Candy

Candy


Once

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ONCE

No sabía lo que hacía. No había planeado ir a Londres a buscar a Candy. No había esperado la semana entera a que papá se marchara. No había estado pensando en ello: elucubrando, planeando, esperando el momento oportuno. No había planeado nada. Al menos no en forma consciente. Supongo que la idea debe de haber estado ahí todo el tiempo, tan sólo vagando en el interior de mi mente, esperando ser aceptada por mí… O tal vez sí sabía que estaba ahí, pero temía reconocerla porque era todo lo que tenía y algo podía salir mal y la perdería…

No lo sé.

De verdad no lo sabía. Mis acciones parecían distantes y desconectadas, como si mi cuerpo tuviera una mente propia. Las contradicciones tenían sentido: el mundo era borroso, yo estaba enfocado; yo era veloz y el mundo era lento…

Era muy extraño.

Pero sumamente normal, también.

En cuanto papá se marchó, alcé el teléfono y llamé a la escuela. Mi voz permaneció en calma mientras explicaba que no asistiría porque no me sentía bien, que no era nada serio, y que no, lo siento, mi padre no puede venir al teléfono, está en un viaje de negocios, adiós.

Tomé mi abrigo.

Dejé la casa.

Subí a un tren.

Llegué a Londres.

Bajé del tren.

Subí al metro.

Llegué a King’s Cross.

Bajé del metro.

Me dirigí hacia donde había comenzado todo.

Como he dicho, no sabía lo que hacía… pero sabía que lo estaba haciendo.

Afuera de la estación, las banquetas estaban llenas de gente y las calles tan llenas como siempre. El caos rugía alrededor mío: autos, camiones, taxis, bicicletas a toda velocidad, luces parpadeantes, obras, grúas, construcciones, cruces peatonales, luces intermitentes, entronques, empleados, gente de calle, gente enloquecida, hippies con caras en blanco y cabello largo y sucio y llagas en la piel… Y yo sólo estaba ahí parado, inmerso en el rugido, dejando que me empapara todo.

Estaba parado afuera de la farmacia, tan cerca como podía recordar del lugar donde vi a Candy por primera vez. Sabía que aquello era irracional. Candy no estaría ahí… no esta vez. No importaba cuánto tiempo estuviera ahí parado, esperando escuchar el sonido de su voz, dulce y claro, atravesando el caos como un cuchillo con punta de diamante… no importaba cuántas veces mirara hacia la entrada esperando verla ahí parada, recargada en la pared, sonriéndome… esperando ver esos labios, esos dientes, esos oscuros ojos almendrados…

No estaría ahí.

Lo sabía.

Sin embargo, debía comenzar por alguna parte, ¿no? Y qué mejor lugar para comenzar que el principio.

De modo que esperé.

Y esperé.

Y esperé…

Y después de más o menos una hora comencé a ver cosas que no había notado antes. Cosas ocultas, cosas dentro del caos… cosas que toma tiempo ver. El tipo de la sucia chamarra verde por ejemplo, que entraba en la estación, salía, miraba alrededor, entraba de nuevo… o el pordiosero con la cobija gris y enlodada: frío y somnoliento, pero sin cerrar jamás los ojos, vigilando siempre las calles, cuidándose de los problemas… y las mujeres bien vestidas esperando a los amigos, pero nunca por mucho tiempo y nunca alegrándose demasiado de verlos…

Era un mundo dentro de otro mundo. Un bajo mundo. Otro mundo. Y con sólo estar ahí yo estaba pasando a formar parte de él.

A las once y media, un chico flaco en un saco negro manchado se me acercó. Era difícil decir qué edad tenía, pero no pudo haber tenido más de quince. Su cara era delgada y sus ojos estaban hundidos y empañados.

—¿Dónde está la movida, John? —dijo mirando sobre su hombro. Era blanco, pero hablaba como negro.

—¿Qué? —dije.

Su cabeza crujió al voltear. El chico se inclinó sobre mí, bajando la cabeza y mirándome fijamente.

—¿Qué hay? ¿Buscas acción?

—No…

—¿Qué haciendo?

—Nada… espero a alguien.

Se relamió y sonrió.

