezo.

—Buenas noches, Joe.

—Sí —dijo Mike—. Tómalo con calma.

Una vez arriba fui al baño, me lavé los dientes. Luego caminé con pasos cansados hacia mi recámara y me senté en la orilla de la cama. Eran las dos y media de la mañana. Mi cuerpo estaba exhausto y sentía la cabeza vacía, pero mi mente zumbaba aún con mil pensamientos: ¿qué dirá papá acerca de la boda de Gina y Mike? ¿Qué pasará cuando Gina se marche? ¿Qué pasa si mamá y papá se vuelven a casar y mamá se muda de vuelta?

Pensaba en todas estas cosas, aunque en realidad no pensaba en ellas: sólo estaban ahí, flotando como hojas muertas en la superficie de un estanque. Realmente no significaban nada para mí. Sin embargo, bajo la superficie, en las negras y heladas profundidades, alcanzaba a ver cosas que sí tenían significado. Cosas que me sacudían, cosas vivas, formas sin forma que nadaban velozmente y parpadeaban en la oscuridad, removiendo el limo, creando remolinos en la penumbra, formando un angosto túnel negro conmigo en un extremo y una máscara mortuoria en el otro y un pálido fantasma blanco flotando en alquila parte entre nosotros…

«Mierda —me dije sacudiendo la cabeza—. Estoy demasiado cansado para esto».

Me levanté y comencé a desvestirme.

Fuera camisa…

«Seguramente no la recordarás mañana».

Fuera zapatos…

«Ella sólo será otro sueño perdido».

Fuera calcetines.

«Conocerás a una chica en la parada del autobús y olvidarás que Candy existió».

Fuera pantalones.

«¿Qué es esto?».

Revisaba mis bolsillos antes de quitarme los pantalones, sólo para deshacerme del cambio y todo eso, cuando mis dedos se aferraron a algo poco familiar. Ya sabes qué ocurre con las cosas que traes en los bolsillos, más o menos sabes lo que hay en ellos, y aunque no lo sepas, tus dedos sí —ésa es una moneda de una libra, ése es un boleto del tren, ése es un plectro y tienes esa extraña sensación de meterte la mano en el bolsillo y que tus dedos toquen algo fuera de lugar, algo que no debería estar ahí.

Bien, pues así es como me sentí en ese momento. Mis dedos se habían cerrado sobre algo que no debía estar ahí. Parecía un pequeño pedazo de cartón enrollado en forma de tubo. Al principio pensé que era un boleto del tren, pero era demasiado pequeño para ser un boleto del tren; y en primer lugar, yo no enrollaría nunca un boleto del tren.

Lo saqué.

Era un cilindro de cartón: cartón blanco apretado en un pequeño cilindro como de cinco centímetros de largo, doblado por la mitad, manchado por la humedad de huellas dactilares.

El corazón me dio un vuelco.

Sabía qué era.

Podía verlo en las manos de Candy mientras ella luchaba por contener las lágrimas y se disculpaba con Iggy. Podía verla enrollarlo, desenrollarlo, doblarlo, torcerlo… Y entonces, justo un par de minutos después, la sentí meterlo en mi bolsillo, su mano rozando mi muslo mientras ella se inclinaba y alcanzaba mi silla al tiempo que Iggy se abalanzaba sobre mí.

Sabía lo que era.

Estaba en mis manos.

Una joya húmeda y mugrienta.

Me senté sobre la cama y lo desdoblé despacio, luego lo desenrollé con cuidado revelando los restos arrugados de una tarjeta de presentación blanca. CANDY, decía en claras letras negras. Ninguna otra palabra, ningún mensaje, ningún detalle. Sólo CANDY, con un número de celular impreso al pie.

Ir a la siguiente página

Report Page