Candy

Candy


Uno

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UNO

No es fácil imaginar la vida antes de Candy. A veces me siento aquí por horas, sumergido en el pasado, tratando de recordar cómo era esa vida, pero no consigo llegar muy lejos. En verdad no me veo sin ella. Lo más que alcanzo a recordar es la última media hora antes de conocernos, los últimos momentos de mi existencia pre-Candy, cuando yo era sólo un chico… sólo un chico en un tren, un chico con un bulto en la muñeca, un chico con un gorro negro estrellado.

Era inocente en aquel entonces.

Sólo un chico.

En un tren.

Con un bulto en la muñeca.

Y un gorro.

Ese mundo era todo lo que por entonces necesitaba conocer.

Fue el jueves seis de febrero, cerca de las cinco de la tarde. El tren a Londres iba casi vacío. Los trenes que pasaban en dirección opuesta iban atiborrados de gente sudorosa que venía del trabajo y se dirigía a casa después de una ardua jornada. Conmigo sólo viajaban dos obreros, un tipo ebrio y trajeado, y un grupo de chicas parranderas que iban temprano hacia su noche en la ciudad. De hecho, no vi a las chicas —venían sentadas en algún lugar detrás de mí—, pero podía escucharlas reír, charlar y chillarse unas a otras para que todos notáramos cuánto se divertían. Era difícil no oírlas, y menos aún cuando empezaron a cuchichearse a todo volumen…

—Lo hubieras visto, Jen: ASÍ…

—¡No!

—Casi me muero, amiga…

—¡Jeeeeeeeee!

En cuanto las chicas subieron al tren —una parada después de la mía—, me sumí en mi asiento y giré la cabeza hacia la ventana. Estaba seguro de que no podían verme —se habían situado hasta el fondo del vagón y yo estaba en la mitad—, pero no quería arriesgarme. Ya saben cómo es eso: son seis contra uno y vienen todas arregladas, llamando la atención, y traen ya algunos tragos encima… y tú llevas un gorro nueva con el que no te sientes muy cómodo, así que de entrada te sientes un poco cohibido… y sabes lo que sucederá si te ven: dirán algo o harán algo —por pura diversión—, y comenzarás a sentirte avergonzado, y eso las alentará a decir algo más, y entonces te sentirás más avergonzado…

Bueno, como sea, eso es lo que hice cuando las chicas subieron al tren. Me sumí en mi asiento y me puse fuera de su vista; apoyé la cabeza contra la ventana y miré el mundo desfilar ante mí.

Aún ahora lo miro.

No había mucho que ver en la luz grisácea: bloques de edificios a lo largo de las vías, condominios, empacadoras, parques, luces de ciudad parpadeando a lo lejos… Después de un rato me descubrí mirando fijamente al vacío y escuchando traquetear el vagón al ritmo de los durmientes: duca-dah-dum, DAC-dah-dum, duca-dah-dum, DACA-dah-dum… Componía canciones en mi mente.

En ese entonces siempre hacía eso: componía canciones, entonaba canciones en mi cabeza, soñaba la música…

Aquello me daba ánimos.

Aquello solía significar algo. Algún día, con suerte, volverá a significar algo.

Mientras el tren se aproximaba a la estación de Liverpool Street, yo seguía mirando fijamente por la ventana y escuchaba los sonidos del vagón. Por el altavoz alguien nos recordó que no dejáramos nuestras pertenencias en el tren. Las chicas se burlaron de aquel acento asiático. Los pasajeros se pusieron de pie, recogieron su equipaje, se prepararon para salir. Rodamos lenta y ruidosamente a través de un viejo túnel de ladrillo lleno de cables, alambres y desperdicios junto a las vías. Había pequeñas cuevas oscuras en la pared del túnel, diminutos arcos de sombra, como túneles dentro de otros túneles. En algunas de esas cuevas pude ver estatuillas: extrañas figuras desmoronadas, sepultadas entre los ladrillos, con los rostros ajados por el clima y rodeados de hierbas moráceas. Mientras me acompañaba el retumbar del tren, me pregunté ociosamente qué serían: ¿adornos antiguos?, ¿reliquias?, ¿deidades ferroviarias? Y qué estarían haciendo ahí. Digo, ¿por qué colocar estatuas en un túnel?

Aún pensaba en eso cuando el tren redujo su marcha hasta apenas arrastrarse, la oscuridad se disipó y rechinamos hasta detenernos bajo la estéril luz del andén de la estación.

Pshhh…

Doooonk.

Aaaahhh.

Dejé bajar primero a los otros pasajeros. Mientras las chicas se empujaban y cacareaban en su camino a la puerta para después alejarse por el andén y el chillido de sus tacones altos retumbaba con su eco helado por toda la estación, les eché un vistazo a través de la ventana. Me sorprendió ver cuán jóvenes eran. Por su forma de hablar había imaginado que tendrían cerca de veinte años, pero la mayoría tenían quince o dieciséis. Aquello me confundió por un instante. Tenían más o menos mi edad… pero de alguna forma no se sentían de mi edad. No estaba seguro de cómo o por qué. Yo no me sentía mayor que ellas, aunque tampoco más joven.