—Ve a esperar en alguna otra parte, ¿de acuerdo? —volvió a mirar sobre el hombro, luego se volvió hacia mí, los ojos fríos de repente—. ¿Sigues aquí?

No me moví. Le dije:

—¿Conoces a una chica llamada Candy? —no respondió; sólo siguió mirándome—. ¿Y qué hay de Iggy? —le dije—. ¿Conoces a alguien llamado Iggy? Es un tipo negro…

—¿Qué te pasa? —dijo el chico, mostrándose de pronto agitado—. Esto no es para ti. Mírate. Todo limpio y bonito… mierda. ¿Quieres un poco de esto? —aventó su cara sobre la mía, dejándome ver de cerca sus dientes podridos, su piel llagada y sus ojos color amarillo tierra. Casi me dieron arcadas por el asqueroso olor dulzón de su aliento.

—Lindo, ¿eh? —dijo con frialdad, alejándose.

Lo miré tratando de disimular mi desagrado, pero probablemente no lo conseguí. No era que importara. Adiviné que el chico trataba de advertirme y que se suponía que debía sentir desagrado, de modo que en realidad no me importó sentirlo. Como sea, a él le daba lo mismo. Ahora su rostro se había endurecido y carecía de expresión. No trasmitía nada, sólo me miraba fijamente esperando que me marchara.

Supongo que pude haberlo intentado de nuevo —hacerle algunas preguntas más—; pero estaba bastante seguro de que el chico no me diría nada. De modo que me di la vuelta con un gesto de despedida y me alejé andando.

Al otro lado de una calle con mucho tráfico, sobre el camellón… mirando alrededor, orientándome… reconociendo el cruce, el camellón, McDonald’s… recordando la última vez que estuve aquí… recordando a Candy… su cara, sus ojos, sus labios, sus piernas, su piel… que se arrugaba ligeramente en medio del abdomen, como un ligero chapoteo en la superficie de un mar pálido.

»Por amor de Dios, Joe…

»Ni si quiera lo pienses».

Ahora estaba de frente a Pentonville Road. Sabía dónde me encontraba, pero no sabía adónde ir. Las calles se ramificaban en todas direcciones: calles grandes, calles pequeñas, calles tranquilas, calles ruidosas que me ofrecían todas las opciones que pudiera desear —norte, sur, este, oeste…—, pero no hacían ninguna diferencia. Seguía sin saber qué camino tomar. Sólo sabía que Candy vivía como a diez minutos a pie desde la estación de King’s Cross en un lindo apartamento dentro de una casa victoriana remodelada. No era mucho de dónde aferrarse. A quien desconociera la dirección precisa, diez minutos a pie podían llevarlo a cualquier parte. Eso, si en efecto eran diez minutos. Podrían ser cinco, o quince… o Candy podía haberlo inventado todo. Quiero decir, podía ser que ni siquiera viviera cerca de King’s Cross sino a kilómetros de distancia, y lo único que yo hacía era vagar sin rumbo por calles irrelevantes, perdiendo el tiempo…

«Sí —me dije—. Pero no estás vagando sin rumbo, ¿o sí? No estás vagando en absoluto. Sólo estás parado sin propósito en el mismo lugar, lo cual es una completa pérdida de tiempo. Y además, ¿qué otra cosa piensas hacer? ¿Darte por vencido? ¿Irte a casa? ¿Olvidarla? No, ésta es tu mejor opción. Es tu única oportunidad. Así que sácale el mayor provecho posible. Deja de pensar y comienza a caminar».

Pasé el resto de la tarde caminando en círculos cada vez más amplios en torno a King’s Cross. No era muy divertido y no es lo más fácil que haya hecho, pero no se me ocurría una mejor manera de hacerlo. Había olvidado traer conmigo la guía de calles, pero aun cuando la hubiera traído habría sido muy difícil trazar círculos perfectos por las calles. Constantemente me descubrí perdido o caminando por la misma calle más de una vez o tomando la dirección equivocada para terminar donde había comenzado…

Pero en realidad no importaba. Mientras siguiera andando, cubriendo la mayor cantidad de terreno posible, buscando tan a fondo como pudiera…

Eso era lo importante.

