Candy

Candy


Quince

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QUINCE

No había nadie fuera de la casa. Hice una pausa en los escalones y miré calle arriba y calle abajo, sólo para cerciorarme, pero todo estaba en silencio. Sólo autos estacionados, farolas, calles vacías. El frío aire nocturno estaba repleto de los olores de la ciudad: humo de escapes, concreto, polvo. Pero se sentía bien estar otra vez afuera.

Fuera de aquella casa.

Fuera de esa habitación.

Cerré la puerta principal. Nos apresuramos a bajar las escaleras.

El pequeño parque al otro lado de la calle se veía ahora mucho más oscuro —la tiniebla se desplazaba con un crujir de sombras—, y tuve que entrecerrar los ojos para ver el lugar entre los arbustos donde me había escondido… el matorral que me llegaba a la altura de los hombros… el olor de la tierra… húmedo y oscuro… basura… savia… espinas…

Parecía que aquello había ocurrido hacía mucho tiempo.

Por un momento pensé que podía reconocerme ahí: agachado, mirando a través de los barrotes, observando la casa… las ventanas, los escalones, la puerta principal. Estos escalones. Esta puerta principal.

Observándome a mí mismo.

Entre las sombras.

—¿Qué haces? —preguntó Candy.

—Nada —le dije.

Dejamos atrás la casa y nos apresuramos a perdernos en la noche.

Algo había entre nosotros en ese momento, algo que no había existido antes y que no volvería a estar ahí. No estoy seguro de qué se trataba, pero creo que tenía algo que ver con el equilibrio de las cosas. Ambos estábamos cambiando, cada uno de nosotros de forma distinta, y ninguno de los dos podía saber qué significaban esos cambios, ni lo que significaría para nosotros en el futuro. Supongo que aún estábamos tratando de descubrir cómo nos hacía sentir aquello: respecto a nosotros, respecto al otro, respecto a todo.

No lo sé…

Es algo difícil de entender.

Tampoco era simplemente que estuviéramos cambiando. Era también que esos mismos cambios seguían cambiando. Era como estar en un subibaja: un minuto yo era esto y Candy era lo otro; el minuto siguiente ella era esto y yo era lo otro.

Arriba, abajo.

Abajo, arriba.

Asustados, tranquilos.

Tranquilos, asustados.

En control, fuera de control…

Era bastante extraño.

Pero extrañamente emocionante, también… como si estuviéramos comenzando todo de nuevo.

Cuando, al final de la calle, Candy llamó a un taxi, yo fui de arriba a abajo en un instante. Ahí estaba yo, Joe el Héroe, Joe el Salvador, Joe el Hombre, y ni siquiera había pensado en tomar un taxi. Sólo había pensado… Bueno, de hecho no había pensado nada. Teníamos que apresurarnos, es lo único que sabía, y, para mí, apresurarse significaba o bien caminar deprisa o correr, La idea de tomar un taxi ni siquiera se me ocurrió. Quiero decir, ¿dónde estaba el sitio de taxis? ¿Dónde estaban las filas de Mondeos con el letrero de Taxis de Heystone en el costado?

Sip, aquello me hizo sentir sumamente refinado.

Entonces, para empeorar las cosas, cuando el taxi se acercó a la banqueta no supe cómo abrir la puerta. Sólo estaba ahí parado, tratando torpemente de girar la manija, tirando inútilmente de la portezuela… De pronto fui de nuevo un pequeño niño perdido, aturdido y confundido, parpadeando ante las grandes luces de la ciudad…

Era patético, lo sé. No debía importarme nada más que alejarnos de Iggy lo más rápido posible. Era patético siquiera considerar sentirme patético. Era como peinarse justo antes del fin del mundo: por completo inútil. Pero a veces no lo puedes evitar, ¿o sí? No puedes evitar sentir lo que sientes.

—¿Vas a entrar o qué? —preguntó el taxista.

Volví a tirar de la portezuela, sin éxito. Luego Candy se inclinó y empujó con el pulgar el pasador en la manija. La puerta se abrió, nos subimos y nos sentamos el uno junto al otro.

—¿Adónde? —preguntó el taxista.

—¿Qué? —le dije.

—¿Adónde?

