Candy

Candy


Cinco

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CINCO

A veces hay días perfectos: el clima, el mundo, como se sienten las cosas… tu cuerpo, tu ropa, tu estado de ánimo… A veces todo cuadra en la forma correcta, como debe ser.

El martes fue uno de esos días.

Amaneció escarchado y frío, con una bruma blanca en el aire, pero conforme se aclaraba la mañana y salía el sol, aquella bruma invernal se disipó y el cielo brilló con la promesa azul celeste de la primavera. Aún era demasiado temprano para que el aire fuera realmente cálido, pero el flujo de la luz fresca era suficiente para inundar de vida todas las cosas.

Los pájaros trinaban.

La gente sonreía.

El aire se sentía vibrante y fresco.

Era un día espléndido para ir al zoológico.

Tomé el tren de las diez treinta, que me llevó a Liverpool Street apenas pasadas las once. Luego tomé el metro hasta Camdem Town y desde ahí caminé el resto del trayecto. Había mucha gente en las calles, pero no demasiada, y mi corazón latía a toda velocidad, aunque no demasiado rápido. Lo bastante rápido como para dibujar una sonrisa en mi rostro y alegría en mi andar, pero no tan rápido como para sentirme mal. Así de rápido.

Rápido bien.

Emocionante.

Excitante.

Energizante.

Parte de aquella emoción venía, supongo, de saber que debía haber estado en la escuela. Era una emoción un tanto infantil, una excitación prohibida, y mientras caminaba por las calles deprimentes de Camden, luego calle arriba a través de Parkway y hacia el esplendor de Regent’s Park, supe en el fondo de mi mente que probablemente pagaría por ello más tarde. No había tenido mucho tiempo para pensar bien las cosas, de modo que esa mañana me limité a esperar a que papá se marchara al trabajo y supliqué a Gina que me cubriera. No le dije la verdad, desde luego. Quiero decir, somos bastante cercanos y ella es bastante comprensiva, pero no estoy seguro de que hubiera comprendido por qué iba al zoológico con Candy. De modo que inventé una historia acerca de algunos problemas con el equipo para la tocada del viernes en Londres.

—De verdad es muy importante —le dije—. Si no lo resolvemos hoy, se cancelará todo.

—No te puedo dar un aventón hasta Londres, si es eso lo que insinúas —me dijo ella—. Tengo que irme a trabajar en un minuto. Ya voy tarde.

—No, no es eso. Sólo necesito que llames por mí a la escuela y les digas que estoy enfermo.

Me miró.

—¿Quieres que mienta por ti?

—Sí… si no te importa.

Rio.

—¿Y qué sucederá cuando se entere papá?

—No lo hará…

—Sí, lo hará… siempre se entera. Es como Columbo.

—¿Qué quieres decir? ¿Bizco y pasado de moda?

—Ya sabes lo que quiero decir.

—Está bien —le dije—. Si se entera, sólo le diré que te mentí. Le diré que fingí estar enfermo y te engañé para que llamaras a la escuela…

Gina sacudió la cabeza.

—Se supone que soy enfermera, Joe. Se supone que debo saber si la gente está o no enferma. Y si lo están, se supone que debo cuidarlos…

me estarías cuidando.

—No, no lo estaría haciendo. Te digo que tengo que irme a trabajar. No me puedo quedar en casa todo el día a cuidarte…

—Sí, pero ése es el punto. No tienes que quedarte en casa a cuidarme.

—¿Por qué no?

—Porque no estoy enfermo, ¿o sí? Y no estaré aquí de todas formas… Estaré en Londres.

Gina me miró unos instantes intentando darle sentido a lo que yo acababa de decir y preguntándose si valía la pena discutir al respecto. Luego miró el reloj y dejó escapar un suspiro.

