Candy

Candy


Trece

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TRECE

—Rápido —exclamó Candy saltando fuera de la cama—. Entra en el baño.

—¿Y si no es Iggy? —dije—. Quizá sea…

—Es Iggy. Sé cómo suena.

—Pero creí que habías dicho que…

—Sólo muévete —dijo Candy con apremio—. Estará aquí en cualquier momento —me tomó del brazo, me arrancó de la cama y comenzó a guiarme hacia el baño—. Quédate ahí y quédate quieto —susurró—. Y pase lo que pase, no salgas. Por mi bien. Pase lo que pase… ¿De acuerdo? Ahora vete —me dio otro empujón hacia el baño.

Sentí las piernas adormecidas, como si mis piernas fueran trozos de madera con zapatos, mientras cruzaba la habitación. No estaba seguro de lo que hacía. Mi cabeza estaba vacía: demasiado aturdido como para sentir nada. Ningún miedo, aún no. Sólo un mortal entumecimiento.

Hice una pausa frente a la cortina de cuentas, escuchando el sonido de los pasos que se aproximaban… bum, bum, bum… al final de la escalera… bum, bum, bum, por el pasillo.

—¡Joe! —siseó Candy.

La miré: los ojos muy abiertos, la cara rígida. Pelaba los dientes, sacudía las manos, me imploraba que me fuera… ¿Qué más podía yo hacer? Me di la vuelta y atravesé la cortina de cuentas hacia el baño.

Era un baño pequeño: color hueso, húmedo, oscuro. Un débil brillo de la luz callejera manchaba el vidrio de una ventana sin cortinas en lo alto de la pared, disminuyendo la oscuridad apenas lo bastante como para mostrarme el entorno. No había mucho que ver: azulejos rotos en la pared, un lavabo manchado, un excusado, una tina, un calentador de agua con la orilla oxidada.

Me moví hacia un lado y me quedé parado con la espalda contra la pared… aún entumecido… pero empezando a sentirlo ahora. El miedo. El corazón a todo galope, la garganta cerrada, la respiración acelerada… fuera de control… demasiado rápida… demasiado estrangulada, demasiado fuerte. Podía oír a Candy afuera, hurgando por ahí, maldiciendo por lo bajo. Yo no sabía qué hacía, pero adiviné que revisaba la habitación para asegurarse de que no hubiera dejado ninguna señal que me delatara. La oí hacer una pausa, luego la oí saltar por la habitación y brincar sobre la cama… Y medio segundo después oí el sonido de la puerta que se abría y la voz de Iggy tronar a través de la habitación.

—¿Qué haces?

—Nada —dijo Candy con voz sorprendentemente tranquila—. Pensé que habías ido a casa de Karl.

Un silencio breve… el sonido sin sonido de los ojos de Iggy barriendo la habitación… luego se cerró la puerta y oí sus pasos cruzar el piso.

—Sí… —dijo—. ¿Tienes el teléfono?

—¿Cuál teléfono?

—El del tipo… ¿Qué te pasa? ¿Qué miras?

—Nada.

—¿Estás mal?

—Sólo un poco… me dolía…

—No la uses toda… Necesitarás más después. Y no te daré más… Te lo dije.

—Lo sé.

—Sí, bien…

Lo oí desplazarse otra vez por la habitación… luego ruidos de que hurgaba, aventaba cosas al suelo. Adiviné que estaba ante el tocador de Candy.

—Mierda —dijo—. Mira este tiradero… Tienes que arreglar esto, niña. Vives como un cerdo enfermo. ¿Dónde diablos está?

—¿Qué? —le preguntó Candy—. ¿Qué buscas?

—Ya te dije. El número del celular del tipo… del tipo con la mercancía…

—¿Qué mercancía?

Iggy no respondió. Sólo siguió buscando entre las cosas sobre el tocador. Imaginé sus enormes manos empujando botellas y frascos al suelo, sus vacíos ojos buscando… Vacíos de sentimiento, vacíos de corazón, vacíos de todo menos de sí mismo. Podía verlo. Mientras miraba fijamente la pared del baño, incapaz de respirar, podía verlo. Su pesada cabeza, su pelo cortado a rape, su cara como una máscara mortuoria…

—¿Estás muerta, niña? —le dijo a Candy.

—¿Qué…? Yo no…

—¿Piensas quedarte ahí todo el día?

—Sólo estaba…

—Muévete… Vamos… Limpia esta mierda. ¡Dios! —un puñetazo chocó contra la mesa—. ¿Me escuchas?

Oí a Candy levantarse de la cama. Luego silencio. Luego la voz de Iggy otra vez, fuerte y baja:

—Ven aquí.

Unos pies descalzos titubearon a través del piso.

Silencio.

Iggy olisqueó, luego habló de nuevo: su voz como un gruñido ensayado.

—¿Qué esperas?

—¿Qué quieres que haga?

—Ya te lo dije… limpia esta mierda.

—¿Qué? ¿Ahora mismo?

—¡Sólo hazlo!

Escuché el sonido de cosas que se movían: botellas, frascos, pedazos de papel…

—No tengo todo el día —dijo Iggy.

—Me duele la muñeca…

—¿La qué?

—Nada…

—¿Tienes algún problema?

—No, yo sólo…

—A ver, dame la mano. Déjame ver.

—No, está bien…

—¡Dame la mano!

Un silencio amedrentado.

Luego:

—¿Dónde te duele? ¿Aquí?

Candy aulló.

Iggy rio.

