Candy

Candy


Nueve

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NUEVE

Cuando al fin bajé de la silla y me abrí paso hasta la puerta, ya no quedaba mucho por ver. Candy e Iggy se habían marchado hacía rato, la pandilla de Iggy había desaparecido y, ahora que la riña había terminado, la mayoría de los mirones habían perdido interés y comenzaban a desperdigarse. Las cosas parecían extrañamente normales. Aparte del penoso estado de la cara de Mike y de la obvia consternación de Gina, era difícil creer que ahí había ocurrido alguna clase de disturbio.

Mike no estaba herido de gravedad. Le habían tocado algunas fuertes patadas en la cabeza y en las costillas, y su cara y su nariz sangraban un poco, pero al menos estaba nuevamente en pie. De hecho, estaba más que en pie: parecía un endemoniado. Erguido en toda su altura, impregnando el club con las fumarolas que echaba por los ojos, intentando comprender qué había sucedido.

—¿Adónde fueron? —escupió—. ¿Dónde está el tipo alto? ¿Dónde está la chica…?

Gina procuraba calmarlo —lo sostenía, lo abrazaba preocupada por las heridas en su cabeza—, pero ella misma se veía aún bastante consternada. Las manos le temblaban, sus labios palpitaban y su cara, blanca por el susto, estaba bañada en lágrimas.

Yo no sabía qué hacer.

No sabía qué quería hacer.

Quería correr a la calle y comenzar a buscar a Candy, pero eso significaba dejar a Gina… y yo no quería hacer eso. Era mi hermana. Estaba dolida y alterada. Quería estar con ella… adonde pertenecía. Además, sabía en mi corazón que buscar a Candy era una pérdida del tiempo. Incluso si llegaba a encontrarla la hallaría con Iggy y sus secuaces, ¿y qué oportunidad tenía yo contra ellos?

De modo que me quedé donde estaba, con el corazón a todo vapor, observando a Gina que abrazaba fuertemente a Mike.

Después de un rato, Mike me vio sobre el hombro de Gina.

—Eíey, Joe —sonrió—. Gran plan… gracias por invitarnos.

Se limpió un poco de sangre de la boca.

—¿Estás bien? —le pregunté.

Asintió.

—Sobreviviré.

Gina lo soltó y se volvió a mirarme. Aún lloraba. Me acerqué y la abracé.

—¿Estás bien? —le dije.

—Sí —dijo bajando la voz—. ¡Por Dios, Joe! ¡Pensé que iban a matarlo!

—¿Qué pasó? —pregunté—. ¿Cómo empezó todo?

Se sorbió la nariz y se la limpió.

—No sé… estaba esta chica…

—Diablos, ¿qué haces? —interrumpió una voz. Me volví para ver a Jason caminando apresuradamente hacia nosotros. Su rostro estaba todo nervioso y tenso, y sus ojos brillaban con una curiosa mezcla de enojo y emoción. Se acercó y me cogió del brazo—. Vamos —me dijo jalándome hacia el camerino—. Quieren verte.

—¿Quiénes? —pregunté sacudiéndome su mano de encima.

—Los tipos de la disquera… —su rostro se iluminó—. Están muy interesados, Joe. Quieren hablar con nosotros… con todos nosotros. Vamos…

—No puedo…

—¿Qué quieres decir con no puedo? Esto va en serio…

—Tengo que hablar con mi hermana…

—¿Tu hermana? —su cara se torció de disgusto—. Al carajo con tu hermana. Esto es importante.

—Esto también.

Me lanzó una mirada furibunda, los ojos llenos de una incredulidad rabiosa y, por un momento, pensé que me golpearía. Sé que yo tenía ganas de golpearlo, y si Gina no se hubiera adelantado y me hubiera puesto una mano sobre el brazo, seguramente lo habría hecho.

—Está bien, Joe —dijo ella con calma—. De todas formas creo que es mejor que yo lleve a Mike a casa. Podemos hablar más tarde de lo que sucedió… tú ve y habla con la gente de la disquera.

La vi pálida y tranquila.

Miré a Jason, que se esforzaba por sonreír, que intentaba controlar su furia, su desprecio, su impaciencia.

No fue una decisión difícil.

—Tendrán que arreglárselas sin mí —le dije a Jason.

Su sonrisa tembló.