Miré a Candy. Ella me miró. Entonces sucedió algo gracioso. Mientras nos mirábamos preguntándonos en silencio hacia dónde dirigirnos, sentí el subibaja moverse de nuevo. Candy comenzó a bajar, llevándose con ella al niñito, y conforme ellos bajaban, el equilibrio cambió, y resurgió Joe el Hombre.

—Estación de Liverpool Street —le dije al taxista, y casi añadí—: ¡Y rápido!

El taxista se adentró en el flujo del tránsito y nos llevó a través del caótico bullicio de la noche.

Conforme nos alejábamos de la casa, nos sentíamos mejor, y al cabo de un rato comenzamos a relajarnos un poco. Creo que sabíamos que aún había mucho por venir, pero por el momento era suficiente sentarnos en silencio y observar las calles al pasar, sólo respirando y descansando y absorbiendo algo de aquella realidad. Los dos habíamos estado por un tiempo en otro lugar, en un lugar en el cual las cosas ordinarias no existían, y ahora era momento de comenzar a traerlas a casa. Las cosas ordinarias, otras personas, el tiempo, la distancia, la razón, el hambre, la sed, las ganas de orinar…

Crucé las piernas.

Pensé las cosas.

Miré mi reloj.

Candy se volvió hacia mí y susurró:

—¿Qué hora es?

—Seis y media.

Asintió. Luego susurró:

—¿Adónde vamos?

—Liverpool Street —le susurré de vuelta.

—¿Por qué?

—¿Qué?

—¿Por qué vamos a Liverpool Street?

—¿Por qué susurras?

Sonrió y susurró:

—No lo sé —luego, en tono normal, dijo—: ¿Adónde iremos después de que lleguemos a Liverpool Street?

—¿Importa?

—Claro que importa…

—No, a ti. Quiero decir, ¿te importa a ti? ¿Hay algún lugar en especial a donde quieras ir?

—¿Cómo adónde?

—No lo sé… con amigos o algo así… a casa de tus padres…

—No iré a casa —replicó de mal talante—. Yo no… no puedo…

—Está bien… ¿Qué tal con amigas? Alguien con quien te puedas quedar por un rato…

—Acabas de conocer a mis amigas… allá en la casa.

—¿Eso es todo?

—Sí, eso es todo. ¿Qué esperabas? ¿Crees que voy a cenas todas las noches? ¿Cenas, bares de vinos, funciones de caridad…?

—Sí, está bien. Lo siento. Sólo preguntaba…

Volteó y miró por la ventana. La miré… con su pequeño sombrero negro y su abrigo desaliñado: se veía como si debiera verse mayor, o menor, pero no: sólo se veía distinta. ¿Lo bastante distinta como para decirle lo que quería decir? No podía saberlo. No lo sabía… Yo mismo no sabía si quería decirlo o no.

—Escucha —le dije—, hay un lugar…

Me miró.

—¿Qué?

—Es sólo una idea… —me temblaba la voz; me aclaré la garganta y comencé de nuevo—. Tenemos un lugar en Suffolk… mi familia, quiero decir. Bueno, en realidad es de mi papá… ya sabes…

—No, en realidad no sé.

—Es un búngalo… una cabaña de verano… en la costa de Suffolk. Por el momento está vacía. No hay nadie ahí. Está justo en mitad de la nada…

—Bien, pues pensé que podría ser un buen lugar para ir. Por un lado, es seguro. Iggy nunca nos encontraría ahí. Y es muy tranquilo, muy apacible… —la miré para ver si sabía lo que quería decir.

—¿Una cabaña? —dijo.

—Sí…

—¿Sólo tú y yo?

—Sí, quiero decir, hay mucho espacio. Tres habitaciones. No tendríamos que…

—¿No se supone que debes estar en la escuela?

—Son las vacaciones de mitad de semestre.

—¿Y tu papá? ¿Qué le dirás?

—Se fue por una semana. No es necesario que se entere.

Candy no respondió nada por un rato. Podía ver que lo estaba pensando, imaginando las cosas, midiendo las consecuencias de dejarlo todo atrás: su vida, su gente, sus drogas. Para ella era una batalla, podía notarlo. Yo no tenía modo de saber cuánto luchaba, pero si su mirada era una pista, la contienda era mayor de lo que yo podía siquiera imaginar. Era como si en su cabeza hubiera dos personas separadas luchando entre sí para obtener lo que querían…

Luchando a muerte.