—Está bien —dijo alcanzando el teléfono—, pero me debes una enorme por esto, ¿de acuerdo? Y cuando papá se entere…

Cuando papá se entere…

Sí, tenía razón: se enteraría. Siempre lo hacía. Luego me metería en problemas y Gina tendría que mentir por mí de nuevo, y papá se pondría todo gruñón durante un par de semanas, sermoneándome todo el tiempo, echándome rollo sobre la carrera y la responsabilidad y la confianza y Dios-sabe-qué-más…

Pero eso sería otro día.

No sería hoy.

Ahora era sólo ahora: caminar por las calles bañadas de sol, mirando hacia las majestuosas casas blancas y la exuberante extensión de pasto del parque, y las tranquilizantes aguas del canal, y los pequeños puentes de madera, y las barracas, y los patos, y los distantes sonidos del zoológico flotando en el aire, los débiles chillidos de los pájaros, los monos, los leones marinos…

Sonidos animales.

La extraña forma en que se mezclaban con los sonidos de la ciudad me recordaba las muy olvidadas salidas familiares, cuando yo era sólo un niño y Gina solía tomar mi mano y llevarme por el parque señalando los animales y diciéndome lo que eran, mientras mamá y papá paseaban del brazo detrás de nosotros, perdidos en su pequeño mundo…

—¡Joe!

Alcé la mirada al escuchar la voz de Candy y me di cuenta de que me acercaba ya a la entrada principal del zoológico. Había bastante gente circulando por ahí —grupos de turistas, niños de escuela, gente que descendía de autobuses—, pero no alcanzaba a ver a Candy por ninguna parte. Miré alrededor, revisando el área de la entrada, alzando el cuello para escudriñar las multitudes, y luego escuché de nuevo su voz: «Aquí… estoy aquí…», y giré la cabeza hacia la izquierda, pero aún no podía verla. Apenas pude distinguir a una linda jovencita en jeans y un suéter turquesa, recargada contra la pared, saludando con la mano a alguien detrás de mí. Volteé para ver a quién saludaba, pensando que vería a su familia, a su mamá y a su papá, o quizá a una amiga de la escuela… Entonces, la voz de Candy volvió a atravesar el aire.

—Joe, ¿pero qué haces? Soy yo.

Cuando volví a mirar, la niña en el suéter turquesa caminaba hacia mí, dibujando aquella sonrisa, y no pude creer que la hubiera yo confundido con alguien más. Toda ella era Candy: la cara, la sonrisa, el andar, el cuerpo… las miradas persistentes de todos a su alrededor.

—¿Qué haces? —dijo acercándose a mí—. ¿Me evitas o algo así?

—Perdona —dije—. No te reconocí. Te ves diferente.

Se detuvo frente a mí, posando: el mentón salido, la cabeza echada hacia atrás, las manos en los bolsillos traseros.

—¿Te gusta?

Los jeans eran apretados, como el suéter: apretado y corto, atraía mi mirada hacia su torso, como la otra vez. Traía el cabello ajustado con pinzas y broches, y atado por detrás en una cola de caballo. Aunque aún llevaba maquillaje, no era tan obvio como antes. Su cara parecía más joven y más fresca, pero no menos deslumbrante.

—Muy linda —dije apartando la mirada.

—Gracias… Tú también te ves bastante bien.

No supe qué responder a eso. De modo que me quedé ahí parado, como un idiota. Candy me lanzó una sonrisa reluciente, luego sacó las manos de los bolsillos y se acercó a mí. Y antes de que me diera cuenta me dio un beso en la mejilla.

Fue sólo un picorete… un besito amistoso…

El roce de sus labios…

Apenas un toque…

Y no es que nunca antes me hubieran besado. No era ningún Romeo, ni por asomo, pero había tenido mis momentos de inspiración. Había dado la vuelta a la manzana una o dos veces… Bueno, no toda la vuelta a la manzana, pero lo suficiente para saber qué es qué, si saben a lo que me refiero.

Pero esto…

Este simple beso.

Esto fue algo más.

