Candy

Candy


Doce

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DOCE

Sentí vacía la casa a medida que subía las escaleras. Sabía que no lo estaba: oía abajo a la mujer que me había dejado entrar aventando cajones en alguna parte, y en algún punto del piso superior podía escuchar el débil sonido de una radio resonar tras una puerta cerrada. Aún así, la casa se sentía vacía. Las escaleras oscuras, las paredes descoloridas, la alfombra raída bajo mis pies… No había nada ahí. No había vida, no había un alma. Ninguna comodidad. Aquello no era un hogar: era sólo un lugar.

Me moví con cautela haciendo una pausa después de cada paso, manteniéndome quieto, alzando la vista, escuchando con atención… luego otro paso… otra pausa… otro paso… otra pausa. Era un avance lento, pero no quería correr ningún riesgo. Una luz débil brillaba desde el segundo o el tercer piso, y aún se escuchaba el sonido de la radio…

Había gente ahí, en alguna parte.

Seguí hasta el primer piso e hice una pausa en el descanso. A mi derecha se extendía un largo corredor. Era semejante al pasillo del piso inferior, sólo que éste tenía puertas: seis puertas, tres de cada lado. Todas estaban cerradas. En el silencio sin aire podía escuchar los autos pasar por la calle. Las luces barrieron una ventana encortinada al final del pasillo e iluminaron por instantes las viejas paredes descascaradas. Pasaron las luces y el pasillo se hundió de nuevo en la semioscuridad. Inhalé tratando de calmarme. El aire allá arriba olía diferente del aire de abajo. Olía casi limpio, pero no del todo: una especie de limpieza de aromatizante en aerosol. La clase de olor que se supone que debe quitar los malos olores, pero que sólo los esconde.

De abajo venía un ruido de ollas: la mujer negra…

Seguí adelante.

Escaleras arriba hasta el segundo piso… ¿o era el primero? No estaba seguro. ¿La planta baja cuenta como primer piso? ¿Las casas tienen planta baja?

¿Acaso importa?

No, no importaba. Era sólo algo en qué pensar mientras subía las escaleras, algo para mantener mi mente alejada de la mugre y del vacío y del hedor sobrecogedor del miedo que prevalecía en la casa y todo lo que en ella había, yo incluido…

Allí dentro ocurrían cosas malas.

Cosas malas, gente mala…

Llegué al descanso del segundo piso: otro largo corredor, otra ventana encortinada, otras seis puertas. Lo mismo que antes. Nada sucedía. Ninguna vida, ninguna alegría. Aparté la mirada y justo cuando estaba por moverme de nuevo, escuché el sonido de una puerta que se abría. Me volví. A mitad del pasillo, una chica en bata blanca salía de una habitación. Tez color olivo, descalza, cabello oscuro, bonita. Se detuvo al verme. Le sonreí.

No sonrió de vuelta. No hizo nada. Sus ojos estaban vacío. Su boca estaba cerrada, sin expresión, como si se hubiera cerrado para siempre.

—Disculpa —le dije.

Sólo me miró.

Me aclaré la garganta.

—Busco a alguien…

La chica parpadeó una vez, sacudió la cabeza. Luego cerró la puerta y se alejó por el pasillo. La observé mientras abría otra puerta y entraba en lo que supuse era el baño. La puerta se cerró. El agua comenzó a correr.

Me quedé ahí parado un momento, sintiéndome extrañamente impasible. Seguí escaleras arriba.

El tercer piso era tan sombrío como los demás: corredor sombrío, puertas sombrías, paredes sombrías, ventana sombría… pero no estaba tan muerto, tenía luz, una pálida luz blanca en una pantalla de papel llena de telarañas que colgaba del techo. También la música sonaba más alto. Música de radio… parecía venir del primer cuarto a la derecha.

Música, luces… no era mucho, pero al menos daba cierta impresión de vida.

Ya no quedaban más escaleras. Ninguna parte adonde ir. Éste era el tercer piso… aquellos eran edificios de tres pisos. No sabía si la casa era victoriana. Ciertamente no estaba remodelada, pero no había nada que yo pudiera hacer al respecto.