—¿Aquí está bien? —dijo el taxista sobre el hombro.

Miré afuera. Nos habíamos detenido en la esquina de una callecita con mucho tránsito en un tumultuoso laberinto de edificios de oficinas. Hacia donde mirara, todo lo que podía ver eran muros que se elevaban… mármol y ladrillo… superficies refulgentes de ventanas con vidrios polarizados. Por un momento me perdí, pero luego comencé a reconocer los ángulos de una escultura metálica oxidada, y de pronto todo tomó su lugar.

«Broadgate —pensé—. Ésta es la entrada Broadgate a la estación de Liverpool Street».

—¿Está bien? —preguntó de nuevo el taxista.

—Sí —le dije mirando a Candy—. Aquí está perfecto, gracias.

—Son once cincuenta —dijo el chofer.

Me palpé los bolsillos buscando algo de dinero, pero me di cuenta de que no llevaba nada conmigo. Miré a Candy. Estiró la pierna, metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes. Apartó un par de a diez y se los pasó al chofer.

—Quédese con el cambio —dijo.

Sin mirarme, Candy recogió su bolsa, abrió la puerta y salió. El subibaja se movía de nuevo. Subía… bajaba. La seguí fuera, casi tropezando con la banqueta, y cerré la puerta. El taxi se alejó dejándonos —juntos en nuestro estúpido subibaja— en una marea de peatones.

—¿Estás bien? —le pregunté a Candy.

Asintió sin mirarme.

—Entonces, ¿qué quieres hacer? —le dije.

Me miró.

—Nos hallará, ¿sabes? Adonde quiera que vayamos, nos encontrará.

—¿Cómo?

—No lo sé… simplemente lo hará. Siempre lo hace.

—No esta vez.

—¿Quieres apostar?

—Cincuenta centavos a que te equivocas.

Sonrió.

—¿Cincuenta centavos?

—Está bien —dije—. Que sea una libra.

—Quedamos.

Me tendió la mano. La miré un momento, experimentando una maravillosa sensación por todo el cuerpo, como si flotara. Luego estiré el brazo y nos dimos un apretón de manos.

Mis dedos cosquillearon.

Seguía ahí: el roce de las yemas de sus dedos. Seguía ahí: caliente, frío, eléctrico, eterno, intoxicante…

Aún carecía de sentido.

Pero empezaba a notar que no tenía que tener sentido alguno. Como Gina había dicho, esa clase de cosas… simplemente suceden. No hay mucho que puedas hacer al respecto, de modo que, ¿para qué preocuparse? Sólo deja que suceda. Puede ser que no siempre obtengas lo que quieres, pero a veces así es la cosa.

—¿Sabes que no te pagaré si pierdo? —dijo Candy—. Nunca lo hago.

—Yo tampoco. ¿Compramos algo de comer?

Sonrió.

—Pensé que nunca lo preguntarías.

Comimos en McDonald’s. Usamos los baños de la estación y luego apenas nos quedó tiempo para alcanzar el tren de las siete y media. No iba muy lleno: era demasiado tarde para quienes van del trabajo a casa, demasiado temprano para quienes van a casa después de una noche en la ciudad. De modo que encontramos una mesa vacía en el vagón de fumadores. Olía asqueroso, pero Candy dijo que iba a fumar donde quiera que nos sentáramos, de modo que pensé que lo mejor sería aguantar el olor en vez de arriesgarnos a llamar la atención. El ojo morado de Candy ya era bastante conspicuo y, tomando en cuenta que había salido de los baños con los ojos bailando de aquí para allá y que traía los bolsillos atiborrados con lo que le había quitado a Iggy, lo último que necesitábamos era que un revoltoso inspector nos arrojara del tren y llamara a la policía sólo por culpa de un cigarrillo.

Así que fuimos al vagón de fumadores.

