Candy

Candy


Ocho

Página 10 de 27

OCHO

El Black Room. Viernes por la noche. Eran apenas pasadas las ocho y las cosas iban de mal en peor. Las pruebas de sonido habían sido un desastre, el camerino era una letrina y Jason estaba fuera de control. Había tomado algo de speed para calmar los nervios —una estupidez monumental— y ahora corría por todas partes, todo acelerado y frito hasta los ojos, sorbiéndose la nariz y retorciéndose como un lunático.

—¿Dónde están mis cigarrillos? ¿Quién los tiene? ¿Quién tiene mis malditos cigarrillos? ¿Qué es esto? ¡Dios! ¿Quién puso eso ahí? ¿Qué hora es? ¿Dónde está la lista de canciones? ¡Demonios! ¡Esto es ridículo!…

Habíamos llegado tarde, lo cual no era el mejor de los comienzos. Hubo una confusión con la camioneta que rentamos, así que no partimos de Heystone hasta casi las seis, y entonces Jason dio una vuelta equivocada en el camino a Londres y por horas dimos vueltas en torno a quién-sabe-dónde-diablos intentando llegar a Hammersmith. Cuando finalmente llegamos hubo toda clase de problemas con el equipo. Lo peor fue que Bluntslide se rehusó a prestarnos su amplificador. Según nosotros, habíamos acordado de antemano que, siempre y cuando su ingeniero de sonido condujera el espectáculo, podríamos usar su sistema de amplificadores. Eso nos venía bien, pues en cualquier caso nosotros no contábamos con un ingeniero de sonido, pero cuando comenzamos a montar nuestro equipo para la prueba, acomodar los micrófonos y arreglar los niveles de sonido y demás, el tipo que manejaba a Bluntslide se puso muy pesado.

—Es un equipo nuevo que vale cinco mil de los grandes. No dejaré que un grupo de mocosos juegue con él.

Era realmente desagradable: un tipejo molesto con zapatos afilados como navajas y una cara que combinaba perfectamente con ellos. Me parece que creyó que era parte de su trabajo discutir sobre cualquier cosa, fuera o no necesario. Era eso, o simplemente que disfrutaba ser un engorro. Como sea, luego de mucha discusión —y de muchos gritos enardecidos por parte de Jason— cambió de opinión y aceptó a regañadientes dejarnos usar su preciado equipo de amplificación. Pero para entonces eran casi las ocho, de modo que no tuvimos mucho tiempo para probar el sonido, y el ingeniero de Bluntslide no parecía muy dispuesto a ayudarnos. Jason no dejaba de maldecir…

De modo que, básicamente, terminamos con un sonido bastante malo, lo cual ayudaba a Bluntslide —los hacía oírse mejor—, pero era pésimo para nosotros.

—Ni siquiera funcionan bien los malditos monitores —se quejó Chris en el camerino trasero—. Apenas puedo escuchar lo que estoy tocando.

—Yo puedo oír lo que yo estoy tocando —dijo Ronny—, pero no puedo escuchar a nadie más.

—¡Demonios! —escupió Jason aventando una lata de cerveza contra la pared—. ¡Esto es una mierda!

Yo sólo me quedé ahí sentado, sorbiendo de una lata de cerveza, observando el camerino. De veras era una letrina. Los lavabos y los cubículos y los orinales habían sido extraídos y reemplazados por un par de bancas y una mesa, pero aún así parecía y olía a baño. Los muros estaban cubiertos por grafitis, del techo colgaban tuberías expuestas y sólo había una minúscula ventana al fondo: un pequeño cuadrado con cristal traslúcido en un marco enmohecido.

Mientras Jason y los otros seguían bebiendo y fumando y quejándose, me recargué en la pared y dejé que mi mente flotara hasta el día anterior, cuando papá me llamó a su estudio para transmitirme su decisión.

—Luego de evaluar cuidadosamente las circunstancias —me había dicho con voz solemne—, he decidido dejarte ir a tu concierto.

«Gracias, papá —pensé ahora, mirando de nuevo la habitación—. Muchas gracias». Y comencé a reír.

Jason dejó de despotricar y se me quedó mirando.

