Candy

Candy


Diecisiete

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DIECISIETE

La cabaña se encuentra al final de un camino boscoso, cerca de un pueblecito remoto llamado Orwold. Es una linda construcción antigua: una cabaña tradicional de madera, con tres pequeñas habitaciones, una estancia principal combinada con la cocina y una veranda desvencijada al frente. Está en un claro en las lindes del bosque. Los pinos circundantes le dan sombra en verano y, durante el invierno, cuando soplan los rabiosos vientos del noreste que llegan desde el estuario cercano, resguardan la cabaña del frío más crudo.

Papá compró la cabaña hará unos seis o siete años, lo que en su momento nos sorprendió a todos. Incluso mamá no sabía nada al respecto. Papá simplemente llegó a casa un día, nos dijo que nos metiéramos en el auto, condujo hasta Orwold y nos mostró orgulloso la cabaña.

—Ahí la tienen —dijo—. ¿Qué opinan?

—¿Qué? —dijo mamá.

—La cabaña. Es nuestra. La compré.

—¿Tú qué?

—La compré.

—¿La compraste? —dijo ella sin poder creerlo—. ¿Para qué demonios? ¿Qué haremos con una cabaña?

Una vez que papá nos explicó sus numerosos usos —como una casa familiar para los fines de semana, un lugar tranquilo para trabajar sin distracciones o simplemente un lugar para escaparse de todo—, mamá finalmente comenzó a calmarse y poco a poco aceptó la idea. Yo creo que todos lo hicimos: imaginamos días de pereza bajo el sol, noches en el bosque, fogatas de leños crujiendo en invierno…

En realidad nunca funcionó así. Al principio solíamos ir ahí casi cada fin de semana. El viernes por la noche empacábamos nuestras mochilas, brincábamos en el coche y conducíamos hasta Suffolk para tener un fin de semana apacible… Y estuvo bien por un rato. Tuvimos nuestros días de pereza y nuestras noches tranquilas: caminamos por el bosque, recolectamos leños para la chimenea y paseamos por el estuario mirando los barcos bajo el sol de la tarde… luego, todos moríamos de hambre y volvíamos a la cabaña para comer bollos tostados y beber grandes tazones de chocolate caliente…

Sí, no estaba mal.

Incluso un verano nos quedamos una semana completa. Yo, entonces, tenía unos once años y Gina diecisiete. Recuerdo cuando ella conoció a aquel chico en el pueblo. Me molesté mucho porque no me dejó ir con ella un día que salió a caminar, así que terminé siguiéndola al bosque… y me sorprendí mucho cuando la vi besar a aquel chico. Después, cuando le pregunté quién era y se dio cuenta de que había estado espiándola, me amenazó con darme una paliza. Pero le dije que si lo hacía le diría a mamá y a papá lo que había hecho. De modo que en lugar de la paliza me dio cinco libras por prometer que man tendría la boca cerrada. Por supuesto que tomé el dinero, pero por alguna extraña razón nunca lo gasté. De hecho, el billete sigue escondido en alguna parte de mi habitación, todo sucio y arrugado y descolorido, como una especie de inútil recordatorio…

Como sea, creo que aquella fue la última vez que fuimos todos juntos a la cabaña. No sé por qué, pero conforme pasaban los años, los fines de semana fuera eran cada vez menos frecuentes, hasta que llegó un punto en el que casi no íbamos a Orwold. Incluso cuando hacíamos el esfuerzo, siempre parecía faltar alguien. O Gina no podía o mamá trabajaba o papá estaba fuera en algún congreso. Nunca volvió a ser lo mismo sin los cuatro. Todo se sentía falso —vacío y forzado—, como si estuviéramos intentando revivir lo que había sido, intentando pasarla bien. Pero ya no era así. Al final, creo que nos dimos cuenta de que no sólo era inútil seguir intentándolo, sino también doloroso.

De modo que nos dimos por vencidos.

Para cuando mamá y papá se divorciaron, la cabaña —para mí— se había desvanecido en el pasado. Era sólo un lugar al que solíamos ir. Un lugar en mi mente. Un recuerdo.

