Cama

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CAMA » 21

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Mal sigue durmiendo mientras los médicos le hacen pruebas. Cuando parece que va a despertarse... continúa durmiendo. Un huracán interno infla sus pulmones. El ronquido se repite. Suena oprimido: un ejército sacándole confesiones a sus desorientados prisioneros de guerra. Ruido blanco. Ya lo había oído antes en la tele, pero tenía mucho más encanto.

Mamá suele estar presente en el curso de estos trances; mezclándose con las cortinas, se interpone entre el sol y su hijo para que los rayos no caigan sobre sus ojos. Pero hoy no está. No tengo otra cosa que hacer que contemplar a Mal.

Sus brazos son más voluminosos que mis piernas, cuatro veces más grandes; puede que más, incluso: cinco, seis veces más grandes. Parecen jamones empaquetados. Mal cambia de piel a cada movimiento, como una serpiente; se despierta cada mañana sobre los restos de su muda antigua. Sus uñas son duras, amarillas y brillantes como láminas de queso retorcidas, su gigantesco torso está cubierto de estrías largas y ásperas como el cinturón de cuero de un vaquero. Me las imagino estirándose hasta romperse. Los michelines se suceden unos a otros como dunas en el desierto. Este es mi paisaje habitual. La enfermera que vino una vez a explicarnos cómo funcionaba la máquina que sirve para secar el sudor de la piel de Mal y prevenir irritaciones, que serían para él como si le lijasen el cuerpo, me contó la historia de una mujer de Gales con obesidad mórbida. A su muerte, con cuarenta y cinco años de edad y cuatrocientos noventa y pico kilos de peso, encontraron el mando de la televisión sepultado bajo su pecho izquierdo. Me divertía la idea del volumen subiendo y bajando al ritmo de su respiración, o de su asombro al apagarse la pantalla cuando encontraba algo interesante.

Me da escalofríos imaginar qué puede haber enterrado entre las grietas de Mal. Animales hundidos en las arenas movedizas de su mole.

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