Candy

Candy


Cuatro

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CUATRO

Estuve a punto de llamarla enseguida. Aún puedo verme sentado ahí: dos treinta de la mañana, semidesnudo, sentado en la orilla de la cama, sosteniendo mi celular en la mano, el dedo puesto sobre los botones, con una voz interior diciéndome: «Anda, llámala, sólo presiona los botones, llámala ahora mismo…».

Entonces comencé a pensármelo: «¿Qué piensas decirle? ¿Qué tal si está dormida? ¿Y si contesta Iggy?». Y eso fue todo. El momento había pasado. Intenté recuperarlo, pero ese tipo de cosas hay que hacerlas sin titubear y sin pensarlo, pues en cuanto comienzas a pensarlo ya es demasiado tarde. No hay marcha atrás.

Me quedé ahí sentado un rato más, contemplando el teléfono en mi mano, pero sabía que había perdido mi oportunidad.

»Está bien —me dije—. Puedes llamarla mañana; para entonces te sentirás mejor acerca de todo. Ya habrás tenido tiempo de pensar. Y si no es mañana siempre quedará el día siguiente o el siguiente o el que sigue del siguiente…

»No hay prisa, ¿o sí?

»Tienes que ubicarte en el estado mental adecuado…».

Me tomó poco más de una semana descubrir que no había un estado mental adecuado, que hasta buscar un estado mental adecuado era una total pérdida de tiempo y que lo único que quedaba por hacer era lo que debí haber hecho antes: sólo marcar el maldito número.

Aquella semana transcurrió para mí en una extraña sensación de intemporalidad. Los días parecían eternos, con mañanas largas y dilatadas, con tardes interminables y noches sin final. Y al mismo tiempo, cuando comenzaba el nuevo día y miraba hacia el anterior, parecía haber pasado tan aprisa que hasta era difícil creer que ya había pasado. El mañana, por otra parte, estaba a siglos de distancia.

No lo entendía y no estoy seguro de haber querido hacerlo. Tenía ya suficiente en mi cabeza como para además preocuparme por comprender la relatividad del tiempo. En realidad, todo lo que deseaba era seguir con mi vida sin embrollarme demasiado con Candy.

No es que hubiera mucho qué seguir.

La escuela…

Los Katies…

La escuela…

Papá.

No nos veíamos mucho. Él salía temprano al trabajo cada mañana y cuando yo regresaba de la escuela él ya estaba por lo regular en su estudio, redactando informes o respondiendo cartas, tecleando en su computadora, mirando a la pared con el ceño fruncido. A veces cenábamos juntos y a veces Gina estaba ahí, pero en muchas ocasiones papá salía por las noches y Gina trabajaba hasta muy tarde o estaba en alguna parte con Mike y yo tenía ensayos con Los Katies. De modo que, en resumidas cuentas, no teníamos mucha vida familiar.

Vi a Gina el domingo y sostuvimos una breve charla acerca de lo que pasaba. Me preguntó cómo estaba y le dije que muy bien.

—¿La escuela bien?

—Sip.

—¿Has conocido a más prostitutas últimamente?

—No.

—¿Cómo va el grupo?

—Bien. Tenemos una tocada en Londres dentro de un par de semanas.

—¿Sí?

—Abrimos a Bluntslide.

—¿Quiénes?

—Bluntslide. Son de Mánchester. Acaban de firmar un súper contrato con Polydor. Seguramente habrá todo tipo de gente ahí: reporteros, agentes, gente de las disqueras…

Gina asintió impresionada.

—Tal vez vaya.

—Sí, eso estaría bien. Puedes llevar a Mike.

—De acuerdo. Es un trato.

La miré.

—¿Ya le dijiste a papá?

—¿Acerca de mi boda con Mike?

—Sí.

—Se lo iba a decir hoy. Creí que se quedaría en casa.

—Se ha ido a Londres con mamá. Fueron a ver un espectáculo o algo así.

—Lo sé.