Yo quería hablar, pero no sabía por dónde comenzar. Había tanto de qué hablar… Y tanto que ignoraba: sobre la heroína, la adicción, la abstinencia… Ni siquiera sabía si Candy quería dejar la heroína. A mí me parecía una decisión bastante simple: si dejaba la heroína, no necesitaría a Iggy, y si no necesitaba a Iggy no tendría que vivir la vida que llevaba. ¿Qué podía ser más simple? Pero al fin y al cabo, ¿qué sabía yo? Nunca había sido adicto a nada. No tenía ni idea de lo que se sentía. Claro, sabía lo que se sentía querer algo. Pero ¿querer algo tanto como para dejar todo lo demás con tal de conseguirlo…?

Eso no lo comprendía.

Sabía, sin embargo, que tenía que intentar comprenderlo… Por eso quería hablarlo. Pero, como dije, no sabía por dónde comenzar. Además, Candy empezaba a quedarse dormida: sus párpados pesados se iban cerrando, sus hombros se hundían, su cabeza descansaba ya en la ventana…

Esperé hasta que se durmió. Luego saqué mi celular, lo encendí de nuevo y llamé a Gina.

—¿Que estás haciendo qué? —me preguntó.

—No grites…

—No estoy gritando…

—Me pareció que sí.

—Sí, bueno… ¿Qué esperabas? He estado preocupada a muerte por ti. No sé dónde estás, no contestas el teléfono, y cuando finalmente me llamas me dices que vienes a casa con esta chica y luego la llevas a Suffolk. Creo que eso amerita algunos gritos, ¿no?

—Suenas exactamente como papá.

—Dios mío, Joe… —suspiró—. ¿Qué bicho te picó? No puedes simplemente…

—¿Simplemente qué?

—No puedes hacerlo. No puedes ir a la cabaña…

—¿Por qué?

—Porque es absurdo.

—¿Por qué?

—Bueno, pues para empezar, apenas conoces a esta chica…

—Candy.

—¿Qué?

—Te la pasas llamándola esta chica. Se llama Candy.

—Está bien… Candy. Pero…

—Y además, la conozco —dije bajando la voz y mirando de soslayo la cabeza dormida de Candy—. La conozco mejor de lo que piensas.

—¿Qué quiere decir eso?

—No es una extraña, Gina. No es alguien a quien sólo encontré en la calle…

—Sí es.

—Está bien… pero ya sabes lo que quiero decir. Hemos pasado muchísimas cosas juntos. Y como sea, no podía dejarla donde estaba, ¿o sí? Necesita dónde quedarse.

—¿Y qué hay del tipo con quien estaba? Ese Iggy. Supongo que está feliz de que ustedes dos se hayan ido juntos, ¿no?

—Bueno, yo no diría que está feliz con la idea…

—¿No? ¿Y qué dirías entonces? ¿Un poquitín molesto? ¿ Ligeramente incómodo?

—Posiblemente…

—Dios mío, Joe. ¿Qué has hecho?

—No sé. Yo sólo estaba… no lo sé. Es complicado… te lo cuento más tarde. Ahora mismo, lo único que quiero es llegar a casa —volví a mirar a Candy; aun dormida, su cara reflejaba preocupación—. Sé que todo suena estúpido —le dije a Gina en voz baja—, y supongo que probablemente lo es… pero Candy es un absoluto desastre. Sólo pensé que si la llevo a la cabaña por un tiempo, ella tendría una oportunidad de limpiarse de las drogas y volver a la normalidad.

Gina exhaló pesadamente.

—¿Tienes la menor idea de lo que implica eso?

—No… pero vale la pena intentarlo, ¿cierto?

Suspiró de nuevo.

—¿Has hablado de eso con Candy?

—Claro que sí.

—¿Y qué opina? ¿Le parece una buena idea? ¿En serio quiere dejar la heroína?

—Sí…

—¿Estás seguro?

—Sí —mentí—. Definitivamente. Ha querido hacerlo por años, pero no ha tenido la oportunidad… No con Iggy y todo eso. Sólo necesita algo de tiempo…

No me gustaba mentirle a Gina y, en realidad, no sabía por qué lo hacía. No era mi intención: sólo salió así. Lo extraño fue que, mientras hablábamos y yo seguía mintiendo, Gina comenzó a calmarse. Aún pensaba que toda la idea era ridicula, pero presentí que ella se iba dando cuenta de que —por más que intentara disuadirme— yo iría con Candy a la cabaña, de modo que era mejor aceptarlo. De hecho, nunca lo dijo así, pero no era necesario: yo sabía que eso era lo que estaba pensando.