Sólo me sentía distinto.

Me pregunté por un momento a dónde se dirigían, qué harían y qué encontrarían al final de su noche: ¿amor?, ¿sexo?, ¿felicidad?, ¿olvido?, ¿una bofetada ebria?

Finalmente recogí mi bolsa, me ajusté el gorro y bajé del tren. La plataforma rebozaba de hordas de personas que volvían del trabajo, todas apuradas, corriendo y riñendo por un hueco en los trenes. Había miles, entraban a raudales de las calles y de la estación del metro en una interminable marea de trajes oscuros y portafolios y caras apresuradas, todo como en una suerte de migración enloquecida. El ruido era increíble: una cacofonía revolvente de pies que se arrastraban y voces que se hacinaban, anuncios por el altavoz, gritos propios de una estación de tren, máquinas silbantes, chirridos de ruedas, el sonido metálico del tablero electrónico, todo mezclado hasta formar un ruido vasto y ciego que se arremolinaba, zumbaba y se elevaba hacia el domo acristalado del techo, como si aquel fuera el graznido de un millón de aves.

Crucé la plataforma tan rápido como pude —esquivando de lado a lado, luchando contra la marea—, y me abrí paso hacia la estación del metro. Más lucha. Más rostros apresurados. Más cacofonía. Seguí mi camino —surqué los torniquetes en la entrada, seguí a lo largo del corredor, sobre el puente, escaleras abajo— y luego, en un sprint de último segundo y con un salto cardiaco, me convertí en una cara más dentro de un tren de la Circle Line perdiéndose en la oscuridad.

Me recargué en la puerta respirando con fuerza, me enjugué de la cara el sudor helado y busqué con la vista el mapa del metro en la pared: Liverpool Street, Moorgate, Barbican, Farringdon, King’s Cross.

Cuatro estaciones.

No faltaba mucho.

Al chico aquel no le faltaba mucho.

Siempre que voy a Londres me avergüenza tener que usar la guía de calles. Sé que es una tontería. Sé que no hay nada de qué avergonzarse. Es sólo un mapa, por Dios. Si no sabes hacia dónde te diriges, tomas un mapa, ¿no? ¿Qué tiene eso de malo? Es algo perfectamente sensato.

Lo sé.

Es sólo que… no sabría explicarlo. Supongo que se trata de ser cool. Londres es cool. Los londinenses son cool. No quieres que los que son cool piensen que tú eres un provinciano, ¿o sí?

Vamos…

Sí, lo sé: es patético; pero no es tan malo ser patético, ¿o sí? Quiero decir: hay peores cosas en la vida que ser patético.

Como sea, por eso llevaba mi guía de calles envuelta en una bolsa de supermercado y oculta en mi bolsillo. Y por eso, cuando emergí de la estación del metro en King’s Cross hacia la oscura noche citadina, no tenía idea de dónde me encontraba. Sabía dónde se suponía que tenía que estar, y sabía a dónde se suponía que debía ir, pero no había salido a la calle donde tenía previsto hacerlo y me había desorientado por completo. Me dirigía hacia Pentonville Road y sabía dónde estaba eso, porque lo había buscado antes en la guía de calles, pero me había ubicado en relación con Euston Road, la calle que queda frente a la estación, y yo no había salido por el frente sino por una salida lateral o algo por el estilo. Ahora todo lo que podía ver, no importa hacia dónde mirara, era un caos: autos, camiones, taxis, bicicletas a toda velocidad, luces parpadeantes, obras, grúas, construcciones, cruces peatonales, luces intermitentes, intersecciones, empleados, gente de calle, gente enloquecida, hippies de caras en blanco y cabello largo y sucio, y llagas en la piel…

Nada de eso estaba en mi guía de calles.

Aun así no quise sacar la guía de mi bolsillo. Había demasiada gente a mi alrededor y de entrada me sentía ya bastante ridículo, ahí parado como un tonto provinciano, pestañeando frente a las luces y el ruido. Me hubiera visto menos fuera de lugar si hubiera vestido un sucio chaleco viejo y un overol, o si trajera una hebra de paja entre los dientes… o si hubiera un cerdito blanco a mis pies… un cochinito blanco atado a una cuerda deshilvanada…

Mientras sacudía aquella imagen de mi cabeza, di un paso atrás y, para recuperarme, me recargué un minuto contra la pared. Me lomé mi tiempo mientras aspiraba el hedor a caucho de los autobuses, el asfixiante humo de los escapes… Miré alrededor repensando las cosas, mirando otro poco en torno mío… mirando, mirando, mirando… pensando, pensando, pensando… hasta que, finalmente, caí en la cuenta de lo que debía hacer. Era tan simple que me sentí un tonto por no haberlo pensado antes: para ubicarme, bastaba que me dirigiera al edificio principal de la estación —que era el que se alzaba amenazante a mis espaldas, imponente, bajo el cielo sombrío— y comenzara desde ahí.

De modo que eso hice.