—No, no entiendes, te quieren ver a ti…

—Diles que surgió algo…

—Por un demonio, Beck —silbó—. ¿Qué te pasa? No puedes sólo largarte cuando te dé la gana…

—Mira —le dije—. En verdad lo siento mucho… ¿de acuerdo? Pero necesito irme a casa con mi hermana…

—¿Por qué?

—Sólo es necesario, es todo —me volví hacia Gina—. Anda, vámonos.

—¿Estás seguro? —dijo ligeramente sorprendida—. Quiero decir, no es para tanto…

—Sí, lo es —le aseguré.

Me miró con los ojos llenos de preguntas.

—¿Se trata de…?

—Ahora no —le dije.

Me lanzó otra mirada inquisitiva, luego asintió lentamente, cogió el brazo de Mike y se dirigió hacia la puerta.

Me volví hacia Jason.

—Lo siento —le dije—. Lo explicaré en otra ocasión.

—¿Sí? —me dijo enfurruñado—. ¿Y quién dice que habrá otra ocasión?

Lo miré por un momento, comencé a decir algo. Luego decidí que era mejor no hacerlo. Ni siquiera me tomaría la molestia.

Le di la espalda y salí.

Llovió en el camino a casa, una fina lluvia negra que empañaba el ambiente y deslumbraba la noche con luces como de caleidoscopio. Mientras Mike conducía despacio el auto a través de las calles resbaladizas y hacia la autopista M25, yo miraba fijamente por la ventana hacia las luces que centelleaban en la oscuridad: los faros de los autos, los semáforos, las sombrías luces de neón… todo turbio y vacío bajo la lluvia.

Turbio y vacío.

Frío como el cristal.

No podía pensar.

Intenté llamar a Candy con mi celular desde el instante en que entré en el auto, pero el número estaba muerto. Sin tono, sin buzón de voz, nada. No sabía qué significaba eso. No sabía qué significaba nada. Estaba demasiado destrozado en muchos sentidos. Demasiadas altas, demasiadas bajas, demasiados sentimientos, todo al mismo tiempo… Y no podía darle voz a una sola de esas cosas. No sabía por dónde comenzar.

Pero Gina sí.

—Es hora de hablar —me dijo girando en el asiento del copiloto para verme de frente—. ¿Hay algo que debamos saber acerca de lo que sucedió esta noche?

—No estoy seguro… —dije.

—Vamos, Joe… todo ese rollo con como-se-llame el vocalista, ¿qué fue todo eso? ¿Por qué tienes tanta necesidad de hablar conmigo? ¿Tiene que ver con la pelea?

—Creo que sí…

—¿Crees que sí?

—Es difícil de explicar… mira, no es que esté tratando de esconder nada. Es sólo que… bueno, es que no sé qué es lo que pasó contigo y con Mike… y con la chica —miré a Gina fijamente a los ojos—. Necesito saber qué ocurrió.

Me devolvió la mirada, pensando intensamente. Luego echó un vistazo en dirección a Mike. Sin voltear la cabeza, él ordenó:

—Díselo.

Y me lo dijo.

—Fue durante la última canción —dijo Gina—, la que estabas cantando. Yo te estaba mirando, escuchándote… no podía creer lo bueno que eres, Joe. Fue fantástico. Tú estuviste fantástico. No podía quitarte los ojos de encima.

—Sí —coincidió Mike—. Fue realmente bueno.

—Gracias —dije.

Gina asintió.

—Como sea, yo te observaba y al mismo tiempo observaba a la multitud. Realmente se estaban metiendo en la canción. Especialmente la chica del frente… la que no dejabas de mirar —hizo una pausa esperando que yo dijera algo. Como no lo hice, prosiguió—. Al principio pensé que era sólo una chica más… ¿sabes? Sólo una chica bonita que habías descubierto en la multitud… pero luego me di cuenta de que la había visto antes…

—¿Dónde? —le pregunté.

—En los baños, como cinco minutos antes de la última canción —Gina me miró con atención, los ojos vacilantes, como si no estuviera segura de lo que iba a decir—. Ella es… quiero decir, ¿la conoces?

—¿Qué hacía?

Gina guardó silencio por un momento.

Bajó la mirada y la alzó después mientras Mike le lanzaba una mirada fugaz. Me dijo:

—Entré en un retrete… creí que estaba vacío, pero no lo estaba. El cerrojo estaba roto. Ella estaba ahí… esa chica… inclinada sobre el asiento, fumando heroína.

—¿Heroína?

Gina asintió.

—¿Estás segura? —dije.