Pero ahora estaba de vuelta.

Y volvía a ser real.

El pueblo, el bosque, el estuario, la cabaña…

Acogiéndonos en su seno.

No hablamos mucho durante el trayecto. Ambos estábamos demasiado cansados, creo, y tal vez también un poco demasiado ansiosos. No conseguía ponerme cómodo en el tren. Sentía el cuerpo extraño, todo apretado y granuloso, como si mi piel estuviera hecha de papel de lija. Mi cabeza estaba acalambrada y abrumada por el cansancio, y sentía los ojos pesados y densos.

Candy no estaba mucho mejor. Se había drogado otra vez en el baño, pero esta vez no pareció relajarse. Seguía moviéndose nerviosamente, olisqueando, limpiándose la nariz y los labios, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Fumaba demasiado. Tosía demasiado. Respiraba demasiado aprisa, luego demasiado lento, luego otra vez demasiado aprisa…

No podía explicármelo.

No lo entendía.

Pero estaba demasiado cansado para hacer algo al respecto y Candy estaba demasiado acelerada para que le importara. De modo que cada uno guardó su sufrimiento para sí y aguantó el largo trayecto en un silencio intermitente: dormitando a medias, medio despiertos, murmurando tonterías ocasionalmente y sin mucho entusiasmo.

El tiempo no transcurría rápido ni despacio: sólo transcurría.

Cuarenta minutos hasta Ipswich, atravesar la plataforma y hacia la línea secundaria del ferrocarril. Luego, hora y media de traqueteo quebrantahuesos hasta Lowesoft, la espera gélida de un taxi, y finalmente un trayecto de veinte minutos hasta Orwold.

—¿Ya llegamos? —preguntó Candy esperanzada cuando el taxi se acercó a un lado del camino, junto al bosque.

—Casi —dije—. Sólo unos minutos más.

Pero resultó ser un poco más que eso, pues el taxista se rehusó a seguir el camino por el bosque.

—Yo no entro ahí, amigo. De ninguna manera.

—Es sólo como media milla —le dije.

Sacudió la cabeza.

—Lo siento amigo… este auto es mi sustento. No puedo darme el lujo de arruinarlo.

Intenté decirle que el camino estaba bien, que no tendría ningún problema. Pero no le interesó. De modo que tuvimos que caminar a través del bosque, a la una y media de la madrugada, temblando y tropezando y maldiciendo en la oscuridad. Era un trayecto difícil, un poco atemorizante al principio. Temía que perdiéramos de vista el camino y nos adentráramos en el bosque y nos perdiéramos… Pero al cabo de un rato, a medida que mis ojos se ajustaban a la oscuridad y avanzábamos hacia el centro del bosque sin perdernos, comencé a sentirme mucho mejor.

La luna estaba casi llena, brillaba e iluminaba el bosque con una delicada luz plateada. Al respirar aquel aire cristalino, me sentí revivir. Podía sentir el silencio de la noche, los árboles susurrantes, el olor a pino, el derivar distante de arena y algas marinas en el estuario…

Se sentía bien: puro y fresco y energizante.

Casi deseé estar solo.

Pero no lo estaba.

Y Candy aún estaba en apuros…

—¿Joe? Joe, ¿dónde estás?

—Aquí… estoy justo a tu lado.

—Dios… está tan oscuro.

Tomé su mano.

—No pasa nada, ya casi llegamos.

—Mierda —dijo—. No puedo ver por dónde voy.

—Intenta cerrar los ojos —sugerí—, y luego abrirlos de nuevo —le sonreí—. Alguien me dijo alguna vez que eso deja pasar más luz.

—¿Sí? —dijo—. Y tú le creiste, supongo.

—Soy muy crédulo.

Seguimos por el camino tomados de la mano y después de un rato comencé a reconocer una o dos cosas: un árbol caído, un curioso doblez en el camino, la línea del horizonte brillando a la luz de la luna…

—Debe de ser por aquí —dije.

—¿Debe de?

