Candy

Candy


Dieciocho

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DIECIOCHO

Cuando abrí los ojos, la habitación estaba bañada en luz del día y Candy dormía tranquilamente sobre mi brazo. No sabía qué hora era, pero parecía muy tarde. Afuera cantaban los pájaros, el aire estaba frío y fresco, y en la distancia podía escuchar el chonk chonk de alguien cortando leña.

No podía mover el brazo.

Miré a Candy. Aún dormía profundamente, chupándose el dedo entre sueños. Su cabeza todavía descansaba pesadamente sobre mi brazo. Me quedé quieto por un instante, estudiando su cara, sus ojos descoloridos, preguntándome qué estaría soñando… Y luego me dispuse a recuperar mi brazo paralizado. No quería despertarla, de modo que sólo intenté darle un pequeño jalón, pero nada sucedió. Mi brazo estaba completamente entumido. Intenté flexionar los dedos, pero tampoco pasó nada. No tenía dedos. Todo lo que tenía era un bulto de carne muerta brotando de mi hombro, con algunas extremidades puntiagudas pegadas a él.

Me quedé quieto de nuevo, pensando que hacer. «Tal vez deberías sólo esperar —me dije—, esperar a que Candy despierte…».

Pero no quería hacer eso.

Resultaría incómodo…

Así que lo intenté de nuevo. Esta vez, en lugar de intentar usar mi brazo muerto para que se moviera a sí mismo, me incliné hacia un lado y usé el peso de mi cuerpo para comenzar a deslizar el brazo por debajo de la cabeza de Candy. Al principio se sentía realmente extraño, como si estuviera moviendo algo que no me pertenecía; pero poco a poco, conforme el brazo comenzó a moverse, la sangre comenzó a fluir y empecé a recuperar un poco de sensibilidad: un agradable cosquilleo en las puntas de los dedos, una sensación picante en el brazo… y luego ocurrió algo más, algo ya no tan agradable. A medida que la sangre fluía hacia mi brazo, mil agujas ardientes comenzaron a picar mi piel, electrificando mi carne, y me congelé en un instante, apretando los dientes para atenuar el dolor, intentando no gritar.

Candy, entretanto, seguía dormida.

Había sacado el dedo de su boca, tenía los labios contraídos hacia los dientes y su lengua suelta contra las encías. No era la pose más hermosa del mundo, pero había algo extrañamente encantador en ella. Y mientras esperaba a que mi brazo dejara de torturarme, me descubrí contemplando de nuevo su rostro. Me pregunté qué lo hacía tan hermoso: ¿La proporción, las formas, las texturas, los huesos bajo la piel? ¿O era sólo yo? Mis ojos, mi visión, mis expectativas…

Mis pensamientos.

Después de un rato, sus párpados comenzaron a moverse. Pensé que estaba a punto de despertar y me di cuenta de pronto de lo bochornoso que sería que abriera los ojos y me descubriera contemplándola… Pero antes de que pudiera hacer nada al respecto, Candy exhaló una bocanada de aire rancio, tronó los labios y se apartó de mí rodando sobre su costado.

Recogí de la almohada mi brazo muerto, froté un poco de vida en él. Luego me deslicé fuera de la cama, tomé algo de ropa y caminé sigilosamente hacia el baño para darme un duchazo largo y cálido.

Como una hora más tarde estaba en la cocina preparando café cuando Candy se asomó desde de la habitación. Se veía fatal. Sus ojos estaban inyectados de sangre, el vendaje en su mano se había soltado y la delgada camiseta que llevaba no ayudaba a cubrir los espeluznantes moretones sobre su estómago. Mientras se movía somnolienta a través del cuarto, con ojos legañosos y con aspecto de recién levantada, no pude evitar pensar en un boxeador dopado luchando por sobrevivir la mañana después de su última pelea.

—Buenos días —le dije con entusiasmo—. ¿Quieres un poco de café?

Pasó los dedos por su cabello enmarañado y musitó algo por lo bajo.

—¿Perdón? —dije.