—Por favor… no lo hagas —suplicó Candy—. No quise decir nada…

Mientras ella gritaba de nuevo, clavé las uñas en mi palma intentando alejar de mi mente su dolor. No funcionó. Su dolor estaba en todas partes. Podía sentirlo a mi alrededor: en el aire frío del baño, en la revoltura de mi estómago, en el dolor de mis huesos… Y lo peor era que no podía hacer nada al respecto. No podía hacer nada… por el bien de Candy. Me había dicho que me quedara donde estaba… pasara lo que pasara. Por su bien. Pero yo no podía hacer eso, ¿o sí? ¿Cómo podía yo hacer eso? ¿Cómo podía quedarme quieto escuchando ese horror a sangre fría en la otra habitación… el sonido de su sufrimiento, sus quejidos sofocados, la risa burlona de Iggy…?

¿Cómo podía yo escuchar eso?

No podía.

Pero tampoco podía moverme. Mi espalda seguía pegada a la pared, mis pies clavados en el suelo. Estaba demasiado asustado para moverme. Sentía náusea… yo mismo me daba náusea. Tan asustado, tan pequeño, tan inútil…

Entonces sonó mi celular.

Mientras el agudo sonido retumbaba por todo el baño, amplificado por el vacío de los azulejos, me arranqué el teléfono del bolsillo e, increíblemente, revisé el identificador de llamadas. Incluso mientras revisaba la pantalla —GINA— mi mente ya gritaba: «¿Qué haces? ¡Apágalo, apágalo, APÁGALO!». Apreté el botón y el sonido se detuvo, pero era demasiado tarde. El daño estaba hecho. Iggy venía en camino. Podía escuchar su voz:

—¿Qué es eso? —y el sonido de sus pasos aproximarse al baño, bum, bum, bum, y los inútiles esfuerzos de Candy por detenerlo:

—No, Iggy… ¡Iggy! No es nada…

Hubo un breve silencio, luego un ¡SLAP!, y Candy enmudeció.

Y los pasos recomenzaron.

Seguía sin moverme. Mi cuerpo estaba congelado, mi sangre se había convertido en hielo. Aunque hubiera podido moverme, no tenía adónde ir. Nada qué hacer. La ventana estaba cerrada con llave y tenía barrotes en el exterior. No había nada que pudiera usar como un arma. Sólo había una salida… a través de la cortina de cuentas… e Iggy ya casi estaba ahí.

Dejé de respirar.

Iggy aminoró la marcha.

Mis ojos estaban fijos en la entrada.

Apareció una mano pesada separando las cuentas…

Luego una cabeza…

Un cráneo de piel negra.

Ojos de nada, volviéndose hacia mí.

Sonrió con su blanca dentadura.

—Qué bien… mira esto.

Me forcé a mirarlo a los ojos mientras él se limpiaba la boca con el dorso de la mano y daba un paso entre las cuentas para pararse frente a mí: sólido como una roca, musculoso y cubierto de cicatrices, un enorme y negro yunque humano. Mis ojos se movieron a toda velocidad hacia la navaja de barbero que balanceaba con descuido en la palma de su mano. La empuñadura era de hueso, tan blanca como sus ojos. Estaba manchada de sangre seca. Intenté tragar, pero tenía la boca demasiado seca.

—Vaya cosa —dijo—. Vaya cosa.

Las palabras iban dirigidas a mí, eran arrojadas en mi cara, pero yo tenía la sensación de que en realidad no me hablaba a … le hablaba a algo más. Algo que quería, algo que necesitaba, algo que solía arrebatarle a otras personas… algo extraño.

Y yo no quería saber qué era.

Me moví lentamente hacia un lado… me detuve al sentir la hoja de la navaja en mi mejilla.

—¿Adónde vas? —dijo Iggy—. Aquí está bien… justo aquí. ¿Quieres un baño? ¿Darte un duchazo? ¿Ponerte guapo antes de que comencemos? ¿Eh? ¿Me estás escuchando, niño?

No respondí.

Iggy movió la cara hasta quedar a menos de una pulgada de mí. Luego, despacio, deslizó la punta de la navaja sobre mi mejilla, sobre mi barbilla y hasta mi cuello, descansando la hoja justo debajo de mi manzana de Adán. No sentí ningún dolor, sólo un frío temblor metálico. Así que supuse que aún no me cortaba. Pero no me quedaba ninguna duda de que ésa era su intención. Podía sentir cómo daba vuelta la navaja en su mano, picando mi piel ligeramente. Podía sentir sus ojos introducirse en los míos, buscando el miedo y el dolor.

—Quiero ver tu sonrisa —susurró—. Déjame verla…

Aumentó la presión de la hoja hasta rasgar mi piel. Y supe que era demasiado tarde para hacer algo. Un mínimo movimiento de mi parte, y la navaja me abriría el cuello.

Cerré los ojos, esperando la calma de la que había oído hablar: la calma que se siente antes de morir. Se supone que te anestesia, que hace que tu muerte sea una experiencia sin dolor. Pero no pude encontrarla. Todo lo que pude encontrar en mi interior fue la chillona voz del terror: «No quiero que me lastimes. No quiero morir. Haré lo que sea por permanecer con vida… Lo que sea… Lo que sea. Sólo no me mates… por favor. Por amor de Dios, no me mates…».

—¿Estás listo? —dijo Iggy tensando el brazo—. ¿Listo para sonreír?

Abrí los ojos deseando no morir en la oscuridad, y sólo por un momento vi la luz de mi muerte en los ojos de Iggy, la negra luz por la que él vivía. Luego su cabeza explotó en una furia roja de estrellas y todas las luces se apagaron.

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