Calle arriba, una vuelta a la esquina, y ahí estaba yo, sobre una amplia área pavimentada y salpicada de cabinas telefónicas y puestos de periódicos, justo afuera de la estación. Justo al lado de Euston Road.

Tan fácil como eso.

Ahora, todo lo que debía hacer era seguir Euston Road…

Pero… ¿en qué dirección?

¿Hacia acá?

¿O hacia allá?

¿Derecha o izquierda?

Cerré los ojos intentando recordar el mapa. Podía verlo, podía ver todas las calles, pero el mapa estaba invertido en mi mente. La página estaba al revés. La estación se hallaba en el lado equivocado de la calle. «Está bien —me dije—, si la calle está de cabeza en el mapa, bastará ir hacia el lado opuesto. Si estás de este lado de la calle, que es el lado opuesto en el mapa, entonces, en lugar de ir hacia la derecha debes ir hacia la izquierda».

Avancé hacia la izquierda. Luego me detuve al recordar algo —el mapa debía estar de cabeza—. Cuando había estudiado el mapa antes de salir de casa, lo había volteado de cabeza. Así que la página ahora estaba del lado correcto. Mi mapa mental estaba bien desde el principio. No quería ir a la derecha, quería ir a la izquierda.

De modo que di media vuelta y choqué con una vieja loca que empujaba un carrito de supermercado repleto de harapos —«¡Yaged​dabad​dageda​aahh!»— y me dirigí al punto de partida.

Pero no había dado más de media docena de pasos cuando me detuve de nuevo a reconsiderar mi mapa mental. ¿Realmente lo había volteado? ¿O no? ¿Estaba en lo correcto la primera vez?

Giré a medias, volví a pensarlo, giré de nuevo. Estaba a punto de echarme a andar por última vez cuando escuché una voz a mis espaldas.

—Ya decídete.

Era la voz de una chica —dulce y clara, como un brillante en una acequia. La voz no era particularmente fuerte, no gritaba ni vociferaba, pero de alguna forma su timbre logró abrirse paso entre el caos y clavarse en mi mente con la precisión de una navaja con punta de diamante. Di la vuelta absorbiendo una marejada de caras borrosas. Ahí estaba ella, detenida en el quicio de una farmacia, recargada en la pared, sonriéndome. Era una de esas sonrisas que te desgarra el corazón: labios, dientes, ojos chispeantes…

¡Dios! ¡Cómo sonreía!

No hice nada. No podía hacer nada. Apenas conseguí pararme ahí para contemplarla. Contemplarlo todo. Su cara, sus labios, sus mejillas, sus oscuros ojos almendrados. Su cuello, sus piernas, el contorno de su cuerpo. Su tez pálida. El brillo de su cabello castaño atado en una cola de caballo…

¡Dios! ¡Su piel!

Vestía una pequeña falda ceñida y una blusa corta y suelta que dejaba ver un destello de piel desnuda que me dejó petrificado. Luego estaban también el labial, el rímel, las pulseras en su muñeca, las cintas de piel en su antebrazo, la cruz de plata en su cuello, las botas de cuero negro…

Yo no sabía qué hacer.

¿Qué se suponía que debía hacer?

Intenté sonreír, pero tenía los labios secos, se me pegaban las comisuras de los labios. Seguramente parecía un enfermo mental. Me limpié la boca y la miré de nuevo intentando pensar en algo qué decir, pero tenía la mente en blanco. Ella ladeó la cabeza y me miró de soslayo, luego sonrió y volvió a mirarme.

—Lindo gorro —señaló.

Sin pensarlo, me llevé la mano a la cabeza y toqué mi gorro. Era nuevo —un gorro de lana negro con estrellas doradas en la orilla—. Realmente me gustaba. Lo que pasa con los gorros, sin embargo, es que a veces emiten señales equivocadas. La gente piensa que estás tratando de ser especial por usar un gorro, piensan que alardeas, que intentas ser lo que no eres. No sé… tal vez sólo soy yo, tal vez estoy paranoico o algo por el estilo. Quiero decir, entiendo que no importa —vamos, es sólo un gorro, caray—. Y además, ¿a quién le importa lo que piensa la gente?

A mí no, desde luego.

Como sea, no me llevé la mano a la cabeza porque pensara que la chica estaba siendo irónica ni nada por el estilo. Lo hice por costumbre. Sabía que no se estaba burlando. Era sólo un cumplido, nada más.

Le gustaba mi gorro.

Eso lo entendí enseguida.

Entonces, ¿qué respondí?

—Ah… sí.

Eso es lo que dije.

Ah… sí.

Devastador, ¿no creen?

Altamente impactante.

Súper cool.

Ahora la chica se disponía a partir. Había doblado en su mano una pequeña bolsa de plástico, se había acomodado el bolso, se había apartado de la pared y ahora se alejaba, así nada más. Se iba. Un contoneo de caderas, una pequeña sonrisa por encima del hombro… y luego giró la cabeza y se fundió de vuelta en el caos.

«No», pensé.

«Espera…».

«No…».

Pero era demasiado tarde.