—Bueno, ha pasado mucho tiempo… espera… ahí está.

—¿Dónde?

Me detuve y señalé al frente.

—Allá… justo a la derecha de esos pinos… los pinos altos. ¿La ves?

Candy entrecerró los ojos en la oscuridad, sacudiendo la cabeza.

—No puedo ver nada.

—Esa forma oscura —expliqué—, bajo los árboles. Puedes ver el techo…

Todas son formas oscuras.

—La verás en un minuto —le dije, reemprendiendo la marcha—. Vamos… dame la mano.

Tomó mi mano y la conduje por los últimos pocos metros del camino. Ahora estábamos ahí: parados afuera de la cabaña, escondidos de la luz de la luna, exhaustos y fríos y aliviados.

—Ya puedo verla —dijo Candy sonriendo hacia la cabaña.

—¿Segura?

—Sí… se ve muy linda.

—Le hacen falta algunas reparaciones —le dije, revisándola—. Para empezar, la veranda necesita arreglarse…

—¿Te parece si entramos?

La miré.

Ella dijo:

—Quiero decir, todo esto es muy agradable y demás, pero me estoy congelando y necesito hacer pipí.

—Lo siento —dije—. Sólo echaba un vistazo, eso es todo. La revisaré mañana como es debido. Debería estar todo bien…

—¿Joe?

—¿Qué?

—¿Podrías callarte y abrir la puerta, por favor?

—Sí, lo siento.

Saqué la llave del bolsillo y abrí la puerta. Estaba un poco atascada, seguramente hinchada por la lluvia. Pero un par de buenos empujones bastaron para abrirla y nos encontramos escrutando la total oscuridad del interior.

—¿Hay luz? —preguntó Candy.

—Un segundo.

Metí la mano detrás de la puerta y accioné el interruptor. Nada sucedió. Lo accioné de nuevo. Aún nada.

—¿Qué pasa? —preguntó Candy.

—Probablemente esté apagada la corriente principal —repliqué—. No te preocupes, debe de haber velas en alguna parte. Préstame tu encendedor.

Candy me pasó su encendedor.

Lo encendí, probando la flama. Me dirigí hacia la entrada.

—No me tardo ni un minuto…

—Estoy justo detrás de ti —dijo ella—. No pienso quedarme aquí sola.

—Está bien. Pero mira dónde pisas.

Entré, sosteniendo la llama ante mí, y comencé a moverme poco a poco por la habitación. Candy permaneció cerca de mí. A medida que nos adentrábamos en la oscuridad, sombras extrañas comenzaron a revolotear por las paredes: sombras de Candy, mis sombras. Al detenerme un momento y elevar el encendedor, nuestras sombras se fundieron en una macabra mutación: una bestia etérea con dos espaldas encorvadas y dos enormes cabezas y docenas de extremidades fantasmales…

Alcé la mano hacia la luz e hice una figura con mis dedos.

—¿Qué haces? —susurró Candy.

—Mira —le dije, indicando la sombra que había proyectado en la pared.

Candy giró la cabeza.

—¿Qué se supone que es?

—Un pato —le dije, moviendo los dedos, abriendo y cerrando el pico—. ¿Ves? Cuac, cuac… cnac, cuac. Ése es el pico, ésa es la cabeza…

—Sólo encuentra las velas, Joe.

Crucé hacia el muro más retirado y tanteé mi camino por la barra de la cocina hasta llegar al fregadero. Me incliné, abrí la alacena debajo del fregadero y sostuve dentro el encendedor. Las velas estaban en una caja al fondo. Tomé una y la encendí. Se la pasé a Candy. Luego tomé algunas más y me levanté para reunirme con Candy bajo la luz vacilante.

—Eso está mejor —dijo ella colocando la vela sobre la barra—. Ahora, ¿dónde está el baño?

Encendí otra vela para ella y le señalé el baño. Mientras ella atravesaba la habitación, llamé rápidamente a Gina para avisarle que habíamos llegado. Luego me puse a encender más velas y a colocarlas por la cabaña. La estancia entera quedó bañada en la brillante luz de las flamas desnudas. Parecía casi espiritual: como el interior sagrado de una pequeña capilla de madera o como una especie de santuario sin dios.

