Cama

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CAMA » 8

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—Imagínate que tuvieses una fotografía de cada acontecimiento importante de tu vida: tu primer hijo, el día de tu boda, la muerte de un familiar, tu primer trabajo, un accidente de coche, el día que te pusiste enfermo, la noche en que ganaste una competición, el instante en que perdiste una carrera. Todos y cada uno. Imagínate que las llevas en el bolsillo y supon que la foto es más o menos pesada dependiendo de la importancia de la imagen que representa. Cuanto más pesada, más relevante el episodio. Con el tiempo, muchas de las fotografías se van volviendo cada vez más ligeras, hasta el punto de que te olvidas de contemplarlas, se te caen del bolsillo y se pierden para siempre. Pero una de las instantáneas pesa cada día más y jamás se te pierde, nunca. Una que conservarás sin importar el tiempo que pase, bajo cuyo peso caminarás encorvado y que hace que te sientas como si tu corazón fuese arrastrándose por el suelo. Y, además, no tienes la posibilidad de volver a mirarla en tu vida. Eso es lo que sucede cuando te haces mayor: pierdes todas tus fotografías, se vuelven livianas, se convierten en aire, cada vez es más difícil distinguirlas de tus sueños o de los lugares que solo existen en tu imaginación. Pero jamás consigues deshacerte de la más pesada. Esa fotografía, en mi caso, es de TauTona.

El sedal dio un tirón, pero papá no se dio cuenta.

—Antes de que tú nacieses, estuve trabajando en TauTona. Por lo que me dijeron, significa «Gran León». Se trata de una mina de Sudáfrica situada al oeste de Johannesburgo. Tiene unos tres kilómetros y medio de profundidad, ¿sabes lo profundo que es eso? Bastante hondo. Es una de las minas más insondables del mundo. Muy pocas personas a lo largo de la historia han llegado a estar a tanta profundidad como los hombres que han bajado a la mina de TauTona. Y lo hacían con la intención de encontrar oro. Excavaban y lo extraían para venderlo y que la gente pudiese llevar joyas y ser rica. Mi trabajo consistía en asegurarme de que descendiesen sin peligro, yo supervisaba la construcción de las cajas y ascensores en que los mineros bajaban al fondo de la Tierra, algo más comprometido que sostener sobre tus hombros el peso del mundo con todo lo que reposa sobre su superficie. Se tardaba una hora en llegar adonde se suponía que se dirigía un minero que fuese en aquel ascensor. Y hablo únicamente del descenso, porque después quedaba por delante un largo camino hasta la pared de la mina, que —si te rodeas de un buen grupo de trabajadores— cada día estará más lejos. Cuanto más lejos, más profunda y más oscura: el oro no brilla en el subsuelo.

»El ascensor descendía a dieciséis metros por segundo. Un autobús de dos pisos desplazándose a la velocidad del rayo. ¿Te puedes hacer una idea? Estamos hablando de mucha velocidad, mucha. Yo ayudaba a construir aquellos ascensores. Estaba presente cuando los instalaron y me quedé allí durante seis meses, enseñando a los mineros cómo debía efectuarse el mantenimiento, asegurándome de que no había ningún problema. A eso es a lo que me dedicaba, ¿entiendes? Construía ascensores. Poleas, cadenas, engranajes, motores, huecos por donde pasarían las jaulas... La habilidad y la labor de ingeniería que hay detrás de cualquier método de transporte vertical para personas; la física y las matemáticas necesarias para calcular la fuerza que se requerirá para elevar cierta carga a lo largo de cierta distancia. Eso es lo que hacía: trabajar dentro de un espacio limitado para crear una máquina capaz de cambiar vidas.

Nunca le había preguntado a qué se dedicaba.

—Y un día, en TauTona, esa máquina falló —dijo—. Un día, de repente, todo se fue a pique. Había terminado mi trabajo, era mi última semana en Sudáfrica; no podía esperar el momento de volver con tu madre. En aquel entonces estábamos bastante unidos. Antes de que llegase Malcolm. Yo me encontraba a unos setecientos metros de donde comenzaba el túnel, pero oí cómo se desmoronaba; toda la estructura que habíamos construido, un armazón inamovible, se dobló y retorció sobre sí misma. El estruendo fue similar al de dos camiones que chocan de frente, un enorme rugido metálico. Un suceso inesperado, simplemente.

»Había dieciséis hombres dentro del ascensor cuando se desplomó hacia el centro de la Tierra. Los médicos me aseguraron que, debido a la intensidad de la caída, todos debieron de perder el conocimiento antes de chocar contra el suelo. En ese instante el peso de sus cuerpos se habría multiplicado por cinco o por seis. No tuvieron ni una sola posibilidad de salir con vida. Se necesitaron diez días para llegar a ellos mediante el ascensor de emergencia que habíamos instalado en paralelo. Diez días. Por supuesto, sabíamos que estaban muertos. Cuando lo conseguimos, aquellos dieciséis hombres cabían en el espacio de veinticinco centímetros existente entre el techo y el suelo del ascensor. Habían quedado encajados dentro de sus cascos, machacados por completo al aterrizar. No había nadie a quien rescatar, nada que salvar. No pudimos ni llevarles algo que les sirviese de recuerdo a sus mujeres, que esperaban en el exterior desde que se difundió la noticia del accidente. Aunque, desde luego, lo único que ellas querían eran respuestas; unas palabras o una declaración que las consolase. Pero no se me ocurría nada. Si te digo la verdad, nunca supimos por qué sucedió aquello. No tenemos ni idea de por qué aquel ascensor cayó con los trabajadores dentro, sencillamente sucedió. Asumimos toda la culpa, todos nos sentíamos responsables, pero lo cierto es que no lo sé, no sé si fue o no culpa mía. No lo sabré jamás.

»Escucha, hijo: cualquiera que termine siendo la fotografía más pesada, ese es finalmente tu legado. Eso es lo que queda de ti al final. La pregunta es: ¿hay tiempo para cambiarla? ¿O preferirías no tener ninguna?

Aquel día no pescamos nada. De camino a casa recogimos a mamá para ir a comprar algo que nos apeteciese al supermercado y celebrar el regreso de Mal —a ella le encantaba darnos de comer—; allí, me dejó que creyese que dirigía el carro aunque no fuese verdad, porque sabía que me moría por guiarlo. Se subió al coche y besó a papá en la mejilla. El le devolvió el beso y sonrió. Me di cuenta de que no éramos tres personas desconocidas, sino que simplemente nos comportábamos como si no nos conociésemos.

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