Se había ido.

Mierda.

Estuve ahí parado durante un rato, mirando hacia donde se había ido la chica, repasando la escena en mi cabeza. «Sucedió —me dije—. No fue tu imaginación. De verdad sucedió. Ella estaba ahí… y ahora se ha ido. Estaba ahí…».

Y ahora se había ido.

De modo que olvídala.

No fue nada… ¿entendiste? Probablemente ni siquiera se dirigía a ti de todas formas. Probablemente hablaba con alguna amiga suya, con alguien detrás de ti… Sí, debió de ser eso.

No te sorprendas de que se haya ido.

Piénsalo.

Está hablando con alguien, ve a este chico con un ridículo gorro negro y una capucha triple X… Lo ve ahí parado, babeando por ella, con la boca abierta, la lengua de fuera, babeando como un subnormal…

¿Qué podía haber hecho ella?

¿Invitarlo a bailar?

Sacudí la cabeza y comencé a moverme, intentando olvidar el asunto, tratando de no pensar en ella, cómo estaba ahí parada, mirándome, cómo había ladeado la cabeza y sonreído, cómo su piel se arrugaba ligeramente a la altura del abdomen, como el ligero vaivén de las olas en la superficie de un mar pálido…

Por favor, Joe…

Ni se te ocurra pensarlo.

Ahora estaba atrapado en medio de una multitud de peatones, me arrastraba la corriente. En realidad no sabía hacía dónde me dirigía. Comencé a rodear para evitar la multitud, pero había demasiada gente desplazándose en la misma dirección, y alguien me maldijo por atravesarme. Luego, alguien más me empujó por la espalda, de modo que decidí que tal vez iban en la misma dirección que yo y quizá lo mejor sería entregarme a la corriente.

Atravesamos una calle con mucho tráfico, aguardamos en el camellón y luego seguimos hacia el otro extremo. A medida que la muchedumbre comenzaba a disolverse, todos desplazándose en distintas direcciones, me aparté, me puse detrás de un buzón y comencé nuevamente a mirar alrededor para entender a donde me había empujado la marea. Vi una intersección, otro camellón, otra intersección, un par de puestos de hamburguesas, un banco, una cafetería, una casa de cambio, toda clase de tendejones sucios… Y ahí, dispuesto ante mis ojos, estaba Pentonville Road. Justo lo que buscaba. Ahora me bastaría cruzar la intersección y seguir caminando durante otra media milla hasta llegar a mi destino. Diez minutos cuando mucho. Mi cita no era sino hasta las seis y media. Eran cuarto para las seis. Me quedaba algo de tiempo y no había comido desde la hora del almuerzo.

Había un McDonald’s al otro lado de la calle.

Ahí podría comprar algo para comer, sentarme unos minutos…

Sentarme cerca de la ventana.

Contemplar la calle.

Contemplar la estación.

Sí, eso podría hacer… Digo, no es que fuera a buscar a nadie en particular, ¿o sí? No es que fuera a sentarme ahí retorciéndome las manos y lanzando miradas lascivas hacia la calle, como si fuera un ñoño con problemas hormonales…

No, sólo me sentaría ahí a comer una hamburguesa, mirando con descuido a través de la ventana, sólo para matar el tiempo…

Nada malo en ello.

El lugar estaba bastante lleno. La mayor parte de las mesas estaban ya ocupadas y había filas de clientes arrastrando los pies junto al mostrador: montones de chicos, parejas mayores, algunos muchachos negros encapuchados, con cadenas y cara de pocos amigos. Me formé al final de la fila y comencé a revisar los carteles con el menú. No sé ni por qué me tomaba la molestia. Nunca puedo entenderlos: Mac Trío Grande, Mac Trío Extra Grande, dos Algos por 99 centavos, Esto Mediano y lo Otro Mediano… era demasiado complicado para mí. De cualquier modo siempre pido lo mismo: un Mac Trío de hamburguesa de media libra con queso y café negro.

La fila avanzó.

La mujer frente a mí pensaba en cambiarse a la fila de la izquierda. Podía verla sopesar el asunto, intentando averiguar cuál fila se movía más aprisa. Titubeó, cambió de opinión, finalmente decidió lanzarse. Avancé mientras ella se apartaba, pero de pronto cambió de opinión y se metió de nuevo a la fuerza frente a mí. Retrocedí para darle algo de espacio y comencé a hurgar en mi bolsillo buscando dinero. Papá me había dado veinte libras esa mañana y aún me quedaba algo.

—Asegúrate de comer alguna cosa —me dijo—. Y toma un taxi de vuelta a la estación, si es que ya se ha hecho tarde.

Entonces me lanzó la mirada, esa mirada que dice: «No te voy a sermonear sobre la clase de comida que debes comer o en qué debes gastar el dinero, porque ya eres lo bastante mayor como para actuar de manera responsable… y me gustaría pensar que puedo confiar en ti… pero sólo ten cuidado, ¿está bien?».