No estaba seguro si era eso o sólo el frío, lo que me hacía temblar.

—Encenderé la chimenea —le dije a Candy cuando salía del baño—. ¿Por qué no preparas algo de té?

Le mostré la estufilla de gas, revisé que aún estuviera conectada, la encendí y dejé a Candy en eso. Mientras ella hacía mido buscando algo en qué hervir el agua, comencé a encender la chimenea. Todo lo que necesitaba estaba ahí: periódicos viejos, encendedores, combustible, leños.

—¿Cómo es que no vandalizan este lugar? —preguntó Candy desde el otro lado de la habitación.

—A veces lo hacen —le dije—, pero no hay mucho que valga la pena robar. Y papá paga a un par de personas del pueblo para que cuiden las cosas, lo cual ayuda. Hay niños que de vez en cuando se meten, pero por lo general no causan mucho daño —había acomodado la base de la fogata y comenzaba a acomo dar los leños—. Una vez tuvimos invasores —le dije a Candy—. Una familia de malvivientes se metió y se quedó un mes. Niños, perros… el paquete completo. Papá tuvo que llamar a la policía para que los sacaran.

—Deberías rentarla —sugirió—. De ese modo no tendrían que preocuparse de que se metan los niños. Además, sacarían algo de dinero extra.

—Sí, supongo…

Encendí el fuego. Esperé para asegurarme de que prendiera. Luego me recargué hacia atrás y miré las llamas. Detrás de mí podía escuchar la estufa de gas siseando, el agua hirviendo y a Candy moverse por ahí: abría armarios, rebuscaba en los cajones, traqueteaba tazas y cubiertos… y todo sonaba tan normal. Ella preparaba algo de té. Yo estaba frente a la chimenea. Charlábamos…

Y todo estaba bien.

¿O no?

Ser normal…

¿Qué tiene de malo?

«Nada —me dije—. Nada de nada…».

Pero no estaba tan seguro. Primero, porque sabía que las cosas no eran normales y sólo pretendíamos que lo eran para escapar de la inevitable verdad. Y segundo —y eso es lo que más me molestaba—, no estaba seguro de querer que las cosas fueran normales. No es que quisiera que fuéramos anormales. No quería todo aquel caos y aquella porquería del bajo mundo… Pero de ahí veníamos. El caos era parte de nosotros. Parte de quienes éramos. Y temía que si lo perdíamos por completo perderíamos parte de nosotros mismos.

Creo que eso era lo que pensaba, en todo caso.

Estaba cansado, ¿recuerdan? Eran casi las dos de la madrugada y miraba fijamente, con ojos muertos, la hoguera encendida… hipnotizado por las llamas… sin estar realmente ahí… no muy consciente de nada. Los pensamientos en mi cabeza no tenían nada que ver conmigo. Eran sólo pedazos de cosas, imágenes, palabras, recuerdos, sentimientos que flotaban ahí sin ningún propósito, como briznas de polvo al viento.

—Aquí tienes tu té —dijo Candy sentándose junto a mí e interrumpiendo mi trance. Me pasó una taza con un líquido negro lleno de sedimentos.

—Gracias —dije.

—Me temo que no hay leche y no pude encontrar nada de azúcar.

Tomé un sorbo. Sabía espantoso.

—Maravilloso —dije.

—¿De verdad?

—Sí.

—Mentiroso —dijo—. Es horrible, ¿no es cierto?

—Absolutamente asqueroso.

Dejamos nuestras tazas en el suelo y miramos fijamente el fuego.

Candy encendió un cigarrillo y lo fumó pensativamente durante un rato, echando largos ríos de humo hacia el calor de las llamas. Luego se volvió hacia mí y me dijo:

—¿Recuerdas esa canción que tocaste en el Black Room…? ¿La que cantaste al final?

—Sí…

—¿La escribiste tú?