Diablos… se sintió tan bien. Pensé que iba a explotar. Algo dentro de mí pareció elevarse hacia el cielo, hasta lo alto, alzándose más y más hasta que el aire se hizo tan liviano que apenas podía respirar, y por un momento pensé que me moría.

—¿Listo? —dijo Candy.

—¿Eh?

Rio y dio unas palmadas en mi brazo.

—Vamos. Si nos apresuramos podremos ver cómo los alimentan.

Al otro lado de los torniquetes y lejos de la entrada, el zoológico no parecía tan lleno como desde afuera. Aunque era un poco más pequeño de lo que recordaba, con menos espacios abiertos y muchos más edificios, seguía siendo un lugar bastante grande, y sus miles de senderos y túneles eran suficientes como para que los grupos que venían en autobuses, los turistas y los escolares se esparcieran dejándonos mucho espacio para vagar y tomarnos nuestro tiempo. No era que Candy estuviera vagando mucho. En cuanto pasamos las rejas, su cara se iluminó. Comenzó a corretear por ahí revoloteando de jaula en jaula, farfullando como un niño sobreexcitado…

—Hey, Joe, mira eso… Dios, mira el tamaño de ese león. Es enorme… ¿no tienen hipopótamos? ¿Qué es eso? Parece una especie de mono… ¿Dónde está el letrero donde dice qué es? Antes había letreros…

No imaginé que fuera a emocionarse tanto, así que al principio aquello fue una especie de sorpresa: de hecho, fue una gran sorpresa. Supongo que asumí que se mantendría ecuánime ante todo aquello: caminar por ahí, tan tranquila como si nada, charlando conmigo en voz baja, lanzando ocasionalmente alguna mirada curiosa a los animales…

No sé por qué pensé eso.

Fue una suposición bastante estúpida.

Aun así, era un poco extraño que no platicara conmigo. Cada vez que intentaba hablarle, me escuchaba durante un segundo y luego salía disparada en otra dirección para ver más animales, o comenzaba de nuevo a farfullar…

—Vine aquí una vez en una excursión escolar y tuvimos que llenar un montón de papeles con preguntas acerca de los animales, como dónde vivían y qué comían y todo eso, y todos copiaban los letreros que hay en las jaulas… ¿Dónde están los pingüinos? ¿Todavía tienen pingüinos? ¿Qué es eso que está por allá…?

Era enervante y un poco decepcionante. Yo no sólo quería que Candy estuviera conmigo: quería que estuviera conmigo. Quería que camináramos juntos, que habláramos juntos, estar juntos… Quería ser parte de su emoción, no sólo un espectador. No era que me molestara ser un espectador. Quiero decir, aunque me sentía un poco ajeno a su entusiasmo, aún había algo estimulante en él, algo que me daba un curioso empujón, como si yo fuera aquello que la entusiasmaba, aunque sabía que no era así.

Y eso estaba bien.

No era perfecto, pero podía vivir con ello.

De modo que al cabo de un rato eso es lo que hice: dejé de intentar una conversación y me limité a pasear detrás de ella, observando cada uno de sus movimientos. Al principio intenté ser discreto —disfrazaba mis miradas, hacía como que miraba hacia otro lado—; pero, hasta donde pude percatarme, ella no se daba cuenta de la atención que le ponía, de modo que al final dejé de ser sutil y la observaba abiertamente. Sabía en el fondo que no debía hacerlo y mi conciencia no dejaba de molestarme —«deberías avergonzarte de ti mismo por mirarla sin que se de cuenta, por comértela con los ojos como si fueras una especie de pervertido»—, pero no podía evitarlo. Mis ojos tenían vida propia, iban de un lado a otro entre su cara, su cuerpo, sus piernas, sus senos… y mis pensamientos enloquecían: «¿De dónde viene?, ¿qué hace?, ¿realmente es una prostituta?, ¿qué significa eso?, ¿cuántos años tiene?, ¿dieciséis?, ¿diecisiete?, ¿quince?, ¿catorce?, ¿importa acaso…?».

¿Importaba?