—¿Qué pasa contigo?

—Nada —dije riendo todavía.

—Vamos… ¿Qué es tan gracioso?

—Esto… nosotros… todo… —y agité la mano para señalar el camerino—. El Gran Día… finalmente la hicimos…

Ronny comenzó a reír conmigo, pero Jason y Chris no entendieron o no quisieron entenderlo. Sólo se quedaron ahí, mirándome fijamente. Jason siguió relamiéndose, movía la lengua velozmente hacia adentro y hacia fuera, como si fuera un lagarto. Sus ojos se proyectaban tanto que pensé que estallarían. Se veía ridículo. No pude parar de reír. Después de un rato, Jason se dio por vencido conmigo y volvió su atención sobre Ronny, quien siguió riendo hasta que no pudo seguir bajo la mirada furiosa de Jason, y al poco rato había bajado la mirada y su risa se había reducido a un avergonzado murmullo.

—Idiota —murmuró Jason dándole la espalda—. Dios, este lugar es un agujero de mierda. ¿Qué hora es?

—Ocho y media —dijo Chris.

—Falta media hora —dijo Jason sacudiendo la cabeza—. Necesito un trago de verdad.

—El bar está abierto —sugirió Chris.

Jason se limpió la nariz.

—No… vámonos. Hay un pub al otro lado de la calle. Sería mejor emborracharnos… de todas formas la tocada va a ser una mierda. Vamos…

Tomó su chamarra y se alejó. Chris lo siguió dejándonos a mí y a Ronny en el camerino. En realidad yo no conocía tan bien a Ronny. Siempre estaba callado, metido en sus rollos, y parecía bastante a gusto con mantenerse en la sombra. Me caía bien por eso, aunque nunca habíamos conversado gran cosa.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí…

—No dejes que Jason te afecte —le dije.

Ronny se encogió de hombros.

—La verdad es que Jase está bien. No quiso decir nada. Sólo se pone un poco tenso con estas cosas.

—Necesita dejar el speed —dije—. No le cae bien.

—Casi nada le cae bien.

Reí.

—Si sigue metiendo y sacando la lengua, alguien le va a disparar y usará su piel para hacerse un par de zapatos.

Ronny sonrió en silencio.

Seguimos un rato ahí sentados, sin hablar, sólo mirando las paredes sucias, el techo manchado, las latas vacías de cerveza desperdigadas por el piso… y pensé: «Si éste es el camerino, no quiero imaginar cómo estarán los baños».

Y de nuevo comencé a reír.

Ronny me miró.

Sacudí la cabeza.

—¿Quieres ir al pub? —dijo.

—¿Qué nos queda?

Y nos fuimos.

Era sólo una breve caminata al otro lado de la calle, pero el súbito golpe del aire helado fue suficiente para que mi cabeza diese un vuelco. El golpe del oxígeno, el efecto de la cerveza, los nervios, la adrenalina, la perspectiva de volver a ver a Candy… todo se agolpó de pronto y llenó mi cabeza con un crudo y embriagante mareo que me drenó la sangre de las piernas.

Dentro del pub la atmósfera era cálida y sudorosa y ahogada en humo de cigarrillo. Mientras seguía a Ronny por el bar, buscando a Jason y a Chris, pensé que iba a vomitar.

Ronny miró por encima del hombro y me gritó algo.

—¿Qué? —grité de vuelta.

Señaló la rocola con la barbilla.

—Nine Inch Nails.

—¿Qué? —grité.

—Nada.

—¡NOTE ESCUCHO!

—¡OLVÍDALO!

Encontramos a Jason y a Chris en una mesa de la esquina. Chris sólo bebía una Coca, pero Jason bebía lo que parecía ser un vodka triple. Y a juzgar por su mirada, no era el primero. Ni el segundo.

Ronny se inclinó sobre mi oído y dijo:

—Sólo nos quedan como quince minutos. ¿Quieres que te traiga dos o tres?

—¿Dos o tres qué?

—Lo que sea… —me palmeó la espalda—. No te preocupes… te traeré algo.

Y se dirigió al bar.

