Cama

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CAMA » 4

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A Mal siempre le gustaba ser el primero en hacer algo. No el primero de la casa o el primero en clase: el primero en todo el mundo. Hay cierto límite en la serie de cosas que uno puede ser el primero en llevar a cabo cuando es un niño. Acostumbraba a preguntarnos «¿Alguna vez alguien ha...?» y mamá solía responderle que sí solo para impedir que intentase cruzar el océano a nado. Había aprendido la lección un día que decidió ignorarlo: cinco horas después de que le replicase con un «no» ausente, el policía que llamó a la puerta de casa para aplacar sus peores temores lo había divisado en la azotea, colgando desnudo de la antena de televisión. Estábamos a mediados de verano. Una brigada de bomberos acudió y lo bajó de allí contra su voluntad. Yo estaba deseando que le disparasen un dardo sedante como a un oso que necesita atención médica urgente, y que rodase por el tejado hasta aterrizar dentro de un cubo de la basura.

Muy pronto, para reducir las probabilidades de que se pusiese en peligro, a mamá se le ocurrió la idea de los discursos. Le dijo a Mal que existía una combinación casi infinita de palabras que darían como resultado que quien las uniese fuera, desde luego, el primero en hacerlo en ese orden. Durante los siguientes seis meses, Mal estuvo ladrando cadenas de palabras interminables e ininteligibles con el único propósito de ser el primero en pronunciarlas. La mayoría las sacaba de un diccionario, no necesitaba saber qué significaban.

—Incrédula diagnosis feroz atroz hegemonía telefonía fractura, nunca nunca nunca comas fruta si aún no está madura.

—Patrono: convulsiono sobre el trono crono mono fono tono ozono ay, caray si no te clono.

A ella le gustaba. Mal siempre fue generoso, pero a su manera.

La devoción de mamá era una manta que asfixiaba y que, no obstante, resultaba acogedora. Había sacrificado su vida en beneficio de quienes la rodeaban. En otra época hubiese sido la enfermera más celebrada —candil en mano, el uniforme azul hinchado por el viento y una batalla brutal en el campo humeante— por cada uno de los soldados moribundos que pasase por sus manos; pero en lugar de eso, había nacido para nosotros: su madre (a quien apenas puedo recordar), papá, Mal. Se había afanado en cuidar de su entorno y había perdido la juventud por el camino ocupándose de todos, amándolos, sin guardar nada para ella; y ahora que su madre había muerto y que papá comenzaba a mostrarse distante, se consagraba en cuerpo y alma a Mal. No sabía hacer otra cosa.

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