Bostezó.

—¿Qué hora es?

—Acaban de dar las doce. ¿Quieres un poco de café?

—¿Qué?

—Café —dije sacudiendo la taza frente a ella.

—Sí… en un minuto.

Se quedó ahí parada unos instantes, frunciendo el ceño y musitando hacia el piso. Luego se dio vuelta y volvió a la recámara arrastrando los pies. Me quedé mirando, preguntándome qué estaría haciendo: ¿Se vestía? ¿Se maquillaba? ¿Se había vuelto a meter en la cama? Pero luego volvió y supe enseguida lo que hacía. Iba directamente al baño, ya no arrastrando los pies, sino caminando con un propósito, y escondía algo a sus espaldas.

Obtenía lo que necesitaba.

No sabía qué hacer al respecto.

No sabía qué se suponía que debía hacer.

¿Enojarme?

¿Permanecer en calma?

¿Decir algo?

¿No hacer nada?

Supongo que lo que realmente quería hacer era gritarle, decirle que se detuviera, decirle que pensara bien lo que hacía…

Pero no lo hice.

No hice nada.

Sólo me quedé donde estaba y la observé mientras entraba en el baño, cerraba la puerta y le ponía el seguro. El sonido del cerrojo me dejó helado. Me mató. Me vació. Ese simple ruidito me lo dijo todo: que yo no era nada, que ella no me quería, que no me necesitaba.

Todo lo que ella necesitaba era la heroína.

Y la odié.

Odié su poder sobre ella, su atracción, su control.

Odié la forma como alejaba a Candy…

De sí misma.

De mí.

De todo.

La odié.

Todavía pasó un rato antes de que el resto del día comenzara Mientras Candy estaba ocupada en el baño, tosté pan y bebí algo de café… lavé las tazas y los platos… me senté un rato… hice algo más de café… luego me puse de pie y pasé un rato tan sólo deambulando por la cabaña.

No sé si fue a causa de mi estado de ánimo, pero mientras miraba las habitaciones vacías sentí que nada estaba bien. Faltaba algo, pero no podía entender qué era. Hasta donde podía darme cuenta, no se trataba de una ausencia física: de hecho, nada faltaba en los cuartos. Era más bien algo sensorial. Algo relacionado con los recuerdos. Mis recuerdos y los de Gina… mamá y papá… vacaciones familiares… distintas épocas…

Supongo que era eso.

Los recuerdos no eran tan antiguos, pero por alguna razón parecían difíciles de rescatar. No faltaban —definitivamente ahí estaban—, sólo que ya no estaban ahí. Incluso cuando me topé con cosas que debían haber significado algo —una guirnalda de margaritas secas al fondo de un cajón, algunos de los libros de papá en un estante, zapatos olvidados y ropa abandonada—, no conseguía ubicarlos. Los reconocía, sabía qué eran, pero nada más.

No sentía apego hacia nada.

La verdad es que era un poco triste.

Intenté no pensar en ello mientras entraba en la habitación y desempacaba la mochila que Gina nos había preparado. Separé la ropa de la comida, puse la ropa en el armario y la comida en el refrigerador… y cuando eso estuvo listo, decidí revisar la electricidad. Resultó que la corriente principal estaba encendida después de todo. El único problema consistía en un foco fundido en la estancia principal. En realidad, debí haberlo sospechado. Me acababa de duchar con agua caliente: había estado contemplando la brillante luz roja del botón de encendido durante unos diez minutos… Claro que estaba encendida la electricidad. Sólo que no me había dado cuenta. Mi mente había estado concentrada en otras cosas.

Como sea, cambié el foco de la estancia y luego revisé los restantes… y guardé las velas… Intentaba pensar en qué más podía hacer para matar el tiempo cuando sonó mi celular.

Era Gina.

—¿Hola? —dije.

—¿Joe? ¿Eres tú?

—Sí…

—No te escucho…

—Espera… no hay buena señal —salí y me senté en una silla desvencijada en la veranda—. ¿Me escuchas mejor? —dije al teléfono—. ¿Me escuchas ahora?