Su cara cruzó mi mente por un momento —larga y gris y seria— y me pregunté, tal y como me lo había preguntado muchas veces, por qué siempre me parecía tan distante… tan desapegado, tan lejano. A veces se sentía como si no fuera mi padre en absoluto, sino sólo un hombre alto al que llamaban el doctor Beck y que vivía en mi casa y me decía lo que debía hacer.

Saqué de mi bolsillo un billete de cinco libras. Estaba doblado en un cuadro pequeño y apretado, y al sacarlo la orilla se atoró en el forro de mi bolsillo. Salió volando un puñado de monedas. Quise atraparlas con la otra mano, pero ya repiqueteaban en el piso —tin tin tin—, y rodaban como locas por todas partes. Por supuesto, enseguida todos voltearon: miraron el suelo, contemplaron las monedas, las vieron rodar. Dios, qué lejos rodaron. Algunas personas comenzaron a pisarlas o a agacharse para recogerlas, pero a la mayoría le dio igual. Después de una rápida ojeada para ver al chico torpe que había tirado su dinero, se limitaron a sacudir la cabeza y volvieron a lo suyo.

Yo aún podía sentir la cara enrojecida.

Sabía que lo que se esperaba era que yo hiciera algo, pero no quería hacer nada. No quería arrastrarme sobre pies y manos para recoger monedas de 10 centavos. No quería que la gente me mirara. Pero si no comenzaba a recogerlas, si sólo me quedaba ahí parado y las dejaba en el piso, todos pensarían que era un niño malcriado, un niño rico con demasiado dinero a su disposición. Los imaginé pensando: «Míralo, quién se cree que es, ahí parado, tirando su dinero…».

No sabía qué hacer.

Desee nunca haber entrado ahí.

Al final me decidí por la vía media. Recogería las monedas que estaban a mi alcance, luego echaría un rápido vistazo en torno mío, como si estuviera buscando el resto, después me encogería de hombros y caminaría desenfadadamente de vuelta a la fila. Tal vez intentaría sonreír un poco… ya sabes, una de esas sonrisas de autoconmiseración que dice: «Sí, qué idiota soy, ¿verdad?».

Comenzaba a ensayar la mirada cuando una joven se me acercó para entregarme una moneda de una libra.

—Gracias —le dije.

Sonrió y señaló al otro lado de la habitación:

—Hay otra por allá… Rodó bajo la mesa.

—Es verdad —le respondí mirando ansiosamente a los chicos negros que estaban sentados a la mesa: cabezas rapadas, ojos inyectados, gorras de calavera. Uno de ellos volteó y me lanzó una mirada que me heló la sangre—. Em… sí, gracias —le dije a la mujer—. Será mejor que la recoja después.

Ella se encogió de hombros y volvió a la fila. Miré al suelo. Podía sentir cómo me observaban los chicos negros y notaba cómo mi cara se ponía cada vez más caliente; el sudor escurría bajo mi gorro… Entonces alguien me tocó en el hombro y me dijo:

—¿Quieres que yo la recoja?

Al principio estaba demasiado agitado para reconocer la voz. Era sólo otra voz, la voz de otra buena samaritana que se entrometía para sólo empeorar las cosas. Suspiré para mis adentros y me di la vuelta, dispuesto a decir gracias, pero-no-gracias, pero al voltear y descubrir quién era, las palabras se me esfumaron de la cabeza.

Todo desapareció.

Era ella, por supuesto. La chica de la estación. La chica con la sonrisa y la piel y los ojos…

—No son tan malos como parecen —dijo ella.

Intenté preguntar ¿quiénes?, pero mi boca se había entumecido. Lo único que conseguí fue hacer un mohín con la boca y lucir como un idiota.

La chica sonrió.

—Esos chicos de la mesa… No son tan terribles como parecen. No les importará que recuperes tu moneda.

—¡Oh! —dije.

Me miró.

Sentí que me hundía en sus ojos.

Su cabeza se sacudió con una pequeña risa, luego dio la vuelta y caminó hacia la mesa donde estaban sentados los chicos de color. Alzaron la vista mientras ella se acercaba. La chica levantó la mano y dijo algo a uno de ellos. Él se encogió de hombros y enseñó las palmas, luego sonrió y replicó algo. Ella rio, le tocó el brazo, se inclinó y recogió la moneda de una libra que había caído bajo la mesa. Al agacharse, su falda se alzó y los chicos se inclinaron para ver mejor. Uno de ellos cerró los ojos y sacudió la cabeza como si no pudiera soportar aquella visión.

La chica se irguió, saludó con la cabeza a los chicos negros y luego se dio la vuelta y volvió hacia mí.

—Ten —me dijo pasándome la moneda.

—Gracias —le dije—. No tenías que…

—No hay problema.

—Yo estaba… estaba a punto de…

Tocó mi brazo y miró detrás de mí.

—Te toca.

—¿Qué?

Asintió en dirección al mostrador.

—Te toca. Te están esperando.

Miré alrededor. Estaba parado frente al mostrador. De alguna forma me las había arreglado para llegar hasta el frente de la fila. Un chico flacucho con un flequillo caído me miraba expectante detrás del mostrador.