—Totalmente. Tenía una tira de papel aluminio y…

—¿La estaba fumando?

—Con un popote de plástico.

—Pensé que la heroína se inyectaba.

—Puedes hacer lo que quieras con ella —dijo Mike—. Fumarla, metértela por la nariz, tragártela.

La verdad es que no sé por qué me sentí sorprendido. Sabía que Candy consumía drogas y medio adivinaba que se trataba de heroína, pero supongo que había elegido ignorarlo, como si en realidad no importara, o como si en realidad no existiera…

Pero ahora sí existía.

En toda su cruda realidad.

Y me estaba pegando duro.

—¿Joe? —dijo Gina—. ¿Estás bien?

Alcé la vista, invadido todavía por la imagen de Candy inclinada en un cubículo del baño, fumando heroína a través de un popote de plástico…

—¿Quién es? —preguntó Gina con delicadeza—. ¿Es ella?

—¿Y qué pasó entonces? —la interrumpí—. ¿Qué paso después de que la viste?

Gina titubeó de nuevo. Luego dijo:

—Nada… sólo me disculpé y la dejé en su rollo. No pareció importarle. Sólo se quedó ahí sentada, sonriendo. Yo hallé otro cubículo, y volví después con Mike… Cinco minutos después volví a verla, bailando frente a ti.

Recordé cómo se veía Candy, bailando sola, los ojos cerrados, moviéndose como en un sueño, como una niña perdida en el tiempo…

Miré por la ventana del auto. Nos dirigíamos a las afueras de Londres, apresurándonos a través de la oscuridad iluminada de naranja, camino de Essex. La lluvia había cesado y la noche era negra y sin estrellas.

—¿Y la pelea? —le pregunté a Gina—. ¿Cómo empezó todo eso?

Inhaló profundamente, imaginando la escena:

—Fue casi al final de tu canción. Una pandilla de negros había estado rondando la puerta por un rato. Parecía que esperaban a alguien. Mike los había notado desde antes y dijo que tenían cara de buscar problemas. Luego entró aquel tipo realmente grande… grande y rudo, con ojos perversos, amenazantes. Uno de los tipos de la entrada se le acercó y señaló a la chica que estaba frente al escenario. El tipo grande miró y asintió. Entonces, dos de los tipos de la puerta se abrieron paso a empujones hasta el escenario, cogieron a la chica y comenzaron a arrastrarla hacia el tipo grande —Gina se interrumpió y me miró—. ¿No viste nada de eso?

Sacudí la cabeza.

—Bien —continuó—. Entonces sucedió. Vi que arrastraban a la chica hacia el tipo grande y era evidente que ella no quería ir. De verdad se resistía… y nadie parecía hacer nada al respecto… de modo que se lo dije a Mike —Gina suspiró—. ¡Dios, ojalá no lo hubiera hecho! Ojalá hubiera fingido demencia como todos los demás.

—No —dijo Mike—. Hiciste lo correcto.

Lo miró.

—¿Qué? ¿Lograr que te golpearan? —se volvió hacia mí—. Mike intentó detenerlos. Se acercó y preguntó qué hacían y lo siguiente que vi fue que estaba rodeado por el resto de la pandilla y lo estaban moliendo golpes y que el tipo grande se había llevado a la chica —volvió a mirar a Mike mientras estiraba el brazo y le acariciaba el cabello—. Lo siento, Mike… te involucré en balde.

Él le sonrió.

—Ya te lo dije: hiciste lo correcto.

Gina le sonrió de vuelta. Luego volvió su atención hacia mí. No dijo nada, sólo me miró esperando una explicación.

Otra vez pensé en mentir, en inventar algo… pero era todo demasiado complicado y estaba demasiado cansado para pensar. Y Gina y Mike no merecían más mentiras.

De modo que les conté todo sobre Candy.

Les conté todo: desde que hallé su teléfono, la llamé e hice una cita con ella, la visita al zoológico, la invitación al concierto…

—¿Fuiste al zoológico? —preguntó Gina, escéptica.

—Sí…

Se me quedó mirando fijamente, con los ojos muy abiertos, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—Déjame ver si lo entendí bien: cuando la llamaste, sabías que era prostituta, ¿no es así?

—Pues sí, supongo…

—Y este tipo que estaba antes con ella, el que te amenazó con cortarte el cuello, ¿sabías que era el que la explota?

—Ella dijo que era sólo un conocido suyo…

—¿Qué? ¿Y le creiste?

—En realidad, no.