No podía convencerme de que no.

Y sabía que debía hablar con ella. Sin importar cuánto deseara ignorar todas aquellas preguntas y sólo disfrutar la emoción de estar con ella, sabía que no bastaba. No podía pasar el día entero sólo babeando por ella, demonios. Candy era una persona, no una fotografía en una revista. Era real.

Ahora nos dirigíamos hacia el estanque de los pingüinos. Yo caminaba solo, combatiendo mis pensamientos culposos, cuando alcé la mirada y vi a Candy esperándome al final del sendero. Estaba recargada sobre un letrero, fumando un cigarrillo, estudiándome con detenimiento. Me dio la impresión de que sabía exactamente lo que yo estaba pensando.

—Oye —me dijo mientras me aproximaba—. Está bien, ¿verdad?

—¿Qué cosa?

—El zoológico.

—¡Ah! Sí…

Se frotó los brazos y se bajó las mangas.

Le dije:

—¿No tienes frío, así, sin abrigo?

—Nunca siento frío —me respondió—. Tengo sangre caliente.

A mí sí me pareció que tenía frío: pálida y blanca y con piel de gallina… pero no dije nada.

—¿Quieres ir por un café o algo? —preguntó—. Hay una pequeña cafetería por ahí.

—Está bien.

Dejó caer al suelo su cigarrillo y lo pisó. Luego entrelazó su brazo con el mío y comenzó a guiarme por el sendero.

—Te compraré la dona que te prometí —me dijo recargándose en mí—. Y luego puedes contarme todo sobre ti.

Ahora era yo quien tenía la piel de gallina.

La cafetería no era la gran cosa, sólo un salón mediano con más o menos una docena de mesas y un mostrador al frente. Pero estaba vacío y callado, y tenía una bonita vista, y en realidad me daba igual cómo era. No había donas, de modo que nos compramos dos cajitas Jungla y dos tazas de café, y Candy insistió en pagar.

—Yo invito —me dijo.

—Pero tú pagaste las entradas…

—No te preocupes por eso —dijo ella apartando mi dinero mientras sacaba del bolso un fajo de billetes—. ¿Ves? Estoy forrada.

Mientras llevábamos nuestras charolas hacia una mesa cerca de la ventana, mi mente vagó hacia aquel momento en McDonald’s cuando ella le había mostrado a Iggy un fajo de billetes y le había dicho: «¿Ves? No te mentiría, Iggy, sabes que no lo haría…». Y él sólo se había quedado sentado mirándola —lanzándole esa mirada—, y ella se había encogido de vuelta en su asiento, en aterrado silencio…

La miré ahora mientras ponía su charola en la mesa y acomodaba los cubiertos con la cara brillante y sonrojada por el calor del café, y me pareció difícil imaginar que Iggy pudiera existir.

Pero yo sabía que existía y sabía que tenía que averiguar más sobre él. Y sabía también que debía tener cuidado. Si decía algo equivocado, si me volvía demasiado insistente… no sabía qué podría suceder.

—Entonces —dijo Candy metiendo el tenedor en sus papas fritas—, ¿por dónde quieres comenzar?

—¿Comenzar qué?

—Quiero saber todo de ti: dónde naciste, quién eres, qué te gusta hacer… ¿Qué pasa?

—Nada.

—¿Te parezco demasiado entrometida?

—No, no es eso…

—Está bien —dijo ella—. ¿Qué tal si te digo lo que creo que eres y tú me dices si voy bien o mal? ¿Así está mejor?

—No está mal…

—Bueno… Está bien… Vamos a ver. Tu padre es ginecólogo…

—Eso ya te lo dije.

—Ya sé… apenas estoy comenzando. No vale sólo adivinar, ¿ves? Tienes que comenzar por los hechos y elaborar a partir de ahí el perfil. Hecho número uno: tu padre es ginecólogo. ¿Correcto?

—Correcto.