Sin embargo, era bastante deprimente.

El clima era sombrío. Cielos plomizos, grises y bajos, una pesada mezcolanza de vacíos. No hacía calor, no hacía viento, no había calma, no había humedad ni sequedad… no había nada. Sólo un clima sombrío. Y las calles mismas estaban también extrañamente apagadas. No sé qué era lo que esperaba, quizá una orgía de sex-shops y burdeles y bares de mala muerte; pero la mayoría de las calles no estaban mal. Había algunas sex-shops —edificios bajos con ventanas tapiadas—, y bastante bares de mala muerte, algunos baños poco fiables, y uno que otro antro de aspecto extraño… pero no había cientos de ellos, ni nada por el estilo. No había hordas de mujeres vestidas con poca ropa paradas en las esquinas ni proxenetas con ropas brillantes circulando en cadillacs… Había sólo muchas calles sombrías y mucha gente sombría… y sólo algún destello ocasional del bajo mundo.

Un tipo drogado con cabeza mal rapada que me miraba.

Un par de chicas muy jóvenes sentadas en un auto en compañía de un árabe de mediana edad.

Jeringas en la alcantarilla.

Matones con caras pétreas en portales sucios, revisándome al pasar.

No me sentía exactamente amenazado… pero tampoco me sentía muy a gusto. Me sentía pequeño y estúpido y fuera de lugar. Sabía que no pertenecía ahí, y sabía que los demás lo sabían. Me hicieron sentir que no debía dejar de caminar, que algo malo sucedería si dejaba de hacerlo.

Así que seguí andando.

Era tentador mantener la cabeza gacha, los ojos muy fijos en el suelo, pero sabía que, a pesar de todo, tenía que seguir buscando. Debía seguir buscando a Candy… o a Iggy… o un lindo apartamento en el tercer piso de una casa victoriana remodelada. Claro que reconocería a Candy o a Iggy si los viera. El problema era cómo reconocer una casa victoriana remodelada.

¿Qué aspecto tendría una casa así?

No tenía idea.

De modo que sólo seguí caminando, seguí buscando, seguí mi camino con la esperanza de que algo sucediera. De lo contrario… ¿qué? ¿Volvería a empezar? ¿Caminaría en círculos para siempre? ¿Me detendría para preguntarle a alguien?

»Sí, claro… detenerme y preguntar. “Disculpe, busco a una prostituta y a su proxeneta… Ella es joven y bonita y heroinómana, y él es grande y negro y muy temible, y creo que viven en una casa victoriana remodelada…”.

»Excelente idea, Joe.

»Bien pensado.

»¿Por qué no le preguntas a esos policías…?

»¿Policías?».

Había dos, un poco más adelante, en una patrulla estaciona da a un lado de la calle. No parecía que estuvieran haciendo nada: sólo estaban sentados en el auto, con gestos aburridos y malvados, pero me impactó verlos. ¿Qué tal si me detenían y comenzaban a hacerme preguntas? «¿Qué haces por aquí? ¿Adónde vas? ¿Por qué no estás en la escuela?». No podía decirles la verdad, ¿o sí? Y en ese momento preciso no podía pensar ninguna mentira creíble…

De modo que di media vuelta tan casualmente como pude y comencé a caminar por donde había llegado.

No sé qué habría pasado si no hubiera visto la patrulla. Quizá todo habría salido bien. Tal vez habría caminado un par de horas alrededor de King’s Cross sin encontrar nada, y tal vez entonces me habría vuelto a casa, y entonces tal vez…

No lo sé.

Tal vez habría sucedido algo más.

Pero no fue así… Porque no caminé un par de horas alrededor de King’s Cross sin encontrar nada. En cambio, en mi impaciencia por alejarme de la patrulla, me descubrí apretando el paso por callejuelas, sin pensar mucho por dónde iba, y no fue sino hasta que estuve en mitad de una calle con mucho tráfico, esperando el cambio de luz, que volví en mí y me di cuenta dónde estaba: me encontraba en un camellón en mitad de Euston Road, frente a la entrada principal de la estación. Estaba justo donde había comenzado. Fue entonces cuando vi a Iggy.