Ahora estaba ahí…

Estaba ahí.

Mejor seguir adelante.

Caminé pasillo abajo y me detuve fuera de la habitación de la que provenía la música. El sonido aún era apagado, pero sonaba bastante bien: alguna especie de hip-hop asiático… guitarras gangosas, redobles excéntricos, lindas voces. La escuché por un rato, luego respiré hondo, solté el aire lentamente y toqué a la puerta.

La chica que abrió no se veía nada bien. Tenía un rostro delgado y anguloso, piel pálida e hinchada, y ojos amarillentos. Su cabello carecía de forma —corto, negro, áspero—, vestía ropa corriente.

No dijo nada, sólo me miró a través de una abertura de cinco centímetros en la puerta.

—Busco a Candy —le dije.

No respondió. Se limitó a mirar por encima de mi hombro. Me giré para ver qué miraba, pero no había nada. Me volví hacia ella.

—Candy —repetí—. ¿Vive aquí?

—¿Quién eres? —preguntó. Hablaba con voz baja, entrecortaba, con acento extranjero. No pude distinguir qué era… ruso, tal vez… de Europa del Este…

—Me llamo Joe —le dije—. Soy amigo de Candy… nos hemos visto un par de veces. ¿Está aquí?

La chica abrió la puerta un poco más.

—¿Amigo?

Asentí.

—¿Novio?

—Bueno… —dije—. No lo sé… en realidad no. Yo sólo…

—¿Canguro?

—¿Qué?

¿Zoológico?

—Ah, sí… el zoológico… sí, es verdad… fuimos al zoológico. Candy me mostró el canguro. ¿Te contó…?

—Allá —dijo la chica señalando por el pasillo la última puerta a la derecha—. Le duele.

—¿Duele?

La chica se encogió de hombros.

—No debes venir aquí.

—¿Por qué?

Volvió a encogerse de hombros. Luego dio un paso hacia atrás y me dio con la puerta en la cara. Pensé tocar de nuevo o incluso llamarla, pero eso no parecía tener mucho sentido. Me había dicho todo lo que necesitaba saber.

Y más.

Imagínate: has pasado el día entero andando por todo Londres, perdido en un caótico laberinto, intentando encontrar una ilusión escondida; has estado viviendo de esperanzas, ignorando la realidad, impulsado sólo por sentimientos que no comprendes. Has estado buscando un sueño sin creer que en verdad lo alcanzarás. Pero ahora —increíblemente— lo has hecho: está justo frente a ti… justo detrás de esa puerta color hueso. Está ahí…

Ella está ahí.

Detrás de esa puerta.

Imagina eso.

Candy está ahí dentro…

Todo lo que tienes que hacer es alzar la mano y tocar…

Eso es todo.

Sólo alzar la mano.

No pude hacerlo. Mi brazo no se movía. Estaba muerto, sin sensibilidad… sin reacción. Le pertenecía a alguien más. Durante un minuto o dos, lo único que pude hacer fue quedarme ahí parado ante la puerta, mirando fijamente la pintura descascarada, los paneles sucios, el cerrojo que no cuadraba bien… Las manos me colgaban a los costados… mi cabeza retumbaba… mi cuerpo quemaba… caliente… frío… de adentro hacia afuera… enfermo de demasiadas cosas. Emoción. Miedo. Ansiedad. Dolor. Pasión. Esperanza.

Todo.

Nada.

—¿Candy? —murmuré.

Demasiado bajo.

Lo intenté de nuevo:

—¿Candy?

Todavía demasiado bajo. Pero de alguna manera el sonido de mi voz devolvió la vida a mi brazo. Así que lo alcé y toqué a la puerta.

—¿Candy? —llamé—. ¿Estás ahí? Soy Joe…

No hubo respuesta. Pegué el oído a la puerta y escuché. Al principio, nada… luego, algo… un débil crujido… un chirrido… una sola pisada. Luego silencio otra vez. Volví a tocar.

—Candy… por favor. Abre la puerta.

