Cama

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CAMA » 14

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—Tenemos que ir a visitar a alguien, despertaos.

Estaba en la cama y solo tenía un vago recuerdo aletargado de papá llevándonos a cuestas desde el jardín. No estaba seguro de si aquello podía contarse como una acampada.

Ir de visita era la manera que tenía mamá de referirse a las citas de Mal con los especialistas. Expertos en comportamiento, como a ellos les gustaba llamarse. Cogimos el autobús hacia el centro como cualquier otra mañana de sábado, cuando el mercado llenaba la estrecha calle de un intenso olor a quesos y con el griterío de nombres y precios de frutas. Del autobús al centro del pueblo un sábado por la mañana, y de vuelta a casa; bolsas de la compra tan cargadas de provisiones que las asas se estiraban por el peso hasta convertirse en alambres de plástico que agarrotaban las palmas de las manos de los niños. Esos eran nuestros rituales, los obstáculos que salvábamos de continuo.

Era el primer día de las vacaciones que partían el trimestre y la idea de no tener que volver al colegio en una semana me hacía sentir como renacido después de una explosión. Saqué las piernas por un lado de la cama, tanteé con los dedos de los pies lo que fuese que hubiera dejado allí por la noche y me embutí con ganas en la ropa del día anterior. Solo entonces me giré para mirar a Mal.

Compartir dormitorio con él me hacía sentir dividido. Más de una vez me quedaba allí echado al final del día pensando cuánto le gustaría a mucha gente compartir cuarto con alguien como él. Eso en los días en que me caía bien y lo quería, lo que sucedía la mayor parte del tiempo. Los días corrientes, llenos de nada inusual. Y, sin embargo, otras veces lo odiaba. Me imaginaba dándole una paliza mientras dormía, cosa que me impedía conciliar el sueño y me obligaba a permanecer observándolo, escuchándolo; aquellos días en que por su culpa todo se había ido al garete. No veía el momento de escapar.

—Tienes que levantarte —le dije.

Me ignoró y se dio la vuelta hacia la ventana. Ahuecó bruscamente su almohada apoyado en un codo y se la puso encima de la cabeza; cualquier indicio de desgana significaba simplemente que Mal no tenía intención de vestirse. Su desnudez, por aquel entonces, era algo que nos incomodaba a todos menos a él. El poco encanto que pudiera haber en su costumbre de quitarse la ropa residía en su astucia a la hora de escoger la ocasión, pero ahora, ahora que se había vuelto peludo y rotundo, no tenía nada de encantador. Si eres un adulto y estás desnudo, no debes salir de casa.

Lo contemplé. Su piel exudaba una resina saludable. Pensé en la época en que él tenía nueve años y yo siete, y mamá nos llevó a ver una comedia musical en lo que hasta aquel momento era (y nunca volvió a ser) una tradición navideña. Estar dentro del teatro era como verse de repente dentro de una costosa caja de chocolate belga, rojos y dorados e hileras de gente en pie junto a las paredes, como si todo pudiese quebrarse con un gran mordisco. Eché un vistazo a Mal por encima del regazo de mamá mientras las luces se iban apagando y, desde el escenario, nos saludaban las olvidables caras de unos actores ya escalofriantes de por sí sin necesidad de ir disfrazados de mujer. Yo cantaba y aplaudía y gritaba cuando se suponía que debía hacerlo, pero Mal permanecía allí sentado en silencio. Yo era el único que lo miraba. Observé cómo bajaba parsimoniosamente una mano hasta el tobillo y deslizaba el pulgar dentro del calcetín para sacárselo con desenvoltura. Luego el otro. Mientras mamá se preguntaba dónde había visto antes a la mujer tetuda que interpretaba el papel del jovencillo ingenuo, Mal hizo una pelota con los calcetines. Los dejó caer discretamente al suelo y rodar bajo la butaca del viejo sentado delante de él. Se deshizo con cuidado de los téjanos y de los calzoncillos al mismo tiempo, como una mariposa que emerge de una enorme crisálida. Sus mejores zapatos cayeron boca abajo. Se quitó el jersey rojo cereza con delicadeza, tirando del cuello, sin que nadie lo viese; ahora su elástico torso descansaba en el asiento, inmaculado, al descubierto.

Mi corazón se removía y arañaba la tapa de su caja. Me sentía entumecido.

De repente, el gran desenlace, donde la chica vestida de chico y el chico vestido de chica se enamoran. Las luces se encendieron y se invitó al público a que cantase. Y ahí está Mal, sentado en su butaca, desnudo. Se puso a cantar.

Mamá se había quedado atónita. Yo me escondí debajo de mi asiento.

La gente que nos rodeaba emitía murmullos de asombro, la sorpresa era tan grande que les obligaba a expulsar aquel sonido de su interior. «Haced que pare. Haced que pare.» El anciano hizo el gesto de agarrarle una pierna a Mal, indignado por su comportamiento y por la incapacidad de mamá para hacer nada al respecto, pero mi hermano lo esquivó y siguió cantando. El estribillo final, segundo verso. Se subió de un salto a la butaca y se puso a bailar. Todas las miradas sobre Malcolm Ede, dos espectáculos por el precio de uno. Algunas mujeres de la edad de mamá se daban codazos entre ellas, señalaban, afeaban conductas y empañaban reputaciones. Los hombres intentaban atraparlo. Yo empecé a llorar y no paré hasta que nos echaron de allí, con mamá repartiendo sus «lo siento lo siento lo siento» mientras nos dirigíamos hacia la salida.

Cuando me terminé el desayuno (una tostada, porque no teníamos nada más hasta el fin de semana), mamá había conseguido que Mal se vistiese. Nos encaminamos hacia la parada del autobús. Ya no me llevaba cogido de la mano. Me di cuenta en ese momento.

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