Me senté y miré alrededor buscando a Gina y a Mike. Gina dijo que podrían ir primero a alguna parte por un trago, y aquel era el pub más cercano, pero no los vi por ninguna parte. Tampoco había señal alguna de Candy. No es que esperara verla. Pensándolo bien, en realidad no sabía qué esperar.

—¿Estás en buena forma? —me preguntó Jason.

Lo miré. Su cara estaba pálida de muerte y cubierta con manchas rosa pálido. Sus ojos vagaban por todas partes.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí… estoy bien —dijo arrastrando las palabras—. Y tú, ¿qué tal? ¿Estás listo… Joe?

—Supongo.

—¿Supones?

—Sí.

Rio y dio un largo sorbo a su bebida mientras me miraba como un salvaje. Tomando en cuenta su estado, no podía darle importancia. Dirigí la mirada hacia otra parte y vi a un grupo de chicos negros que estaban parados junto a Ronny en el bar. Eran como seis, todos malencarados y malhumorados, y lanzaban a Ronny miradas muy serias. Él no parecía notarlo. O era muy bueno para disimular. Mientras yo observaba, uno de ellos volteó y me miró. Le sostuve un momento la mirada, luego miré rápidamente al suelo. Puede que haya yo estado un poco perdido, pero estaba lo bastante sobrio como para reconocer aquellos ojos. Eran los mismos que había visto esa vez en McDonald’s, cuando tiré al suelo todo mi dinero: los ojos helados que me habían hecho sudar. Estaba seguro. Y estaba también bastante seguro de que ahora reconocía a algunos más. Los ojos ebrios, las cabezas rapadas, las capuchas… Eran los mismos tipos a los que Candy había hablado cuando recuperó la moneda de una libra que había caído debajo de su mesa.

¿Qué podía significar eso?

Seguía pensando en ello cuando Ronny volvió y se sentó a mi lado.

—Ahí tienes —me dijo, poniendo un trago sobre la mesa; miró a Jason—. Lo siento, Jase, querías…

—Más vale que nos vayamos —dijo Jason, apurando su bebida—. Vamos, empínensela.

Miré el vaso frente a mí: un vaso alto con media pinta de un líquido claro. Lo alcé y lo olisqueé.

—¿Qué es? —le pregunté a Ronny.

—Sólo bébelo —replicó Jason levantándose tambaleante—. Vamos, regresemos y acabemos con esto.

Chris y Ronny se levantaron. Los tres se quedaron ahí parados, mirándome, esperando a que apurara mi trago.

—¿Vienes o qué? —me preguntó Jason.

Me llevé el vaso a los labios y lo apuré de golpe, casi ahogándome por la quemazón asfixiante del alcohol. Lo que haya sido, había mucho, y pude sentir su narcótico calor extenderse por mis venas.

—¡Diablos! —murmuró Jason apuñalando su reloj con la mirada—. Anda… vamos.

—Vayan ustedes —dije a punto de ahogarme—. Sólo voy al baño… los alcanzó en un minuto.

La verdad es que no necesitaba ir al baño. Sólo necesitaba un poco de tiempo para estar solo. Habíamos estado corriendo, bebiendo y discutiendo desde que salimos de Heystone, y aquello me estaba sobrepasando. La verdad, no estaba muy acostumbrado a eso. Al menos, no todo al mismo tiempo. Ya antes había bebido una que otra copa, y no era que la adrenalina o la tensión fueran para mí algo nuevo. Pero la combinación constante de las tres, y el frío y el calor, y el ruido y los nervios, y la impresión de haber reconocido a aquellos tipos en el bar y la tenaza en la que Candy tenía mi corazón…

Era demasiado.

Me tambaleé hasta los baños y vomité en el lavabo. Tosiendo, arqueándome, salpicando… Mi estómago volteado de revés.

—¡Por amor de Dios! —murmuró un hombre frente al secador de manos.

—Lo siento —dije con la cabeza aún hundida en el lavabo.

Sacudió la cabeza disgustado, chasqueó ruidosamente la lengua y salió.

Entré en un cubículo y eché el cerrojo.

«Inhala —me dije—. Siéntate. Respira profundamente. Relájate».