—Sí, perfectamente —dijo Gina—. ¿Cómo van las cosas? ¿Todo está bien?

—Sí, nada mal…

—¿Cómo está Candy?

—Está bien… hablamos anoche. Ya sabes… acerca de dejar la heroína y eso. Creo que lo va a intentar.

—Creí que ya lo habían discutido.

—Sí, lo sé… quiero decir que no ha cambiado de opinión ni nada. De verdad, aún quiere hacerlo.

—¿En serio?

—Sí…

—Qué bien.

—Lo sé… pero me da un poco de miedo.

—Bueno, es normal. Quiero decir, es algo serio: físicamente, mentalmente, emocionalmente… todo. Va a ser el infierno durante un rato. Para ambos, seguramente. Por eso te dije que llamaras si necesitas ayuda. Si no puedes encontrarme, llama a Mike. Le dará gusto ayudar. A cualquier hora, día o noche, no importa… sólo llama, ¿está bien?

—Sí, gracias.

—Ah, y por cierto, antes de que lo olvide… Jason llamó otra vez esta mañana. Quiere que lo llames… dice que es urgente.

—Correcto… y papá, ¿se ha puesto en contacto?

—No, aún no. ¿Qué quieres que haga si Jason llama de nuevo?

—No lo hará. No te preocupes por eso…

—No me preocupo. ¿Cómo está la cabaña?

—Bien. Ahora estoy afuera, en la veranda… es realmente agradable.

Mientras hablaba miraba el bosque y lo absorbía todo: los árboles invernales, las zarzas, el cielo abierto…

Y en verdad era muy agradable: frío y vacío y a kilómetros de distancia de cualquier otro lugar.

—¿Durmieron bien? —preguntó Gina.

—¿Qué?

—¿Ambos durmieron bien?

—Eh… sí…

—No me quiero entrometer…

—Pues lo estás haciendo.

Rio.

—No sucedió nada —le dije—. Sólo somos amigos, ¿está bien?

—¿Sí? Ya he oído eso antes.

No respondí. No supe cómo hacerlo. No era sólo que no quería hablar de Candy y de mí, aunque, hay que admitirlo, no quería; lo principal era que no sabía qué decir. No sabía qué éramos. No éramos novios, no éramos amantes… pero tampoco es que fuéramos sólo buenos amigos. Éramos algo más. Te níamos algo más. Sólo que no estaba muy seguro de qué era lo que teníamos.

—¿Joe? —dijo Gina—. ¿Sigues ahí?

—Sí…

—¿Estás enfadado conmigo?

—No.

—No quise decir nada… no intentaba hacerme la graciosa. Sólo estoy siendo tu hermana, eso es todo.

—Lo sé… está bien.

—Candy me cae bien. Es una linda chica. Y sé que en verdad te gusta… sólo quiero que tengas cuidado, ¿de acuerdo?

—Sí, lo tendré… Lo estoy teniendo. De verdad que está bien. No es un problema…

Justo entonces se abrió la puerta de la cabaña y Candy salió a la veranda. Vestía un grueso suéter verde y su pequeño sombrero negro, y mientras estaba ahí parada, bajo la luz de la mañana, sorbiendo café negro y sonriéndome, nada más parecía tener importancia. Confusión, tristeza, enojo, odio… todo se disipó en el viento. Todo estaba bien de nuevo. Yo estaba bien. Candy estaba bien. Todos estábamos bien. Nada podía haber estado mejor: el tiempo, el mundo, la forma como me sentía… mi cuerpo, mi corazón, mi estado de ánimo…

En un santiamén, todo estaba bien…

Como debía ser.

—Me tengo que ir —le dije a Gina—. Te llamo mañana, ¿de acuerdo?

—Ah… está bien —dijo, un poco sorprendida por mi brusquedad—. ¿Todo está bien?

—Sí —le aseguré mirando a Candy—. Todo está perfecto.

Y lo estuvo, durante un rato.