—Mira —dijo después de un rato—. Sólo ven a casa y hablaremos más de ello, ¿de acuerdo?

—Eso hago.

—Sí… lo sé…

Entonces cambió de tema. Me dijo que Jason había llamado esa tarde preguntando dónde estaba, lo cual me desconcertó por un segundo. No es que no supiera de qué estaba hablando Gina: no me había olvidado de Los Katies, el ensayo de esa noche, las sesiones de grabación planeadas… Era sólo que todo aquel rollo ya no parecía tener nada que ver conmigo. Pertenecía a una vida distinta. A una época distinta. A un yo distinto.

—¿Qué le dijiste? —pregunté a Gina.

—Nada —dijo—. ¿Qué podía decirle? Quería tu número celular… dijo que lo había perdido.

—¿Se lo diste?

—No… lo habría hecho si me lo hubiera pedido educadamente. Pero, por la forma en que me habló, me daban ganas de decirle que se fuera al demonio. No es la persona más agradable del mundo, ¿verdad?

—No —admití.

—¿Querías que le diera tu número?

—No, está bien… lo llamaré más tarde. ¿Ha llamado papá?

—No…

Seguimos hablando por un rato. Luego Gina me dijo que tenía que irse, nos dijimos adiós y colgamos.

Miré a Candy dormir en el asiento de junto y, mientras el tren se sacudía, cruzando la penumbra a toda velocidad, me pregunté qué creía que estaba haciendo: la llevaba a la cabaña, invadía su vida, daba cosas por sentado… No podía culpar a Gina por pensar que era absurdo. Era absurdo. Todo el asunto estaba plagado de problemas, grandes problemas, pequeños problemas, problemas incómodos… problemas que me mataban de miedo. No sabía si podría manejarlo y no estaba seguro de querer intentarlo.

Pero lo que yo quisiera no tenía nada que ver.

Nada tenía que ver.

Sólo estaba ahí.

Iba a suceder, sin que nada más importara. Justo igual que antes, cuando sabía en mi corazón que estaría en el Black Room sin que importar nada…

Estaba ahí.

Tan inevitable como que la noche sigue al día.

Nunca podría ser de otra forma.

Candy aún dormía cuando el tren comenzó a bajar la velocidad para entrar en la estación de Heystone. Le di un ligero empujón.

—¿Quuéh…? —dijo frotándose los ojos y mirando alrededor con cara de sueño—. ¿Qué es esto…? ¿Dónde estamos?

—Heystone —le dije, poniéndome de pie para recoger su bolsa de la repisa del equipaje.

Se limpió la boca y parpadeó. Se veía adolorida y confundida.

—¿Qué pasa? ¿Qué hora es…?

—Vamos —le dije, ofreciéndole una mano—. Nos bajamos aquí…

Mientras el tren vibraba hasta detenerse —chirriaban las ruedas, silbaba el aire, se abrían las puertas—, ayudé a Candy a levantarse de su asiento. Luego la apresuré por el corredor, a través de la puerta y sobre la plataforma.

Aún se veía aturdida cuando las puertas se cerraron de golpe y el tren crujió y gruñó para comenzar a alejarse. Conduje a Candy lejos del borde de la plataforma y la llevé hasta una banca.

—Siéntate un minuto —le dije.

Se sentó, mirando la estación con curiosidad, como un niño cansado y desconcertado.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—Sí… eso creo —aún miraba la estación—. Dios… esto me trae algunos recuerdos. No he estado aquí en años… no ha cambiado mucho, ¿no es así?

—No…

Buscó torpemente un cigarrillo en sus bolsillos. Sus manos temblaban mientras lo encendía, pero sus ojos comenzaban a aclararse.

—¿Y qué hacemos aquí? —dijo—. Pensé que íbamos a la cabaña aquella —sus ojos de pronto se entrecerraron—. Hey, si estás pensando en llevarme de vuelta con mis padres…

—No.