Contemplé el retrete. Las paredes estaban tapizadas de grafitis, dibujitos obscenos, estúpidas palabras obscenas, teléfonos, mensajes obscenos, amenazas, insultos, sombrías mirillas rellenas con pedazos de papel de baño…

Afuera, la puerta se abrió de golpe y dejó entrar el sordo escándalo de la rocola. Escuché el sonido de pasos arrastrarse por el piso. La puerta se cerró de golpe, las pisadas se detuvieron y escuché voces: negras y rudas.

—… no lo dijo. Sólo que viniéramos aquí y esperáramos. Dijo… que lo llamemos si la vemos…

—¿Por qué?

—No sé… está jugueteando, acaramelándose…

Pies que se arrastran, cierres abajo, meadas ruidosas y suspiros extravagantes.

Uno de ellos se tiró un pedo.

El otro dijo:

—Si me preguntas, ella está haciendo negocios por su cuenta.

—¿Ah sí?

—Con los chicos de por acá, ¿sabes? Los del Westway.

—Si él se entera, ya no la van a querer. Si se entera, ella no valdrá nada.

En ese momento se abrió la puerta y entró más gente: voces masculinas hablando en voz alta, riendo y maldiciendo, aullando y gritando… y ya no pude escuchar lo que decían los tipos negros. Seguí escuchando, por si acaso, pero todo lo que podía oír era el eco de una confusión de voces, gritos, tuberías silbantes y el constante rugido de la secadora de manos. Hasta donde sabía, los tipos negros ya ni siquiera estaban ahí. «Y de cualquier forma —me dije—, de lo que sea que estuvieran hablando, no es probable que tuviera que ver contigo, ¿o sí? Sólo porque los has visto antes, y porque buscan a una muchacha… Quiero decir, por favor… Candy no es la única chica en el mundo, ¿o sí? ¿Qué te pasa?».

Me quedé ahí sentado durante un rato, pensando las cosas, tratando de ser razonable, lógico, sobrio… y al final decidí que estaba en lo cierto: sólo estaba siendo paranoico.

Candy no era la única chica en el mundo…

Y yo no era el único chico.

Sólo parecía que sí.

De vuelta en el camerino, sólo quedó tiempo para colgarme el bajo y afinar apresuradamente con Jason y Chris. Y nos lanzamos. No había telón ni nada, ninguna entrada espectacular: sólo caminamos sobre el escenario y comenzamos a conectar nuestras guitarras. Las luces todavía estaban encendidas, el DJ seguía poniendo discos, y la pista de baile estaba vacía. Había algunos rostros aburridos en las mesas, hablando y bebiendo, y reconocí al fondo a un par de chicos que habían hecho la travesía desde Heystone para vernos. Eso era prácticamente todo. Yo esperaba que aún hubiera mucha gente en el bar y que en cuanto comenzáramos a tocar todos entraran corriendo.

Pero aquello no se veía nada esperanzador.

Aun así, seguía bastante emocionado. Conectando, pulsando la cuerda Mi, aumentando un par de rayas el volumen, mirando al resto del grupo. Ronny redoblaba en el tambor, ajustaba su asiento, azotaba el bombo —domp, domp, domp—. Chris revisaba sus pedales, presionando todas las teclas —chunk, sss, urr, danggg—, luego bajaba la cabeza y manoteaba algunos acordes descuidados. Y Jason… Jason se veía asombrosamente bien. Rendido y extraño y un poco intimidante, pero se veía bien. Se había quitado la camisa y había usado gel para echarse el pelo hacia atrás. Tenía la guitarra echada a la espalda y sus ojos miraban fijamente el piso. Rondaba el escenario y musitaba para sí como una especie de demente.

Miré a Chris y a Ronny, y supe que ellos se sentían igual que yo: algo estaba a punto de suceder. No creo que ninguno de nosotros supiera qué, pero sabíamos que ahí estaba. Lo podíamos sentir en la atmósfera: la carga eléctrica en el aire, el poder, la chispa… la emoción de una bomba de tiempo haciendo tic-tac.

Y ahora estaba a punto de estallar.

