Cama

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CAMA » 23

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Lo que sé de mis padres antes de que naciésemos nosotros lo sé por los relatos que mamá le contaba a Mal en la cama cuando éramos pequeños. Como compartíamos cuarto, la escuchábamos hasta que uno de los dos, o ambos, nos quedábamos dormidos. Era hipnotizador. Mi madre nunca dejó de ser un útero. No eran más que retazos de anécdotas, pero se podían hilvanar fácilmente unas con otras hasta formar algo parecido a una historia.

Mamá conoció a papá justo después de que él acabase el instituto. Ella hacía años que no iba al colegio: su madre estaba enferma y su padre las había abandonado mucho antes. Mamá cuidaba de la abuela a jornada completa: enfermera, criada e hija. Papá era popular, atractivo y musculoso. Mamá no tenía amigos. Necesitaba a papá, y él apareció en el momento perfecto, pero además resultó que él la necesitaba de la misma manera. Le pidió matrimonio antes de irse a trabajar a Sudáfrica.

—Me echó muchísimo de menos mientras estuvo allí, y yo igual. Le gustaba estar en casa conmigo. Yo cocinaba por todo lo alto y nos sentábamos juntos a comer. Lo cuidaba. Le hacía de madre. Cuando se marchó, no se me ocurría en qué podía ocupar mi tiempo. Lo único que me quedaba era mi madre, pero a aquellas alturas ya estaba muy mayor; apenas me reconocía, la pobre mujer. Y, sin embargo, yo era la misma a la que había bañado mil veces desde pequeña. Me limitaba a hacerle compañía, pobre mujer, le guisaba y limpiaba como había hecho siempre.

Y esperaba que volviese vuestro padre. Lo único que deseaba era cuidar de él. Llevaba tanto tiempo cuidando de mi madre que ya no sabía hacer otra cosa.

Permanecíamos callados mientras hablaba.

—Cuando volvió, ya no era la misma persona. Pobre hombre.

Mamá solía sentarse con Mal en sus rodillas, como la silueta de un ventrílocuo. Lo premiaba con chucherías si se estaba quieto y escuchaba; él ni parpadeaba. Yo hubiese arrancado un buzón de cuajo de los nervios, pero Mal estaba calmado como una gallina con los ojos vendados.

Cuando papá llegaba a casa, comíamos hasta que nos dolía la barriga y la modorra nos dejaba drogados. Mamá se encargaba de todos nosotros, y no cabía la posibilidad de que el día que teníamos por delante presentase una perspectiva incierta.

En el transcurso de los meses posteriores a mi triunfo deportivo mi seguridad había ido en aumento; experimentaba el vigor del espíritu adolescente. Cuando Lou y Mal salieron de casa aquel día le pregunté a ella si podía acompañarles. Lou siempre decía que sí, y yo notaba que le gustaba mi compañía tanto como yo anhelaba la suya. No podía pensar en nadie más. Ella lo era todo; lo era todo, excepto mía.

Las reservas de Mal remitieron enseguida ante su insistencia. Los dos iban juntos de la mano, como suelen hacer las parejas quinceañeras, y yo trotaba detrás de ellos como un perro callejero de dibujos animados azuzado por el olor a salchichas, pero intentaba mantenerme lo más cerca posible de Lou, donde me sentía acogido. Mal daba rienda suelta a su mal humor. No es que le avergonzara que fuese con ellos, a él no le preocupaba lo que pensase nadie, ni tenía ningún amigo al que sintiese que tenía que impresionar. Se trataba más bien de que, cuando yo estaba presente, se sentía dividido. No me consideraba la amenaza que a mí me gustaría encarnar, todavía no era consciente de cuánto lo quería ella. Yo sí. Me afligía, y hablar con ella aliviaba esa sensación, así que charlaba cuanto podía.