Esta vez definitivamente la escuché. Pasos ligeros moviéndose despacio hacia mí, hacia la puerta. Di un paso atrás… no sé por qué… parecía lo más natural. Di un paso atrás y puse las manos en los bolsillos. De nuevo, no sé por qué metí las manos en los bolsillos. Sólo lo hice.

Se abrió la puerta.

Y ahí estaba… la cara que había imaginado, en toda su realidad: pálida, lastimada, amoratada, golpeada. Tenía un ojo morado y la muñeca izquierda hinchada y vendada.

—Candy —respiré—. ¿Qué pasó?

—No puedo hablar contigo —me dijo débilmente—. Tienes que irte…

—No me iré. Mírate… tu cara…

—No es nada —me dijo, rozando la horrible hinchazón alrededor del ojo—. Estoy bien. Por favor, Joe… sólo vete… déjame en paz. Sólo empeorarás las cosas.

—No lo haré.

—Lo harás… créeme.

Sacudí la cabeza.

—No iré a ninguna parte hasta que hayas hablado conmigo.

—No puedo…

No respondí. Sólo me quedé ahí parado, mirando fijamente sus ojos, dejando que viera mi determinación. No me iría. Ella podía cerrar la puerta si quería. Podía cerrarla con llave, atornillarla, clavarla… podía hacer lo que quisiera. Aún así, yo no iría a ninguna parte.

Me devolvió la mirada mordiéndose nerviosamente el labio.

Le dije:

—Entre más pronto me dejes entrar, más pronto me iré.

Cerró los ojos un instante, luego, sin mirarme, retrocedió y abrió la puerta.

No era un apartamento: era sólo un cuarto. Y ni siquiera como cuarto era gran cosa. Había una cama doble, un armario, un tocador con espejo, algunos libreros, uno o dos libros… un reproductor barato de CD en el piso… ropa y toallas apiladas por todas partes. En la pared más alejada del cuarto, una cortina de cuentas ocultaba un pequeño baño. Por ninguna parte pude ver una cocina o algún utensilio de cocina: nada de comida, ningún refrigerador, ninguna estufa.

Ninguna televisión. Ni adornos, ni fotografías…

Nada para vivir.

Era sólo un lugar para estar.

Parpadeé y me froté los ojos, entrecerrándolos hacia la luz. Las cortinas estaban echadas y la habitación iluminada con el destello mortecino y rojizo de una pesada lámpara cilíndrica en el piso.

—No digas nada —dijo Candy sentándose con cuidado sobre la cama—. Por favor… sólo no digas nada.

La cama estaba hecha un lío: sábanas enredadas, almohadas retorcidas, una mesita de noche cubierta por toda clase de desperdicios. Fui hacia el tocador y me senté en una silla con respaldo duro. La superficie del tocador estaba cubierta de botellas, envases, frascos y tubos… pedacitos de aluminio… papel transparente… cerillos… encendedores… cajas de analgésicos…

—No podía decirte —dijo Candy.

Volteé y la miré. Estaba sentada con las piernas cruzadas, inclinada ligeramente hacia un lado, apoyando la mano en la cadera… como si tratara de aliviar algún dolor. Usaba un largo camisón blanco y traía el pelo suelto. El camisón se veía viejo: era blanco marfil, delgado y con encajes, lo bastante delgado como para mostrar que no llevaba puesto nada más. El contorno de su cuerpo susurraba bajo la tela.

Bajé los ojos.

Quería decirte… de verdad… —dijo.

—¿Decirme qué? —pregunté.

Vamos, Joe, ¿qué crees? Todo esto… —señaló con la mano la habitación—. Lo que soy, lo que hago…

Alcé la vista y la miré.

—¿Por qué te pegó? ¿Fue por mi culpa?

Se encogió de hombros.

—Tú… yo… en realidad, no importa. Conozco las reglas… sólo puedo culparme a mí misma —se estiró hacia la mesa de noche y buscó entré el tiradero mientras gemía débilmente. Encontró un cigarrillo y lo encendió—. Por lo general no llega tan lejos —dijo sonriendo a través del humo—. Creo que se dejó llevar.

¿Se dejó llevar? —dije incrédulo—. Mira lo que te ha hecho… ¿Cómo puedes dejar que te haga algo así?