—¿Qué se te ofrece? —me preguntó.

—Sí… perdón. Quiero, eh… Voy a pedir… ummm… —de nuevo miraba hacia el tablero del menú, sin reconocer nada, miraba sólo por mirar. No sabía hacia dónde más voltear y necesitaba tiempo para pensar y reunir el valor necesario para decir lo que quería decir. Debo haber estado ahí mil años, mirando el tablero del menú, viendo fijamente sin ver hacia aquella mancha indescifrable hecha de fotos y palabras, mientras mi corazón repicaba, como un reloj histérico, bombeando sangre y oxígeno a mis músculos, mis células, mis nervios… extremando mis sentidos. Era una sensación realmente extraña. Mi mente iba a toda velocidad, pero yo no podía pensar. Podía verlo todo, cada punto y cada movimiento, pero nada de ello tenía sentido. El silencio dentro de mí era ensordecedor.

Al fin, inspiré hondo, tragué fuerte, vacié mi mente y me dirigí a la chica.

—¿Quieres comer algo? —le dije.

Ella sonrió.

—Pensé que nunca lo dirías.

Hallamos una mesa cerca de la ventana, retiramos la basura y nos sentamos. Yo había comprado lo de siempre y la chica había elegido una dona de chocolate y una Coca extra grande con toneladas de hielo. La miré mientras colocaba la bebida sobre la mesa e inclinaba la boca hacia el popote.

—¿Estás segura de que eso es todo lo que quieres? —pregunté.

Ella asintió mientras sorbía fuerte del popote, bebiendo con la concentración de un niño. Yo desenvolví mi hamburguesa y comencé a comer. Ya no tenía mucha hambre, pero me daba gusto tener algo qué hacer con las manos. Las manos nerviosas son difíciles de esconder cuando están ociosas. Mordí y tragué, me limpié de los labios algunos restos de pepinillo, miré mi reloj…

—¿Vas a encontrarte con alguien? —preguntó la chica.

—En realidad, no —le dije.

—¿Perdón?

Tosí porque me había atragantado con un trozo de lechuga al percatarme de lo estúpido de mi respuesta. En realidad, no, había dicho. En realidad no… ¿Cómo puedes en realidad no encontrarte con alguien?

Diablos…

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Sí… tengo un… ajem, mh… discúlpame. Tengo una cita con el médico.

—¿Tienes una qué?

—Me preguntaste si iba a encontrarme con alguien…

—¿Sí?

—Tengo una cita con el médico.

—¡Ah, ya entiendo! Pensé que querías decir que por eso estabas tosiendo.

—No, eso era sólo que… Era sólo tos.

—Ya —asintió sonriendo para sí—. Entonces, eso queda aclarado.

—Sí…

Volvió a su Coca por un momento. Yo recogí unas cuantas migajas de mi hamburguesa y me puse a juguetear con la servilleta: la doblaba, la enrollaba y me limpiaba los dedos con ella mientras procuraba no perderme el sonido de los dulces sorbitos al otro lado de la mesa. Luego ambos alzamos la mirada y comenzamos a hablar al mismo tiempo.

—¿A dónde…?

—Normalmente, yo no…

—Lo siento —dije—. Después de ti.

Ella sonrió.

—Te iba a preguntar a dónde ibas. No sabía que hubiera doctores por aquí.

—Pentonville Road —respondí—. Es un consultorio privado…

Alzó las cejas como para decir: Privado, ¿eh? Vaya, vaya, vaya, pero no dijo nada, sólo asintió en silencio y mordió su dona.

—Mi papá es doctor —expliqué—. Conoce a otros doctores, ya sabes, amigos suyos…

—Ya veo —dijo ella a través de un bocado de su dona.

—A veces es muy útil…

—Debe serlo. ¿De qué estás enfermo?

Me arremangué y le enseñé el bulto en mi muñeca.

—Uhg —dijo ella—. ¿Qué es eso?

—Nada, en realidad… Es sólo un bulto. Se llama ganglio.

Ella rio escupiendo un poco de chocolate.

—¿Un gan —qué?

—Ganglio… es como un… como un músculo… —intentaba recordar lo que mi papá me había explicado acerca de aquel bulto; me lo había explicado con pequeños dibujos y todo, pero en realidad no le había puesto atención—. Tiene algo que ver con el fluido de tus músculos —le dije a la chica—. Como que se escurre y forma este bulto…

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué se escurre?

—No lo sé.

Había terminado su dona y sacaba de su Coca pedazos de hielo. Después los echaba en su boca y los chupaba.

—¿No puede arreglarlo tu papá? —preguntó—. Dijiste que es doctor.

—No es esa clase de doctor.

—Entonces, ¿de qué clase es?

Me sonrojé, como sucede siempre que surge esa pregunta.

—Es un… uh… es un ginecólogo.

No rio ni hizo muecas ni hizo chistes. Sólo mordió su hielo y me miró.

—¿Un ginecólogo?

—Sí… Este otro doctor, el que voy a ver, es un especialista…

—¿Un especialista en bultos?