Salía de la estación. Caminaba erguido. Vestía un abrigo de piel largo y negro. Llevaba la cabeza alta y colgaba los brazos confiadamente. Los ojos saturados de vacío. Pude ver cómo la gente evitaba su miraba, se quitaba de su camino, instintivamente atemorizados por su tamaño y por su fuerza y por su total carencia de sentimientos. Y, aunque su rostro estaba en blanco, era evidente que aquello le encantaba.

Retrocedí sin pensarlo algunos pasos y me coloqué detrás de otros transeúntes. Desde allí podía aún ver a Iggy, pero, con suerte, él a mí no. Con el corazón desbocado lo observé —caminaba a zancadas de un lado a otro frente a la estación, pasando los quioscos de periódicos y la farmacia, moviéndose con la calma sin esfuerzo de un hombre que sabe exactamente adónde va. Y vaya si lo sabía: giró a la izquierda con dirección a la parte trasera de la estación… fuera de mi vista.

Me abrí paso hacia el frente del camellón, empujando cuerpos y rezando para que cambiara la luz del semáforo. Era la hora pico, había demasiado tránsito… y yo no conseguía cruzar la calle. Asustado, alcé la vista. Iggy desaparecía al girar la esquina… lo estaba perdiendo.

Entonces sonaron las bocinas, cambió la luz del semáforo y el tránsito se detuvo. Corrí diagonalmente al otro lado de la calle, derrapándome y sin detenerme para tomar aliento… luego, vagamente consciente de lo estúpido que debía verme, asomé la cabeza por la esquina y escudriñé la calle. No estaba demasiado llena —el tráfico era pesado pero las banquetas no estaban demasiado abarrotadas de gente—, y detecté a Iggy casi de inmediato. Con ese tamaño y esa altura, y con su largo abrigo negro, no era difícil hacerlo. Estaba a unos cincuenta metros, caminaba por la acera balanceando el brazo, gesticulando con la mano como si hablara solo.

Mi mente se aceleró.

No estaba pensando.

Iba en automático: «Síguelo, no dejes que te vea, síguelo, no dejes que te vea, síguelo…».

Lo seguí.

No sabría decir cómo lo hice. Nunca había seguido a nadie. No sabía nada acerca de seguir a alguien… ¿Qué tan cerca debes estar? ¿Qué sucede si voltean sobre el hombro? ¿Qué haces cuando dan vuelta a la esquina? Sin embargo, de alguna manera logré seguirle la pista sin que me viera. Probablemente ayudó que él no sabía que lo seguían. Quiero decir, no tuve que hacer nada furtivo. No tuve que cubrir mi cara con un periódico o simular que me ataba las cintas de los zapatos ni nada por el estilo. Sólo tenía que seguirlo: por la parte trasera de la estación, a lo largo de unos cuantos centenares de metros, luego a la derecha hacia una calle angosta llena de bodegas y bloques de oficinas, luego a la izquierda, luego de nuevo a la derecha, por encima de un canal hacia un laberinto de oscuras callejuelas…

Fue entonces cuando las cosas se complicaron. Debía mantenerme lo bastante cerca para evitar perderlo de vista, pero no podía acercarme demasiado, porque las calles allí estaban algo vacías. Si Iggy llegaba a detenerse y volteaba, de seguro me vería. Que me reconociera o no era otra historia. Probablemente no, pensé. Pero con un hombre como Iggy, aquel «probablemente no» era poco consuelo. De modo que me mantuve un poco más atrás, observando al abrigo de los árboles de la calle, entre autos estacionados, buzones, lo que hallara.

La mayoría de las casas por ahí tenían tres o cuatro pisos con balcones y grandes ventanas encortinadas, la pintura descascarada e hileras de placas con nombres escritos a mano junto a un timbre común sobre el muro del portal. Apartamentos y pisos con servicios compartidos, supuse.

¿Casas victorianas?

Tal vez…

Se veían vagamente familiares, y me pregunté si no habría pasado antes por ahí cuando daba vueltas horas atrás. Posiblemente… probablemente… era difícil decirlo. Ya se habían encendido las luces de la calle. La oscuridad llegaba aprisa. Las cosas se veían distintas en la oscuridad: más planas, más frías, más siniestras.