Sopeó en el huevo su tenedor lleno de papas, luego hizo una pausa mirándome pensativa con el tenedor en el aire.

—Ése debe de ser un trabajo arduo —dijo.

—¿Qué?

—Ser ginecólogo… Quiero decir, te levantas por la mañana y lo primero que haces es hurgar en la vagina de alguien. No debe de ser fácil… especialmente si has bebido algunas copas la noche anterior.

Traté de mantener la compostura, como si no estuviera pasmado o avergonzado ni nada; que en realidad no lo estaba, pero de algún modo sentí que debía estarlo, y no pude evitar que mi rostro reflejara aquel sentimiento.

—¿Qué? —dijo ella—. Sólo comentaba…

—Lo sé… Está bien, no es nada.

Pensé por un instante que Candy diría algo más sobre papá, o sobre los ginecólogos en general, o sobre el hecho de que yo me apenase con aquel asunto, pero no lo hizo. Sólo sonrió por un segundo, luego metió en su boca las papas con huevo y comenzó a hablar de nuevo.

—Está bien —dijo—. Hechos número dos y número tres: vives en Heystone y estás en el décimo año en el Bachillerato Heystone.

Mi boca se abrió con asombro de tonto.

—¿Estoy en lo cierto? —sonrió.

—¿Cómo sabes eso? —le dije.

Rio moviendo los dedos hacia su cabeza.

—Soy psíquica… Puedo s-e-e-entir tus pensamientos… Sé todo aquello que hay que saber…

—¿Me seguiste?

Su rostro se congeló.

—Claro que no te seguí. ¿Qué crees que soy?

—Entonces, ¿cómo sabes dónde vivo?

—Porque… —dijo comenzando a comer de nuevo—, porque… solía verte en el parque de las patinetas.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Hace años, cuando recién abrió. Tú y tus amigos solían rondar por ahí después de la escuela, cayéndose todo el tiempo de sus patinetas.

—¿Y cómo sabes?

—Estaba ahí.

—¿Dónde?

—En el parque.

—No lo entiendo. ¿Qué hacías tú ahí?

—La mayor parte del tiempo me escondía y robaba cigarrillos —rio—. No es ningún misterio ni nada por el estilo… Solía vivir en Heystone, eso es todo. Fui a St. Mary’s…

—¿La escuela de monjas?

—Sí. Pero no estuve ahí mucho tiempo…

La miré mientras trataba de imaginar cómo se vería en un uniforme de St. Mary’s: el largo vestido azul, el estúpido sombrerito, las calcetas blancas, pero no conseguí imaginarla.

—¿En qué parte de Heystone vivías?

—Otley —dijo.

Asentí. Otley está en la parte opulenta del pueblo —o la parte más opulenta, para ser exactos. Heystone no tiene zonas pobres, sólo hay distintos grados de ricos, y Otley es lo más rico que hay.

—¿Sorprendido? —dijo Candy.

—Sí, bueno. No sobre lo de Otley… sino de todo. Ya sabes, la coincidencia.

—¿Qué coincidencia?

—Nosotros… tú y yo… que los dos vengamos de Heystone…

—¿Eso te parece una coincidencia?

—Pues, sí…

Candy sacudió la cabeza.

—¿Por qué crees que te llamé en la estación?

—¿Por qué?

—Sí, ¿crees que acostumbro hablar con cualquiera en la calle?

—Pues no, supongo que no…

—Te reconocí. Te lo acabo de decir. Te recordé del parque —ladeó la cabeza y me miró—. No has cambiado mucho, ¿sabes? No es que haya sido hace tanto… sólo un par de años.

—¿Me reconociste?

—Sí.

No supe cómo sentirme acerca de eso. En cierta forma, era lindo. Era lindo ser reconocido. Lindo saber que ella me recordaba. Lindo saber que debía de tener algo digno de ser recordado, pero no estaba seguro de que toda aquella situación fuera linda. No estaba seguro de querer ser reconocido o recordado.

No estaba seguro de qué quería.