—¿Dejarlo? —dijo sacudiendo la cabeza—. ¡Dios! En verdad no lo entiendes, ¿verdad? En realidad no sabes cómo es esto.

—Dímelo tú.

—¿Por qué? ¿Qué diferencia hace? —tiró la ceniza en una lata vacía de Coca-Cola. Luego alzó la vista y me miró a los ojos—. Soy una puta, Joe. Me acuesto con hombres por dinero. Le doy el dinero a Iggy. Él me da drogas. Eso es todo.

—Y eso es lo que quieres, ¿no es así?

—Así es como es. Lo que yo quiera no tiene nada que ver.

—¿Qué es lo que quieres?

Me miró, los ojos inundados de lágrimas.

—Quiero que te marches. Vete de aquí. Vuelve a casa. No te involucres, Joe… por favor… sólo vete. No hay nada que puedas hacer…

Ahora lloraba.

Me acerqué y me senté en la cama junto a ella. Ella se sorbió la nariz y se la limpió. Le quité el cigarrillo de la mano, lo deje caer en la lata de Coca. Luego pasé el brazo sobre sus hombros.

—Por favor —resopló—. No vale la pena.

—Sí lo vale —dije acercándola a mí.

Descansó su cabeza en mi hombro. Pude sentir la humedad de sus lágrimas en mi cuello.

—Te matará —dijo en voz baja.

La miré a los ojos y sonreí.

—Primero tendrá que atraparme.

Candy no sonrió de vuelta. Sólo se me quedó mirando por un momento, llorando aún. Luego exhaló con suavidad y me beso.

El roce de su cuerpo.

El calor de su aliento.

Su consuelo.

Mi asombro.

El mundo entero en nuestros ojos.

Era más que suficiente para ambos.

Entonces hablamos… acostados ambos de espaldas, en la cama, mirando el techo… sólo hablando. Se sentía a gusto. Era sencillo. Como dos niños pequeños, echados en el pasto, mirando hacia el cielo siempre azul… nada de qué preocuparse… nada qué temer…

—¿Adónde fue Iggy? —le pregunté.

—Salió.

—¿Volverá?

—No estarías aquí si así fuera. Además, ¿cómo me encontraste?

—Qué linda, gracias.

—No quise decir eso.

—Ya lo sé.

Le conté cómo había caminado alrededor de King’s Cross, esperando encontrarla, cómo finalmente había visto a Iggy y lo había seguido, cómo esperé luego en el parque y logré entrar ayudando a la señora negra con sus bolsas.

—Es Bamma —dijo Candy.

—¿Qué?

—Bamma… la mujer de las bolsas. Se llama Bamma. Hace las compras y la limpieza y esas cosas. Con ella no hay problema. No dirá nada.

Las sombras se dispersaron en el cielo encima de mí —las sombras de las luces de la calle, las sombras de la ventana, las líneas ensombrecidas de los barrotes de metal—, y recordé todas las cosas extrañas que había pensado antes, mientras miraba los barrotes desde fuera: el caos, los colores, las formas sin nombre…

No quería pensar en ello…

—¿Cómo está tu muñeca? —pregunté a Candy—. ¿Está rota?

—No, sólo es un esguince, creo —flexionó los dedos con cuidado—. Está bien…

—¿Y el resto?

—¿El resto de qué?

Me senté y moví la mano hacia su cintura, donde —a través de la transparencia de su camisón— podía notar su piel amoratada y maltratada. Los moretones parecían nubes de tormenta: negroazulados, morados, amarillo mostaza.

Se apartó de mi mano con un estremecimiento.

—Perdón —le dije.

—Está bien… yo sólo… no es nada. Se ve mucho peor de lo que es.

Me quedé sentado en silencio durante un rato, mirando a Candy sin empacho: su cabello flotando en la almohada, los aretes en las orejas, brillando en la tenue luz rojiza… su collar, su cuello, sus delgados dedos cogiendo un pliegue de la sábana…

—No tienes que hacer esto, ¿sabes? —le dije.

—¿Qué?