Ninguno de nosotros dijo nada durante un rato. No sabía si Gina quería hablar de ello y tampoco sabía si yo mismo quería hacerlo. Aquel era un tema difícil: incómodo, confuso, complicado.

Al final le pregunté:

—¿Crees que vayan en serio?

Gina no dijo nada. Sólo sacudió la cabeza.

La miré.

—Parece que papá se está divirtiendo…

—¿Sabes qué dijo ella un día? —dijo Gina súbitamente.

—¿Quién? ¿Mamá?

—Sí, cuando se estaban divorciando. Una noche los escuché hablar en el estudio de papá. Ella dijo: «No somos nosotros, Charles, nunca ha sido eso. Es sólo la cuestión del matrimonio. Vivir juntos, criar hijos, construir un hogar… no es para mí. Nunca lo fue. Soy demasiado egoísta para eso. Sólo te quiero a ti nada más. No quiero compartirte con nadie».

Miré fijamente a Gina, reconociendo la amargura en sus ojos…

—¿Ella dijo eso?

—Sí. Como si quisiera divorciarse de nosotros. No de papá: de nosotros.

No supe qué decir. Parecía algo extraño que mamá quisiera eso, especialmente después de todo este tiempo, pero de algún modo tenía sentido. Explicaría por qué nunca nos visitaba, por qué salía de nuevo con papá y sobre todo por qué se había ido…

Pero las explicaciones no cambian nada, ¿o sí? No te hacen sentir mejor. O te gusta algo o no te gusta, y si no te gusta, el saber por qué no hace diferencia alguna: de cualquier modo sucederá y de todas formas no te gustará. Así que, ¿qué caso tiene?

La noche del miércoles era la noche de Los Katies. Practicábamos cada semana en una vieja bodega llena de corrientes de aire, propiedad del club de arte local. Se usaba mayormente para ensayos de obras de teatro y exposiciones y cosas así, pero para que les salieran las cuentas la rentaban cuando no se usaba, y no se usaba mucho que digamos, especialmente en invierno. De manera que todos los miércoles por la noche —y ocasionalmente los fines de semana— la apartábamos por tres o cuatro horas. Montábamos ahí nuestro equipo y hacíamos mucho ruido.

Al menos así es como yo lo veía: un poco de diversión, un poco de escándalo y mucho ruido a alta velocidad.

Los demás eran un poco más serios. Habían estado juntos durante un buen rato antes de que yo me uniera al grupo y todos eran por lo menos un año mayores que yo, y mucho más ambiciosos. Antes de que yo me incorporara tocaban cosas realmente heavy, todo gótico, dark y truculento, pero entonces comenzaron a rondar por el parque de patinetas adonde yo solía ir con mis amigos, y comenzaron a escuchar las cosas que nosotros escuchábamos: que también eran bastante heavy, pero no tan heavy, y tampoco tan pretenciosas. Entonces… no puedo recordar exactamente lo que sucedió. Creo que sólo me puse un día a hablar con uno de ellos. En realidad no los conocía, pero sabía por la escuela quiénes eran y sabía que tocaban en un grupo, de modo que cuando los oí entusiasmarse con el bajo de un álbum de New Found Glory que alguien estaba tocando, cuando les oí decir que ése era el sonido que buscaban, les comenté, como quien no quiere la cosa, que yo tenía un bajo y que quizá fuera capaz de tocar así… A partir de ahí, las cosas se fueron dando.

Practicamos mucho, escribimos algunas canciones pasables, comenzamos a dar algunas tocadas, grabamos un par de demos, y ahora las cosas al fin comenzaban a moverse: mejores tocadas, más dinero, algún interés de las disqueras aquí y allá. No estaba yo muy seguro de cómo me sentía con eso, pero los demás estaban encantados.

Esa noche, cuando me presenté al ensayo, todos comentaban acerca de la tocada que habíamos conseguido, la de Londres, de la que le había contado a Gina. Discutían sobre qué ponerse, qué tocar, qué hacer si ofrecían contratarnos. Muy serios. Escuché durante un rato sin involucrarme en realidad. Luego mi mente medio se apartó y comencé a juguetear con la guitarra.