—Correcto —le dije sonriendo.

Su cara cambió cuando sonreí. No pensé que aquello fuera posible, pero era casi como si se le hubiera desprendido una capa de piel revelando otra cara, una cara aún más hermosa, escondida bajo una máscara.

—Es la primera vez que te veo sonreír —dijo ella mirándome a los ojos—. Deberías hacerlo más a menudo. Te ves realmente bien.

Mi cabeza se arrugó bajo el peso del cumplido y tuve que inclinarla para mirar la mesa. Mi piel estaba tan caliente que podía escucharla arder.

—Lo siento —me dijo en voz baja—. No era mi intención abochornarte. No te estoy ligando ni nada parecido. Sólo te decía, ya sabes… que tienes una linda sonrisa. Nada más. Es la verdad —hizo una pausa—. ¿Prefieres que te diga que eres feo?

Alcé la vista esbozando una sonrisa horrible.

—Eso está mejor —me dijo—. Por cierto, me llamo Candy.

—Joe —le dije—. Joe Beck.

Asintió.

—Gracias por la dona, Joe Bulto.

—De nada.

Nos miramos sonriendo como idiotas. Luego los nervios se apoderaron de mí otra vez y escondí la cabeza en el fondo de mi taza.

Candy rio.

—¿Qué? —pregunté.

—Tú.

—¿Qué?

—Nada…

Seguía riendo cuando metió la mano en su pequeño bolso negro y extrajo un paquete de cigarrillos. Sacó uno y lo prendió con un encendedor desechable.

Mi rostro debió reflejar sorpresa.

—Lo siento —dijo sacando el paquete—. ¿Querías uno?

—No… no, gracias. No fumo —miré ansiosamente el lugar—. ¿Estás segura de que está permitido fumar aquí dentro?

No dijo nada. Sólo se encogió de hombros y exhaló el humo mientras tiraba la ceniza en la envoltura de la dona. Miró a su alrededor, echó una mirada hacia los chicos de color, luego miró por la ventana, calle arriba y abajo, hacia la estación, luego dio otra fumada a su cigarrillo y volvió a mirarme. Sus ojos sonrieron mientras asentía hacia mi gorro.

—¿Usas eso todo el tiempo?

—No siempre…

—Es linda.

—Gracias.

—¿Por qué no te la quitas?

—¿Qué?

—Quítatela… Quiero ver si el resto de tu cabello está tan despeinado como los mechones que alcanzo a ver.

Por alguna razón comencé a sentirme incómodo de nuevo.

—Bueno —le dije—, sabes, tengo que irme pronto… ya voy tarde.

Sólo me miró.

Suspiré y me quité el gorro.

Sus ojos se abrieron a la vista de mi cabello.

—¡Guau! ¿Cómo le haces para ponértelo así? ¿Cómo te queda tan desarreglado?

—No es fácil… Toma años de esmerado trabajo.

Rio.

—No es broma —le dije—. El chiste del pelo desarreglado es hacer que se vea desarreglado sin que parezca que debe verse desarreglado.

—Haz hecho un muy buen trabajo.

—Muchas gracias.

—De nada.

Esta vez no desvié la mirada. Simplemente sonreí y aparté mi hamburguesa. Ya estaba fría. Fría y olvidada. No me importaba. ¿Quién necesita una hamburguesa fría mientras habla con una chica linda? Me di cuenta de que estaba conversando con ella. No sólo estaba ahí sentado farfullando y mostrándome apenado; estaba de verdad conversando con ella. Y no sólo eso: incluso comenzaba a disfrutarlo. Aquello era verdaderamente asombroso, pues nunca me sentía a gusto cuando hablaba con chicas. Siempre me sentía nervioso y tembleque, poco seguro de mí mismo… especialmente si la chica en cuestión me gustaba. Y Candy me gustaba. Me gustaba mucho. Me gustaba cómo lucía: su cara, sus ojos, sus labios, sus piernas, su piel. Y me gustaba cómo olía: a jabón y a talco. Todo en ella me emocionaba. Me hacía sentir fresco. Me acaloraba. Me daba frío. Me hacía arder y me ponía el cuerpo al revés. Normalmente, eso me habría aturdido tanto que no habría sido capaz de sentir nada. Pero ahora podía sentirlo. ¡Vaya que podía sentirlo! Y se sentía bien, como una descarga de adrenalina pura…

Claro, eso no quiere decir que no me sintiera nervioso o tembleque o inseguro, porque lo estaba. A decir verdad, estaba asustado de muerte: asustado y receloso e incapaz de pensar en una sola buena razón por la cual esta chica increíble estuviera sentada allí, hablando conmigo. ¿Por qué no charlaba con nadie más? ¿Alguien mayor que yo o más inteligente que yo o más alto o más cool…?

¿Por qué elegirme a mí?

¿Qué tenía yo que ofrecerle?

Pero no desperdicié mucho tiempo pensando en ello.

Digo… ¿a quién le importa?