Fuimos a la feria. Eran las primeras horas de una tarde de otoño, y mientras caminábamos por las calles silenciosas, las partículas de periódico incinerado pasaban a nuestro alrededor rozándonos la cara y el pelo. Todo parecía en calma y sereno, pero en el aire había una tensión suspendida, como si en algún otro lugar hubiese estallado una pelea que podía olfatearse en el viento. Yo andaba cuatro pasos por detrás de Lou y Mal, a una distancia suficiente como para oír aquellos fragmentos de conversación que no me concernían.

La feria se montaba cada dos años en la explanada que había junto al centro de ocio del pueblo. Se trataba de un reguero desgalichado de farolas rotas que dificultaban la visión de los carteles de las atracciones; en algunos puntos la hierba fresca y verde se transformaba en una papilla húmeda moteada de huellas de zapatos. Chicas con el pelo tan violentamente recogido hacia atrás que parecía que iba a desgarrarles la piel de la frente; chicos con cantidades industriales de gomina en el pelo corto y peinado hacia adelante para toda la eternidad. Abriéndose paso entre ellos, ataviado con cualquier trapo escogido descuidadamente del armario —calcetines de deporte enfundados en los zapatos del colegio, la gigantesca camiseta blanca de papá y la cazadora de cuero que solo un detective vestido a la última se atrevería a llevar—, con su pelo, su novia y sus andares, Mal tenía una pinta ridícula. Pero, al menos, no le había costado esfuerzo.

—¿Qué coño miras? —oí que decía una voz.

Era fácil distinguir que se trataba de un tono de enfado fingido; sería muy probablemente un desafío o una provocación. Aunque iba dirigida a mí, y ese descubrimiento trajo consigo la sensación de peligro, peligro real y físico. Apresuré el paso para alcanzar a Mal, pero él se había parado. No me atrevía a darme la vuelta. Todo se precipitó: Mal no decía una palabra, estaba allí en pie quieto, mirando hacia atrás por encima de mi cabeza. Inflaba el pecho con parsimonia, orgulloso y altivo; grande, con una apariencia fiera. Intenté establecer contacto visual con él, pero ni siquiera me ignoraba, seguía con la mirada fija. Me dio tiempo a parpadear cinco veces antes de girarme —Mal no cerró los ojos en ningún momento—. A mis espaldas, la voz había perdido algo de su descaro.

—¿¡Qué!? —gritó de nuevo, aunque ahora con menos energía.

Mal llevaba a Lou de una mano, y de repente cogió la mía. Me sentí como si mi edad hubiese disminuido seis años. Lentamente, me di la vuelta.

La voz pertenecía a un chico de mi edad, más o menos. Se había puesto en guardia, las dos manos delante de la cara indicándome con los dedos que fuese a su encuentro; pero en ese momento se le veía asustado, y el grupito de imbéciles al que pretendía impresionar contemplaba la escena con la boca cerrada y aspecto confuso. Mal los miraba fijamente. Poco a poco se fueron dispersando entre las luces y los carteles y las oportunidades de ganar premios. La oleada de pánico remitió gradualmente y dejó paso a la admiración. Levanté la cabeza hacia Mal. El no dijo nada.

—¿Estás bien? —me preguntó Lou.

—Sí —asentí tembloroso.

—Vamos a comer algo, te sentirás mejor.

Nos sentamos a una mesa y entrelazaron sus manos, que habían dictado inconscientemente la orden de acomodarse allí. Mi respiración todavía era entrecortada. Traté de tranquilizarme hojeando el menú a través de un tufo intenso de cebollas fritas. El gordo que, con una herramienta de jardinería, rascaba pedazos churruscados de carne de la parrilla negra y sucia mientras fumaba hizo que incluso la vida dejase de parecerme apetecible. Compramos tres frankfurts con las diez libras que mamá le había puesto a la fuerza a Mal en las manos. Por turnos, cada uno de nosotros nos acercamos a la camioneta para cubrir aquella carne barata con un ketchup casi translúcido y posiblemente tóxico. El pan estaba mojado y conservaba el dibujo de nuestras huellas dactilares.

—No sé por qué nos preocupamos tanto —dijo Mal.