—¿Te vas a comer eso? —preguntó Candy señalando mi pan con la barbilla.

—Sírvete —le dije.

Mientras ella doblaba el pan y limpiaba el huevo de su plato, miré hacia afuera por la ventana de la cafetería. El patio estaba desierto. A través del zoológico podía distinguir senderos que serpenteaban hacia arriba y hacia abajo del paisaje de árboles, rocas e imaginarios mundos animales. Montañas artificiales brillaban erguidas en la oscuridad, tan pálidas y grises como hechas con papel maché pintado, y me pregunté si los animales sabían que las montañas no eran reales, y en caso de que lo supieran, si les importaba.

—¿Por qué tienes que pensarlo todo tanto? —dijo Candy a través de un bocado de pan remojado en huevo.

Sacudí la cabeza. No era mi intención parecer irritado, pero por la reacción de Candy pude ver que así había sido.

—Sólo preguntaba —dijo con un puchero—. Me da igual lo que hagas.

—Perdona —dije—. Sólo pensaba, eso es todo.

Encendió un cigarrillo y exhaló su irritación en una nube de humo.

—¿En qué pensabas?

—En ti.

Se me salió antes de saber lo que estaba diciendo y creo que la sorprendí un poco. Sé que yo mismo me sorprendí. Candy no dijo nada durante un rato. Sólo me miró, luego comenzó a recoger la mesa apilando los platos y cubiertos en la charola. Cuando terminó, se recargó en su asiento, se dio unas palmadas en la barriga y eructó alegremente, como un viejo después de una cena en el club.

Luego dio otra larga chupada a su cigarrillo y me miró de nuevo.

—Tienes huevo en la boca —le dije.

—¿Dónde?

Señalé la comisura de mi boca.

Candy tocó el lado opuesto.

—¿Aquí?

—No… del otro lado.

—Enséñame —me dijo mientras chupaba la orilla de una servilleta de papel y me la pasaba. Titubeé un instante, luego me estiré hacia el otro lado de la mesa y toqué su boca con la servilleta. Sin querer, rocé su mejilla con los nudillos… Su piel era suave y delicada. Los huesos de su cara se sentían pequeños y enigmáticos.

—Gracias —me dijo relamiéndose.

Asentí en silencio al tiempo que ella arrugaba la servilleta y la colocaba con cuidado sobre la charola. Aquella bola de suave papel blanco permaneció ahí un momento, luego se desdoblo despacio revelando un dibujo en manchas de amarillo y rosa labial. Miré fijamente la servilleta durante un instante buscando significados ocultos en aquella mancha, pero no había nada ahí: era sólo una mancha de labial y huevo.

—¿Joe? —dijo Candy.

Alcé la mirada. Estaba pálida y ojerosa. Sus ojos parecían más oscuros que de costumbre.

Dijo:

—No querrás saber nada de mí.

—¿Por qué lo dices?

—Sólo es mejor que no sepas.

—¿Mejor para quién?

—Para ti… para mí… no sé.

Parecía tensa, jugueteando con el encendedor, parpadeando, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Era como si estuviera ansiosa por ir a alguna parte, o por hacer algo, pero igualmente ansiosa por no querer hacerlo.

—Está bien —dije—. No me molesta…

—Lo siento —me interrumpió, poniéndose de pie—. Necesito ir al baño —cogió su bolso de la mesa y echó un vistazo por la cafetería buscando los baños.

—Están por allá —le dije señalando una puerta al otro lado de la cafetería.

—Gracias —dijo alejándose de prisa—. No tardo.

La miré partir, recordando la última vez que se había alejado de mí, el día que la vi por primera vez en la estación. En ese entonces se había alejado meciendo las caderas y con una rápida sonrisa sobre el hombro, como si supiera que la estaba observando y quisiera aprovecharlo al máximo. Ahora caminaba sin ninguna vanidad —sin mecer las caderas, sin pretensiones, sin frivolidad. Caminaba con un propósito, sin saber o sin importarle que yo la mirara.