—Hacer de cuenta que estás bien, que todo está perfecto. No tienes que esconderme cosas.

—No lo hago —dijo en voz baja—. Las escondo de mí misma. Es la única manera…

—No, no lo es.

Suspiró.

—No sabes cómo es esto, Joe. No entiendes.

—Entendería si me explicaras.

Se giró sobre un costado y me miró. Pude sentir la intensidad de sus ojos mientras miraba hasta el fondo de mi alma en busca de respuestas. ¿Podía confiar en mí? ¿Quería hacerlo? ¿Valía la pena?

—Prométeme algo —me dijo.

—¿Qué?

—No te involucres. Te diré tanto como pueda, pero sólo si me prometes que te mantendrás fuera de esto. No quiero que intentes hacer nada por mí, ¿está bien?

Asentí.

Me lanzó una mirada escéptica.

—Es en serio, Joe. No puedes involucrarte.

—No lo haré.

—¿Lo prometes?

—Sí…

—Dilo.

—Está bien… Lo prometo. ¿Está bien así?

Otra mirada, esta vez tocada por un dejo de tristeza. Luego respiró hondo, se echó sobre la espalda y comenzó a hablar.

Esto es lo que me contó:

Todo comenzó cuatro años atrás. Candy siempre fue una niña guapa, la clase de niña de la que se enorgullecen las madres y que los padres sienten la necesidad de proteger. Pero de pronto, cuando tenía doce o trece años, se convirtió en la clase de niña a la que los hombres no pueden resistirse, y ahí es donde empezaron los problemas.

—No estoy presumiendo de cómo me veo —me dijo—. Sólo estoy siendo honesta. Sé cómo me veo. Soy bonita. Lo sé ahora y lo sabía entonces.

Al principio, aquello no le causó problemas. ¿Por qué habría de hacerlo? A todo el mundo le gusta una niña bonita. Y también era lista. Inteligente, popular, buena para los deportes. Tenía una casa más que cómoda, nunca le faltaba nada y, por lo general, se llevaba razonablemente bien con sus padres. Su papá era el director general de una empresa multinacional de informática, de modo que no estaba en casa tanto como debía haber estado, y su madre tenía algunos problemas emocionales… pero, en general, las cosas no iban tan mal.

Pero entonces aparecieron los celos.

—Ni siquiera lo noté al principio —explicó Candy—. Solía llevarme bien con las demás niñas de la escuela… no tenía amigas muy cercanas, pero había una buena pandilla con la que solía andar, y eso estaba bien la mayor parte del tiempo. No hacíamos gran cosa… ya sabes, hablábamos de chicos, de quién nos gustaba, de qué haríamos y qué no haríamos… esa clase de cosas. Estaba bien. Ningún problema. Como sea, la mayor parte era sólo hablar. A veces íbamos juntas a un club local y ocasionalmente alguna de nosotras se iba con alguien una hora o algo así, pero eso nunca cambió nada entre nosotras. No afectaba cómo nos tratábamos. ¿Me entiendes?

Asentí.

Ella continuó.

—Pero las cosas nunca se quedan así, ¿cierto? Siempre se tiene que poner seria la cosa. Los chicos comienzan a llamarte, te invitan a salir. Los hombres comienzan a verte con otros ojos. Comienzas a hacer cosas, vas a lugares bonitos… y te parece maravilloso. Es maravilloso. Es emocionante. Te encanta. Y como te encanta, quieres contarle todo a tus amigas. Pero cuando lo haces, en lugar de emocionarse contigo, te lo avientan a la cara. No les gusta que hagas cosas que ellas no están haciendo Las hace sentir mal. De modo que te llaman mentirosa… se ríen de ti. Te rechazan. Y todo eso es tan repentino. Un minuto les caes bien… y el siguiente te odian. Ya no estás con ellas. Eres diferente. Tratas de ser mejor que ellas. O peor. Enseñas las tetas, meneas el trasero, lo pides a gritos… eres una golfa, una loca, una puta…

Hizo una pausa y encendió un cigarrillo chupando el humo hasta el fondo de los pulmones, manteniéndolo ahí, exhalándolo luego con furia.

