Cama

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Hemos llegado a acostumbrarnos por completo a tener médicos en casa. Y no es una casa demasiado grande, es un chaletito que ha crecido igual que Mal. Perteneció a la madre de mamá. Todo en ella conserva la esencia de su atmósfera decrépita, de la misma manera que las manos siguen oliendo a monedas después de pagar.

El cuarto que compartimos se ha ido ampliando a la par que Mal. Han tirado los tabiques que daban a la cocina y al salón para que puedan caber las camas, y mamá y papá viven en una caravana cromada que nos cedió una mujer de Akron, Ohio, que se llama Norma Bee. Brian, su marido, había tomado la casa con la misma táctica que Mal, sacándola de allí como se expulsa el aire de una bolsa de envasado al vacío. Cuando se hizo demasiado grande como para convivir con él, se trasladó a la caravana en el jardín y desde allí le llevaba las comidas. Pollos enteros, claras de huevo, curris indios y tailandeses, pan, pasteles y helado en raciones triples. Lo siguió alimentando desde allí. Lo mantuvo con vida desde la caravana. Por algún tiempo.

Una amiga suya de Escocia, debido a lo similar de su situación y de la nuestra, le envió un artículo sobre Malcolm que había leído por casualidad en un periódico. Tras la muerte de Brian, Norma Bee nos regaló la caravana, un monolito gigantesco de flamante americanidad. Allí la teníamos aparcada, una hermosa pústula plateada en plena jeta del barrio; me gustaba imaginar que era el autocar de giras de una banda de rock que había venido a tocar para mí. Cuando no estaba allí, a papá había que buscarlo en el desván del ático de la casa. Nunca lo molestábamos, ni siquiera de niños. Lo dejábamos tranquilo con sus papelajos, sus libros, sus matemáticas, sus inventos, sus herramientas, sus chasquidos de lengua, sus suspiros y sus pensamientos. Se podía sentir el temblor de su contrariedad a través del yeso de las paredes, las vibraciones que se iban amplificando hasta que el chalet se convertía en un gemido colosal. Nada de esto interrumpía el sueño de Mal.

Como una pelusa que rueda por el suelo de una peluquería, el crecimiento de Mal ha ido atrayendo una serie de accesorios a su alrededor: ahora, junto a su cama, hay máquinas que le ayudan a respirar, máquinas que facilitan su aseo y su alimentación, máquinas que le sirven para excretar. Decoraciones necesarias.

Y luego están las cremas y las medicinas: lociones para aplicar en las llagas y linimentos para masajear su piel, de lo que se encarga únicamente mamá. Sus últimos años han consistido en preparar un enorme pavo para meterlo en el horno, levantándolo, dándole la vuelta y aderezando su carne sin vistas a darse un gran banquete a cambio.

Mamá rechazó toda ayuda desde un principio, así que la lista colgada en la pared que enumera las obligaciones, tareas y faenas que deben llevarse a cabo si uno tiene algún interés en el hecho de que Mal siga con vida es suya, y solamente suyo es el compromiso de realizarlas.

Alimentarlo.

Asearlo.

Cambiarle la bolsa.

Las manos se le han quedado blanquecinas y nudosas, frágiles como papel de fumar, pero suaves y agradables, y tan viejas como ella misma.

Comprobar que respira.

Frotarle la piel.

Volver a cambiarle la bolsa.

El cabello que en su día fue encrespado y lleno de rizos parece ahora alambre blanco y descuidado. Es el fantasma del pelo que una vez fue.

Afeitarlo.

Besarlo.

No llorar delante de él.

Es una mujer vacía, debilitada por el peso del hijo sobre sus hombros. Su hijo Malcolm, el hombre más gordo del mundo.

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