Después de que estuvimos sin hacer nada durante más o menos una hora, nos pusimos los abrigos, cerramos con llave la cabana y nos dirigimos al estuario. Mientras paseábamos a través del bosque, tomados del brazo, deambulando despacio por los senderos, el cielo adquirió un tono grisáceo que enfrió el aire con la promesa del crepúsculo. Era apenas media tarde, pero ya podía presentir la noche que se acercaba. Estaba ahí en las sombras, en el corazón del bosque, acercándose cada vez más, como una bestia agazapada, acechando la fragilidad del día…

Sabía que se aproximaba.

Podía sentir su aliento oscuro.

Pero aún no llegaba.

La cabaña no queda lejos del estuario, y el bosque no tardó en despejarse y el sendero a serpentear a través de riscos bajos, hacia las angostas orillas de arena y lodo que corren a lo largo de la ribera. Todo estaba en calma. La marea estaba quieta, el viento había disminuido y las aguas del estuario estaban altas y tenían un color gris plateado.

Nos sentamos en una banca a la orilla del bosque y miramos hacia el estuario. Vi un martín pescador volar rozando la superficie del agua, su brillo azul metálico reflejado en la superficie plateada. Luego se marchó como una estrella fugaz, y el estuario volvió a quedar quieto y callado.

—¿Qué hay del otro lado? —preguntó Candy.

—No lo sé —admití mirando al otro lado del agua, hacia los campos áridos y granjas derruidas en la lejanía—. Granjas, su pongo…

—¿Dónde queda Orwold?

—Hacia atrás —le dije apuntando detrás de mi hombro.

—¿Está lejos?

—No mucho… un par de kilómetros —la miré—. ¿Por qué quieres saberlo?

Apretó mi brazo.

—No te preocupes. No pienso escapar. Sólo necesito comprar algunas cosas, eso es todo. ¿Hay alguna tienda en el pueblo?

—Sí, creo que sí. Podemos regresar por ahí si quieres.

—Está bien.

De nuevo nos quedamos en silencio durante un rato. Candy encendió un cigarrillo y lo fumó en silencio, y yo sólo me quedé ahí sentado, mirando al vacío. El sol bajaba, bordeando el horizonte con su luz agonizante, y los primeros colores des lavados del atardecer comenzaron a pintar el cielo. La atmósfera me recordó nuestro día en el zoológico, cuando llegaba la tarde y los chicos de la escuela y los turistas se dirigían de vuelta a casa, y los animales se preparaban para dormir y Candy y yo vagábamos en silencio por el lado más apartado del zoológico…

Y me pregunté si ahora también estábamos en el sitio más apartado. Alejados de toda la gente, alejados del mundo, de todo el caos…

¿Sería éste nuestro lugar, allí donde podríamos compartir secretos?

Miré a Candy, pensando: «¿Secretos, verdades o nada?».

Me miró de vuelta, los ojos perdidos en una neblina embrujada.

—Lo haré hoy —dijo en voz baja—. Cuando volvamos. Me daré la última. Y eso será todo. No más.

—¿Estás segura? —le pregunté.

—Sí —murmuró enjugándose una lágrima—. Ya he tenido suficiente, Joe. Ya no quiero estar así.

Para cuando logramos cruzar el bosque y recorrimos el sendero hasta Orwold, la luz del día languidecía y todas las tiendas del pueblo estaban cerradas. Candy comenzaba a ponerse cada vez de peor humor.

—¿Qué es esto? —ironizó—. ¿Un pueblo fantasma? ¿Por qué está todo cerrado?

—Deben de ser más de las cinco —le dije—. Por aquí se cierra todo temprano durante el fin de semana. Tendremos que ir a la gasolinera.

—Grandioso… y eso, ¿qué tan lejos está?

—Sólo al final del camino.