—La mayor parte, sí… Quiero decir… la trabajamos juntos…

—Pero ¿tú la escribiste?

—Sí.

—¿Y se trata de quién creo que se trata?

—No lo sé —sonreí—. ¿De quién crees que se trata?

—Vamos, Joe… No bromees. Es bochornoso…

—¿Qué cosa?

—Ya sabes… si te dijera que pienso que es sobre mí, y resultara que no lo es… Dios, imagínate cómo me haría sentir eso.

—¿Crees que es sobre ti? —me lanzó una mirada furibunda—. La escribí la noche en que te conocí. En ese entonces no te conocía muy bien. De modo que no estoy seguro de que signifique mucho…

—Significa mucho para . Dios, cuando te escuché cantarla… y la forma como la cantabas… no sabes, Joe… no puedo decirte lo que provocó en mí.

—Te veías bien bailándola.

—Me sentía bien.

—También yo…

Ninguno de los dos habló por un rato. Nos quedamos sentados, mirando el fuego, hundidos en nuestros pensamientos. La habitación estaba en silencio. Las velas se consumían… la luz de la flama vacilaba… colores silenciosos jugaban en las paredes… amarillo, rojo, azul, naranja…

—Lo siento —dijo Candy—. Debió de haber sido mejor que esto.

La miré.

—Aún queda mucho tiempo.

—Sí… —dijo bajando la mirada—. Quería darte las gracias…

—¿Por qué?

—Por la canción… Por todo. Por lo que has hecho… por lo que intentas hacer… No lo sé, por todo, supongo. Lo siento. No soy muy buena para decir lo que siento.

—No tienes que decir nada.

Me miró un momento, sus ojos ensombrecidos por la tristeza. Luego estiró el brazo y rozó mi mejilla con el dedo.

—Te sentaste demasiado cerca del fuego —dijo—. Tu cara está toda roja…

Sostuve su mirada.

—Estás cambiando el tema.

—Lo sé.

—Tenemos que hablar.

—Lo sé.

—Mira —le dije titubeante—, tú decides lo que quieres hacer. Es tu vida… no pretendo que hagas algo que no quieras hacer… —suspiré deseando sólo poder decir lo que quería sin tantos rodeos todo el tiempo; miré a Candy, que contemplaba nuevamente el fuego. No puedo hacer esto solo. Tienes que ayudarme a ayudarte.

—¿Cómo? —preguntó.

—No sé. Sólo cuéntame cosas. No sé lo que estás pensando. No sé cómo te sientes acerca de nada. No sé dónde estás.

—Yo tampoco —dijo en voz baja—. Nunca antes he tenido que pensar en esto. Nunca he tenido que hablar con nadie acerca de esto.

—¿Acerca de qué?

—De las drogas —dijo lentamente, mirándome—. La heroína… yo no pienso en ella… Mientras la tengo, no hay nada qué pensar. Es sólo un requisito, como el oxígeno. No piensas en respirar, ¿o sí? Sólo lo haces. Es sólo cuando no puedes que te das cuenta de que no puedes vivir sin ello. Por eso es tan difícil hablarlo, Joe. No puedo imaginarme no usándola, así como tú no puedes imaginarte sin respirar. Pero sé que lo tengo que hacer… Tengo que dejar de hacerlo. No me quedará nada si no lo hago —estaba sentada con las rodillas encogidas contra el pecho, los brazos apretados fuertemente en torno a sus piernas, y se mecía ligeramente hacia adelante y hacia atrás, intentando no llorar—. Tengo miedo, Joe —susurró—. Tengo tanto miedo. No sé si pueda hacerlo…

—Está bien —le dije acercándome a ella—. Todo estará bien…

—No, no estará bien —dijo ella—. Va a estar realmente mal…

—Sí, pero una vez que termine… una vez que ya estés bien…

Ahora lloraba; en realidad, berreaba. Me acerqué más y la abracé. Tenía la cabeza enterrada entre las rodillas y sus hombros subían y bajaban. Se atragantaba con palabras que escapaban entre sollozos desalentados.