Tocar el bajo todo el tiempo puede llegar a ser aburrido, y es agradable colgarse la guitarra de vez en cuando, especialmente cuando la puedes tocar realmente alto: el crujido cuando la enchufas, el murmullo expectante del amplificador cuando subes al máximo el volumen, el increíble zumbido de la potencia cuando azotas las cuerdas…

—¡Hey! —gritó Jason, el vocalista—. ¡Hey! ¡HEY!

Dejé de tocar y lo miré.

—¿Qué?

—Aquí estamos tratando de hablar.

—Perdonen, le bajaré al volumen.

Chris, el dueño de la guitarra que yo estaba tocando, me lanzó una mirada de censura. Luego volvió hacia Jason y Ronny, el baterista, y volvieron a su ruidosa cháchara. Todo me pareció un tanto ridículo: decirme que bajara el volumen, como si fueran mis malditos padres o algo. Es decir, si todo lo que querían hacer era hablar, ¿para qué molestarse en rentar la bodega? ¿Por qué no mejor reservar una mesa en un restaurante tranquilo en cualquier parte?

Bajé el volumen, me acerqué, me senté frente al amplificador con las piernas cruzadas y seguí tocando. Había estado trabajando en casa la canción que había iniciado la noche que conocí a Candy. Comencé a tocarla. Sonaba mucho mejor en una guitarra eléctrica que en mi vieja acústica, y una vez que le puse un poco de reverberación y adornos, y después de agregarle un poco de feedback, sonaba realmente bien. Era un poco más lenta que las cosas que por lo general tocábamos, más lenta y más melódica, pero conservaba algunos giros ásperos. Mientras tocaba, podía escuchar la línea vocal en mi cabeza dándole otra dimensión a la tonada, y un sincopado de guitarra gimiendo al fondo, y un firme ritmo de tambores y bajo…

—¿Qué es eso? —preguntó alguien.

Dejé otra vez de tocar y alcé la mirada para encontrarme a Jason parado frente a mí. Parecía un perfecto perdedor: jeans sueltos, chamarra suelta, cabello suelto, pero yo sabía bien que solamente la chamarra le había costado 300 libras. Así era la onda con nosotros: éramos la clase de skaters con suficiente dinero para verse en verdad como una mierda.

—¿Es tuya?

—¿Qué? ¿La canción?

—Sí, la canción. ¿Cómo se llama?

—No sé… No tiene nombre en realidad… Candy, supongo…

—Tócala otra vez —dijo asintiendo hacia la guitarra que sostenía en mis manos—. Súbele un poco. Sonaba bastante bien. Tal vez podamos hacer algo con ella.

Luego de eso, pasamos el resto de la tarde trabajando en mi canción. Era muy extraño ver cómo iba adquiriendo forma. Yo había escrito antes muchas canciones, pero Jason y Chris escribían todas las rolas de Los Katies, y siempre habían sido medio especiales a la hora de escuchar canciones de alguien más, de modo que yo tendía a guardarme las mías. De vez en cuando proponía ideas para canciones, y normalmente escribía mis líneas para el bajo, pero nunca antes había trabajado con el grupo en una canción compuesta por . De modo que aquella era una experiencia totalmente nueva para mí. Al principio fue muy gratificante: era mi canción, la había escrito yo, y ahora se estaba convirtiendo en algo real. Crecía, evolucionaba y, lo mejor de todo, comenzaba a sonar increíble; pero, a medida que trabajábamos en ella, conforme añadíamos trozos por aquí y cambiábamos trozos por allá, la satisfacción comenzó a disiparse y se apoderó de mí otro sentimiento.

No conseguí identificarlo al principio. Era una sensación como de vacío… El tipo de sensación que te da cuando has perdido algo o cuando te han robado algo… Una molesta sensación de pérdida.

Sí, eso era.

Me sentía como si hubiera perdido algo.

Había perdido mi canción.

Ya no era mía.

Los sentimientos que expresaba ya no eran míos.