El DJ desvanecía la última canción, las luces del local comenzaron a atenuarse y el escenario a oscurecerse. Por sólo un momento, el local quedó en silencio y en penumbras.

Luego el DJ dijo:

—Damas y caballeros… Los Katies.

De pronto, el escenario entero hizo erupción en una llamarada de luz, la batería arrancó con un ritmo fustigante, y luego todos nos sumamos con un ensordecedor estallido de guitarras.

Dios. Fue increíble.

Era increíble.

No sé por qué, ni cómo, pero todo se conjugó: el sonido, la energía, la música, las luces… todo se fusionó en una angustiosa perfección. Nunca habíamos tocado tan bien. Estuvimos estupendos. Estuvimos tan bien, que casi me hubiera gustado estar en la pista de baile. La multitud se estaba volviendo loca. Quiero decir, los estábamos matando, los dejábamos fríos. No se saciaban de nosotros. Era increíble. El sonido fue perfecto —crudo y fuerte y claro— y las canciones nunca habían sonado mejor: apretadas y rápidas, llenas de poder, frescas, eléctricas, excitantes. Ardíamos y lo sabíamos: Ronny y yo ejecutando el ritmo de fondo, sólido como una roca; Chris rasgando endemoniadamente su guitarra; Jason cantando y bailando y gritando como un dios…

Durante las tres primeras canciones sólo mantuve la cabeza gacha y toqué. Hacía mucho calor bajo los reflectores, y pronto estuve bañado en sudor. Se me escurría, salía de mi piel a borbotones, y conforme manaba pude sentir que toda la porquería y la enfermedad que había sentido antes salía con él, hasta que sólo quedó la emoción primitiva de la música bombeando en mi interior. Y eso no exigía ningún sentimiento o pensamiento. Podía sentir a la multitud sin mirarla. Podía sentirlos moverse al ritmo de la música, emocionarse con ella, introducirse en ella. Podía escuchar el aplauso y los vítores, Estaba vagamente consciente de que la multitud crecía cada vez más, pero cuando finalmente alcé la vista me quedé en shock al ver que el club estaba casi lleno. La pista de baile estaba atiborrada. Todas las mesas estaban llenas. La gente entraba del bar intentando encontrar un sitio donde pararse. Hasta los tipos de Bluntslide habían salido para vernos.

Era increíble.

Mientras Jason presentaba la siguiente canción, protegí mis ojos de los reflectores y revisé los rostros en la multitud. Era difícil ver detalles en la oscuridad, pero estaba casi seguro de que Candy no estaba ahí. Sin embargo, seguí buscando, y cuando escuché a alguien decir mi nombre pensé por un momento que la había encontrado. En una mesa de la esquina, al fondo, saludando con la mano… luego me percaté de que era Gina. Estaba arreglada para la noche, y supongo que la familiaridad de su cara me confundió por un instante… ¿O era acaso que intentaba yo con demasiada vehemencia encontrar a Candy? No lo sé. De todas formas, cuando me di cuenta de que no era Candy, mi corazón se hundió por un instante, pero luego Gina sonrió y gritó de alegría, y Mike —que estaba sentado detrás de ella—, sonrió y alzó el puño, de modo que desapareció la sensación de zozobra.

Era bueno verlos ahí.

No tan bueno como hubiera sido ver a Candy…

Pero vaya, no se puede tener todo, ¿o sí?

—¿Estás listo, Joe? —dijo Jason.

Asentí limpiando el sudor de mis cuerdas.

Jason encendió un cigarrillo y se volvió a la multitud.

—Bien —dijo al micrófono—. Ésta se llama Girl on Fire.

Abrí rasgando la melodía al estilo rockabilly. La hice sonar fuerte y rápida. Luego arremetieron la batería y la guitarra y arrancamos de nuevo, hasta destrozar el lugar.

Media hora después, cuando llegamos al cierre, la atmósfera del club era casi demasiado buena para ser cierta. El local estaba a reventar, era un hervidero de ruido y sudor y cuerpos que bailaban, y nadie quería que terminara el espectáculo, nosotros menos que nadie, pero no teníamos alternativa. Era el concierto de Bluntslide, no el nuestro, y habíamos acordado con ellos una serie de cuarenta y cinco minutos. Si nos pasábamos de eso, estarían seriamente encabronados. Claro que de todas formas no importaba: sólo teníamos canciones suficientes para cuarenta y cinco minutos.