Era una de esas gasolineras que vende toda clase de cosas: videos, cigarrillos, cerveza, provisiones… lo que quiera que uno necesite para seguir con vida. Candy tomó una canasta y comenzó a recorrer los pasillos, tomando cosas de los anaqueles mientras yo la seguía. No parecía estar de humor para preguntas, de modo que no la molesté preguntándole qué compraba o por qué. Sólo la seguí, mirando con curiosidad cómo llenaba la canasta con toda clase de objetos extraños: barras de chocolate, galletas, dulces, Coca-Cola, aspirinas solubles, revistas del corazón, libros de bolsillo, talco…

En la caja vació la canasta sobre el mostrador. Pidió un cartón de cigarrillos y luego pagó con todo el efectivo que le había quitado a Iggy.

Había oscurecido por completo cuando volvimos a la cabaña. En cuanto atravesamos la entrada principal, Candy corrió a la recámara y casi inmediatamente después salió corriendo de nuevo en dirección al baño.

—¿Ésta es? —pregunté.

Se detuvo titubeante y me miró.

—¿Ésta es la última vez? —dije.

—Sí… sí. Lo es. Mira, lo siento… Es sólo que… no sabía que estaríamos fuera tanto tiempo… —sus ojos volaron con ansie dad hacia el baño—. Realmente lo necesito en este momento…

—No tienes que ir a ninguna parte. Quiero decir, no tienes que esconderte de mí… no me importa…

—No —dijo rápidamente—. No es agradable… no quiero que me veas. No es nada, de todas formas… es sólo… es sólo patético —sacudió la cabeza—. Son sólo unos estúpidos pedazos de papel aluminio y un montón de porquería… y odio tener que hacerlo… es tan feo… —me miró enjugándose el sudor de la frente, y de pronto me di cuenta de que sufría, y que lo único que yo estaba haciendo era prolongar su dolor.

—Está bien —le dije señalando el baño—. En serio… te entiendo. No hay problema.

Intentó sonreír, pero su rostro estaba demasiado tenso para permitirlo. Todo lo que consiguió fue un rígido asentimiento con la cabeza, como un niño lloroso, y luego se fue como bólido al baño.

Esta vez, sin embargo, no cerró la puerta con seguro.

Veinte minutos más tarde estábamos sentados frente a la hoguera, bebiendo té y charlando. Candy estaba un poco dopada, pero perfectamente lúcida, y parecía bastante contenta con lo que estaba haciendo.

—Ya sé que será difícil —me dijo—. Pero creo que ya me convencí. Es como si ya me viera del otro lado… puedo ver lo que quiero ser. ¿Entiendes lo que quiero decir? Puedo ver hacia dónde voy, y realmente quiero llegar ahí —comenzó a vaciar sus bolsillos sacando las cosas que le había quitado a Iggy y dejándolas en el suelo—. Será mejor deshacerme de esto ahora mismo —explicó—, mientras aún sepa lo que hago.

Miré cómo se apilaban las drogas: paquetes pequeños, bolsas de plástico, frascos con pastillas. Era extraño cuán inofensivo se veía todo. Eran sólo cosas —polvos y píldoras—, y era difícil imaginar cómo algo tan insignificante podía significar tanto para alguien.

Candy se puso de pie y me enseñó los bolsillos vacíos.

—Todo fuera —dijo—. ¿Está bien?

La miré.

—No tienes que demostrarme nada.

—Sí, tengo que hacerlo. Soy adicta, Joe. Mentimos y hacemos trampa y escondemos cosas. No puedo confiar en mí misma para hacer esto… tienes que ayudarme.

—Está bien —le dije—. ¿Qué quieres que haga?

Señaló con la cabeza hacia el montón que había en el piso.

—Deshazte primero de todo eso.

Junté todos los paquetes y las bolsas y me dispuse a echarlos en la hoguera.

—Ahí no —ladró Candy, deteniéndome justo a tiempo—. Dios… si quemas todo eso ambos estaremos volando durante días. Sólo tíralo todo al excusado.

Me puse de pie y me dirigí hacia el baño.

—Espera —dijo Candy—. Necesitas revisar mi bolsa también.

Me detuve y la miré:

—¿Tu bolsa?

