Cama

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CAMA » 2

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Estábamos dando el espectáculo ante la minúscula puerta de una pensión costera. La ancianita que nos había traído nuestros tazones de cereales de la cocina tenía el pelo rubio y lacio; parecía que se lo hubiesen tejido con humo de cigarrillo. La señora prefería ahuecar almohadones que ya estaban ahuecados y fingir que limpiaba una gota fantasma de té en el tapete dispuesto sobre un aparador antes que cruzar la mirada con mamá.

Aquel día me había despertado una discusión entre ella y Mal en la puerta del cuarto que compartíamos. Estaba desnudo, aunque eso no le avergonzaba como a otros chicos de su edad. A veces podía pasarse días enteros sin vestirse. Papá solía decir: «Por Dios, Mal, ¿por qué no te pones algo de ropa, maldita sea?». Mal no contestaba, pero mamá intercedía asegurando que no era para tanto. Mamá. Nos aniquilaba siempre con su amabilidad. Excepcionalmente papá lo arrastraba asido por debajo de los sobacos hasta su habitación, hasta nuestra habitación; lo mantenía inmovilizado en la cama con un brazo sobre su pecho mientras enfundaba sus renuentes piernecitas en los pantalones de un chándal. Mal se resistía y papá sudaba, ordenándole que se quedase allí hasta que dejase de comportarse «como un puto bebé». Mal culebreaba y, en pocos minutos, la ropa acababa desperdigada por el suelo. Parecía un polluelo desplumado, anguloso y con los brazos delgaduchos.

«Estás mal de la chaveta», gruñía papá, y mamá susurraba: «Cariño, déjalo en paz, por favor». Mal no podía hacer nada que mamá no fuese capaz de perdonarle. Ella defendería las excentricidades de su hijo ante el mundo aunque fuese con la cara ruborizada por completo.

—¡Esta es la razón por la que nunca vamos fuera de vacaciones, Malcolm! —le gritó aquel día—. Por eso es mejor que nos quedemos en casa; en casa todo es muchísimo más fácil. Ponte la puñetera ropa de una vez, nos vamos a la playa.

—No quiero ir a la playa. —A eso se redujo su respuesta.

—Entonces tendrás que desayunar desnudo, ¿qué te parece?

Así que allí estábamos, desayunando. Menos papá, que había salido «a hacer una apuesta», según dijo, aunque lo más seguro es que fuese mentira. Mal, desnudo, esparcía sus cereales por la mesa. Y mamá observaba a la anciana de la pensión, que fingía alisar las cortinas. La familia que estaba sentada a nuestro lado no había dicho una sola palabra, concentrados en sus bollos y sus zumos de naranja. Me incliné hacia Mal y le pregunté por lo bajo: «¿Por qué?».

Se colocó en la boca uno de esos pequeños tetrabricks de leche y lo reventó con los dientes de manera que el líquido se derramó por todo su pecho; dio un respingo, porque estaba frío como los dedos de un muñeco de nieve.

Cuando papá regresó seguía irritado, como si hubiese recibido una patada en la espinilla. Le lanzó una mirada a Mal —que se concentraba en remover su té con una flor del jarrón de la mesa—, lo agarró por el codo y lo sacó a rastras tirando de su cuerpo desmadejado y desnudo hasta el coche.

Mal se quedó dormido casi inmediatamente. Dormía más que nadie que yo hubiese conocido, si bien por aquel entonces yo no conocía a demasiada gente. Ni siquiera conocía mucho a Mal. Estuve escuchando cómo mamá y papá discutían sin darse cuenta de que estaban defendiendo la misma postura. Por lo visto teníamos que pagar la estancia de toda la semana aunque no hubiésemos pasado más que dos días en la pensión.

Mal no se vistió en dos semanas. No llegamos a ir jamás a la playa. Tampoco me importó demasiado, al fin y al cabo era noviembre.

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