Candy

Candy


Catorce

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CATORCE

No estoy seguro de lo que pensé en ese momento: tal vez nada, tal vez todo. «¿Estoy muerto? ¿Así es como sucede? ¿Así termina todo? ¿Con un estrépito, un latido del corazón, una explosión danzarina de chispas rojas y negras…?».

¿Eso es todo?

No lo era, por supuesto.

Sabía que no era el final. No podía ser. El final es no saber. El final no tiene sentido. Y esto no carecía de sentido; esto era sólo otro mundo. Podía ver cosas, escucharlas, sentirlas. Era sensible. Bajo la luz tenue de la ventana podía ver el cuerpo de Iggy tirado en el piso del baño. Podía ver a Candy parada encima de él, tensa y sin aliento, sosteniendo aún en la mano la base de la lámpara cilindrica. Podía ver las astillas rotas de cristal rojo, los restos de la explosión esparcidos por todo el baño: en el piso, en la bañera, en el lavabo… en la sangre que se coagulaba en la nuca de Iggy.

Podía escuchar mi corazón.

Y la respiración superficial de Candy.

Podía sentir el miedo a la muerte.

Candy me miró.

—¿Estás bien? Estás sangrando.

Me llevé la mano al cuello y toqué un pequeño y doloroso rasguño. Se sentía agudo y húmedo. Cuando miré mis dedos, la delgada mancha de sangre parecía increíblemente brillante. Como sangre de utilería. Demasiado rosada para ser verdadera.

Miré a Iggy. No se movía.

Miré a Candy. Pálida y agitada.

—Aún respira —dijo.

Su voz sonaba extrañamente remota.

—¿Estás segura? —le pregunté.

Asintió.

—Más vale que hagamos algo… antes de que vuelva en sí.

—¿Que hagamos algo?

Me miró.

—Los dos estamos muertos si no lo hacemos.

La miré de vuelta preguntándome a qué clase de algo se refería. ¿Atarlo? ¿Correr? ¿O pensaba en algo más permanente? Era una posibilidad: podía verlo dentro de ella. Su manera de mirarlo. El odio largamente reprimido en sus ojos. Su forma de pararse, empuñando fuertemente la base de la lámpara.

«Ella podría matarlo», pensé.

Si quisiera.

Ella podría terminar con todo ahora mismo.

¿Cómo me hacía sentir eso?

No lo sé. No sabía cómo saberlo. La verdad es que, en ese momento, lo que sintiera no significaba nada. Era irrelevante. Esto no tenía nada que ver conmigo. Yo era sólo un observador externo. Un espectador. Alguien que pasaba casualmente por ahí. Esto tenía todo que ver con Candy: su vida, su muerte, su decisión.

«Tú decides —pensé mirándola a los ojos—. Yo no puedo ayudarte a decidir. Todo lo que puedo decir es: lo que sea que hagas, estará bien por mí».

No sabría decir ahora qué pretendía con aquello de enviar mensajes silenciosos asumiendo que ella podía leer mi mente, pero parecía lo correcto en aquellas circunstancias. Si funcionó o no, aún no lo sé. Pero mientras nos mirábamos respirando en silencio noté que algo se desvanecía de los ojos de Candy, y sentí como si se hubiera escapado de un lugar donde en verdad no quería estar. El odio y la tensión cedieron gradualmente en su cuerpo, sus ojos volvieron despacio a la vida y finalmente parpadeó, relajó los hombros y dejó caer al suelo la base de la lámpara.

—Más vale que nos vayamos —dijo con voz cansada, mirando a Iggy yacer en el piso.

—Está bien.

—Encuentra algo con qué atarlo mientras me visto, ¿de acuerdo?

—Sí.

Se volvió para salir del baño, luego hizo una pausa y me miró:

—Lo siento —dijo—. No debí…

—Me salvaste la vida —le dije—. No tienes que disculparte por nada. Fue mi idea…

—Te habría matado.

Justo en ese momento Iggy gruñó: una expiración apagada, un gruñido. Ambos lo miramos. Seguía inconsciente, pero su respiración se intensificaba. Candy y yo nos miramos un momento. Luego comenzamos a movernos.

Mientras Candy se vestía apresuradamente y comenzaba a arrojar algunas cosas dentro de su mochila, encontré un rollo de cinta adhesiva y comencé a atar a Iggy. Aunque seguía inconsciente, mis manos temblaban de miedo al hincarme a su lado. De cerca, su cuerpo era gigantesco. Su piel estaba dura como una roca. Cicatrizada, dibujada, tatuada. Sus músculos eran más grandes que mis brazos. Conforme desenrollaba la cinta adhesiva y acomodaba con cuidado sus brazos detrás de la espalda, me sentí como un veterinario en un safari, ocupándome de una bestia anestesiada: listo para brincar y correr a la menor señal de actividad. Tan rápido como pude enrollé la mitad de la cinta en torno a sus muñecas, luego bajé y enrollé la otra mitad alrededor de sus tobillos. Era mucha cinta y la enrollé tan apretada como pude, pero no creía que fuera a detenerlo por mucho tiempo cuando al final despertara. Pero era mejor que nada.

