Cama

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Una hora después de mi primer beso, aún conservaba un residuo de la euforia; una de esas raras ocasiones en que te sientes afortunado de seguir vivo. Caminé despacio de vuelta a casa mientras anochecía y el cielo se cubría de un melancólico color púrpura. Me sentía investido de una nueva seguridad en mí mismo. Me imaginé dentro de una película antigua, saludando a las mujeres con un alzamiento de mi sombrero y saltando en el aire para entrechocar mis talones en una cabriola cautivadora. Me veía girando con desparpajo trescientos sesenta grados (o el doble) alrededor de las farolas, lleno de gracia y elegancia. La caída del sol hizo nacer en mí un superpoder que nunca antes había experimentado. Lo sentía hormiguear de manera muy clara desde mi frente hasta los brazos. Doblé la esquina de mi calle justo cuando el último rayo de sol recortaba las siluetas de las chimeneas. Papá estaba sentado dentro del coche con la puerta abierta, las piernas juntas y apartadas a un lado como si se agachase junto a un arroyo. Fumaba y el fantasma del cigarrillo dejaba frágiles dibujos en el aire. No tenía ni idea de que fumase. Me dedicó aquel gesto característico suyo con la cabeza, un conciso «Hola, ¿qué hay?», que denotaba cierto nivel de familiaridad. Parecía erosionado, casi otra persona.

—Llegas a tiempo para cenar —dijo, y lanzó la colilla a un desagüe. La cena consistía en una desangelada pizza envasada y lista para meter en el horno. Los trozos de piña flanqueaban una carne con aspecto de haber recibido una paliza, cubierta de brillante grasa sólida dispuesta sobre un viejo plato que papá había ganado en una rifa. La tele estaba apagada. Nos dejamos caer a los lados de una mesa cuadrada desmontable cubierta de desconchones que usábamos habitualmente. No auguraba nada bueno. Las familias felices comen con el plato en el regazo. Empleé más tiempo del normal en masticar aquel queso de ligero color castaño y la dura masa con la esperanza de que eso me dispensase de romper el silencio. Papá examinó el filo dentado de su cuchillo antes de untar otro pedazo de pan con mantequilla.

—Entonces... ¿Hoy? ¿Todo bien? —me dijo.

—He ido a hablar con la orientadora vocacional.

Enseguida me di cuenta de que no era el momento de mencionar aquello, después de revolearme con una chica en la hierba y haber estado a punto de tocar sus suaves y jóvenes pechos. Me había visto obligado a pararme delante del escaparate de una barbería para asegurarme de que mi boca no estaba manchada de pintalabios. Y lo estaba. El me rogaba con la mirada, me suplicaba que le hiciese el relato de mi jornada. Así lo hice. Por él.

—Bueno, ¿a qué te gustaría dedicarte? —me preguntó la señora Kay, mi orientadora vocacional; una mujer que seguramente no había contestado «ser orientadora vocacional» cuando le hicieron la misma pregunta por primera vez, y que ahora se sorprendía de que yo no tuviese una respuesta preparada.

Iba vestida como una supervillana art déco: exagerados contrastes de blanco y negro coronados elegantemente por una melena bien cortada que bailaba a los lados de su cabeza mientras avanzaba a grandes zancadas por los pasillos. Fingió no percatarse de la grosera caricatura de ella que alguien había dibujado junto a la puerta de la sala de profesores. No debía de existir demasiada gente que desease tan poco estar allí cada uno de sus días laborables como la señora Kay. La vida adulta había resultado ser una decepción total para ella; no había logrado mantener ninguna de sus promesas y le gustaba restregárselo obligándola a pasar la mayor parte de las horas que estaba despierta con gente de una edad que facilitaba la placentera experiencia de estar viva.

Expuso una serie de panfletos sobre la mesa en el ambiente estéril de su despacho, y se lanzó a detallarme toda clase de itinerarios de estudio que no me interesaban lo más mínimo. Estaba lo suficientemente ocupada en hablarme de ellos como para sentirse obligada a fingir que sentía algún tipo de pasión por su vocación. Tampoco es que eso me hubiera importado, hacía rato que había dejado de escucharla.

—¿Me estás escuchando?

—Sí.

En realidad, pensaba en Lou y en su belleza; en la apostura de la estructura ósea de sus mejillas (formaban el gradiente perfecto, tensaban la piel de su barbilla de querubín), que provocaba vertiginosas explosiones de adrenalina abrasadora en mi corazón.

—¿En qué crees que destacas?

En fingir que escucho.

—No estoy seguro —respondí.

La señora Kay retiró las imágenes de fontaneros, electricistas y albañiles de la mesa y las colocó de nuevo en sus correspondientes dosieres sobre la estantería. Era el mismo proceso que había realizado cinco minutos antes, pero marcha atrás. Fue hacia la ventana, limpió una mancha en el vidrio con el borde de la manga de su chaqueta y se volvió para mirarme.

—¿Sabes...? —Hizo una pausa. Sonaba como si tuviese demasiados dientes en la boca—. ¿Sabes lo que contestó tu hermano Malcolm cuando le hice esta misma pregunta hace dos años?

Ni idea.

—Malcolm no tiene trabajo —le informé.

—«Quiero cambiar el mundo.» ¿Y sabes lo que le dije?

—No.

—«No digas tonterías.»

Me puso un folleto entre las manos mientras cruzaba la puerta. En la entrada había una imagen de un hombre transportando una caja con pinta de estar muy aburrido. Yo sospechaba que dentro de la caja estaban encerradas sus ganas de vivir. Se parecía un poco a la señora Kay.

Mi familia, sentada ante aquella mesa minúscula en la que nuestras rodillas chocaban y se entrelazaban con las del otro, escuchó una versión censurada de aquella historia. Eliminé la parte que atañía a Mal, pero reflexioné sobre ello mientras observaba su rostro como si él mismo lo estuviese recordando, con la mirada baja sobre la solitaria porción de carne de cerdo enlatada que había en su plato.

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