—Más te vale que no.

No lo estoy haciendo.

—Porque pierdes tu tiempo si lo estás…

—Que no. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? No te estoy llevando de vuelta con tus padres. Ni siquiera sé dónde viven, ¿cierto?

—Sí, bueno… —dijo chupando malhumorada su cigarrillo—. Entonces, ¿qué hacemos aquí?

—Sólo vamos de vuelta a mi casa para recoger algunas cosas. Luego volveremos aquí para tomar el tren a Lowesoft, ¿de acuerdo?

—¿Lowesoft?

—Es la estación más cercana a la cabaña.

—¿Por qué no podemos ir directamente allá?

—Necesito recoger la llave. Y quiero ver a mi hermana.

—¿Tu hermana?

—Gina.

—¿Está en tu casa?

—Sí…

Candy me miró.

—No tengo que ir contigo, ¿verdad?

—No tardaremos.

—Tal vez mejor me quede aquí…

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Nada… es sólo que me siento un poco extraña acerca de… ya sabes… acerca de conocer a otras personas.

—No pasa nada… Es sólo Gina. Te caerá bien.

—¿Cuántos años tiene?

—Veinte.

—¿Estará sola?

—Bueno, su novio podría estar ahí… Mike. Pero está bien. Ya les he contado sobre ti. Ambos saben de qué se trata.

—¿Qué quieres decir?

—Saben de ti y de Iggy y de todo. Ambos te vieron en el Black Room. Mike es el chico que trató de evitar que te llevaran por la fuerza.

—¿El tipo negro alto?

—Sí.

—Lo molieron a golpes…

—Lo sé.

—¿Está bien?

—Sí, está perfectamente. No te preocupes por eso. Todo estará bien.

Sonrió dudosa.

—¿Tú crees?

—Sí… no hay problema. Todo está cool.

Su sonrisa se iluminó.

—¿Cool?

—Sí —sonreí—. Cool con K de punk. Igual que yo.

—Más bien con T de tonto.

—¿Tú crees?

—Sí… pero eres muy lindo por eso. Así que te perdono.

—Muchas gracias.

—De nada.

Habría sido lindo caminar de vuelta a casa, pero el último tren a Lowesoft salía a las diez y media y ya casi eran las ocho treinta, de modo que no teníamos mucho tiempo. Por suerte, había un taxi esperado en el sitio. Y esta vez no tuve ningún problema para abrir la portezuela.

El taxi nos dejó al final de la avenida. Volvió a pagar Candy. Salimos.

—¿Ésta es tu casa? —me dijo mirando calle arriba.

—Sí…

—Muy bonita.

Abrí la reja y comenzamos a andar.

—¿Cómo es la tuya? —le pregunté.

—¿Mi qué?

—Tu casa.

—La viste esta tarde…

—No, quiero decir en la que vivías antes. La casa de tus padres.

—Ah, sí —dijo encogiéndose de hombros—. Parecida a ésta, supongo. No tan vieja… Tal vez un poco más grande…

Su voz se desvaneció y supuse que no quería hablar más del asunto, de modo que proseguimos en silencio. Se sentía realmente extraño estar de vuelta en casa: de vuelta entre los jardines y los pinos y los setos bien cuidados… Todo rodeado de comodidad. Se sentía seguro. «Es seguro —pensé para mis adentros—. Es apacible, es tranquilo, es el hogar. Es adonde perteneces. Es donde deberías…».

—No puedo quedarme aquí —dijo Candy.

—¿Qué?

—No puedo quedarme aquí.

—Ya lo sé —le dije—. No nos quedaremos aquí.

Nos acercábamos a la entrada principal. Saqué la llave del bolsillo y guie a Candy hacia el porche. Ella se veía realmente ansiosa, casi tímida, como una niña retraída que estuviera a punto de conocer a los papás de su novio por primera vez.

—¿Todo bien? —le pregunté.

Asintió.

—No te preocupes —le dije—. Sólo estaremos aquí una media hora, ¿de acuerdo?

Asintió de nuevo.

La miré un momento, brevemente sorprendido de que esta hermosa chica de hecho estuviera aquí… conmigo… en mi casa. Abrí la puerta y entramos.

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