Cama

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CAMA » 15

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Estábamos en la sala de espera. Cuando llamaron a mamá y a Mal para que pasaran al despacho, intenté echar un vistazo al interior. Era de un color marrón correoso que me hizo pensar en Sherlock Holmes. Del mismo tiesto en el que crecía una planta de largas hojas medio marchita sobresalían ornamentos metálicos que brillaban envueltos en olor a pulimento. Pude ver fotografías de niños anatómicamente corrientes colgadas de la pared; el cristal esmerilado de la puerta con una inscripción en la parte superior se estremeció cuando un señor con bigote y pinta de hombre importante la cerró de un golpe tras de sí y continuó vibrando como si se hubiese comido a mamá y a Mal y los masticase hasta convertirlos en un amasijo, disponiéndose a escupírmelos en la cara.

Me cambié de sitio y me senté en una esquina de la sala, donde las hileras paralelas a las dos paredes más largas terminaban junto a un montón de juguetes tirados allí sin orden para usar en caso de rabieta. Rebusqué entre ellos un momento con cuidado de no mostrar demasiado entusiasmo cuando encontraba cualquier cosa para niños muy pequeños, y saqué finalmente un yoyó, aunque me di cuenta enseguida de que no tenía cordel.

Y un coche por control remoto sin control remoto. Y una muñeca de plástico con un trozo de pierna roto del que emergía una rebaba tan afilada como para cortarse la garganta. Juguetes rotos para niños rotos. Cogí una revista de tres años atrás, arrugada y descolorida, me la puse muy cerca de la cara y fingí leer, igual que los espías en los dibujos animados cuando les hacen dos agujeros para vigilar a su presa. Me esforcé en vislumbrar algo a través de los agujeritos de las grapas que tenía justo en el centro con la esperanza de ver a qué se enfrentaba Mal.

Había tres chicos más con sus tres madres, seis ojos deseando no estar allí. Un par de ellos, los de una niña con plumosos mechones de pelo embadurnados en mermelada, se apoyaban contra el pecho de su madre llorando sin descanso. Un muchacho con una etiqueta en la que se leía «Tengo 8 años» mantenía la mirada fija en una mancha amarillenta en la pared como si fuese capaz de ver cada uno de sus átomos danzando por el aire igual que una bolsa zarandeada por el viento. Era blanco como la leche, coronado por un pelo rubio y brillante y con unos ojos del tamaño de pelotas de golf que parecían a punto de saltar de sus cuencas a la primera tos. Su madre lo ignoraba. El tercer chico se llamaba Ron. El mismo Ron de la frase «¡Siéntate, Ron!», «¡Cálmate, Ron!», «¡Pórtate bien, Ron, haz el favor, pórtate bien!». Su madre se retorcía las manos machacando hormigas invisibles entre los dedos. Su porte era rígido, sus hombros grandes nudos y su cabeza un constante tira y afloja.

Ron Haz el Favor estaba apisonando la pila de juguetes. Los pisoteaba, levantando bien el pie y marchando como un general victorioso que celebra el final de una gran batalla sangrienta con un paseo entre los esqueletos rotos de sus enemigos. Agarró el camión rojo de bomberos con su pequeño bombero en la cabina (condenado ya sin remedio) entre sus manitas regordetas, lo alzó por encima de su cabeza y lo hizo añicos contra el suelo. Sus carrillos se inflaron de deleite. Su madre le palpaba la cara con dedos temblorosos. Y entonces Ronald, el pequeño Ron Haz el Favor, cogió la afilada punta de una pequeña valla amarilla que estaba enganchada a un animal de granja de plástico y me la clavó en un muslo con inusitada energía. El punzón atravesó mis pantalones, se hundió en mi carne y salió ensangrentado cuando tiró de él. Me aguanté las lágrimas. Sostuve la vieja revista ante mi cara por si acaso, con las repetitivas columnas de programación televisiva a pocos centímetros de la nariz. La madre lo levantó del suelo por un brazo y le dio un golpe en el culo, dejando claramente impresa una huella de sudor en sus pantalones baratos y relucientes. El niño gritó que no había hecho nada malo, el muy mentiroso, mientras yo deslizaba una mano sobre la mancha rosa que había comenzado a extenderse en mi pernera. Se lo llevó afuera, los dos llorando, y yo deseé con todas mis fuerzas que lo empujase por las escaleras.

Ahí estaba yo, con una pierna sangrando en la sala de espera de la consulta para niños con problemas. Yo era el niño, ese era el problema.

La puerta se abrió y Mal salió de un brinco, seguido por mamá y el médico, con diez bolígrafos asomándole del borde de su bolsillo almidonado.

Cuando llegamos a casa metí los pantalones en la lavadora, me senté en la cama en calzoncillos y me pasé horas toqueteándome la herida del muslo. Al rato vino Mal a buscarme. Volví a mirar y había comenzado a sangrar de nuevo.

—Ven, sal, que quiero presentarte a mi novia —me dijo.

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