Miré alrededor, encontré la navaja de barbero, la recogí y la cerré y la puse en mi bolsillo. Apenas me levantaba cuando Candy apareció en la entrada. Se veía fantástica: el cabello atado bajo un pequeño sombrero negro, jeans, playera y un abrigo viejo y desaliñado.

—¿Todo bien? —dijo mirando a Iggy.

—Sí, vámonos.

—Sólo un minuto.

Se acercó, se arrodilló junto a Iggy y comenzó a hurgar en los bolsillos de su pantalón: primero en los bolsillos traseros, luego lo volteó para alcanzar los frontales. Mientras ella empujaba y tiraba de sus piernas, él comenzó a gruñir de nuevo. También su cabeza comenzó a moverse.

—Rápido —la apuré—. Está volviendo en sí…

—Sólo un minuto…

Hundía con desesperación sus manos en los bolsillos de Iggy, el rostro arrugado por la concentración. El cuerpo de Iggy comenzó a moverse, rodando de un lado al otro. Su cabeza dio la vuelta. Los ojos parpadearon. La boca gimió…

—Gnuhhh… uh… uh…

—Candy —siseé—. Déjalo… vamos. ¿Qué haces?

Ella vaciaba los bolsillos de Iggy y lo metía todo en sus jeans. Efectivo, llaves, tarjetas de crédito, y también otras cosas. Pequeños paquetes, bolsas de plástico, frascos con píldoras…

Estiré el brazo para aferrar el suyo.

—Es suficiente —le dije—. Tenemos que irnos… ahora mismo.

—Está bien —dijo empujando algo más en su bolsillo—. Ya voy.

Cuando comenzó a erguirse, Iggy de pronto flexionó los brazos y rodó hacia un lado la cabeza. Sus ojos aún estaban vidriosos, pero la mirada que lanzó a Candy bastó para detenerla. Candy se congeló, mirándolo de vuelta.

—Túh… —musitó Iggy con los ojos parpadeando débilmente hacia mí.

Sin querer, di un paso atrás. Sus brazos se tensaron de nuevo, fortalecidos, y sus ojos volvieron a posarse en Candy.

—Túh… perraimbécil —murmuró con una sonrisa adolorida cruzándole la cara—. Túh… túhdebiste matarme…

La cara de Candy se había vuelto fantasmal. El sentimiento de intimidación había regresado. El odio, el miedo… incluso la adoración. Todo seguía ahí. Iggy lo sabía. Candy lo sabía. Y también yo lo sabía. Aún había una parte de ella que no podía resistirse a él. Yo no podía comprenderlo y no quería creerlo, pero ahí estaba, en su rostro…

Y me preguntaba si Iggy estaba en lo cierto.

Ella debió haberlo matado.

—Quizá lo haga —dijo ella, su voz apenas audible.

Iggy rio, tosió, se tragó el aliento.

—Demasiado tarde… —resopló—. Tuviste tu oportunidad.

De pronto abrió la boca y se lanzó hacia Candy como si quisiera morderla. Ella retrocedió, medio se puso en pie. Luego perdió el equilibrio y tropezó contra la pared del baño.

Iggy rio de nuevo y comenzó a arrastrarse hacia ella, los brazos y las piernas retorciéndose fuertemente contra la cinta adhesiva, su cuerpo ondulando de lado a lado. Cristo, era espeluznante. Como algo salido de una horrible pesadilla. Candy estaba paralizada… No podía moverse… No podía quitarle los ojos de encima.

Iggy comenzó a arquear la espalda, tambaleándose sobre el piso, gruñendo por lo bajo…

—Ven con papi… ven con papi…

No pude soportarlo más. Me acerqué y lancé el pie contra su cabeza. Un dolor punzante cruzó mi pierna y por un momento pensé que por error había pateado la pared. Pero luego bajé la mirada y vi que Iggy había cesado de moverse y tenía una débil marca roja en la mejilla, de modo que supuse que había dado en el blanco. No es que hiciera mucha diferencia.

Iggy volvía a moverse. Se esforzaba con brazos, hombros, cuello… Estiraba la cinta en sus muñecas.

Cogí el brazo de Candy y la levanté. Se sentía como un títere en mis manos: suelta, floja, sin vida.

—Vamos —le dije jalándola hacia la puerta—. Vámonos.

Comenzó a moverse, pero sus ojos seguían fijos en Iggy. Caminaba en un trance. Rodeé su cintura con el brazo y la arrastré por la puerta de entrada.