Ella estaba inclinada sobre la mesa, la barbilla descansando en su mano. Fumaba su cigarrillo y miraba perezosamente alrededor de la estancia. La punta de su cigarrillo estaba coronada con labial carmesí. Sus ojos brillaban oscuros, húmedos con sombra negra y rímel. Y aunque se veían increíblemente bien, había algo ligeramente perturbador en ellos. No pude comprenderlo al principio, pero después de un rato entendí de qué se trataba: eran sus pupilas. Eran realmente pequeñas, como diminutos agujeros negros, encogidos y vacíos. Como alfilerazos de oscuridad.

—¿Qué es eso que traes en las uñas? —preguntó de repente.

—¿Qué?

—Tus dedos…

Miré mis manos.

—¿Dónde?

—Ahí —dijo tocando los dedos de mi mano izquierda. Me puse rígido. Su tacto era electrizante, caliente y frío, distinto de todo lo que había sentido hasta entonces—. ¿Qué es? —preguntó mientras sostenía mis dedos.

—Nada…

—¿Duele?

—No.

—¿Qué es?

Miré de nuevo hacia abajo y de pronto me di cuenta de a qué se refería.

—¡Ah, eso! —dije—. Es sólo piel endurecida… callos… por tocar la guitarra.

—¿Tocas la guitarra?

Asentí.

Me miró.

—¿Eres bueno?

—No sé. Supongo que toco bien…

—¿Se te ponen así los dedos por tocar la guitarra?

—Sí, ya sabes. Por apretar las cuerdas…

—¿Qué clase de guitarra?

—Bajo, principalmente.

—¿De veras? ¿Estás en un grupo o algo así?

—Bueno —dije mientras comenzaba a sentirme de nuevo avergonzado—. Más o menos…

—¿Qué quieres decir con más o menos?

—Sí, tengo un grupo.

—¿Qué? ¿Un grupo de verdad? ¿Dan conciertos y esas cosas?

—Sí.

—¿En serio?

—Bueno, ya sabes. Son más bien eventos locales. Pubs y antros, eventos escolares…

No me gustaba hablar nunca sobre mi banda. Me hacía sentir pretencioso, algo así como: ¡Ah, claro! Estoy en una banda, ya sabes… Como si estar en una banda fuera una especie de logro increíblemente admirable. No me importaba hacerlo —me encantaba pertenecer a una banda—, es sólo que no me gustaba hablar del asunto. Me hacía sentir incómodo… y en ese momento yo estaba de por sí bastante incómodo. Candy aún sostenía las puntas de mis dedos, las rozaba delicadamente con las uñas, lo cual era agradable, pero aquello comenzaba a volverse un poco demasiado agradable…

—¿Algún disco? —preguntó.

—Aún no.

—¿Cómo se llaman?

Titubeé.

—Anda, dime… puede que haya oído hablar de ustedes.

—Lo dudo… Nos llamamos Los Katies.

—¿Katies? ¿Como el nombre de niña?

—Sí.

—¿Por qué?

Retiré con cuidado mi mano de la suya y limpié de mis labios una gota de sudor.

—Bueno, solíamos llamarnos Kate’s Bored…

¿Bored? ¿Como aburrido?

—Sí, un juego de palabras con las patinetas.

Parecía confundida.

Skateboard —dije—. ¿Skateboard: Kate’s Bored?

—Ah, ya. ¿Y qué tienen que ver las patinetas con todo eso?

—Pues que tocamos rolas medio en la onda de la patineta…

—¿Rolas rápidas y punketas?

—Sí, ese tipo de cosas —para entonces había recuperado ambas manos y me sentía un poco más relajado—. Buscábamos un nombre cuando empezamos —expliqué—, y alguien inventó lo de Kate’s Bored. Ya sé que es bastante tonto, pero no se nos ocurrió nada mejor.

—Y entonces lo abreviaron a Los Katies…

—No exactamente. Más bien así comenzaron a llamarnos.

—¿Quiénes?

Me encogí de hombros:

—Los chicos que vienen a vernos.

—¿Tienes fans?

—No son fans exactamente… sólo una bola de amigos que nos siguen por ahí.

—Que bien. Debe de ser maravilloso.

—Sí, es bastante divertido. Bueno, no nos pagan mucho ni nada por el estilo… al menos no todavía. Pronto haremos una tocada…

En ese momento me interrumpí. Candy había dejado de escucharme. Se había enderezado y miraba algo con ojos de plato sobre mi hombro.

—¿Estás bien? —le pregunté—. ¿Qué pasa?

No pareció escucharme. Sus ojos estaban helados y su cara había palidecido.

—Mierda —dijo en voz baja.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—No voltees —susurró mientras encendía con prisa otro cigarrillo—. No digas nada. Sólo finge saber de qué estoy hablando, ¿de acuerdo?

—¿Qué? ¿Qué es lo que…?

Por favor —murmuró mirando de nuevo sobre mi hombro. Ahora sonreía, pero no era la misma sonrisa a la que comenzaba a acostumbrarme. Era una sonrisa de miedo.

Le temblaban las manos.

Temblaban sus labios.

Entonces cayó una sombra sobre la mesa… y el aire se heló.

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