De cualquier modo, seguía siendo una muy buena canción. Era esa clase de canción que se pega en tu mente durante días y días, con un estribillo que no puedes dejar de tararear, y supongo que aquello era una especie de compensación. Por otro lado, puesto que era una buena canción, y porque no podía dejar de tararearla todo el tiempo, y como no había sido lo bastante listo para cambiar el título —aún se llamaba Candy—; por todo eso, digo, los días siguientes me encontré caminando con un coro de Candys retumbando en mi cabeza.

Aquella no era la mejor manera de seguir con mi vida sin estar demasiado confundido sobre ella. No es que no hubiera pensado que fuera capaz de hacerlo, pero valía la pena intentarlo.

Finalmente, la llamé el viernes. Lo había estado pensando la semana entera: tratando de decidir cuándo hacerlo, dónde hacerlo, que decirle, cómo sonar. Pero mientras más lo pensaba, más intimidante se volvía todo. «¿Qué tal si decía alguna tontería? ¿Y si no me recuerda? ¿Y si no quiere hablar conmigo? ¿Y si… y si… y si…?». Al final entendí que si no lo hacía sin más, nunca lo haría.

De modo que eso hice. El viernes por la mañana me tendí una trampa para pescarme inadvertido. No era una gran trampa, y en verdad no creí que fuera a funcionar, pero no podría estar peor si no resultaba, así que, ¿qué podía perder?

El plan consistía en dejar mi celular en casa cuando fuera a la escuela por la mañana, dejarlo sólo ahí tirado en alguna parte de mi habitación y olvidarme de él por completo. Olvidarme de los teléfonos, olvidarme de Candy, olvidarme de llamarla. Olvidarlo todo. Más adelante, después de la escuela, en algún momento de la tarde, cuando no estuviera pensando en nada, cuando sólo estuviera rondando por ahí sin nada qué hacer, hallaría de pronto el teléfono y marcaría el número antes de que mi cerebro tuviera oportunidad de detenerme.

Como dije, realmente no pensaba que aquello fuera a funcionar. Quiero decir, cuando estás tratando de no pensar en algo, fácilmente puede convertirse en la única cosa en la que puedes pensar. Y cuando intentas olvidar tu celular, puede convertirse en lo único que recuerdas. No puedes dejar de verlo en tu cabeza el día entero… ahí tirado, exactamente donde lo dejaste. Y sabes que más adelante, después de la escuela, en algún momento de la tarde, no estarás sólo rondando por ahí sin nada qué hacer, sin pensar en nada, y no te encontrarás de pronto con el teléfono y marcarás el número antes de que tu cerebro tenga oportunidad de detenerte.

De modo que estás peor que antes.

De modo que tienes algo que perder.

A menos, claro, de que te traiciones por partida doble al brincar dentro de una cabina telefónica en el camino a casa y llames al número antes de darte cuenta siquiera de lo que estás haciendo.

El teléfono silbó por uno o dos segundos en el vacío y me pregunté si habría llamado al número equivocado, pero entonces la línea entró con un crujido eléctrico y comenzó a sonar. El tono familiar zumbó a través de mi cabeza: dii —dii… dii —dii… dii —dii. El tono de espera, de esperanza, de no saber —y sentía el corazón batir fuerte en mi pecho, sentía apretarse mi garganta, cosquillearme los dedos… entonces la línea hizo clic, dejó de timbrar y escuché la voz de Candy.

—¿Sí?

Sonaba brusca y apurada, dura y abrupta, arrastraba un poco la voz. No era exactamente lo que había esperado, pero al menos no era Iggy.

—¿Hola? —pregunté—. ¿Eres Candy?

—Sí… espera.

Tapó la bocina con la mano y en el fondo alcancé a oír voces que murmuraban. Voces femeninas… un grito… una risa… entonces se reabrió la línea y volví a escuchar a Candy.

—Sí… ¿hola?

—¿Candy? —dije—. Habla Joe…

—¿Quién?

—Joe Beck.

—¿Bet?

—No, Beck… B-E-C-K, Joe Beck. Nos conocimos la semana pasada… el jueves… te vi en la estación…

—¿Dónde?