—Está en la recámara. No creo haber puesto nada ahí, pero no puedo jurarlo.

Le lancé una mirada titubeante.

—¿Qué? —dijo.

—Nada… es sólo… bueno, pues son tus cosas personales, ¿no es cierto? No estoy seguro de…

—Son sólo ropa y porquerías —me interrumpió—. No hay nada de qué apenarse. Mira, esto es en serio, Joe. Por más que mis intenciones sean buenas ahora mismo, en cierto momento me voy a desesperar y cuando lo haga probablemente comience a buscar la más pequeña brizna de droga. Si está ahí, la encontraré… y si la encuentro, la tomaré. No quiero que eso suceda, pero no estaré en condiciones de detenerme. Así que la única manera de asegurarme de que no encontraré nada es asegurándonos de que no habrá nada que encontrar. ¿Comprendes?

—Sí —dije mientras me levantaba y me dirigía a la recámara.

—Revisa todo —me gritó—. Y quiero decir todo.

Revisé todo: su mochila, su ropa, su maquillaje, su bolso, debajo de la cama, debajo de la alfombra… cualquier lugar y por todas partes. Todo lo que hallé fue un poco de papel aluminio y un par de popotes de plástico.

Lo puse en mi bolsillo con el resto de las cosas. Luego dejé la habitación y fui al baño, donde tiré todas las drogas al excusado. No todas se fueron la primera vez, de modo que tuve que seguir tirando de la cadena durante un rato. Al final el agua quedó limpia y todo desapareció.

Salía del baño cuando de pronto recordé algo que Candy me había dicho: «Soy una adicta —dijo—. Mentimos y hacemos trampa y escondemos cosas».

Busqué en el baño. Era el lugar perfecto para esconder cosas. Era privado. Candy siempre había tenido una excusa para entrar ahí… y además, no había sugerido que lo revisara.

De modo que comencé a revisarlo. Muebles, anaqueles, bajo el tapete… En realidad no sabía qué buscaba, pero supuse que si lo hallaba lo sabría. Un par de minutos más tarde, mientras revisaba el mueble sobre el lavabo, Candy apareció de pronto en la puerta. No dijo nada al principio, sólo me miró. Me sentí un poco extraño, pero no dije nada. Simplemente seguí buscando.

—Tienes una mente suspicaz —me dijo después de un rato.

—A veces he escondido algunas cosas —le dije—. Sé dónde buscar.

—¿Sí? ¿Qué clase de cosas has escondido ?

—Cosas secretas…

—¿Cómo qué?

—No serían secretas si te dijera, ¿no crees?

Asintió. Luego siguió observándome en silencio. Mientras me agachaba y miraba dentro del mueble, debajo del lavabo, me pregunté si ella sabía que yo mentía. La verdad es que nunca había escondido nada en mi vida… no que recordara, al menos. Probablemente había puesto cosas donde no pudieran ser encontradas… pero no es lo mismo, ¿verdad? Esos escondites de aficionados, la clase de escondites que en realidad no tienen importancia.

—¿Joe? —dijo Candy interrumpiendo mis pensamientos.

—¿Sí?

—¿Quieres revisarme?

Me puse de pie y me di la vuelta. Ahí estaba ella: recargada contra la pared, sonriéndome. Pero era la clase de sonrisa que no quiere decir nada: toda labios y dientes, sin ojos chispeantes…

—¿Qué?

—Quiero decir, si no confías en mí… —alzó los brazos sobre la cabeza—. Si quieres hacer una búsqueda realmente a conciencia…

—No seas tonta… no quiero revisarte. Sólo hago lo que me dijiste. Tú me dijiste que no confiara en ti —sacudí la cabeza—. Baja los brazos.

Alzó una ceja provocativamente.

—¿Estás seguro?

No dije nada. No entendía lo que estaba haciendo. Jugaba conmigo: me molestaba, me tentaba, me probaba… ¿O sería algo más? ¿Una especie de torcida reacción emocional?

No lo sabía.

La verdad es que no quería pensar en ello.

