Candy

Candy


Dos

Página 4 de 27

DOS

El tipo negro que se sentó entre nosotros tenía los ojos más vacíos que haya visto jamás: vacíos de emociones, vacíos de corazón, vacíos de todo excepto de sí mismos. Era un hombre alto, medía como dos metros, tenía una cabeza pesada, el pelo cortado a rape y una barba de pocos días que parecía quemada. Su rostro era una máscara mortuoria.

Ni siquiera me miró. Sólo se sentó y se quedó mirando fijamente a Candy. Sus ojos la atravesaron. Ella ya no estaba ahí. Era un fantasma. Ojos parpadeantes, labios que se movían nerviosos…

—Hey, Iggy —comenzó a decir.

—¿Qué haces? —le dijo él.

Su voz era negra y dura.

—Nada —sonrió—. Sólo estaba…

—No me digas que nada.

—No, bueno, no quería decir que…

—¿Quién es el chico?

Candy movió los ojos hacia mí, luego los volvió enseguida hacia Iggy. Parecía intimidada por él, casi embrujada. Su cara mostraba un conflicto entre el odio, el miedo y la adoración. Iggy sólo estaba ahí sentado, inamovible. Aún no hacía caso a mi presencia. Era como si yo no existiera. Yo no era nadie para él: un mueble o una mancha en la mesa. Lo cual me venía perfecto… durante uno o dos segundos. Ahora empezaba a aterrarme.

—¿Quién es el chico? —repitió.

—Yo… acabo de conocerlo —tartamudeó Candy—. En la estación…

—¿Negocios?

Ella titubeó por un momento, lamiéndose nerviosamente los labios, y dijo:

—Sí, claro. Por supuesto…

—¿Sí? —dijo Iggy, con los ojos blancos de tan brillantes—. Entonces, ¿qué hacen aquí?

—Ya nos íbamos —dijo Candy tratando de parecer casual.

—No me quieras ver la cara, niña.

No… en serio, Iggy. Él sólo quería pedir algo de comer antes. Después de eso…

—¿Ya ha pagado?

—Sí.

—¿Cuánto?

—Lo de siempre.

—Muéstrame.

Candy apagó su cigarrillo y comenzó a hurgar en su bolso. Iggy seguía mirándola. Yo no sabía hacia dónde mirar. No sabía qué estaba pasando; sólo sabía que algo no andaba bien. Mi corazón latía con fuerza, mi boca estaba seca y sentía el estómago revuelto y amargo. Recorrí la estancia con ojos nerviosos. Todo parecía normal: gente comiendo, gente que hacía fila, a nadie le importaba nada. Afuera, las calles estaban un poco menos llenas, el cielo un poco más oscuro. La tarde casi llegaba a su fin. La multitud de la tarde había desaparecido; comenzaba la vida nocturna.

—Ahí está —dijo Candy mostrando a Iggy un fajo de billetes—. ¿Ves? Yo no te mentiría, Iggy, ya sabes que no lo haría…

Iggy no miró el dinero, ni siquiera parpadeó. Sólo continuó mirándola fijamente: callado y oscuro, aplastando a Candy bajo un silencio avasallador. Mientras ella estaba ahí sentada, marchitándose bajo el peso de aquellos ojos, un billete de 10 libras cayó de sus dedos revoloteando hasta la mesa. Ella no pareció notarlo.

—Levántalo —le dijo Iggy.

Ella lo levantó.

—Guárdalo —le dijo.

Ella dobló el dinero y lo guardó en su bolso. Luego volvió a mirar a Iggy. Él no se movió. Sólo espero a que ella bajara la vista. Luego asintió una vez, se chupó los dientes y giró lentamente hacia mí.

Sabía que iba a ocurrir. Lo veía venir. A pesar de la situación, llegué a pensar que estaba listo. Cuando sus ojos finalmente se posaron en los míos y me sentí inundar por un brote de miedo, supe que estaba equivocado. Nunca estaría listo para algo así. Esto —el vacío helado en los ojos de Iggy— era un mundo aparte, un mundo del que yo no sabía nada, un mundo de violencia, dolor y oscuridad. Me sentí tan pequeño, tan débil, tan estúpido.

—¿Qué quieres? —me preguntó Iggy.

Abrí la boca pero nada salió.

—Vamos, Iggy —suplicó Candy—. Es sólo…

—Cállate —le dijo él sin dejar de mirarme—. Te pregunté qué querías, chico.

—Nada —dije tragando fuerte,}.

—¿Nada? —dijo él—. ¿Pagaste buen dinero por nada?

—No… murmuré. No, quise decir que…

—¿Le pagaste a la niña?

«¿Que si pagué? ¿Por qué? No le he pagado por nada…». Sin embargo ella ya le había dicho que sí y podía sentir su mirada suplicándome que no dijera más.

De modo que dije:

—Bueno… sí… sí le pagué…

—No le pagaste por nada —dijo Iggy mirando a Candy como un carnicero miraría un montón de carne—. No harías nada con una pieza como ésta. A menos que no funciones bien. ¿Funcionas bien?

—Sí.

—¿Eres raro?

—No lo sé…

—¿No lo sabes?

Miré hacia la mesa.

—¡Oye! —dijo Iggy—. Mírame cuando te hable. ¡Mírame!