—¿Pero de todas formas fuiste y la invitaste a salir?

—Sí…

—¿Y la llevaste al zoológico?

—Sí…

—¡Dios, Joe!… No lo creo. ¿Por qué? ¿Por qué harías eso?

—Porque… no lo sé… porque me gusta, supongo. Es muy linda.

—¿Linda?

—Sí.

—¡Es una prostituta, por amor de Dios! ¡Una heroinómana! —un súbito destello de enojo le cruzó la cara—. ¡Dios! no has tomado nada, ¿verdad? Si ella ha tratado de envolverte…

—No —le dije sacudiendo la cabeza—. No he tomado nada ni ella me ha ofrecido nada.

—¿En serio?

—Ni siquiera estaba seguro de lo que ella se metía hasta que me lo dijiste.

—¿Pero sabías que se metía algo?

—Sí —admití mirando a Gina a los ojos—, pero eso no la convierte en un monstruo ni nada, ¿o sí? Quiero decir, es solo una niña, igual que yo. ¿Tú crees que le gusta lo que hace?

—No lo sé —dijo Gina encogiéndose de hombros—. ¿Ya le preguntaste?

—Más o menos…

—¿Y?

—Mintió… me dijo que era bailarina.

¿Bailarina? ¡Ah, claro! Y este tipo, Iggy, es su coreógrafo supongo.

—Sí, de acuerdo… pero es normal que mienta, ¿no? No iría la por ahí diciéndole a todo el mundo que es una prostituta…

—Probablemente no tenga que hacerlo…

—¿Y eso qué se supone que quiere decir? —pregunté enojado.

—Nada… Perdona, no debí haber dicho eso.

—No puede ser —suspiré—. Pensé que lo entenderías.

Gina estiró el brazo hacia atrás, entre los asientos, y puso su mano en mi rodilla.

—Lo siento, Joe… es sólo que… Vaya, es duro. Quiero decir que es difícil. Soy tu hermana…

—Ya…

—Es sólo que estoy un poco desconcertada.

—Yo también.

Sonrió con dulzura y apretó mi rodilla. Nos miramos durante un rato, renovando nuestra cercanía, y mi enojo momentáneo comenzó a desvanecerse. No pierdo los estribos con frecuencia y no estoy seguro de por qué los perdí en ese momento. Supongo que sólo estaba decepcionado de Gina, por la manera en que menospreciaba a Candy, haciendo comentarios sarcásticos, llegando a conclusiones estúpidas…

No lo sé.

Tal vez era demasiado pedir, pero sólo quería que alguien entendiera cómo me sentía.

—¿Estás bien? —me preguntó Gina en voz baja.

Asentí.

Avanzamos en silencio por un rato, perdidos los tres en nuestros pensamientos, sólo divagando al ritmo del motor y del hipnótico avanzar del camino. Mientras miraba a través de la ventana serpenteada por la lluvia, me descubrí preguntándome por la cadena de acontecimientos que nos había reunido a todos: yo, Gina, Candy, Mike, Iggy. ¿Cómo había ocurrido todo? ¿Era el destino? ¿Karma? ¿Quería decir algo? ¿O sólo había sucedido como sucede todo lo demás?

«¿Qué más da? —pensé—. Como quiera que haya sido, aún así sucedió, ¿no es así?».

Alcé la vista y noté que Mike me observaba por el espejo retrovisor. Asentí en su dirección.

Mike asintió en señal de respuesta, luego se aclaró la garganta y dijo:

—El tipo grande en el club… supongo que ése era Iggy.

—Sí.

—¿Y qué hay de los otros?

—No lo sé… los vi antes, en el pub, al otro lado de la calle. Creo que estaban en el McDonald’s cuando conocí a Candy.

Asintió.

—Los escuché hablar en el pub… —dije—. Buscaban a alguien.

—¿A Candy?

—No oí nombres, pero supongo que sí.

Mike asintió de nuevo.

—La encontraron, llamaron a Iggy y él vino a buscarla. ¿Cómo supieron ellos dónde estaría?

—No lo sé… Le di un volante… tal vez lo dejó por ahí tirado e Iggy lo encontró —miré a Mike a los ojos por el espejo—. ¿Qué crees que hará con ella?

—No sé. Probablemente no mucho. Ella trabaja para él. No hará nada que le impida seguir ganando dinero…

Me miró de nuevo y yo asentí dándole a entender que sabía a qué se refería. En realidad no lo sabía, pero asumí que Iggy no la lastimaría demasiado… al menos no en donde se pudiera notar.