—Fue horrible, Joe… lo que dijeron… las otras niñas. La forma como me trataron… Realmente me dolía. Casi todas las noches lloraba hasta quedarme dormida. Es estúpido, lo sé… No debí permitir que me incomodara, pero lo hizo. Todavía lo hace.

Guardó silencio por un rato, mirando el vacío, retorciendo entre las manos un pañuelo anudado. Luego, con un gracioso y pequeño gulp, comenzó a llorar de nuevo. Puse la mano sobre su hombro y la dejé llorar. No sé si fui de mucha ayuda, pero después de unos minutos se limpió la nariz, se secó las lágrimas, encendió otro cigarrillo y prosiguió.

—No sé cómo sucedió —dijo—, pero todo cambió de pronto. Ya a nadie le caía bien. Todos comenzaron a molestarme: las chicas en la escuela, las maestras, incluso mis padres… me regañaban todo el tiempo, por todo lo que hacía… no podía hacer nada bien. Si salía con chicos, era una golfa. Si no lo hacía, era frígida. Si trabajaba duro, era una matada. Si no lo hacía, era tonta. Si me arreglaba, era fácil. Si no, era una vaga. Y sólo fue de mal en peor. Se puso tan mal que ya no sabía ni quién era. No sabía lo que hacía. Al final sólo me di por vencida. Supongo que pensé que, si todos me odiaban, lo mejor sería también odiarme a mí misma. De modo que comencé a hacer cosas que me hicieran odiarme: salir con la clase equivocada de personas, emborracharme hasta la inconsciencia, quedarme fuera toda la noche, acostarme con todo el mundo… —dio una larga chupada a su cigarrillo, lo apagó en el cenicero—. Como sea, fue por ese entonces cuando conocí a Iggy. Yo había ido a un club en Londres con algunas personas a las que apenas conocía y traía un pasón de miedo con alguna cosa. Se largaron y me dejaron ahí… un vejete asqueroso me estaba molestando, trataba de llevarme con él a alguna parte. De pronto aparece Iggy… sólo avanza, cool como el que más y susurra algo al oído del tipo asqueroso y lo siguiente que veo es que el tipo se ha marchado e Iggy está sentado junto a mí, preguntándome si estoy bien. Vaya si era encantador. Buena ropa, buenas maneras… limpio y amable y atento —se talló la frente—. El caso es que era agradable. Encantador, educado, gracioso… y ni siquiera intentó nada. Mantuvo las manos quietas, nunca me tocó… ni siquiera intentó ligarme. Sólo habló conmigo. Me preguntó todo sobre mí. Me escuchaba… fue eso. Yo no podía creerlo. Nadie me había escuchado en meses. Después de charlar por horas, me dio un aventón a mi casa: me llevó hasta Heystone en su BMW negro brillante, me dejó al final de la calle y me dio las buenas noches.

Candy entonces hizo una pausa, hundida en sus pensamientos, vagando de vuelta en sus recuerdos… Yo sólo me quedé ahí, mirándola, estudiando el paisaje de su cara: la carnosidad de sus labios, su nariz, sus párpados, la linda ondulación de sus orejas…

—Perdona —me dijo, levantándose de la cama—. No me tardo nada. Sólo voy al baño.

Rodeó la cama, levantó algo del tocador. Luego atravesó la cortina de cuentas que conducía al baño. Miré las cuentas meciéndose detrás de ella, moviéndose con la forma de su cuerpo al pasar, y recordé cómo se había alejado de mí en la cafetería del zoológico: sin vanidad, sin pretensión, sin frivolidad… caminando con un propósito… sin saber o sin importarle que yo la mirara.

Justo como ahora.

Para obtener lo que necesitaba.

