Cama

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CAMA » 13

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Aquella misma noche también fue sofocante y pegajosa, así que Mal instaló una pequeña tienda de campaña verde en el jardín. Era vieja, papá la había usado por primera vez en Sudáfrica, y, cuando aflojabas las cuerdas de la bolsa para sacarla, desprendía un hedor apolillado que olía a polvo rancio y te hacía arrugar la cara. El aislante del suelo hacía mucho que se había podrido hasta quedar hecho jirones, por lo que nos vimos obligados a extender un mantel a cuadros que venía con una cesta de picnic muy cursi que mamá había ganado una vez en una rifa y jamás habíamos usado. La sacudimos antes de dejarla, estirada y tentadora, sobre la hierba.

El jardín, al igual que la casa, era pequeño y estaba rodeado por otros jardincillos adyacentes a las otras casitas. Teníamos que hablar en susurros, porque si levantábamos la voz lo más mínimo despertaríamos las quejas de la señora Gee.

La señora Gee vivía en el chalet contiguo. Si se la hubiesen rapado, su cabeza habría sido completamente esférica. Esto, añadido a la rotundidad de su abdomen, le confería el perfil de un muñeco de nieve de dibujos animados. Apenas de un metro y medio de altura, se la solía ver deambulando por el jardín en verano sin despegar los pies del suelo; el chac chac chac de sus pantuflas rozando el caminito servía como advertencia para saber que se acercaba y era hora de refugiarse en casa. Llevaba vestidos que constreñían sus bultos, la única cosa en ella que podía decirse que gozaba de contención. Rondaba los setenta y había vivido sola durante casi medio siglo, puliendo grifos y alimentando a los gatos. Papá me contó que se había casado con un cartero el día de su decimoséptimo cumpleaños, pero que este la había abandonado aquella misma noche al negarse ella a consumar el matrimonio.

«La devolvieron sin usarla siquiera.»

Aquella tarde Mal y yo nos escondimos tras la relativa santidad de la pared de lona de la húmeda tienda y espiamos su sombra en el patio. Chac chac chac. Permaneció allí de pie inmóvil, observando las nubes que cruzaban el cielo con la amargura pintada en su rostro, como si chupase un cardo empapado en orines; parecía que estuviese enfadada con ellas por llegar tan tarde, o con el firmamento por estar suspendido tan alto. Unos huesos angulosos encorvaban sus hombros hacia arriba como si pretendiesen servir de amortiguadores a la cabeza. Sus manos nunca olvidaban que eran puños. El mundo la estaba ignorando en espera de que desapareciese. Era una de esas personas. Así que nosotros la ignoramos también hasta que desapareció. Chac chac chac. Se había ido.

Encendimos nuestras linternas y las colgamos de la barra de metal dentado que constituía la espina dorsal de la tienda. Ni el uno ni el otro estábamos lo suficientemente cansados o teníamos tanto frío como para meternos en el saco de dormir, así que nos estiramos encima y el poliéster barato se nos adhirió fastidiosamente a la piel. Sacamos algunos juegos populares en versión de viaje (no teníamos las versiones normales de aquellos juegos). En realidad, nunca viajábamos.

—¡Ay! —me quejé. Llevábamos jugando más de una hora; sentía pinchazos, alfilerazos que se extendían desde el pulgar por toda la pierna izquierda. Sacudí el brazo derecho, sobre el que había apoyado mi cabeza amodorrada—. Se me ha olvidado decirle a mamá que me van a dar clases de trompeta en el colegio.

—Díselo mañana.

—Se lo voy a decir ahora —insistí.

Me levanté con pesadez y bajé la cremallera de la tienda.

—Vamos a jugar otra partida de Conecta 4 —gimoteó él.

—No tardo nada. Y traeré algo de comida, patatas o galletas o algo.

Empujé con suavidad la puerta trasera y atravesé la cocina, que relucía debido a la espuma jabonosa, un sendero de babas de caracol que terminaba junto a los cacharros limpios. Las cortinas de grueso fieltro morado del salón, pesadas y viejas, estaban descorridas para poder vigilarnos, y la televisión entonaba su mantra de concursos. El presentador repetía sus frases hechas y el público las coreaba. A mamá y papá les encantaba, pero eso no los unía, cada uno se sentaba en una punta de la habitación, comunicándose por gestos de las manos azarosos, aunque perfectamente inteligibles.

«Sube un poco el volumen.»

«Bájalo un poco.»

«Lo que buscan está en la otra caja.»

«¿Qué es eso?»

«¿Qué está haciendo esa?»

«¿Ese no es el de...?»

En ese momento estaban viendo a Ray Darling. El presentador del telediario Ray Darling dando las noticias del día, con su encanto teñido de una enorme desazón, su pelo como un tejado surrealista sobre la luna creciente de su cara maquillada. Papá rezongaba mientras lo miraba. Nunca le había gustado Ray Darling y a mí, por secundarlo, tampoco. Su convicción ensayada, su técnica inconstante a la hora de entrevistar, su flirteo con la pobre chica del tiempo. Tenía siempre el aire de un culpable a punto de ser descubierto.

A veces sospechaba que mamá y papá solo se querían durante las pausas publicitarias. Esperé a que llegase una durante quince minutos. Ninguno de los dos demostró haberme visto, aunque sabían que estaba allí; como si me mantuviesen en espera al otro lado del teléfono.

Volví a la tienda. Malcolm se había quedado dormido.

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