Iggy se había detenido.

En mitad de una apretujada terracita, ensombrecido bajo el brillo de una lámpara callejera, su largo abrigo negro reflejaba la hostil luz anaranjada. No hacía nada. Sólo estaba ahí parado, afuera de una casa blanca y alta, alzando la vista hacia las ventanas débilmente iluminadas.

Yo me hallaba a unos treinta metros de distancia, en una calle de árboles alineados que hacía un ángulo recto con la terraza. A mi izquierda había un pequeño tramo de parque, el cual me ofrecía una perfecta vista de Iggy y de la alta casa blanca. Estudié la casa. Era igual a todas las demás casas de esa calle: de tres pisos, fachada plana, con escalones de piedra que conducían hasta un porche sin luz. En ese momento, Iggy subía los escalones… sacaba una llave… abría la puerta… miraba sobre el hombro…

Entró en la casa.

«¿Ahora qué? —me pregunté—. ¿Qué harás ahora? ¿Te quedarás ahí? ¿Te moverás? ¿Te acercarás?». ¿Cómo iba yo a saber? Nunca antes había hecho algo así. Estaba oscuro. Hacía frío… temblaba… sudaba… tenía hambre… me sentía vacío…

No podía pensar.

Justo entonces, un auto pasó calle abajo. Sus luces barrieron los álamos, iluminando sus troncos empalidecidos, las rejas del parque, a mí. Me congelé. Miré mi sombra acechante al otro lado de la banqueta: una negra figura inclinada con una cabeza larga que se proyectaba sigilosamente desde atrás de los árboles…

«Esto no es bueno», pensé.

El auto disminuyó la marcha por un momento… el motor al ralentí… Luego se alejó de nuevo, llevándose mi sombra consigo. «No te puedes quedar aquí —me dije, exhalando un suspiro de alivio—. No puedes seguir acechando entre los árboles… te arrestarán». Esperé hasta que el auto dio la vuelta en la esquina al final de la calle, luego salí de atrás del árbol y me eché a andar calle abajo, a la izquierda de la terraza, a lo largo de la calle, por el borde del parque, siempre cerca de la reja. La casa se encontraba en el lado contrario de la calle. Mientras me acercaba a ella mantuve los ojos en el piso, sin atreverme a mirar. Quería mirar… Vaya si quería mirar. Pero si Iggy llegaba a salir en ese momento…

Me esforcé para no imaginarlo.

A los pocos segundos llegué hasta el enrejado de hiérro. El cancel abierto me condujo hasta el pequeño parque. Antes de saber lo que hacía, me había introducido por la verja y seguía un pequeño sendero hacia la derecha. Hice una pausa frente a una banca de madera y eché un vistazo alrededor. Luego me alejé del sendero y me acerqué poco a poco hasta un seto de matas y arbustos que me llegaban a la altura del hombro y bordeaban el parque.

Pude oler la tierra: húmeda y oscura.

Basura.

Hojas.

Savia.

Espinas.

De pronto me encontré otra vez frente a la reja. Miraba a través de las barras de hierro hacia la terraza, la casa blanca… las ventanas, los escalones, la puerta principal. No había señal de movimiento. Retrocedí hacia las sombras y me situé detrás de un arbusto. Me dispuse a esperar.

Durante un rato no sucedió gran cosa. La calle se movía tranquilamente, sacudida por los sonidos de la tarde que provenían de los carros y la gente que pasaba, pero nadie se detuvo. Todos se dirigían a alguna otra parte. A casa, probablemente… o a divertirse por la noche… sólo paseaban… buscaban diversión. Nadie entró en la casa blanca, nadie salió de ella. Las cortinas seguían cerradas.