Un goterón de mantequilla semifundida se deslizó por su bollo hasta aterrizar en su rodilla con un plop. El lo recogió con un experto movimiento de su dedo en forma de gancho y lo colocó de nuevo sobre la salchicha.

—¿De qué nos preocupamos? —preguntó Lou.

—Del plan.

—¿De qué plan?

—Bueno... —reflexionó un momento su respuesta, dio otro mordisco y tragó con esfuerzo—, toda esta gente de nuestra edad: simplemente están a la espera de que llegue el momento que juzgan adecuado para poner en práctica el plan que han diseñado para el resto de sus vidas. Se hacen mayores y comienzan a beber, conocen a alguien y tienen un hijo, se dedican a trabajar noche y día, compran una casa y se sientan en silencio a escuchar cómo llora el niño, deciden tener otro para que le haga compañía. Se levantan temprano para volver al trabajo, se preparan el desayuno, regresan a casa, ven la televisión, pagan sus facturas, piensan en lo felices que son y tienen otro hijo por si acaso. No, gracias. Y, además, tienen tanta prisa por empezar. Vamos, solo tienes que mirarlos.

Seguí con los ojos el invisible rayo letal del índice de Mal que señalaba a la gente mientras pontificaba; luego, abandonó la mano sobre el muslo de Lou, donde estaba al principio. Se lo apretó con firmeza como solía hacer. Siempre la tenía agarrada de una manera u otra. Lou contempló a Mal y sacudió la cabeza.

—A eso se le llama madurar.

—¿Esa es la recompensa que uno obtiene por hacerse mayor? —preguntó él.

—No es un premio, porque no es una competición. Eso es lo que hace la gente, Mal.

—Ya, bueno, desde luego no son ganadores. Todo eso me suena a gilipollez. ¿Por qué se empeñan en seguir con un plan que prácticamente nunca da buen resultado? Si los adultos fuesen por el mundo sin una sola preocupación, sin una sola tragedia personal a cuestas, sin siquiera un día de mierda en la oficina, entonces quizá me lo plantearía. Pero ese no es el caso. ¿Por qué perseguir algo que resulta ser tan jodidamente espantoso la mayoría de las veces? Me parece una derrota.

Después de dejarnos cada uno la mitad de nuestras salchichas, paseé con Mal y Lou por el descampado de la feria. Gané un muñeco de peluche para el que ya era demasiado mayor en un puesto de esos en los que hay que pescar patitos de goma de un pequeño lago. Recuerdo lo impaciente que me sentía al pescarlos, lo insoportablemente impaciente que podía llegar a ponerme. Le di el peluche a Lou y ella me dio un beso en la mejilla, un leve picotazo que me sumió en la confusión. A continuación, Mal reunió a un buen grupo de curiosos a su alrededor cuando consiguió hacer sonar la campana golpeando una placa de gomaespuma con un martillo descomunal. La fulguración de bombillas encendidas ascendiendo por la columna le declaró «superhombre» a la vez que saltaba una diminuta alarma. La multitud que nos rodeaba estalló en aplausos, vítores y silbidos mientras Mal descendía los escalones del pedestal con una expresión de nuevo radiante. Le dieron un muñeco aún más grande que el mío y se lo entregó a Lou. Por el rabillo del ojo vi cómo ella lo besaba en agradecimiento. Hubiese detestado que me pillasen mirándoles.

Cuando nos íbamos —solo habíamos estado en la feria media hora— nos cruzamos con el grupo que encontramos al llegar. Ninguno de ellos dijo nada. El valiente que un rato antes había querido retarme arrastraba ahora los pies al caminar mientras miraba al cielo. Sus amigos estallaron en risas cuando pisó una mierda de perro.

Creo que esa fue la primera vez que contemplé a Mal en toda su realidad: estaba más viejo, algo luchaba por manifestarse en él. Y también por primera vez entendí por qué Lou estaba tan enamorada de él; mis ojos se abrieron a aquella evidencia.

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