—Iré a preparar un poco de té —dije.

Mientras pasaba junto a ella y volvía a la estancia principal, sentí el corazón latir intensamente. Hubiera deseado que no fuera así. No quería sentir nada. Sólo quería que las cosas fueran simples.

Cuando Candy salió del baño y se reunió conmigo frente a la hoguera, se veía un poco torpe, como si supiera que había hecho algo ligeramente vergonzoso y quisiera dar explicaciones, pero sin saber cómo hacerlo.

—¿Todo bien? —le pregunté mientras se sentaba.

—Sí… gracias —sacudió de sus jeans un poco de polvo imaginario—. Mira —dijo—, no quise…

—¿Qué hay en la bolsa? —le pregunté.

—¿Perdón?

Señalé la bolsa de plástico sobre la mesa.

—Todo lo que compraste en la gasolinera. ¿Para qué es?

Creo que entendió que quería cambiar de tema, alejarla de aquella sensación de incomodidad, y creo que ambos supimos que era lo mejor que podíamos hacer. Ya había suficiente incomodidad con las cosas como estaban: en realidad, no necesitábamos más. Y además, evitarlo era también lo más fácil.

—¿Te refieres a todo el chocolate y eso? —dijo.

—Sí… y todo lo demás.

—Sólo intento ser práctica —explicó—. Sé lo que se siento cuando comienza la abstinencia… He estado antes ahí. No como ahora… quiero decir que nunca antes lo he hecho por propia elección, y nunca ha sido por mucho tiempo. Pero sé qué se siente. A veces Iggy me retenía las cosas… si yo le decía que no quería hacer algo, o lo había hecho enojar por algo… no me daba droga. Sólo me encerraba en el cuarto y me dejaba ahí hasta que yo comenzaba a trepar por las paredes —miró el fuego con tristeza—. Al final, siempre consiguió lo que quiso.

—¿No podías conseguir esa cosa con alguien más? —le pregunté.

—Lo pensé un par de veces —me dijo—, pero no habría funcionado. Iggy conoce a todo el mundo. Se habría enterado. Habría matado a quien me la vendiera, y luego me habría matado a mí.

Si Candy me hubiera dicho eso unos días antes, probable mente habría pensado que era una exageración. Pero ahora sabía de lo que Iggy era capaz —aún podía sentir su navaja cortando mi garganta— y sabía que Candy decía la verdad.

—En todo caso —continuó—, sé cómo será esto —me sonrió—. Voy a comer muchas porquerías azucaradas y voy a tener náusea y a sentirme de mierda, sudorosa y loca. De hecho, ya empiezo a sentirlo ahora.

—¿De verdad?

—Sólo un poco —dijo encogiéndose de hombros—. Tal vez sólo sea el miedo a lo que viene. Una fumada normalmente me dura dos o tres horas…

—¿Fumarla hace alguna diferencia? —le pregunté—. Quiero decir, ¿es menos adictivo que si usas jeringas u otra cosa?

—Cuando empecé creí que sí… mucha gente lo piensa. Pero no es verdad. Sólo es una forma diferente de meter esta cosa en tu cabeza. Algunos piensan que inyectarte te vuela más… —hizo una pausa, sacudiendo la cabeza—. Vaya, ¿quién me oyera? Sueno como una yonqui. Odio hablar de drogas. Es tan horriblemente molesto.

—¿Molesto?

—Sí —sonrió—. Tienes a todos los dealers y yonquis divagando acerca de su mercancía y sus viajes y dios-sabe-qué-más… Y es tan aburrido. Es como escuchar a un grupo de nerds hablar sobre computadoras o algo así.

—¿Tan malo como eso?

—Sí —sonrió—. Sólo que estos nerds están locos de remate y algunos llevan armas cargadas.

Asentí tratando de imaginar cómo sería aquello: vivir en ese mundo desconocido de drogas y armas y violencia… pero aún no lo conseguía. Ni siquiera me acercaba. Podía aceptarlo. Sabía que un mundo así existía y no estaba demasiado lejos de comprenderlo… ¿pero la idea de vivir en él…? Eso requería demasiada imaginación.