—¿Dónde está tu bolsa? —le dije.

—¿Eh?

—Candy —le dije con firmeza—. Mírame.

Su rostro giró flojamente hacia mí.

Estiré el brazo y orienté su barbilla con mi mano.

—Mírame… Candy. Vamos, reacciona… ¡Candy! —sus ojos parpadearon por la violencia de mi voz—. ¿Dónde está tu bolsa? —volví a preguntarle.

—¿En dónde? —dijo ella.

—Tu bolsa… la mochila… ¿Dónde está?

Miró hacia la cama.

Tomé su mano, caminé hacia la cama y alcé la mochila. Candy ya comenzaba a moverse un poco menos tiesa. Sin soltar su mano, la llevé hasta la puerta.

—¿Adónde vamos? —preguntó frunciendo el ceño.

—Te lo digo después. ¿Necesitas algo más?

—¿Qué?

—Necesitas…

Se escuchó un estrépito en el baño.

—Olvídalo —le dije—. Vámonos.

Abrí la puerta y la conduje hacia el pasillo. El escándalo en el baño se intensificaba por segundos. Iggy se estrellaba, golpeaba… luego gritaba con violencia.

—¡Túh, perra! ¡Cabrón! ¿Estás corriendo? ¿Me oyes? ¿ME OYES? Más te vale que corras… ahora sí estás muerto… Estás bien muerto…

Cerré la puerta.

La voz siguió gritando.

Di la vuelta.

Candy sostenía una llave en la mano.

—Ciérrala —dijo—. Cierra la puerta con llave.

—¿Ya estás bien? —le pregunté.

Sacudió la cabeza.

—Enciérralo.

Tomé la llave y cerré la puerta. Luego tomé la mano de Candy, la conduje rápidamente por el pasillo. Ella comenzaba a verse bien de nuevo. No maravillosamente bien, pero tampoco tan mal. Sus ojos estaban fijos en el suelo. Su respiración era un poco irregular. Pero parecía caminar bastante erguida. Dirigiéndome hacia las escaleras, aceleré el paso. Candy reaccionó.

—¿Estás bien? —le dije.

Asintió.

Al final del pasillo, un grupo de niñas se habían reunido en el descanso y nos miraban con curiosidad. Reconocí a la chica en bata, y a la que me había dicho dónde estaba Candy. Adiviné que todo el ruido las había puesto en alerta. Conforme nos acercábamos, se hicieron a un lado para dejarnos alcanzar las escaleras.

—¿Candy? —dijo una de las chicas.

Candy la miró.

—¿Qué hay, Janine?

—¿Estás de acuerdo con esto? —le preguntó Janine, mirándome de soslayo.

—Sí —sonrió Candy—. Es un buen chico.

Pasamos a las chicas y comenzamos a bajar las escaleras.

—Buena suerte —gritó alguien.

—La va a necesitar —dijo alguien más.

Durante todo el trayecto escaleras abajo yo seguía esperando escuchar el ruido de pisadas furiosas hacer escándalo a nuestras espaldas o el ruido de la puerta principal al abrirse y de la pandilla de Iggy amontonándose al subir las escaleras para encontrarnos… Y yo no podía dejar de pensar: «¿En verdad está pasando esto? ¿De verdad éste soy yo? ¿En verdad estoy haciendo esto?».

«¿Haciendo qué? —preguntó una voz en mi cabeza—. Ni siquiera sabes qué estás haciendo. No sabes ni adónde vas. No sabes por qué estás corriendo escaleras abajo en una sucia casa vieja, con una chica traumatizada a tu lado y un negro y replante monstruo-con-navaja atormentando tu mente… No sabes nada, ¿cierto?».

—No —dije en voz alta—. No tengo idea.

—¿Qué? —dijo Candy.

—Nada —respondí—. ¿Hay alguna salida trasera?

—Sí, pero está cerrada con llave. Iggy esconde la llave.

Ya estábamos en el pasillo de abajo. Las luces estaban prendidas. Podía ver a la mujer llamada Bamma parada en una entrada al final del corredor, su impasible figura bloqueando el fondo de una tenebrosa cocina blanca. No hacía nada, sólo nos miraba.

—¿Y ella? —le pregunté a Candy—. ¿Ella no puede sacarnos por detrás?

—No lo sé… —miró a Bamma—. Tal vez… pero si Iggy se entera de que ella nos ayudó… —sacudió la cabeza—. ¿Por qué no podemos salir por el frente?

—Porque ahí es por dónde entra la gente. No quiero encontrarme con nadie más.

—Nadie más viene por aquí.

—¿Estás segura?

Asintió.

—Está bien —le dije moviéndome hacia la puerta principal—. Salgamos de aquí.

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