—En King’s Cross.

—¿Cuándo?

—El jueves —le dije con el corazón hundiéndoseme a toda prisa—. El jueves pasado… —miré hacia la pantalla del crédito en el teléfono, contemplando los números sin verlos, preguntándome si valía la pena echar más monedas. Era obvio que Candy no me recordaba. ¿Para qué molestarme en prolongar las cosas? ¿Por qué no sólo decir adiós y colgar?

Pero entonces su voz se iluminó:

—¡Joe! —de pronto sonaba fresca y emocionada—. ¿Joe de McDonald’s?

—Sí…

—¡Dios! ¿Por qué no lo dijiste antes? Joe el Bulto, ¿verdad? ¿El chico que dejó caer todo su dinero?

—Sí…

—Joe la Gorra.

Reí.

—¡Dios mío! —dijo—. Te tomaste tu tiempo, ¿verdad? ¿Por qué no me habías llamado?

—Lo estoy haciendo ahora.

—Ya pasó más de una semana.

—Sí, lo sé… perdón… no sabía…

—Quería hablar contigo.

Sentí mi pecho inflarse con un brillo cálido. Candy quería hablar conmigo… ¡Quería hablar conmigo! El teléfono pitó y eché más monedas.

—¿Joe? —dijo Candy—. ¿Sigues ahí?

—Sí… sólo estaba…

—¿Estás bien?

—Sí… perfectamente.

—¿Cómo está el bulto?

—Ya se fue. El doctor lo succionó…

—¿Que hizo qué?

—Con una aguja… sacó todo el líquido con una aguja. Ya estoy bien.

—¿Ya no tienes la bola?

—No.

—Bueno, me alegra. ¿Cómo va el grupo? Los Katies. ¿Ya la hicieron en grande?

—No tanto.

Se sorbió la nariz y la escuché encender un cigarrillo.

—¿Cómo estás? —pregunté—. ¿Todo bien?

—Sí —dijo apresuradamente—, ya sabes… el mismo rollo de siempre. De todas formas, me alegra mucho hablar contigo, Joe. He estado esperando que llamaras.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad —se aclaró la garganta—. Mira, acerca de lo que pasó con Iggy y todo eso…

Esperé a que prosiguiera.

—¿Joe?

—¿Sí?

—Perdón, pensé que te habías ido. Sólo quería decir que lo siento, ¿sabes? Acerca de Iggy… no quiso decir nada. Sólo se pone raro de pronto. Se deja llevar.

—Cierto —dije titubeante.

—Todo eso que dijo… sólo estaba bromeando.

—¿Bromeando?

—Tiene un extraño sentido del humor.

—¿Tú crees?

—Sé que es difícil de creer…

En eso Candy tenía mucha razón.

—Sólo quería disculparme —dijo ella—. Me siento muy mal por eso.

—Está bien —me descubrí diciendo—. No te preocupes por eso.

—¿Seguro?

—Sí… no hay problema. Mientras Iggy no me corte el cuello…

—Rio, pero no era una risa muy tranquilizadora. Sonaba medio forzada.

—Como sea, ¿quién es él? —le dije.

—¿Quién? ¿Iggy?

—Sí.

—Es sólo… bueno, no es nadie en realidad —la oí aspirar el humo—. Es sólo el amigo de un amigo… ya sabes… sólo un conocido. De todos modos, escucha, realmente lamento que te haya hecho pasar un mal rato. Si hay algo que pueda hacer para compensarlo…

—¿Perdón?

Rio de nuevo, pero esta vez con más naturalidad.

—No quiero decir eso… sólo quiero decir que si quieres que salgamos, ya sabes, ir por un trago o algo así.

—¡Ah, claro! Sí… sí, eso me gustaría.

—No tienes que…

—No, de veras me gustaría.

—Te podría comprar una dona.

—Sí…

—Genial… Ok, ¿adónde quieres ir?

—No sé… ¿por dónde vives?

—Cualquier lugar en Londres está bien para mí. ¿Te parece?