Hasta entonces, para cerrar siempre habíamos tocado una canción de Lou Reed… una canción llamada Sweet Jane. Es un poco anticuada, pero tiene un requinto realmente lindo y la tocamos mucho más rápida que la original y le damos durísimo al final… de modo que resulta una muy buena canción para cerrar.

Esa noche, sin embargo, justo cuando nos preparábamos para comenzar Sweet Jane, Jason nos convocó junto a la batería y sugirió que hiciéramos algo diferente.

—¿Cómo qué? —preguntó Chris—. No tenemos nada más.

—Claro que sí —dijo Jason—. La canción de Joe… esa en la que hemos estado trabajando… Candy.

Chris sacudió la cabeza.

—No, no está lista todavía… Sólo la hemos tocado un par de veces…

—Es perfecta —dijo Jason—. Los matará… y es nuestra. —Se volvió a mirarme—. ¿Qué opinas?

—No sé. Supongo…

Miró a Ronny.

—¿Tú estás de acuerdo?

Ronny asintió.

Chris dijo:

—No estoy seguro, Jase. Quedémonos en lo que conocemos…

Pero Jason ya había tomado la decisión. Me dijo:

—Dale el bajo a Chris y tú te encargas de la guitarra, ¿está bien?

—Sí, claro. ¿Y la letra? ¿La recuerdas?

Me sonrió.

—No tengo que hacerlo. Es tu canción… Cántala tú.

Y con eso se volvió hacia el micrófono, pidió disculpas por el retraso y comenzó a presentar la canción.

Chris, entretanto, me lanzaba una mirada furibunda.

En realidad no podía culparlo. Era la última canción de una serie maravillosa, y él quería terminar haciendo lo que mejor hacía: tocar la guitarra. Y ahora yo le robaba cámara. De haber sido él, sé que no me hubiera gustado. Pero Jason tenía razón: Candy era la canción perfecta para terminar. Y sí era una de las nuestras. Y yo podía tocar la parte de la guitarra mejor que Chris. No porque fuera mejor que él, porque no lo era. Chris era un genio. Podía tocar lo que fuera, pero Candy era una canción realmente sencilla y requería un sonido realmente sencillo. Chris era demasiado bueno para ser sencillo. Candy era un blues: estaba hecha de silencios. Y, a diferencia de mí, Chris era demasiado bueno como para dejar los silencios en paz.

—Lo siento —comencé a decirle.

—Está bien —dijo descolgando su guitarra y pasándomela. Aún no parecía demasiado contento con la idea, pero tampoco se veía demasiado compungido. Creo que sabía que era lo correcto—. Hagámoslo bien —dijo con un ligero asentimiento de cabeza.

Asentí de vuelta, le di mi bajo y ambos volvimos al frente del escenario.

Jason me presentó, luego me cedió el micrófono.

Mientras ajustaba el micro y rasgaba algunos acordes en la guitarra, comencé a sentirme de verdad extraño. Nunca antes había cantado en el escenario. Nunca había sido lanzado al frente. Nunca había tenido a tanta gente mirándome. Y no sabía lo que estaba sintiendo. Era como una mezcla de miedo con una especie de asombroso descubrimiento. Una sensación de «Ésta es la buena, Joe, éstos son tu momento y tu lugar, justo aquí, justo ahora».

Sin embargo, sabía que no podía pensarlo. Si lo pensaba, me congelaría en el acto. De modo que sólo empecé a tocar. Bajo primero, tan sólo acariciando las cuerdas, encontrando la sensación y el ritmo… luego comencé a subir el tono gradualmente, tocando con más confianza los acordes… y la armonía retumbó por la habitación, lenta y filosa y tensa, y luego entró el bajo, aumentando el sonido, y la batería, y la guitarra de Jason comenzó a lamentarse al fondo. Podía escuchar en mi cabeza la melodía que pedía ser cantada, y alcé la cabeza hacia el micrófono…

Entonces vi a Candy.

