Cama

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Ser un adolescente era aburrido, la mayor parte del tiempo. Quieto y en silencio, me paraba a escuchar el mecanismo de mi propio cuerpo. Me gustaba oír el burbujeo de los ácidos dentro de mi estómago antes de obligarme a expeler minúsculos rugidos a través de la garganta. Me producía un gran regocijo el sordo y húmedo gorgoteo que se producía cuando dejaba que se formase mucha saliva en mi boca y la tragaba de golpe, con un gesto exagerado, como si un pollo engullera un escarabajo, sin que la peristalsis fuese un obstáculo. Algunas veces, el latido de mi corazón era tan intenso que mi cuerpo se movía involuntariamente al compás de su bum bum. Si me concentraba lo suficiente, podía incluso escuchar un débil clic dentro de mi cabeza, los engranajes de mi cerebro funcionando. Hubo un tiempo en que me gustaba estar solo.

Mal había alcanzado cierto equilibrio, había establecido un compromiso con la vida. Comenzó a pasar cada vez más tiempo en casa de Lou. Su padre les dejaba que compartiesen cama, incluso; quizá era demasiado apático para objetar nada, o puede que no supiese adueñarse de la situación. No hubieran podido hacer lo mismo en nuestra casa, a menos que estuviesen dispuestos a compartir dormitorio conmigo.

A mí no me habría importado.

Aquellas prolongadas ausencias dejaban a mamá decaída. Aceptó un trabajo de tardes limpiando el despacho del alcalde. Se encargaba de tirar las botellas vacías de coñac que él escondía en la cisterna del baño y fingía no haberse fijado en su asquerosa nariz colorada, retorcida y plagada de venillas rotas, y en las miradas lascivas que le echaba a su pequeña figura.

Papá también se dejaba ver mucho menos que antes. No hacía mucho se había sentido con fuerzas para volver a las profundas minas huecas de Sudáfrica, aunque bastante lejos de Johannesburgo. Lo habían contratado como asesor en la construcción de un nuevo ascensor que debía bajar tres kilómetros hacia el centro de la Tierra. Por lo visto, le estaba yendo bien. Podíamos instalarnos en lo convencional, y eso nos suponía un descanso. Nada inesperado a la vista. Daba la sensación de que nuestra casa estuviese esperando que una nube tremenda se cerniese sobre ella. Una nube que no se decidía a llegar. Así que dedicaba mucho tiempo a mis cosas; reflexionaba sobre lo que me daba la gana, atrapado en mi fértil mente adolescente.

Me sentaba y deseaba ser Mal, con las manos torpemente aferradas a las muñecas de Lou. Apartando un mechón de su cabello con su nariz... es decir, mi nariz, para poder besar sus orejas; deslizar un dedo, y luego dos, y enseguida la mano ahuecada, bajo la copa de su sujetador. Masajearlo con energía con la esperanza de que se abra y poder mordisquear su pecho con la boca abierta; aventurarse en un descenso con la palma por entre la tira elástica de sus bragas, abarcando con toda la mano lo que allí encontrase y huronear suavemente; esperando secretamente encontrar una guía, una señal, un mapa que me indicase qué debía hacer exactamente a continuación; averiguar finalmente por mí mismo el momento exacto en el que lo que allí se oculta me acepta y me recibe.

Y luego me encontré otra vez solo, en aquel sofá, ansiando que el padre de Lou sufriese un repentino cambio de personalidad, o un súbito desarrollo de personalidad. Me lo imaginaba echando la puerta abajo con el ímpetu de un rinoceronte, agarrando a Mal (no a mí) por el cuello y levantándolo por los aires. Silabeaba las palabras que el hombre diría: «¡Como se te ocurra volver a tocar a mi hija...!». Imaginaba a Mal desmoronándose mientras Lou advertía su error. Ella saldría corriendo de su casa y vendría a la mía, y me encontraría solo, dormido en la butaca, y me abrazaría.

Cuando me desperté mamá ya estaba allí, había vuelto temprano. Era el día antes de Cuaresma, pero se había olvidado de comprar los huevos para hacer el proverbial pastel. Cocinó un plato de patatas fritas y judías con el afán de hacerse perdonar el descuido, mientras me explicaba cómo le olía el aliento al alcalde. Al llegar Mal, el anaranjado ocaso de residuos grasientos ya se había secado y resquebrajado en nuestros platos, y hacía mucho que estaba frío. Mamá se levantó a prepararle algo de cena. Era casi medianoche, pero ella lo estaba esperando. Le ofreció, él sonrió y ella lo alimentó; eso la hacía feliz.

Una vez hubo terminado de comer, Mal depositó el plato en el suelo. La superficie de la densa salsa vaciló. Mamá, sin decir palabra (estaba observando desde la cocina), le trajo dos buenas rebanadas de suave pan blanco, ligero y con mucha miga, con la textura de una nube, para que pudiese rebañar las sobras de su comida. Así lo hizo él, introduciendo en su estómago el trozo de pan remojado y retorcido, donde se infló como una esponja. Partió más pan, se lo ofreció y esta vez Mal lo rechazó. Se frotó la barriga, siguiendo sus líneas de distensión con las yemas de los dedos. Salió a relucir la opción de un helado para el postre. Él aceptó y mamá, sonriente, salió volando de nuevo hacia la cocina.

—Te estás poniendo gordo —me burlé, pero quedaba patente el poso de malicia con el que lo decía; a Mal no le pasaron inadvertidas las espinas que envolvían mi comentario, juguetón y desagradable, como un gato acercándose a su oído—. Si te quedas ahí sentado todo el día ahora que has acabado el colegio, te vas a poner aún más gordo.

Estuvo a punto de responder, pero mamá se adelantó.

—Sabes que no hay ninguna prisa, Mal —con un gesto de asentimiento.

—Lo sé —dijo él.

—Y tú deja de marearlo, que no te ha hecho nada —dirigiéndose a mí.

Mal se fue a la cama antes que yo, igual que mamá, y me quedé hasta tarde, con el parpadeo de la televisión proyectando sus titilaciones sobre mi rostro en la oscuridad. Cuando me decidí a acostarme descubrí que Mal había sacado el relleno de plumas de mi almohada. Como estaba demasiado cansado para discutir, me puse de rodillas y, muy despacio, las fui recogiendo una a una y metiéndolas de nuevo en su funda hasta que tuve la cantidad suficiente para vestir a un pollo. Y me quedé dormido sobre aquel fardo, sin encontrar ningún reposo, durante lo que parecieron segundos.

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