—Sí… ¿qué tal el zoológico?

—¿El zoológico?

Pude haberme pateado. Había dicho algo tan estúpido y no sabía por qué lo había dicho. Es decir: ¿el zoológico? «¿Qué te pasa? —me pregunté—. ¿Te invita a tomar algo… y le dices que quieres ir al zoológico?».

—¿El zoológico de Londres? —preguntó Candy.

—Sí, pero…

—Sería maravilloso. Me encantaría ir al zoológico. Hace años que no voy.

—¿En serio?

—Sí, el único problema es…

Aquí vamos, pensé.

—Estoy algo apretada de tiempo.

—Ah… bueno, eso no importa. No tenemos que quedarnos mucho tiempo…

—No, digo, en cuanto a fechas.

Estoy algo ocupada estos días… El único día en que puedo escaparme es el martes.

—¿Este martes?

—Sí… ¿te queda bien?

—¿Quieres decir este martes que viene? ¿Después de este fin de semana? ¿En unos cuantos días?

—Sí, Joe… El martes después del lunes que viene después del domingo…

—Sí, está bien. Sólo confirmaba…

—¿Seguro?

—Sí.

—¿Entonces?

—¿Qué?

Rio.

—Puedes ir el martes, ¿o no?

—Sí —dije sin siquiera pensarlo—. Sí, el martes está perfecto. ¿Dónde te veo?

—¿Frente a la entrada principal?

—Está bien. ¿A qué hora?

—No demasiado temprano…

—¿A las doce?

—Suena bien.

—A las doce en punto, martes por la mañana, afuera del zoológico de Londres.

—En la entrada principal.

—Sí… la entrada principal. ¿Quieres mi número de celular por si acaso?

—Espera.

Tapó de nuevo la bocina. Esta vez pude escuchar puertas que se azotaban al fondo, voces que se alzaban, fuertes pisadas…

—¿Candy? —le dije—. Candy…

—Joe —murmuró de prisa—. Me tengo que ir…

—¿Qué sucede?

—Nada. Luego te cuento. —Su voz ahora era apenas audible—. Nos vemos el martes… ¿está bien? Asegúrate de estar ahí.

—Sí, pero…

La línea había muerto.

Me quedé un rato en la cabina telefónica intentando desenmarañar mis pensamientos… repitiendo en mi mente la conversación, recordando una y otra vez lo que Candy había dicho, lo que había querido decir, lo que todo aquello significaba para mí y cómo me hacía sentir…

Eso era lo más difícil de entender.

¿Cómo me sentía?

Candy me había mentido… De eso estaba seguro. Me había mentido. Me escondía cosas. Y yo no tenía modo de saber quién era ella en realidad. ¿Era la Candy de voz brusca que había contestado el teléfono o la de la voz arrastrada? ¿O era aquella con la risa chispeante, la que me había llamado Joe la Gorra? «Podría ser ambas —pensé—. ¿Tendrá una doble personalidad? ¿Será tal vez una prostituta esquizofrénica con un serio problema de drogas y un monstruo psicópata que la explota?

»Sí —me dije—, quizá lo sea… Aun así sigue siendo increíblemente bonita, ¿no? Tiene la sonrisa más brillante y los ojos más oscuros y ese maravilloso aroma de piel recién lavada… y todo en ella pone tu cuerpo de revés… y el martes irá contigo al zoológico…».

¡BANG! ¡BANG! ¡BANG!

Un súbito golpeteo en la ventana de la cabina telefónica me mata del susto. Cuando terminé de saltar fuera de mi propia piel, me asomé y vi a través del vidrio a una encogida anciana apoyada en su bastón, escudriñándome.

—¿Estás bien, chiquillo? ¿Estás enfermo o algo?

Abrí la puerta.

—¿Perdón?

—Pensé que te estabas muriendo ahí dentro —dijo haciendo un ruido con los dientes—. ¿Terminaste? Yo también tengo que hacer algunas llamadas.

Salí y sostuve la puerta para que entrara la anciana.

Luego me fui a casa.

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