Cama

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Día Siete Mil Cuatrocientos Ochenta, según el contador instalado en la pared.

Es muy temprano, una mañana de mucho ajetreo. Los médicos llegan antes del desayuno.

Existen dos maneras de sacar a un hombre de seiscientos cincuenta kilos de su casa. Mientras el hombre esté vivo, la opción es arrancar la fachada del edificio literalmente, sacarla entera: los ladrillos, las ventanas, todo. A continuación hay que envolverlo en cientos de soportes de material industrial pesado, deslizar bajo su cuerpo alguna suerte de montacargas inflable especialmente diseñado para la ocasión y levantarlo de la cama con suavidad centímetro a centímetro hasta el exterior, utilizando una grúa adaptada a dicho propósito. Un gran número de cadenas televisivas, inversores privados e incluso alguna que otra celebridad se ofrecieron en el pasado a pagar tal diligencia; a fin de cuentas, se trataba de una gestión realmente costosa. Además del proceso referente al edificio, hay que contar con los especialistas en seguridad y el personal médico (en previsión de que Mal tuviese un paro cardiaco, lo que sería altamente probable si pensamos que se le desplazaría muchísimo más de lo que se le ha movido en los últimos veinte años). Se necesitan vigilantes y una gran presencia policial para manejar la inevitable multitud de espectadores.

También habría que alquilar inodoros portátiles para hacer frente a ciertas necesidades, más sillas, aparejos de iluminación para trabajar a la caída del sol, y todo tipo de cosas en las que uno ni siquiera se pondría a pensar si no tuviese en casa a una persona del tamaño de Mal.

Ya nos habían dicho que no mucho tiempo atrás. No, de ninguna de las maneras. No sacaríamos a Mal de casa, ni arrancando la fachada. Si Mal salía de casa, sería «de la otra forma». Muerto, a eso se referían. Y no solo muerto, sino en pequeños trozos metidos en grandes bolsas, supongo; o en grandes trozos en bolsas aún más grandes. Estos eran los motivos que nos daban, según el informe que nos enviaron una vez hubimos consultado a todos los consultores y todas sus averiguaciones terminaron en una conclusión clara:

La estructura de la casa no soportaría la extracción de la fachada.

Con esto querían decir que la casa entera se desmoronaría con Mal dentro, con todo su peso derrumbándose hacia afuera como un gigantesco bizcocho desmigajado. A mí me hacía pensar en esos dibujos animados en los que aplastan a alguien lanzándole pianos, yunques y neveras desde lo alto de un precipicio. Aunque en este caso, se trataría de toneladas de ladrillos y de lo que fuera que papá guardase en su ático. Yo nunca había estado en el ático. La segunda razón era la siguiente:

Los médicos han observado que la piel de la espalda y de toda la parte inferior del cuerpo de Malcolm ha ido creciendo y desarrollándose de tal manera que, desde hace bastante tiempo, ha incorporado a su estructura la tela de las sábanas. La cirugía necesaria para extirparle la ropa de cama, llegados a este punto, supondría casi con total certeza su muerte por paro cardiaco, si es que se le pudiese intervenir dado su peso actual.

Este era el detalle que me hacía pensar. Mal llevaba tanto tiempo sin moverse que su carne se había mezclado con las sábanas de lino. Ahora, parte de su espalda era tela. Todo aquel peso durante todos aquellos años había soldado ambos elementos en uno para crear algo nuevo. Presión más tiempo, la misma fórmula que utiliza la Tierra para fabricar carbón.

Observo al experto mientras desliza una mano entre Mal y el colchón. Sus ayudantes levantan a pulso el excedente de carne de la silueta de mi hermano como si le levantasen unas grotescas enaguas a la cama, y el hombre comienza a lubricarse la mano en la que se ha puesto un guante de látex con un pegote de brillante y grasienta vaselina transparente. Es joven y se le ve sano, debe de tener unos veinticinco años; sonrío mientras me imagino el placer que sus amigos sienten al desgranar los detalles más horripilantes de su descorazonadora ocupación cada vez que un recién llegado entra en su círculo social. Hace chasquear una goma en torno a su muñeca para que el guante quede fijo durante el tráfago, se quita precavidamente el reloj y se lo tiende a una guapa estudiante en prácticas, que a su vez le sonríe, porque está pensando exactamente lo mismo que yo. Adopta con calma su expresión más estoica. Ataca los bordes con suavidad, apartando los grandes pliegues de sebo sin conseguir llegar muy lejos. Entonces me imagino a todos ellos arrancando a Mal de la cama, su piel estirándose desgarrada como celuloide quemado, un huevo demasiado frito que hay que sacar de la sartén rascando. Una vez que la mano ha penetrado tanto como le es posible, engastada en las sábanas de carne, el experto hace una seña a su colega, que se pone de rodillas y empieza a introducir una alargada varilla de plástico rematada por una bola de algodón a través del pequeño hueco que ha abierto el intrépido brazo de su compañero. Lenta, muy lentamente, la varilla se interna, y desinfecta la carne insoportablemente pálida de Mal. Al mismo tiempo, las caras se transforman en una sola mueca cuando una bolsa de aire consigue liberarse para dar la bienvenida a sus narices con una sudorosa tufarada. La contundencia del hedor es tal que la chica que sujeta la varilla recula de rodillas con un estremecimiento y el silencio queda truncado por el crujido enmudecido de la herramienta de plástico al romperse en algún lugar dentro de Mal.

La indignidad del asunto pesa sobre sus párpados, y cae en un sueño que dura los cuarenta minutos que emplean las cinco personas en bata para pescar el ofensivo artículo del intersticio de mi hermano en el que ha decidido anidar. El logro es posible gracias a una percha cruelmente retorcida y adornada con unas horquillas también dobladas de la aprendiz, que suspira y barrunta una lista de posibles vocaciones alternativas.

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