Noté que las ventanas tenían al frente barrotes de metal. Aquello me molestó durante un rato: ¿Por qué necesita una casa barrotes en las ventanas? Pero después me percaté de que todas las casas tenían ventanas con barrotes, de modo que supuse que aquello no significaba nada. Las casas por esa zona tenían barrotes en las ventanas, eso era todo. No quería decir nada, pero mientras estaba ahí agachado, oculto entre los arbustos, observando la casa, me sentí extrañamente atraído por esas ventanas de barrotes negros. No podía dejar de mirarlos. Los estudiaba, me concentraba en la regularidad de los barrotes, en las líneas negras, en el ancho de los espacios, en la blancura de las cortinas… Y después de un rato las líneas comenzaron a formar una reja perfectamente clara, negro sobre blanco, negro sobre blanco, negro sobre blanco… y empecé a tener pensamientos en verdad extraños. Imaginé el caos de los últimos días destilándose en elementos claramente definidos, cada uno inserto en su propio rectángulo perfectamente delimitado. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis… seis rectángulos perfectos. Y dentro de ellos, había símbolos… elementos… figuras sin nombre de cosas que no comprendía: sombras, tonos, abstracciones, formas… colores parpadeantes sobre un fondo perfectamente blanco.

Nada de eso tenía significado para mí.

Sólo estaba ahí.

Entonces se abrió la puerta principal y salió Iggy. De pronto las barras volvieron a ser sólo barras. Las cortinas volvieron a ser cortinas mientras Iggy salía de la casa y caminaba calle arriba.

Le di unos cinco minutos antes de hacer cualquier movimiento. Quería asegurarme de que Iggy no volvería. También necesitaba tiempo para aclarar toda la porquería de mi cabeza. Aquellas extrañas visiones: los barrotes, los símbolos, los elementos… lo que sea que fuera. Estaba de más. Y, a decir verdad, me asustaba un poco. De modo que me quedé donde estaba, respirando el aire helado de la noche, absorbiendo el aroma a madera de los arbustos, vaciando mi mente… hasta que estuve seguro de hallarme de vuelta en el planeta Tierra.

Me levanté.

Me acuclillé de nuevo.

¿Cómo entraría en la casa?

No podía sólo tocar el timbre, ¿o sí? No sabía quién estaba ahí dentro. Esperaba que fuera Candy, pero no podía estar seguro. Ahí dentro podían estar algunos de los miembros de la pandilla de Iggy. Aquella podía ser su casa. O podía estar vacía…

Dios mío.

Deseaba saber qué estaba haciendo.

Pero no lo sabía.

¿Y qué es lo mejor que puedes hacer cuando no sabes qué hacer? Nada. Sólo esperar. Darle tiempo al tiempo. Ver qué sucede.

De modo que eso hice.

Esperé.

Le di tiempo al tiempo.

Al cabo de un rato, sucedió algo.

Una mujer negra se aproximó a la casa.

Era grande y pesada, vestida con un abrigo beige lleno de bolas, y en cada mano cargaba una bolsa del supermercado llena. Se detuvo un momento afuera de la casa y descansó las bolsas en el pavimento. Luego las recogió y comenzó a batallar para subir los escalones, subiéndolos uno a la vez.

Abandoné los arbustos, corrí. Aminoré la marcha cuando pasé por la verja y atravesé la calle. La mujer ya había llegado a los escalones superiores. Había dejado la bolsa y tocaba el timbre y se inclinaba hacia el intercomunicador. Mi corazón latía a toda velocidad mientras me aproximaba a la casa, pero forcé una sonrisa… brinqué escalones arriba al tiempo que la puerta principal se abría y la mujer se inclinaba para recoger las bolsas…

Subí, aún sonriendo, y le dije:

—Señora, déjeme ayudarla con eso —antes de que ella pudiera decir nada, ya había yo recogido las bolsas y le sostenía la puerta abierta—. Después de usted —le dije, todo vivaracho y despreocupado. Me miró de manera extraña, luego se encogió de hombros y entró. Entré detrás de ella, mirando a mi alrededor, fijándome en todo: el tenebroso corredor, la mesa del pasillo tapizada de correo basura, el piso de linóleo manchado, las empinadas escaleras a mi derecha, el olor a aire estancado…

—¿Dónde las pongo? —pregunté a la mujer indicando las bolsas.

—Justo ahí —dijo ella.

Puse las bolsas en el piso. La mujer me miró de nuevo, recogió las bolsas y se alejó por el corredor dejándome parado al pie de la escalera, mirando hacia lo desconocido mientras mis entrañas retumbaban como mil tambores.

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