—¿Podemos hacer algo para ayudarla? —pregunté.

—¿Como qué?

—No sé… ¿Qué tal llamar a la policía?

—No tiene caso —dijo Mike sacudiendo la cabeza—. No sabemos dónde vive ni sabemos dónde vive Iggy. Y aunque lo supiéramos, no hay mucho que la policía pueda hacer, a menos que ella hiciera una denuncia en su contra, cosa que no hará porque necesita de él. Es adicta y él le abastece las drogas. Además, no es que él la vaya a encerrar ni nada por el estilo. Ella probablemente tenga su propio departamento… Y de todas formas no habrá nada que la relacione con Iggy: él se habrá ocupado de eso. Sabe lo que sucedería si la policía la pesca: la encerrarían por un día o dos, luego la dejarían marchar y ella volvería directamente a él.

Yo no quería creerle, pero sabía que estaba en lo cierto.

—¿Y sus padres? —me preguntó Gina—. Quiero decir, ¿sabes de dónde viene o algo así?

—De Heystone, aunque no lo creas —le dije—. Al menos eso es lo que me dijo. Dijo que había tenido algunos problemas con sus papás y que se había ido de casa para vivir en Londres. Creo que tiene un departamento en alguna parte cerca de King’s Cross.

—¿No sabes dónde?

—No.

—¿Número de teléfono?

—Nada… está muerto. Desconectado o algo así.

Gina ahora parecía preocupada, pero yo no habría podido decir si estaba preocupada por mí o por Candy. Esperaba que fuera un poco de ambas cosas.

Se dirigió a Mike:

—¿Estás seguro de que no podemos hacer nada?

—Supongo que podría preguntar por ahí —dijo Mike—. A ver si alguien sabe algo, pero no estoy seguro de que eso haga alguna diferencia. Si es adicta… —se encogió de hombros—. Ella no lo abandonará… no puede. Así funciona esto.

El resto del trayecto transcurrió en silencio. Ahora Gina hablaba de repente con Mike en voz baja, y ocasionalmente volteaba a verme y me preguntaba si estaba bien. Pero, fuera de eso, fue un tiempo de silencio. La lluvia había comenzado de nuevo, golpeteando débilmente sobre el techo del auto. Parecía que el sonido hacía aflorar mi cansancio. Yo no quería estar cansado, quería pensar, pero sentía los párpados tan pesados… mi mente tan apagada… mi cuerpo tan cansado…

No podía pensar.

No podía imaginar…

Tal vez era lo mejor.

Porque Candy estaba en alguna parte… haciendo algo. Y sin importar cuánto intentara pensar… sin importar cuánto imaginara…

No había nada que yo pudiera hacer para ayudarla.

Llegamos a casa alrededor de medianoche. Papá estaba fuera, la casa en silencio. Y aún llovía. Gina llevó a Mike a la cocina y comenzó a atender su cara golpeada: limpió la sangre, desinfectó las heridas, revisó su cabeza para ver si tenía algún daño no visible. Los observé durante un rato, pero luego comencé a sentirme como un intruso.

Les dije:

—Creo que me voy a la cama.

—¿No quieres un té o algo más? —preguntó Gina.

—No… estoy de veras cansado —miré a Mike—. Estoy realmente apenado por todo…

—No fue tu culpa —dijo amigablemente—. Estas cosas pasan.

—Sí, supongo.

—Hey, trata de no preocuparte demasiado… ¿de acuerdo? Ahora mismo no puedes hacer nada… y ella probablemente esté bien de cualquier forma.

—¿Tú crees?

—Claro.

Asentí. No le creí, aunque apreciaba su esfuerzo.

—Mira —dijo—, haré lo que pueda, ¿está bien? Preguntaré por ahí y veré qué puedo averiguar. Te lo diré, ¿de acuerdo?

—Sí, gracias.

Asintió.

Di las buenas noches y subí. En mi habitación intenté marcar de nuevo el número de Candy, pero aún no había tono: sólo un vacío que me saturaba el oído. Me desvestí, apagué la luz y me tiré sobre la cama mirando fijamente la oscuridad, tratando de dormir. El cuerpo me dolía de cansancio. Mis extremidades se habían entumecido. Mis ojos ciegos habían enloquecido con las luces del camino.

Moría por olvidar.

Pero no podía.

Creí que nunca más volvería a dormir.

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