Alcé la vista. Ahora Iggy sonreía. Su boca era una cueva ennegrecida, bordeada por dientes coronados de oro.

—Mírala —me ordenó.

—¿Qué?

—¡Mira a la perra!

Miré a Candy. Carecía de vida, los ojos húmedos, contemplaba la mesa con pupilas vacías.

—¿Te gusta? —preguntó Iggy—. ¿La quieres?

No pude responder.

Iggy se rio de mí con un sonido frío y silbante.

—¿Cuánto? —dijo.

—Yo no…

—¿Cuánto le has dado?

Volví a mirar a Candy.

—No la mires a ella. Mírame a mí. Te he preguntado cuánto.

Sacudí la cabeza.

—Está bien —dijo—. ¿Le pagaste para hacer qué?

—Ella estaba…

—Te explicó de qué se trata, ¿verdad? ¿Sabes lo que vas a recibir?

—Yo sólo…

—¿Qué? ¿Tú sólo qué?

—Ya está bien —dijo Candy con suavidad—. Es suficiente.

Iggy enmudeció. Siguió mirándome fijamente por un momento, chupando su mejilla pensativo. Luego se sorbió con fuerza la nariz y se volvió hacia Candy.

—¿Tú qué? —dijo alzando una ceja.

Ahora ella apenas podía mirarlo: cabeza gacha, ojos escondidos, las manos jugueteando nerviosamente con un pequeño trozo de cartón en su regazo, enrollándolo en forma de tubo, desenrollándolo, torciéndolo, doblándolo…

—Lo siento —susurró—. Sólo estaba hablando con él. Eso es todo. Yo no… nosotros no… Es sólo un niño. No sabe nada.

Iggy guardó silencio.

Candy sonrió a través de sus lágrimas.

—No volverá a pasar…

—Ya lo creo —dijo Iggy con frialdad.

—No tienes que…

—¿Qué?

—Nada… lo siento. Por favor, no…

—¡Cállate! —se volvió hacia mí y ladeó la cabeza hacia la puerta—. ¡Fuera!

Me le quedé viendo como un tonto.

—¡Que te largues! ¡Ahora!

Miré a Candy, luego otra vez a Iggy.

—Mira —intenté explicar—, no fue su culpa…

Pero él ya no escuchaba.

Su cara se había endurecido. Comenzaba a levantarse. Yo ruaba demasiado impresionado para moverme. Lo único que pude hacer fue sentarme ahí y observar mientras él se ponía de pie, se erguía y…

¡Diablos! ¡Qué grande era! Era enorme. Grande, alto, pesado, ancho, fuerte, sólido como una roca… se elevaba sobre la mesa como un gigante de acero negro.

Mientras él pateaba su silla hacia atrás y comenzaba a moverse en mi dirección, Candy se inclinó hacia mí y me empujó a un lado.

¡No! —gritó con desesperación dirigiéndose a Iggy—. No, está bien… Mira, ya se va. Se va ahora mismo. No tienes que hacerle nada, ¿ves? Ya se va.

Me miró de soslayo, suplicándome con los ojos que me marchara, pero pudo ahorrarse la molestia: para entonces yo ya había comenzado a levantarme. Candy se estiró hacia mi silla. Sentí su mano rozar mi cadera. Luego regresó velozmente a su sitio y volvió a mirar a Iggy. Seguía de pie detrás de mí. Lanzó hacia ella una mirada furibunda, apretando la mandíbula. Por un momento creí que iba a matarla. Podía verlo en sus ojos. La mataría y después me mataría a mí… De veras lo creí. Al final, después de lo que me pareció una eternidad, su cara comenzó a relajarse y lentamente se hundió de nuevo en su asiento.

—Tienes suerte —dijo en voz baja.

Me alejé de la mesa y recuperé el equilibrio sosteniéndome de una silla. Me temblaban las piernas y se me había cerrado la garganta. Podía sentir el silencio circundante: el silencio de la violencia succionando el aire de mis pulmones. Podía percibir a algunas personas que miraban, susurraban y cuchicheaban entre sí, pero no conseguía verlas. Lo único que podía distinguir era un angosto túnel negro, yo en un extremo y una máscara mortuoria en el otro, y un lívido fantasma blanco flotando en algún punto entre nosotros.

Aparté mis ojos de la máscara y miré hacia el fantasma, pero ella no me miró de vuelta. Sus ojos bajos decían «Vete, por favor… por Dios, sólo vete».

No tuve las agallas para decir que no, de modo que sólo di media vuelta y comencé a alejarme.

—Oye —dijo Iggy.

No quería detenerme —quería seguir andando para nunca volver—, pero no pude evitarlo. Era esa clase de voz…

Me detuve.

Hice una pausa.

Luego di media vuelta.

Iggy se recargaba en el respaldo de la silla y me miraba con un frío incisivo en los ojos.

—¿Te gustaría una sonrisa? —dijo con suavidad.

No supe qué decir. Ni siquiera supe lo que él había querido decir. Lo miré con curiosidad mientras él sonreía y alzaba la mano. Luego hizo lentamente una señal, cruzándose el cuello con el dedo índice.

—Si te vuelvo a ver —dijo—, sonreirás hasta los huesos.

Ir a la siguiente página

Report Page