Mientras Candy atravesaba la puerta me pregunté por un instante si huía de mí. La imaginé atravesando el pasillo, escurriéndose por la cocina, saliendo luego a hurtadillas por la puerta trasera y corriendo por el zoológico…

«Sí, claro —pensé en mi interior—. Eso hará, ¿no? Va a tomarse toda esa molestia sólo para escapar de ti».

Me quedé un rato ahí sentado, mirando por la ventana, pensando cosas, escuchando el vapor silbante de las teteras y el estrépito de platos y cubiertos. Luego me levanté y salí a esperar.

Empezaba a atardecer y descendía la temperatura. Sin embargo, el sol todavía brillaba, iluminando el cielo, y una fresca luz invernal bañaba los jardines del zoológico. El aire era claro como el cristal. Podía ver a kilómetros a la redonda. Podía ver aves de colores brillantes, cabras en los cerros, cebras y llamas, monos capuchinos jugando en las copas de los árboles.

Volví la vista hacia el interior de la cafetería.

Candy tardaba mucho.

Me pregunté qué estaría haciendo: ¿lavándose las manos, arreglando su maquillaje, llamando por teléfono? No tenía la menor idea. Lo que hacen las chicas en el baño es para mí un completo misterio. Gina a veces desaparece allí por horas. Con frecuencia he estado tentado a preguntarle qué hace ahí dentro, pero es un tema espinoso. Siempre existe la posibilidad de tropezar con la clase de temas que no deberían avergonzarme, pero que me avergüenzan, y ése es el peor tipo de vergüenza que hay. Porque cuando te sientes avergonzado por algo de lo que sabes que no deberías sentirte avergonzado terminas en el círculo vicioso de sentirte avergonzado de tu vergüenza… Y eso es realmente vergonzoso.

Miré de nuevo hacia el café deseando que Candy reapareciera: «Anda… por favor… si tardas más tendré que hacer algo al respecto, tendré que pedir a alguien que vaya a revisar el baño de damas por mí… esa mujer tras el mostrador… la que lleva el delantal, con lentes grasicntos… Tendré que acercarme a ella y explicarle qué ha pasado…».

Una puerta se azotó dentro de la cafetería. Me incliné hacia un lado para ver mejor. Por un segundo o dos no pude ver nada… Entonces apareció Candy, una visión en turquesa pasando por debajo del dintel y ajustando su bolso sobre el hombro.

Dejé escapar un suspiro y esquivé su mirada haciendo lo posible por parecer casual. Manos en los bolsillos, mirando al rededor, sólo disfrutando el panorama, esperando alegremente… sin ningún apuro. Estaba tan cool y casual que, incluso cuando se abrió la puerta de la cafetería, esperé un momento antes de voltear.

—Perdona que tardara tanto —dijo Candy.

—No hay problema —le dije encogiéndome de hombros muy ligeramente, lo justo para darle a entender que apenas lo había notado.

Candy se detuvo frente a mí mirando al suelo y pude percibir algo distinto en ella. Es difícil describirlo, pero de alguna manera parecía más suelta. La manera como estaba parada, balanceando la cabeza… aquella extraña sonrisita en sus labios…

—Estaba… uh… —murmuró.

—¿Perdón?

Alzó la cabeza y me miró haciendo un esfuerzo por enfocar mi cara.

—Estoy bien —dijo—. Todo está bien… ¿Quieres…? —se limpió la boca con el dorso de la mano y sonrió—. Lo siento… —dijo—. Lo siento… no quise decir… ¿Quieres…? ¿Ya sabes…? —señaló el zoológico, luego me miró de vuelta cubriéndose la boca para sofocar un bostezo. Sus ojos estaban enormes, como estanques de obsidiana, pero sus pupilas se habían reducido a oscuros puntos negros, casi invisibles en la oscuridad—. Vamos —dijo tomándome del brazo—. Te quiero mostrar algo.

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