Cama

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CAMA » 17

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Nuestro colegio se recortaba en el horizonte como una penitenciaría que preside el momento de descanso de sus reclusos. Desfilábamos como una nube de rodillas moradas por el frío y manos heladas embutidas en la goma elástica de la cintura de nuestros pantalones cortos de brillante nailon barato. La afilada brisa lamía la pequeña herida de mi pierna hasta volverla una costra prieta y rosácea, el registro que guardaba mi cuerpo de cada lugar en el que había estado y de todo lo que había hecho. Aquel día era la fiesta del deporte y a mí me tocaba correr, pero el viento había convertido mi piel en hueso.

Estiramos el cuello hacia la derecha y vislumbramos la multitud de madres y padres que, como gallinas emplumadas de banderines multicolores, hacían cloquear los flashes de sus cámaras. No pude ver a los míos, aunque agité la mano porque sabía que estaban allí, además de para no llamar la atención.

En la pizarra podía leerse una lista de nombres bajo los cuales aparecían distintas pruebas cuya sola naturaleza traicionaba el concepto «deporte». Habían dividido nuestro curso en cuatro equipos a los que se empujaba hacia una falsa rivalidad. Yo estaba en el equipo rojo. Mis ocasionales logros académicos me habían valido cierta cantidad de puntos rojos. En los días de asamblea roja eran mis compañeros quienes tomaban la palabra en el viejo vestíbulo. Hoy vestía un peto de aquel mismo color y nos apiñábamos alrededor de la lista intentando ver en qué disciplina debería batirse cada uno. Poco a poco, en medio del parloteo, de los nervios y de la camaradería, la renuencia a participar iba desapareciendo. O eso al menos debían de sentir los otros. Yo me preguntaba si sería capaz de ampliar mi círculo de amistades.

«Ahí estás», dijo a mi lado Ben, un chico veloz, deportista y al parecer desprovisto de toda conciencia de etiqueta social. Apuntó hacia la pizarra y yo me esforcé en seguir la dirección de la mirilla asesina de su dedo, pero su brazo se desvió empujado por las cabezas que se balanceaban como un montón de manzanas flotando en el mar. Escudriñé el listado: «Huevo y cuchara», «Carrera de sacos», «Carrera con tres piernas». No pude localizar mi nombre. No estaba en «Salto de longitud» o «Salto de altura». Tampoco me encontré debajo de «Lanzamiento de disco» o «Jabalina». Ni siquiera sabía que en mi colegio tuviesen jabalinas.

«¡Ahí!», me gritó de nuevo Ben. Ahora quedaba menos gente, así que conseguí ver lo que me señalaba. Ahí estaba: «Relevos 4 × 100 metros». Tres nombres y, a continuación, el mío. Los tres chicos más deportistas de toda la escuela y luego yo. El pánico me provocó una convulsión, me quedé rígido mientras los altavoces emitían órdenes en medio del jaleo. Se suponía que era verano, pero mi aliento se condensaba al tocar el viento; mis piernas eran una masa de carne en lata jaspeada de zonas moradas y mi estómago un cúmulo de nerviosas burbujas de aire que entraban y salían de mi cuerpo. Una palmadita en la cabeza me sacó de aquel coma.

—Hola.

Nunca habíamos hablado hasta entonces, pero yo sabía quién era. Chris. También conocía a sus amigos. Cuando me tendieron las manos las estreché con una sonrisa, al tiempo que fantaseaba con la idea de que eran mis guardaespaldas.

—¿Eres rápido corriendo, Phil?

Yo no me llamo Phil, se había equivocado; y a pesar de que una palada de helado bajaba por mi garganta, decidí en milésimas de segundo no corregirle. No hay mayor prueba de carácter que la indiferencia frente al instante inmediatamente posterior a que alguien diga mal tu nombre.

—La verdad es que no —respondí.

—Está bien. Puedes salir el último.

Eso debía de ser bueno, pensé.

—De acuerdo.

—Cuando todos hayamos corrido nuestra parte, ya estará decidido quién va en cabeza; tú solo tienes que correr lo más rápido que puedas y tratar de no perder la ventaja.

—Vale.

—Va a salir... —dijo mientras el resto se daba la vuelta para dirigirse a las hileras de sillas plegables desde donde debíamos ver las otras pruebas— bien.

Me había puesto una mano en el hombro; una sensación palpable de camaradería se apoderó de mí. Me dejó una efímera calidez amistosa en el corazón y el ímpetu que presta el orgullo repentino se me agolpó bajo la barbilla. Una conmoción.

Nos sentamos los cuatro en un círculo abierto. Bromearon mientras yo sonreía y daba réplicas con un agudo sentido de la oportunidad. Pensé que me invitarían a salir por ahí con ellos, con las bicicletas, quizá. De hecho, lo hicieron. Me sentía mareado por lo novedoso de todo aquello.

—Corro como un ganso con chicle en las patas —dije. Todos rieron. Ninguno me preguntó por Mal. Ya no tenía frío.

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