Cama

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CAMA » 12

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Las ruedas chirriaron en el camino de entrada a casa y papá salió del coche dando un gran portazo. Eso despertó a Mal, que estaba a mi lado en la parte posterior, envuelto como una tortilla mexicana en una manta roja cubierta de unas ovejas de ganchillo mal bordadas. Su ropa estaba hecha un guiñapo a sus pies, sobre la alfombrilla.

Mamá se giró hacia nosotros desde el asiento del copiloto. Se oyó un crujido y se ruborizó.

—Malcolm, creo que tendrías que ir a hablar con tu padre.

Mal se bajó del coche lentamente, la manta abandonada a mi lado, y se dirigió desnudo hacia la puerta delantera, a la vista de todos los vecinos.

Mamá permaneció sentada un momento. Yo observaba su cara reflejada en el retrovisor. Las comisuras le temblaban, haciendo un gran esfuerzo por alcanzar los extremos inferiores de su barbilla; su respiración era una concertina, sus ojos y su nariz brillaban. Deposité mis dedos sobre su hombro con suavidad. Verla así de disgustada hacía que mis pulmones se encogieran como puños. Realicé pequeñas inhalaciones de aire, como un bebé, intentando no llorar. No quería llorar delante de ella. Cuando me sentía de esa forma odiaba a Mal. Mostraba tanto regocijo en su capacidad de dar a los demás que, cuando lo retiraba todo, resultaba una agonía.

—Se parece mucho a tu padre, ¿sabes? —Estaba hablando en un tono media octava más alto de lo normal en ella. Las lágrimas bajaban hasta las comisuras de su boca. Unos tirantes acuosos tensaban su rostro—. No siempre puede obtener lo que su imaginación desea. Y así es la vida. Así es como transcurre la vida.

—¿Quieres que te ayude a recoger las cosas, mamá? —pregunté.

Si Mal era como papá, yo era igual que ella. Yo era complaciente, en eso es donde yo encajaba.

—Sí, eso estaría muy bien.

Una vez dentro de casa, cogí el aerosol de debajo del fregadero, bien provisto de productos rotulados con grandes nombres; una prohibida ciudad de Las Vegas de los armarios. Tomé una bayeta amarilla de un cajón y me puse a quitar el polvo de los muebles del salón. La pieza preferida de mamá era un escritorio plegable fabricado en los tiempos de la guerra, cuando todos los materiales de buena calidad se habían empleado exclusivamente para servir a la campaña bélica, por lo que era puramente funcional. Me recordaba a ella.

Froté los rodapiés de rodillas, deslizándome por el suelo de toda la habitación. No limpiaba concienzudamente, sino que me dejaba contemplar en el acto de limpiar. Al llegar al horno, removí el mejunje y experimenté el intenso chute azucarado resultante de lamer la esponjosa masa de chocolate de un cuenco. Ayudé a deshacer el equipaje, colgué los abrigos y guardé los zapatos. Mal se había quedado en el dormitorio con papá. Su charla resultaba inaudible incluso para mi oído ávido situado contra la puerta, aunque desde luego estaban hablando, porque el aire tenía esa cualidad zumbona y burbujeante del silencio al que se le ha inoculado un elemento de más.

También eran mis vacaciones las que se habían echado a perder. Cuando el cansancio se apoderó de mí, me enfurecí y lloré, grité y pataleé; mamá tuvo que tomar mi cabeza en su cálido regazo hasta que me quedé dormido. Sin embargo, mi enfado era mucho mayor: hacía que me ardieran los ojos aunque los tuviese cerrados. No era habitual que mamá y yo estuviésemos solos. Su mirada me calmaba. Contemplarnos la hacía sentirse feliz, ser la única para nosotros, ser nuestra mujer. La hubiese afligido mucho saber el poco tiempo que las cosas seguirían siendo como eran.

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