Estaba parada justo al frente, exactamente como había dicho que haría. A unos pocos metros de mí, mirando hacia arriba, los ojos fijos en los míos, su cara reflejando puro placer. Venía vestida para matar, con unos jeans apretados y una playera negra corta, los brazos ceñidos con cintas negras, su cabello peinado en picos, los ojos pintados de negro. Se veía fantástica.

El aliento se me atoró por instantes en la garganta. Luego brotó de mí una ola de energía. Abrí la boca y comencé a cantar:

La chica de la estación,

la chica de la sonrisa,

la tentación de un instante

que durará un buen rato…

Palabras sencillas para una canción sencilla. Y, por alguna razón, no me avergonzó cantarlas. Supongo que debía haberlo hecho al ver que la chica en cuestión estaba frente a mí, pero por alguna extraña razón, no lo hice. Tal vez fue porque no la miré mientras cantaba. De hecho, no miraba nada. Mis ojos estaban cerrados para la canción. La música, las palabras, el ritmo como en un trance elevándose en la oscuridad sobre el dulce torbellino del eco del coro:

Candy, tus ojos

me llevan lejos,

me llevan lejos,

me llevan lejos.

No sé que quieran decir esas palabras, si es que quieren decir algo. Sólo me llegaron la noche en que la conocí, cuando me encontraba sentado en casa rasgando la guitarra. Eran las palabras del momento. De eso trataba la canción en realidad: de un momento.

Conforme el coro llegaba a su fin retrocedí del micrófono para concentrarme en la parte de la guitarra que nos traía de vuelta al verso. Era uno de mis fragmentos favoritos, un agradable solo de guitarra. Muy fácil de tocar, pero sonaba increíble.

Miré a Candy de soslayo. Ahora estaba bailando. Completamente sola, los ojos cerrados, bailando por puro placer, moviéndose como en un sueño. Se veía tan viva, como una niña perdida en el tiempo…

Pude haber tocado esa canción por siempre.

Sin embargo, debía terminar, y cuando finalmente acabó con un atronador rugido de tambores y guitarras, el silencio agudo y súbito dejó a todos suspensos. Por espacio de un instante nadie se movió, nadie emitió un sonido… y entonces, todo al mismo tiempo, el lugar explotó con todos vitoreando y aplaudiendo y pidiendo más, y la vibración de sus pisadas retumbando contra el piso…

Quitaba el aliento.

Una sensación indescriptible.

Mientras Jason daba las buenas noches a la multitud, y mientras apagábamos nuestros equipos y salíamos en fila del escenario, teníamos todos la misma mirada de confusión en el rostro: una mezcla de intoxicación y fatiga pura. Yo estaba exhausto, física y mentalmente agotado. Los oídos me silbaban, mis dedos sangraban, mi ropa estaba empapada en sudor. No me había sentido mejor en toda mi vida.

Me sentí tan bien que casi me olvido de Candy.

Me detuve, di la vuelta y volví al escenario. Las luces se habían encendido de nuevo y, cuando me vieron, algunos en la multitud que seguía vitoreando creyeron que haríamos un encore. Los vítores aumentaron —«más, más, más»—, y entonces comencé a sentirme un poco estúpido. No sé por qué, pero de pronto sentía que ya no pertenecía a aquel lugar. Era realmente extraño. Me había sentido perfectamente en casa escasos minutos atrás: parado bajo los reflectores, cantando y tocando con todo el corazón, pero ahora el escenario se sentía tan ajeno que me asustaba aventurarme demasiado lejos de la orilla.

Así me sentía hasta que vi lo que estaba sucediendo.

Al principio pensé que era sólo una pelea más, y no me preocupé demasiado por ello. Se dan todo el tiempo en lugares como el Black Room: reyertas de borrachos, unos cuantos puñetazos… disputas que se salen de control. Por lo general no llegan a mucho. Esta no parecía peor que las demás: voces alzadas, algunos empujones y sacudidas… En realidad no podía ver mucho, pues todo sucedía al fondo del club, cerca de las puertas, detrás de un grupo de mirones. De todos modos no me interesaba. Sólo quería encontrar a Candy… pedirle que fuéramos a tomar un trago o algo… tal vez presentarla con Gina y Mike. O quizá no. No lo sabía. Yo sólo quería hallarla. Eso era todo.