—¿En qué piensas? —me preguntó Candy.

La miré.

—Nada… sólo estaba…

—¿Pensando?

—Sí.

Volvió a mirar el fuego mordiéndose el labio, contemplando profundamente sus propios pensamientos. Después de un rato, dijo:

—¿Por qué haces esto, Joe?

—¿Qué cosa?

—Ayudarme… encontrarme, traerme acá… —me miró—. ¿Por qué lo haces?

—¿Por qué? —pregunté sin encontrar las palabras adecuadas.

—Sí… ¿por qué?

—No lo sé… —tartamudeé—. Yo sólo… no lo sé… ¿tendría que haber una razón?

—Creo que sí.

Mientras me miraba, pude sentir cómo mi boca se movía en vano, buscando las palabras que no encontraba. «¿Por qué haces esto?», me pregunté, pero yo sabía que no lo sabía. Era una pregunta llena de otras preguntas. ¿Por qué haces lo que sea? ¿Por qué te gusta la música? ¿Por qué te drogas? ¿Por qué te odias? ¿Por qué mueres? ¿Por qué te enamoras?

No tenía respuesta. No sabía por qué hacía nada. Sólo lo hacía.

—Es extraño, ¿verdad? —dijo Candy.

—¿Qué?

—Todo… no lo sé: tú y yo… la manera como suceden las cosas… todo este rollo… —se talló la sien y suspiró—. Lo siento… no sé de qué hablo. Comienzo a divagar. Tal vez sea mejor que me acueste un rato.

—¿Cómo te sientes ahora?

—Nada mal… —bajó la cabeza y comenzó a limpiarse las uñas nerviosamente—. Puede que me ponga un poco rara —dijo con timidez—. Ya sabes, cuando suceda… puedo decir cosas que no quiero, cosas no muy agradables —alzó la cabeza y me miró—. No seré yo, Joe.

—Lo sé… no importa.

—Y no tengas miedo de ponerte duro conmigo. No te rindas, ¿de acuerdo? No importa lo que diga, lo que te pida hacer…

—¿Sólo digo que no?

—Sí —sonrió—. Algo así.

—Haré mi mejor esfuerzo.

Me miró por un momento y pensé que diría algo más. Pero luego su sonrisa se desvaneció y, sin decir más, se puso de pie.

—¿Necesitas algo? —le pregunté.

—No, gracias. Sólo me voy a acostar un rato en la habitación… dejaré la puerta abierta.

—De acuerdo.

Comenzó a alejarse.

—Antes de que te vayas —la llamé—. ¿Puedo preguntarte algo?

—¿Qué cosa?

—Tu nombre…

Frunció el ceño.

—¿Mi nombre?

—Sí… me lo he estado preguntando desde el día en que nos conocimos.

—¿Preguntándote qué?

—Si Candy es tu nombre verdadero.

No respondió enseguida. Sólo me miró de forma extraña. Por un momento pensé que estaba molesta conmigo. Pero entonces, para mi tranquilidad, sus ojos de pronto se iluminaron cuando entendió lo que le decía.

—Ah, cierto —dijo—. Ya sé lo que quieres decir. ¿Pensaste que Candy podría ser mi apodo callejero?

—Sí, supongo…

Rio en voz baja.

—No… ésa es la única cosa que no tuve que cambiar. Candy es mi nombre verdadero… Bueno, de hecho, es Candice.

—¿Candice?

Asintió.

—Parece que significa «pura y virtuosa».

—¿De verdad?

—Sí —sonrió—. ¿Qué pasa? ¿Te parece gracioso?

—No —sonreí—. Para nada.

Se quedó ahí, sonriéndome por un segundo, abriendo un agujero en mi corazón. Luego dio media vuelta al tiempo que bacía una señal con la mano, y se dirigió a la recámara.

Pasaría mucho tiempo antes de que volviera sonreír de esa manera.

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