—Yo no… nossé… yo no…

—¿No sabes qué? —le pregunté suavemente.

—Es como, es como… no lo sé… no, n-no me acuerdo…

Sacudió la cabeza. Luego inhaló profundamente y estiró la espalda intentando seriamente calmarse.

—Dios —dijo enjugándose los ojos—. Es tan difícil —me miró; sus labios temblaban y su cara estaba embarrada de maquillaje. Cuando habló, su voz sonaba aún frágil, pero no tan desalentada como antes—. No es sólo dejar la heroína lo que me asusta —explicó—. Es todo lo demás. Es como… he estado atrapada en este lugar por tanto tiempo, este lugar donde todo está adormecido y muerto y no tienes que pensar en nada más o preocuparte por nada más… Y no puedo recordar qué se siente estar fuera de este lugar. Ya no sé qué se siente ser normal… tener que lidiar con las cosas, tener sentimientos acerca de las cosas, ser yo misma de nuevo… —suspiró pesadamente y miró al piso—.

Es un mundo diferente, Joe —dijo en voz baja—, y me da horror.

Después de eso sólo permanecimos sentados durante un rato, abrazándonos en el silencio iluminado por las velas. La fogata comenzó a apagarse, los leños consumidos crujían y siseaban entre las ascuas, y mientras el frío aire nocturno comenzaba a calarnos los huesos, nos abrazamos más de cerca, compartiendo el calor de nuestros cuerpos. Candy descansaba la cabeza sobre mi hombro, y yo podía sentir su respiración susurrar débilmente en mi cuello. Era hipnótico: el ritmo sostenido, el calor, el tacto… como una canción de cuna sin palabras. Poco a poco comenzó a quedarse dormida, y mientras su respiración comenzaba a debilitarse con el sueño, cerré los ojos y me dejé hundir profundamente en la oscuridad.

Un rato después, aún de madrugada, desperté para encontrar a Candy en la agonía de una pesadilla. Gruñía y se quejaba, sacudía el cuerpo nerviosamente, los ojos y los puños cerrados por el dolor…

Le di un suave empujón.

—Candy… Candy… despierta.

Su cabeza se sacudía de un lado a otro. Dejó escapar un pequeño aullido.

—Despierta —repetí, esta vez estrechando su mano.

Abrió los ojos repentinamente y se me quedó mirando. Parpadeaba confundida ante los restos de su pesadilla.

—¿Qu…? —murmuró.

—Soy yo —dije—. Joe… tenías una pesadilla.

—¿Joe? —dijo.

—Sí… ¿Estás bien?

Se restregó los ojos, sacudió la cabeza, bostezó ampliamente y comenzó a frotarse los brazos.

—Dios… ¡Qué frío hace! —su voz era somnolienta—. ¿Qué hora es?

—No lo sé —dije—. Aún es temprano…

—Demasiado frío —murmuró—. Vamos a la cama.

—¿La cama? —dije estúpidamente.

Me ignoró y comenzó a levantarse, tambaleándose ligeramente. La sostuve para equilibrarla. Luego me puse yo de pie.

—Tomaré la habitación de atrás. Tú puedes quedarte en la principal —musité, evitando su mirada.

—No quiero dormir sola —me dijo.

No supe qué decir. No sabía qué hacer… qué debía hacer… qué quería hacer… No sabía nada. Sólo atinaba a mirarla.

—Sólo ven a la cama, Joe —dijo Candy con sencillez.

Seguía yo sin saber nada cuando apagué las velas moribundas y la seguí a la habitación. Me quedé parado mirándola mientras se metía en la cama sin desvestirse. Me acosté a un lado.

«No tienes que saber —pensé para mis adentros—. No tienes que saber nada».

Las sábanas estaban frías. La oscuridad de la noche era extremadamente silenciosa. Y mientras yacíamos juntos y cerrábamos los ojos, todo se disolvió en el vacío.

No hicimos nada.

Ni siquiera nos besamos.

Sólo nos quedamos dormidos, completamente vestidos, abrazados en la oscuridad.

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