Candy ya no estaba frente al escenario, de modo que yo revisaba la multitud, el lugar, buscaba su cara… pero sin suerte.

Escuché a Jason llamarme desde el corredor.

—¡Joe! ¿Dónde estás? ¡Vamos! Hay aquí unos tipos de una compañía disquera. Quieren hablar con nosotros. ¡Joe!

—Sí —le grité de vuelta—. No tardo ni un minuto.

Seguí buscando entre la multitud de rostros.

«Vamos, Candy…, ¿dónde estás?».

Justo entonces, la riña al fondo del club se intensificó, y mis ojos fueron atraídos por el escándalo. Se había abierto un espacio entre la multitud y pude ver a algunos de los involucrados. Al primero que reconocí fue a uno de los tipos negros que había visto antes en el pub. Entonces —con inquietud creciente—, noté a otro y a otro… y a otro. Estaban todos ahí. Media docena de ellos, parados en semicírculo, de espaldas a la puerta, enfrentando a otro tipo negro. Éste tenía la espalda vuelta hacia mí, de modo que no podía ver su cara…

Pero sabía quién era.

Era Mike.

Comencé a moverme hacia el frente del escenario.

—¡Joe! —me gritó Jason—. Vamos, hombre… ¿Qué haces?

Lo ignoré moviéndome con mayor velocidad.

Ahora podía ver a Gina. Estaba parada a un lado, gritándole a alguien detrás de los seis hombres negros. Yo no podía ver quién era. Uno de los negros hizo un movimiento en dirección a ella y Mike se adelantó y lo golpeó en la cabeza. Mientras caía, dos de los otros comenzaron a patear a Mike, y yo salté del escenario y comencé a abrirme paso a empujones entre la multitud.

El asunto se ponía feo. Todos seguían acelerados por el concierto, y la gente tiraba de mí, diciéndome cuánto les había gustado, preguntándome dónde sería la siguiente tocada…

—Lo siento —decía yo—. Con permiso, lo siento, lo siento…

Para entonces, el ruido en las puertas había cesado, y no me gustó el sonido que llegó en su lugar. Era demasiado silencioso. Me escurrí en un espacio entre la multitud y brinqué sobre una silla para ver qué sucedía…

Me temblaron las piernas.

Sucedía Iggy.

Retrocedía hacia la puerta, arrastrando a Candy consigo, sus ojos fríos cubriendo el local como dos pistolas cargadas… parecía, al mismo tiempo, nada y todo. Nada: nada de vida, nada de sentimientos, nada de miedo. Y todo: fuerza, tamaño, el poder de la violencia. Lo tenía todo. El resto de su pandilla le cuidaba la espalda mientras iba de camino a la salida, pero él no los necesitaba. No necesitaba nada.

Por el rabillo del ojo pude ver a Mike tendido boca abajo en el suelo y a Gina inclinada sobre él con lágrimas en los ojos. Aquella visión pudo haber sido suficiente para arrancar mi mente de todo lo demás, pero cuando Iggy hizo una pausa, en mitad del camino hacia la puerta, y me clavó su mirada asesina, el resto del mundo desapareció para mí.

Estaba solo en la oscuridad, parado en una silla, y todo lo que podía ver era la estéril luz de los ojos de Iggy abrasando los míos.

Paralizándome.

Drenándome.

Encogiéndome hasta la impotencia.

Iggy aún tenía a Candy cogida del brazo. Ella no se resistía en absoluto. Sólo estaba ahí parada, colgada de su mano como un trofeo sin vida, esperando ser llevada. Los labios de Iggy se movieron: una silenciosa palabra en su oído y ella, lánguidamente, giró la cabeza hacia mí. Pesqué un veloz destello en sus ojos apagados, una vidriosa señal de reconocimiento. Entonces partió, arrastrada como un fantasma hacia la noche.

Ir a la siguiente página

Report Page