Cama

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—Cuando conocí a tu madre, me enamoré inmediatamente. La necesitaba, ¿entiendes? No había nada más en el mundo —dijo papá.

Me sentí un poco incómodo, como si los estuviese mirando mientras se besaban.

—Cuando estuve en TauTona, solo podía pensar en ella. Estaba deseando regresar. Allí hacía calor, era un ambiente árido. Te despertabas en la hamaca por la mañana y te la encontrabas tan llena de sudor que la podías escurrir como si fuese una toalla después de secarte en la ducha. Y apestaba, además. A calor, un hedor caliente. Apestaba a hombres en la madrugada, todas aquellas tiendas que habíamos instalado y fumigado con aliento de tabaco. No veía la hora de volver con tu madre.

»Cuando sucedió lo del accidente, mientras intentábamos salvar a aquellos hombres, me di cuenta de que no era lo mío. La vida, quiero decir. Depresión, supongo que así es como lo llamaríamos hoy en día, o de alguna manera igualmente estúpida. Apuesto a que te atiborran a pastillas para ver si te enderezas. Bueno, no tengo ni idea de cómo funciona todo eso. Me sentí como si quisiese volver a la infancia, cuando todo es indoloro y fácil, y te encuentras las cosas hechas. Deseé que se borrase todo. Todo lo malo. Quería que se detuviese. Me pregunté qué lleva a un hombre a asumir la responsabilidad de las vidas de otros. ¿Entiendes a qué me refiero? Lo entenderéis más adelante. También Mal. Mis padres solían decirme que cuando me hiciese mayor el mundo sería mi ostra. No voy a contarte esa mentira. TauTona me lo dejó claro.

»Todo lo que imaginas que será tu futuro durante la juventud hace que lo que finalmente resulta te decepcione cruelmente. Yo vi a aquellas mujeres llorando al borde del agujero. Vi a los colegas de aquellos hombres llorando dentro del agujero. Contemplé desesperado nuestros inútiles esfuerzos por llegar hasta los mineros durante horas interminables, sabiendo que estaban muertos. A nadie le hubiera gustado estar en mi lugar.

A través de la luna del coche veía a mamá inclinada sobre la cama de Mal, masajeándole los pies. Le sonreía. Se le había corrido el maquillaje por culpa de las lágrimas. Papá emitió un suspiro que significaba «mírala». Y eso es lo que hicimos, allí sentados. Parecía inapropiado que la farola de la entrada tuviese la bombilla rota y mamá no apareciese bañada en su luz como estamos acostumbrados a ver a los ángeles en los cuadros. Se preocupaba por su hijo y, a cambio, él le pertenecía por completo. Lo salvaba del mundo exterior, para el que no estaba preparado.

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