Supuse que le daba igual. Simplemente iba por lo que necesitaba, eso era todo. No importaba que yo no lo entendiera. No importaba que no me gustara. Así eran las cosas. Lo que me gustara o lo que quisiera no venía al caso. De modo que sólo me quedé ahí mirando la habitación, pensando las cosas, escuchando los sonidos secretos que salían del baño: el chirriar de llaves, el traqueteo de tuberías, el crujir del plástico y el aluminio, el clic de un encendedor…

Me levanté de la cama, me acerqué a la ventana y abrí las cortinas. Estaban tiesas y eran frías al tacto. La ventana estaba cerrada. Con cerrojo. Con barrotes en el exterior. Un patrón de marcas desdibujadas en el vidrio grasiento mostraba dónde se había asomado Candy a la ventana, descansando la nariz contra el vidrio.

Me pregunté qué miraría.

Afuera la oscuridad era total.

Abajo las luces de los faroles glaseaban la superficie de la calle y, en la distancia, las luces de la ciudad parpadeaban por millares: luces naranjas que fluían grácilmente con la curva de los caminos; heladas luces verdes de semáforos; el brillo blanco circular de las glorietas… líneas en movimiento, la caída del cielo, luces de luces…

Alcanzaba a ver a kilómetros.

No alcanzaba a ver nada.

Miré hacia el baño, deseando que Candy reapareciera: «Vamos… por favor… si tardas más tendré que hacer algo. Tendré que llamarte… y tú probablemente no responderás… entonces tendré que ir a buscarte… para cerciorarme que estás bien… y te hallaré sentada en el excusado fumando heroína, toda encorvada y fea, con un popote de plástico saliendo de tu boca…».

Candy tiró de la cadena. Crucé la habitación y me senté sobre la cama. Las llaves gorjearon, rugieron las cañerías. Candy volvió a tirar de la cadena… Entonces las cuentas de la cortina repicaron y se mecieron… y ahí estaba ella, una visión en blanco que rodeaba la cama y se detenía a mi lado. Una vez más tenía ese aspecto: la manera en que se había sentado, suelta y sin preocupaciones, la cabeza floja… la extraña sonrisa en sus labios…

—Lo siento… —dijo—. Tenía que… ya sabes…

—Está bien.

—Yo… uh… —murmuró—. ¿En qué me quedé?

—¿Perdón?

Alzó la cabeza y me miró, los ojos drogados vagando por mi rostro.

—La historia… —dijo—. Estaba contando la historia… —hizo un movimiento de cabeza y se pasó los dedos por el pelo—. ¡Dios! ¡Están patético!

—¿De qué hablas?

—Esto… yo… lo que sucedió… El porqué sucedió. Es tan tonto. No fue nada. Quiero decir… yo solía estar bien… estaba bien. No tuvo que ocurrir nada malo para que empezara rodo. No fui golpeada ni violada ni abusaron de mí ni nada… Nada pasó —sacudió la cabeza—. Lo único que hubo fue un poco de celos, un poco de rechazo, mucho de autoconmiseración. No es una buena razón para acabar así, ¿no crees?

—Una razón es una razón —dije.

—Bueno, sí…

Volvió a cerrar los ojos y hundió la cabeza en el pecho. Por un momento pensé que se había quedado dormida, pero luego inspiró profundo y se irguió. Abrió los ojos y me miró.

—¿Qué decía? —preguntó.

—Hablabas de las razones…

—No, antes de eso. Antes de ir al baño.

—Me contabas sobre Iggy —le recordé—. De cuando te llevó a casa.

—Cierto… me llevó a casa. Es cierto. Fue taaaan lindo… ¿Cuándo fue eso? —sacudió la cabeza—. Hace mucho tiempo… hace años. En ese entonces Iggy era bueno… le di mi número… gran error… —suspiró, bostezó y se tendió en la cama, descansando la nuca en mi regazo. A pesar de que el frío iba en aumento, su piel estaba perlada de sudor—. Sí —dijo—. El bueno de Iggy. No me llamó en una semana… me dejó esperando… —su cabeza rodó hacia atrás y alzó la mirada hacia mí—. Igual que tú —dijo.

Asentí.

