Cama

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CAMA » 3

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Papá no trabajaba: papá «bregaba», según decía él mismo. Bregar sería algo parecido a trabajar, pero de una manera muchísimo más dura y considerablemente menos satisfactoria. La sola pronunciación de la palabra ya era desagradable. Bregar.

Era grande como un robot o como un monstruo, pero silencioso como no acostumbran a serlo ni los robots ni los monstruos. Tenía las manos blanquecinas por las durezas de la piel, abarquilladas y llenas de grietas como guantes de hojalata muy usados, así que yo no se las cogía más que para cruzar la carretera cuando nos llevaba a pescar; y si lo hacía, no dejaba de ser consciente de que sería capaz de triturármela con la facilidad con que uno estruja y aplasta una rosa congelada.

Por su parte, Mal depositaba su mano en la palma áspera de papá y se dejaba guiar por el sendero sin dejar de parlotear inquieto como un mexicano jaranero. Papá me gritaba «Date prisa» y yo perseguía a lo largo del canal sus sombras entrelazadas. Solía meterse un gusano en la boca, se lo colocaba bajo la lengua y sonreía, un truco de perro viejo que asombraba en cada ocasión a Mal como si fuese la primera. Yo lo había visto una vez y ya había tenido suficiente. Se ponían a conversar entre ellos, papá llenándole la cabeza a Mal con infinidad de proyectos, sugerencias sobre propósitos por realizar y empresas a las que dedicarse, nos hablaba del mundo, nos lo presentaba como algo atractivo y lleno de posibilidades. El controlador y el fantasioso, la realidad y la ficción, armonizaban en la orilla resbaladiza. Yo odiaba la pesca, para mí aquello se reducía a una larga espera en medio del barro. No veía la hora de volver a casa con mamá. De hecho, todos nos moríamos de ganas de que llegase la hora de regresar.

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