—Después me llamó… —dijo—. Me invitó a salir… y eso fue todo. Antros, cumplidos, dinero, ropa… me daba todo lo que necesitaba. Todo. Me dijo todo lo que quería escuchar: yo era maravillosa… mis padres eran una mierda… no me comprendían… yo era una mujer… era especial… —sacudió con pesar la cabeza—. No me cansaba de eso. Estaba enganchada. Él tenía todo: dinero, drogas, respeto… Era tan cool, ¿sabes? —su voz ahora era amarga y dura—. Meterse coca todo el tiempo… sentirse bien… un poco de heroína de vez en cuando para bajarle un poco… y un poco más… y luego un poco más… —me miró de nuevo—. ¿La has probado?

—No —le dije.

—No lo hagas. Es una mierda. Es como lo mejor del mundo… se lo lleva todo, toda la porquería… Todo. Nada importa ya: frío o caliente, grande o pequeño, bueno o malo… te da igual. Todo te importa un carajo. Es como si estuvieras envuelta en la cobija más cálida que puedas imaginar, durmiendo como un ángel… todo envuelto en tu maravilloso y pequeño mundo propio… luego, un día despiertas y ha desaparecido la cobija, y te sientes tan frío y tan vacío… te sientes tan mal… te sientes tan terriblemente mal que harías lo que fuera por recuperar aquella sensación. Y quiero decir lo que sea… lo que sea… Porque no te importa, no quieres que te importe. Todo lo que quieres es esa maravillosa, maravillosa sensación. De modo que cuando Iggy dice que se ha terminado la heroína, que está quebrado al grado de que no puede conseguir más… pero dice que conoce a este tipo, este amigo suyo al que le gusto… y que todo lo que tengo que hacer es pasar un par de horas con este tipo y tendremos el dinero suficiente para conseguir lo que necesitamos… lo que yo necesito… —Candy ahora hablaba en un susurro entrecortado—. Quiero decir, no era mucho pedir, ¿verdad? Sólo tenía que dormir con el tipo. A Iggy no le importaba… él haría lo mismo por mí. ¿Por qué debía importarme a mí? Si yo lo amaba… y lo amaba, ¿verdad? Y era buen dinero… dinero fácil… y probablemente podía encontrar algo para distraerme durante un rato.

Lloraba otra vez, pero sin lágrimas.

Le estreché la mano.

—Después de eso no queda nada —dijo en voz baja—. El dinero sigue acabándose, tú sigues haciendo favores para sus amigos… necesitando más drogas… necesitando más dinero… haciendo más favores… y después de un rato ya no sabes qué pasa. Ya no sabes qué estás haciendo. Sólo lo haces, haces lo que haga falta… estás viviendo en un cuartito jodido y trabajando en las calles todo el día y en los saunas la noche entera sólo para evitar volverte loca…

Masculló algunas palabras más. Luego le temblaron los labios, cerró los ojos y se quedó en silencio. La miré intentando asimilar todo: las palabras, las imágenes, la vida… Intenté imaginar cómo debía ser aquello… pero no pude. No pude siquiera aproximarme. Era más fuerte que yo. Un mundo diferente. Un mundo del que no sabía nada. Un mundo de violencia y dolor y oscuridad. Me sentí tan pequeño, tan débil, tan torpe…

¿Qué es lo que quieres?

Abrí la boca, pero no salió nada.

La habitación sólo podía estar en silencio.

Y yo sabía lo que eso significaba: el silencio. Lo sabía sin saberlo. Era un silencio que estaba ahí para ser roto. Podía sentirlo en el aire, en la boca de mi estómago, en la médula de los huesos…

Volvía el otro mundo.

—Candy —murmuré—. Creo que es mejor…

—Shhh… —dijo rodándose y poniendo el dedo en mis labios. La miré con silenciosa curiosidad mientras ella se deslizaba fuera de la cama y se paraba frente a mí. Por un instante pensé que iría de nuevo al baño, pero entonces, con sus somnolientos ojos fijos en los míos, se arrodilló en la cama y sostuvo mis manos.

—No —comencé a decir—, no creo que…

¡SLAM!

Los ojos de Candy despertaron de pronto.

—Mierda —siseó—. Esa fue la puerta principal —su cara estaba blanca de miedo—. Escucha… —por la escalera subían undosamente fuertes pisadas—. Dios, Joe —respiró Candy—. Es Iggy. Ha vuelto… viene hacia acá.

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